Eva

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1. Norddeutscher Lloyd Bremen

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1. Norddeutscher Lloyd Bremen

No quiero que me maten esta noche, pensó Lorenzo Falcó.

No de esta manera.

Sin embargo, estaba a punto de ocurrir. Los pasos a su espalda resonaban cada vez más cercanos y rápidos. Sin duda tenían prisa por alcanzarlo. Había escuchado el grito del enlace al caer en la oscuridad, a su espalda, desde el mirador de Santa Luzia, y el golpe del cuerpo al estrellarse contra el suelo quince o veinte metros más abajo, en una callejuela oscura del barrio de Alfama. Y ahora iban a por él, en busca del trabajo completo. De rematar la faena.

El desnivel de la cuesta lo ayudaba a caminar más deprisa, pero también facilitaba el paso a sus perseguidores. Eran dos hombres, había entrevisto arriba mientras el enlace —apenas vislumbró su cara, solo un bigote bajo el ala de un sombrero, en la penumbra de una farola lejana— le pasaba el sobre, como estaba previsto, un momento antes de advertir la presencia de los extraños y proferir una exclamación de alarma. Se habían separado apresuradamente, alejándose el enlace a lo largo de la barandilla del mirador —por eso lo habían atrapado primero— y Falcó calle abajo, con las luces vagas de Lisboa extendiéndose más allá, al pie del barrio elevado, y la cinta ancha y negra del Tajo fundiéndose con la noche, en la distancia, bajo un cielo sin luna y salpicado de estrellas.

Había una vía de escape a la izquierda, entre las sombras. Recordaba el lugar porque lo había estudiado por la mañana, a la luz del día, en previsión de la cita nocturna. Era aquel un antiguo y práctico principio profesional: antes de arriesgarse en un lugar, decidir por dónde abandonarlo, si era necesario ir con prisas. Falcó recordaba el nombre rotulado en un azulejo: Calçadinha da Figueira. Era un callejón estrecho, muy en cuesta abajo, al que se accedía por una escalera de piedra de dos tramos y barandilla de hierro. Así que, torciendo con brusquedad a la izquierda, bajó rápidamente por ella, guiándose con una mano en la barandilla para no tropezar en la oscuridad. Al final había un arco, donde el callejón discurría a la derecha en ángulo recto. Un arco angosto, por el que solo podía pasar una persona a la vez.

Los pasos venían detrás, cada vez más cerca. Sonaban ya en los primeros peldaños de la escalera. No voy a morir esta noche, se repitió Falcó. Tengo planes más atractivos: mujeres, cigarrillos, restaurantes. Cosas así. De modo que, puestos a ello, es mejor que mueran otros. Entonces se quitó el sombrero, introdujo los dedos entre la badana y el fieltro y extrajo la hoja de afeitar Gillette en su envoltorio de papel que llevaba allí oculta. Mientras recorría el último tramo hacia el arco deshizo el envoltorio y, tomando el pañuelo del bolsillo superior de la chaqueta, se protegió con él los dedos para sujetar la cuchilla entre el pulgar y el índice. Llegó así al arco, torció a la derecha y apenas lo hizo se quedó allí inmóvil, pegado a la pared, escuchando el sonido de pasos cada vez más próximos, entre el rumor del pulso acelerado que le batía fuerte en los tímpanos.

Cuando la primera silueta apareció en el arco, Falcó se interpuso con rapidez y lanzó un tajo rápido de derecha a izquierda en la garganta. En el rostro en sombra apareció un breve destello claro —los dientes de una boca abierta por el estupor—, e inmediatamente, una exclamación de sorpresa que se quebró a la mitad en un gorgoteo agónico, como si el aire de los pulmones del hombre herido escapase entre un velo fluido y líquido por su tráquea abierta. Cayó desplomándose en el acto, a la manera de un cuerpo desmadejado que de repente perdiera toda consistencia. Un bulto atravesado en el suelo, bajo el arco. Y la sombra que venía detrás se detuvo de pronto, guardando la distancia.

—Venga, hijo de puta —faroleó Falcó—. Acércate un poco más… Vamos.

Tres segundos de inmovilidad. Quizá cinco. Falcó y el otro quietos en el callejón, y el bulto del suelo que seguía emitiendo su ronco quejido líquido. Al cabo, el segundo perseguidor retrocedió despacio en la oscuridad, cauto, desandando camino.

—Vamos, hombre —dijo Falcó—. No me dejes así, con las ganas.

Sonaron los pasos, más apresurados ahora, alejándose callejón y escalera arriba hasta que dejaron de oírse. Entonces Falcó respiró hondo, todavía inmóvil, permitiendo que el latir de su pulso en los tímpanos recobrase la normalidad. Después, cuando cesó el leve temblor que le agitaba los dedos, tiró la hoja de afeitar y el pañuelo, tras limpiarse con este el líquido viscoso, aún tibio, que le manchaba la mano.

Se agachó para cachear el cuerpo caído, que al fin estaba en silencio: un cuchillo en funda sujeta al cinturón, tabaco, fósforos, monedas sueltas. En el bolsillo interior de la chaqueta había una billetera, que Falcó se guardó. Después se incorporó, mirando alrededor. El paraje estaba desierto, y casi todas las casas próximas, a oscuras. En varias de ellas se entreveían rendijas de luz, y de algún lugar remoto llegaba música de radio con una voz femenina cantando un fado. Un perro ladró a lo lejos. En el cielo negro seguía habiendo tantas estrellas que Lisboa parecía cubierta de un enjambre de inmóviles luciérnagas.

Por un momento pensó en buscar el cuerpo del enlace al pie del parapeto por el que había caído, o lo habían arrojado, pero en seguida desechó la idea. La curiosidad, advertía el viejo dicho, mató al gato. Siguiera vivo o no el enlace después de aquellos quince o veinte metros desde el mirador hasta el suelo —lo más probable era que estuviese muerto—, ese ya no era asunto de Falcó. Solo sabía de él que era portugués, que trabajaba para el bando nacional por convicción o dinero, y que le había entregado información que debía transmitir al cuartel general franquista en Salamanca. Así que mejor no complicarse más la vida. Alguien, un transeúnte casual, un vecino, un vigilante nocturno, podía aparecer por allí; o tal vez el segundo perseguidor, tras pensarlo mejor, decidiera volver sobre sus pasos y vengar a su compañero. Nunca se podía estar seguro de esa clase de cosas. El de Lorenzo Falcó era un oficio de imprevistos; un ajedrez de riesgos y probabilidades. Por otra parte, el sobre, objeto del encuentro nocturno, lo llevaba ya en el bolsillo. Nada más le interesaba del otro, soldado anónimo, sin rostro siquiera —aquel bigote entrevisto bajo el sombrero—, de una guerra sucia que se libraba tanto en los campos de batalla de España como en las respectivas retaguardias, y también en lugares extranjeros oscuros y sórdidos como aquel. Lances sucios, propios de un sucio oficio. Espías tan sin rostro como el agente republicano degollado bajo el arco, o el fulano que, prudente, había puesto pies en polvorosa por miedo a correr la suerte de su compañero. Peones desechables en un tablero donde jugaban otros.

Bajó hasta la rua de São Pedro volviéndose de vez en cuando para comprobar si alguien lo seguía. Un latido de dolor le martilleaba la sien derecha, sin duda a causa de la tensión, e instintivamente se palpó el bolsillo de la americana donde llevaba el tubo de cafiaspirinas; aquel era su punto flaco, las migrañas que a veces lo dejaban aturdido, incapaz de moverse, boqueando como un pez fuera del agua. Necesitaba un sorbo de algo para tragarse una, pero eso tendría que esperar. Lo principal era alejarse de allí. Y rápido.

Buscó calles anchas para evitar una posible emboscada. Al fin dejó la Alfama atrás, y deteniéndose bajo la luz turbia de una farola en la rua dos Bacalhœiros, entre la bruma que la humedad hacía ascender desde el río cercano, sacó el sobre del bolsillo, rasgándolo para ver qué contenía. Le sorprendió ver que se trataba del folleto, doblado en dos, de una compañía naviera, la Norddeutscher Lloyd Bremen. Solo eso. Una hoja tamaño cuartilla impresa por una sola cara. Estaba ilustrada con un transatlántico, y debajo había una lista de barcos e itinerarios a América y al Mediterráneo Oriental. Volvió a meter el folleto en el sobre, lo devolvió al bolsillo y revisó la billetera del muerto. Había en ella cierta cantidad de dinero en escudos portugueses, que se guardó sin reparos, un abono para los tranvías de Lisboa, la fotografía de una mujer joven y dos cédulas de identidad con el rostro del mismo sujeto —moreno, flaco, cabello rizado y escaso— pero con nombres diferentes: una de las cédulas, sin duda falsa, era portuguesa, a nombre de João Nunes, empleado de comercio. La otra era española, con membrete del Servicio de Información Militar y tampón de la República, emitida a nombre de Juan Ortiz Hidalgo. Se metió esta última en el bolsillo. Después tiró el resto con la cartera a un cubo de basura y se alejó caminando deprisa, aunque no lo bastante para llamar la atención.

Al empujar la puerta del Martinho da Arcada —un pequeño café restaurante de paredes sencillas y blancas, en los soportales de la praça do Comércio—, Falcó se dio cuenta de que tenía manchado de sangre el puño derecho de la camisa. Entró, y mientras saludaba al camarero vio que Brita Moura estaba sentada de espaldas, al fondo, en la última mesa junto a la ventana. Pasó directamente al cuarto de baño, puso el pestillo a la puerta, abrió el grifo y con un sorbo de agua en el cuenco de las manos ingirió dos cafiaspirinas. Luego se quitó la americana y el gemelo de oro que sujetaba el puño almidonado a la manga de la camisa, y lavó este hasta que la sangre casi desapareció. Lo secó con la toalla del lavabo y volvió a ponérselo. En su muñeca izquierda, el Patek Philippe indicaba once minutos de retraso. Eso era algo razonable, y la mujer que aguardaba no estaría demasiado furiosa por ello. O no demasiado tiempo.

Palpó el bolsillo de la chaqueta para comprobar que el sobre seguía allí. Luego se estudió detenidamente en el espejo, buscando alguna huella más de la reciente refriega, pero solo vio la imagen de un hombre atractivo de treinta y siete años, vestido con un traje oscuro de corte impecable, el pelo negro peinado hacia atrás, reluciente de brillantina. Se pasó una mano por él para alisarlo un poco más y luego recompuso el nudo de la corbata. Con ese último ademán, su rostro endurecido por años de tensión y peligro pareció relajarse, dando paso a una expresión irónica y amable: la del hombre apuesto que llega tarde a una cita escudándose tras una sonrisa, seguro de hacerse perdonar.

—Por Dios —protestó la mujer—. Llevo aquí media hora sola como una tonta, esperándote.

—Lo siento —respondió Falcó—. Me retuvo un negocio urgente.

—Pues vaya horas para los negocios. Y además, citándome en este lugar.

Dirigió Falcó en torno una sonrisa tranquila.

—¿Qué le pasa al lugar?

—Es una simple casa de comidas… Podríamos haber ido a un sitio mejor, con música.

—Me gusta este. Los camareros son simpáticos.

—Qué tontería.

Brita Moura no estaba acostumbrada a que los hombres se retrasaran con ella. Era morena, de boca grande y sensual, con una anatomía contundente que llenaba cada noche el patio de butacas del teatro Edén —la revista musical se titulaba Solteira e sem compromisso—, pestañas postizas y labios de un rojo muy intenso, a lo Crawford. Llevaba la media melena negra peinada hacia atrás con fijador, como el propio Falcó, con la frente despejada en un leve toque virago. El suyo era un rostro habitual en carteles publicitarios y portadas de semanarios ilustrados portugueses. Nacida veintisiete años antes en un pueblecito del Alentejo, Brita era de esas hembras por las que los jóvenes perdían el corazón y los viejos la cartera. Había recorrido un duro camino hasta convertirse en la actriz y vedette famosa que era ahora, y no dudaba en hacérselo pagar a los pocos afortunados que lograban acercarse lo suficiente. Falcó, sin embargo, era una de sus debilidades. Se habían conocido cinco semanas atrás en una de las mesas de ruleta del casino de Estoril, y se veían de vez en cuando.

—¿Qué te apetece? —Con toda naturalidad, Falcó consultaba la carta.

Ella arrugaba la nariz, caprichosa. Todavía enfurruñada.

—Se me han quitado las ganas de cenar.

—Yo pediré bacalao a la brasa… ¿Tomarás vino?

—Eres un insensible y un canalla.

—No. Solo tengo hambre —el camarero aguardaba, solícito—. ¿También pescado para ti?

No era cierto. No sentía hambre en absoluto, pero aquella prosaica liturgia social le ayudaba a serenar la cabeza. A escudarse tras la banalidad de una conversación intrascendente con una mujer hermosa. Ordenaba de esa manera ideas y propósitos. Recuerdos inmediatos.

—Solo una sopa ligera —dijo Brita—. Estoy engordando demasiado.

—Eso es absurdo, querida. Estás perfecta.

—¿Tú crees?

—Sí. Espléndida.

Ella había suavizado el gesto. Se palpó las caderas.

—Pues los de la revista Ilustração dicen que estoy ganando peso.

Sonrió Falcó con aplomo mundano. Había sacado la pitillera de carey y le ofrecía un Players.

—Los de la revista Ilustração son unos imbéciles.

Ella se inclinaba hacia él sobre la mesa, acercando su cigarrillo a la llama del Parker Beacon de plata.

—Tienes mojado un puño de la camisa —observó.

—Ya —Falcó encendió su propio cigarrillo—. Una salpicadura del grifo, al lavarme las manos.

—Qué bobo.

—Sí.

Fumaron mientras llegaba la cena. El dolor de cabeza de Falcó había desaparecido. Brita hablaba de su trabajo, del éxito de la taquilla, del contrato para la nueva revista que se pondría en cartel de allí a un par de meses. De un proyecto cinematográfico que le habían ofrecido. Falcó seguía la conversación con aire interesado y cortés, mirando todo el tiempo a los ojos de la mujer con aparente atención; formulando en los momentos precisos, como si de cumplir con un guion se tratara —y eso era, a fin de cuentas—, comentarios adecuados o preguntas oportunas. Uno de tus más perversos encantos, le había dicho en cierta ocasión el Almirante, consiste en que sabes escuchar como si lo que te dicen resultara decisivo para tu vida y tu futuro. Lo más importante del mundo. Y cuando al fin la víctima advierte el truco, es demasiado tarde, porque ya le has robado la cartera o dado un navajazo en la ingle. O, si es mujer, te has metido en su cama.

—¿Adónde iremos después? —se interesó Brita.

—No lo he pensado.

Era cierto. Tenía la cabeza ocupada en el sobre que llevaba en el bolsillo, en el enlace y el agente republicano muertos, en el otro fugitivo, que a esas horas debía de haber informado ya a los suyos del incidente. En cómo iba a reaccionar la policía portuguesa. En el prospecto de la Norddeutscher Lloyd Bremen y la relación de barcos que contenía, y en el dato exacto que debía transmitir, una vez descifrado, a la jefatura del Servicio Nacional de Información y Operaciones. En principio no había prisa, pues tenía previsto comunicarse con Salamanca por la mañana; pero ni siquiera la belleza de la mujer que tenía enfrente lograba despejar su inquietud. Algo dentro de aquel sobre, de lo ocurrido media hora antes en la Alfama, no era lo que aparentaba. Había cabos sueltos, y no podría quedarse tranquilo hasta atarlos.

—¿Quieres un poco más de vino?

Acercaba la botella a la copa de la mujer. La sonrisa de ella indicó que se habían despejado las últimas nubes. Fundido el hielo. Todo en orden.

—Gracias, amor.

Por otra parte, con Brita Moura ya se había acostado Falcó varias veces. Cuatro, para ser exactos: una en el hotel Palacio de Estoril y tres en Lisboa, en el lujoso apartamento que ella tenía en la travessa do Salitre. No esperaba, por tanto, mucha novedad por ese lado, aparte el retorno cálido y temporal a la intimidad de aquel cuerpo espléndido, por lo demás rutinario y poco imaginativo; aunque, eso sí, de fluidos fáciles, agradecidos y abundantes. Iba a tratarse, en resumen, de dos o tres horas agradables antes de regresar al hotel —no era partidario de arriesgar la piel durmiendo en casas ajenas— con las manos en los bolsillos y el cuello de la chaqueta subido, de madrugada, esquivando el chorro de agua de las mangueras de los barrenderos municipales. Aquella era la parte mala. Tampoco resultaba, a fin de cuentas, un programa como para tirar cohetes.

—Podemos ir a bailar —sugería ella—. Al Barrio Alto. Han abierto un sitio nuevo junto a Tavares que está muy bien… Una orquesta americana de jazz, con músicos negros.

—Es una posibilidad.

Brita volvió a inclinarse hacia él. Apoyaba un codo en la mesa y sostenía en alto el cigarrillo manchado de rouge, entre dos dedos. Sofisticada y vulgar al mismo tiempo, sus rotundos senos rozaban el mantel.

—Adivina qué llevo debajo —susurró.

Sonreía, prometedora. Falcó estudió el vestido drapeado de Balenciaga —crepé color violeta— con mirada inquisitivamente cortés. La última vez que estuvieron juntos habían bromeado sobre ropa interior femenina; así que la respuesta, dedujo, era fácil.

—¿Seda negra?

—Nada —ella bajó un poco más la voz—. No llevo nada.

—Defíneme esa nada —sonrió Falcó.

—Pues nada, tonto. En absoluto.

—¿En absoluto?

—Eso es. No me he puesto combinación ni bragas.

—Ah.

Lo comprobó —lo de nada en absoluto— una hora más tarde, mientras bailaba en el nuevo club de jazz acariciando las caderas de Brita Moura. Nada había entre la tela del vestido y la piel, y el movimiento del cuerpo de ella, sensual y adecuado a las circunstancias, estimuló a Falcó lo suficiente para distraerlo de las inquietudes profesionales que le ocupaban la cabeza. Quizá después de todo, concluyó, no fuera mala idea pasar un rato por el apartamento de ella y poner las cosas en su sitio, hola y adiós, con un agradable intercambio de microbios. Y a otra cosa. Como coartada no era mala. A fin de cuentas la noche era larga, el sobre seguía en su bolsillo, y en Salamanca, donde estarían durmiendo a esas horas —la cruzada de salvación nacional imponía costumbres morigeradas a los nuevos españoles—, no esperaban noticias suyas hasta el día siguiente por la mañana. Además, eso reforzaría su cobertura si la policía portuguesa huroneaba en torno a lo de Alfama.

—Me encanta el sitio —repetía Brita.

El local se llamaba O Bandido y estaba de moda en Lisboa: jazz y ritmos al día. Camareros con cubos de hielo y champaña, vasos de whisky y cocktails de nombres imposibles iban y venían entre las mesas, diligentes. Una orquesta de negros americanos, o que fingía serlo, se empleaba a fondo sobre una tarima, y una multitud danzante y sudorosa, en la que menudeaban los trajes de noche y etiqueta, parecía pasárselo bien en la pista; ajenos todos, en principio, al hecho de que a pocos cientos de kilómetros de allí, al otro lado de la frontera, una guerra atroz llenaba de refugiados los caminos, de infelices las prisiones y de cadáveres las trincheras, las cunetas y las tapias de los cementerios. Con una mueca sarcástica, Falcó recordó por un instante la última fiesta de fin de año antes de la guerra —la había pasado en el grill del Palace de Madrid, bailando con una amiga—, preguntándose cuántos de quienes esa noche tiraron serpentinas y brindaron celebrando las campanadas de 1936 estarían ahora muertos o a punto de estarlo.

—Qué fastidio —dijo Brita—. No mires. Está ahí el estúpido de Manuel Lourinho.

Miró Falcó, de reojo. Un tipo apuesto, bronceado, vestido de smoking, estaba sentado a una mesa con un grupo de gente. Reían y bebían.

—¿El guaperas de allí?

—El mismo… ¿Lo conoces?

—Me suena.

—Es jugador de polo. Sale en los periódicos de vez en cuando.

—Ya —cayó en la cuenta—. ¿Qué pasa con él?

—Se ha vuelto un pesado. Tuvimos una historia corta, pero se la tomó demasiado en serio, y no me deja en paz… Además, está casado.

—Yo también estoy casado —bromeó Falcó.

Ella le clavó las uñas en los brazos.

—Embustero… ¿Quién iba a atarse a un calavera como tú?

Fueron a sentarse. El tal Lourinho los había visto y dirigía intensas miradas a Brita. Falcó agarró el gollete de la botella de Bollinger que estaba en el cubo de hielo y la encontró casi vacía.

—¿Pido otra?

—No vale la pena —Brita había abierto el bolso y se empolvaba la nariz—. Ver a ese fatuo me ha quitado las ganas de todo.

—¿De todo?

Ella cerró la polvera y le dirigió una femenina mirada de superioridad moral.

—¿Tú eres tonto, o qué?

Consultó Falcó el reloj. Luego recordó el tacto de la piel de la mujer bajo la seda del vestido.

—¿Nos vamos?

—Será mejor, antes de que ese idiota nos arruine la noche.

Falcó llamó a un camarero y pagó la cuenta añadiendo una generosa propina. La mujer se puso en pie. En ese momento Manuel Lourinho se levantó a su vez —era un tipo alto y fuerte— y fue hacia ellos. Brita pasó por delante sin dirigirle una mirada. Falcó sí lo hizo. Estuvo a punto de guiñarle un ojo, en plan hoy por mí y mañana por ti, compañero, pero se contuvo porque no le gustó la expresión del individuo. Lo miraba a él, torvo, como considerándolo culpable del desaire.

—Eh —dijo.

Su aliento olía a whisky inglés de buena calidad y malas consecuencias. Se detuvo Falcó un instante. El individuo era casi un palmo más alto que él.

—Dígame, amigo.

—No soy su amigo —masculló el otro—. Y le voy a partir la cara.

Suspiró Falcó, resignado. Casi conciliador.

—Me asusta usted —dijo.

Después siguió camino tras la mujer, que se alejaba. Cogieron el abrigo de ella y el sombrero de él en el guardarropa —Falcó iba a cuerpo— y salieron a la calle. Había dos taxis y tres coches de caballos en la parada, frente al cabaret. Falcó se disponía a pedirle al portero que trajera un coche cuando sintió pasos a su espalda. Y al volverse, a la luz del farol de la entrada, vio allí a Lourinho.

—Te vas sin saludarme, Brita.

Mala papeleta, pensó Falcó. Se complicaba la noche.

—No tengo ninguna gana de saludarte —replicó ella.

—Eso es descortés por tu parte.

—Déjame en paz.

Se había cogido con más fuerza del brazo de Falcó. Del derecho. Prudente, este la pasó al lado izquierdo.

—Te he llamado varias veces —insistió Lourinho.

—Mucha gente me llama.

Se acercaba el coche de caballos prevenido por el portero. Lourinho se les puso delante, cortándoles el camino.

—Zorra —dijo casi escupiéndolo.

Torció el gesto Falcó. Aquello se salía de madre. O se iba a salir de un momento a otro.

—Discúlpenos —dijo, haciendo ademán de conducir a Brita hacia el coche.

—Me ha llamado zorra —protestaba la mujer, escandalizada—. ¿No vas a decir nada?

—Sube al coche… Vamos.

Pero Lourinho volvió a interponerse, amenazador. Separaba los brazos del cuerpo como un luchador listo para la pelea.

—Te voy a matar —le dijo a Falcó.

Suspiró hondo este, soltando el brazo de la mujer. Miraba con fijeza el rostro del otro, situado muy cerca, un poco más arriba del suyo.

—Tú no has matado a nadie en tu vida —dijo muy despacio.

Quizá fue el tono, o el gesto. La mirada de Falcó. Los ojos y la expresión de Lourinho lo revelaron todo de golpe. La sucesión de sensaciones. La sorpresa fue lo primero; luego, el descubrimiento y el recelo. Entonces retrocedió un paso. Algo allí no era lo que había previsto, y su cerebro confuso por el alcohol intentaba averiguar de qué se trataba. Pero solo fueron un par de segundos, porque Falcó no le concedió más tiempo. Dio el paso adelante que el otro había dado atrás y alzó los brazos sonriendo, cual si se dispusiera a dar un abrazo amistoso que lo zanjase todo. Y en el mismo movimiento, todavía con la sonrisa en la boca —ver sonreír relajaba las defensas de cualquiera—, le asestó un rodillazo en los testículos que hizo a Lourinho encogerse de estupefacción, primero, y de dolor después. Aun así, Falcó sabía que esa clase de golpes tardaban tres o cuatro segundos en hacer su efecto total; de modo que atajó camino añadiendo un codazo en la cara. Cayó el otro de rodillas, una mano ante los ojos y otra entre las ingles, echando aire de golpe como si le hubieran apretado un fuelle en los pulmones.

Falcó se había vuelto hacia el portero, alargándole un billete doblado en dos.

—Habrá observado que el señor se encuentra mal —dijo con mucha calma—. Por eso ha tropezado, cayéndose… Lo ha visto, ¿verdad?

El portero se guardaba la propina en la chaqueta galoneada. Escandalizado antes de recibir el dinero, lucía ahora una sonrisa de oreja a oreja.

—Absolutamente, caballero.

Sonrió también Falcó, cómplice. La sonrisa de quien poseía una confianza inquebrantable en la crueldad, la estupidez y la codicia de los seres humanos.

—Demasiado whisky, sin duda.

—Por supuesto.

Todavía era de noche, afuera. Entre las cortinas del dormitorio penetraba la claridad de un anuncio luminoso de oporto Sandeman situado en el edificio de enfrente. Sentado en un sillón en la penumbra, desnudo bajo el albornoz de Brita Moura que tenía sobre los hombros, Falcó fumaba contemplando el cuerpo dormido de la mujer. Los radiadores mantenían una temperatura agradable, y Brita dormía profundamente, destapada y boca arriba. Falcó podía oír el ritmo regular y acompasado de su respiración. Yacía ella inmóvil, con los brazos extendidos y las piernas abiertas, en una postura que en otra mujer menos hermosa, menos bellamente torneada, habría parecido vulgar. La débil iluminación exterior llegaba hasta su cuerpo como a través de un tamiz cárdeno que siluetease los contornos en soberbios escorzos de luz y sombra. La mata oscura del vello púbico abría un abismo de vértigo entre sus muslos. Antes de levantarse a fumar, Falcó había hundido allí con suavidad los dedos de la mano derecha, retirándolos húmedos de su propio semen.

Pensaba fríamente en el hombre muerto en Alfama. En el sonido líquido de su garganta, aire escapando en forma de burbujas a través de bocanadas de sangre. Reflexionaba, porque esos eran su hábito y su oficio, sobre líquidos y fluidos. En la asombrosa facilidad, la rapidez inevitable con que un ser humano podía verter cinco litros y pico de sangre en el suelo, vaciándose sin remedio, allí donde ninguna compresa, ninguna presión de los dedos, ningún torniquete improvisado, eran capaces de yugular una fuerte hemorragia. Y una vez más se preguntó cómo se las arreglaban para sobrevivir quienes procuraban vivir ignorando eso: la certeza de que bastaba con acercarse al espléndido cuerpo de mujer que dormía a pocos pasos y, mediante el simple acto de tajarle el cuello, transformarlo en un trozo de carne muerta.

Aplastó el resto del cigarrillo en un cenicero y se puso en pie, frotándose los riñones doloridos: sin lugar a dudas, Brita era una mujer enérgica. Mucho. Luego, tras ceñirse el albornoz, anduvo descalzo sobre el suelo de parquet hasta su chaqueta, colgada en el respaldo de una silla. Sacó el sobre y fue con él hasta el cuarto de baño, donde hizo girar el interruptor de la luz eléctrica. Se observó un momento en el espejo, la mandíbula cuadrada que la barba empezaba a oscurecer, el pelo negro y revuelto sobre la frente, los ojos grises y duros, de pupilas aún dilatadas por la cocaína que Brita le había ofrecido un par de horas antes. Tenía la boca pastosa y seca.

Abrió el grifo, bebió con ansiedad un largo trago de agua, y después extrajo del sobre el prospecto de la Norddeutscher Lloyd Bremen. No hacía tan siquiera ocho horas, dos hombres habían muerto por ese documento de apariencia banal. Durante un rato, con extrema atención, estudió minuciosamente los nombres de los barcos e itinerarios registrados en él, sin observar ninguna marca o indicación en especial. Al fin se lo llevó a la nariz y olió el papel impreso. El resultado le arrancó una sonrisa.

Había una palmatoria con una vela y una caja de fósforos en la repisa de vidrio del lavabo. Falcó despejó esta, puso el papel encima bien extendido, rascó un fósforo y encendió la vela. Después la pasó por debajo de la repisa. Lo hizo moviendo cautelosamente la llama, de modo que oscilara calentando el vidrio y también el papel que estaba encima, sin prenderle fuego ni deteriorarlo. Y así, en cosa de medio minuto, muy despacio, primero como un leve trazo ocre rojizo y luego con letras mayúsculas bien definidas, trazadas a mano con zumo de limón, orina u otra tinta invisible, aparecieron en el margen del impreso unas palabras:

Mount Castle, capitán Quirós. Naviera Noreña y Cía. Cartagena-Odesa, jueves 9.

A las 9.15 de la mañana, un hombre delgado y más bien bajo de estatura, con bigote negro, vestido con un traje marrón cruzado cuya chaqueta le estaba un poco grande, apareció con el sombrero puesto en la puerta vidriera del salón de desayunos del hotel Avenida Palace. Tras hablar con el jefe de camareros, dirigió en torno una mirada inquisitiva y luego fue hasta la mesa donde Falcó estaba sentado con O Século y el Jornal de Notícias sobre el mantel, bajo la gran lámpara de araña de cristal, cerca de una ventana por la que alcanzaba a ver el monolito de la praça dos Restauradores.

—Qué sorpresa —dijo Falcó, apartando los periódicos.

Sin responder, el otro miró el titular de uno de los diarios —Intensos bombardeos nacionalistas sobre Madrid— y luego a Falcó, antes de quitarse el sombrero y ponerlo sobre una silla. Tenía el cráneo tostado por el sol. Después se sentó, pasándose una mano por la cara. La barba le despuntaba en la piel grasienta. El suyo era un aire fatigado.

—Siempre bien alojado —comentó al fin, tras dirigir una mirada alrededor—. Habitaciones de ciento veinte escudos, creo.

—Ciento cuarenta.

Asintió el otro casi con resignación.

—Me irá bien un café —dijo, abatido—. No dormí en toda la noche.

Llamó Falcó a un camarero. En contraste con el recién llegado, él se veía fresco, salido de la ducha y afeitado en la barbería del hotel tras haber hecho las treinta flexiones boca abajo que hacía cada mañana. Cabello peinado hacia atrás, raya impecable, traje de tres piezas color plomo —Anderson & Sheppard, según la etiqueta cosida en el forro interior de la americana— y corbata de seda. Sus ojos grises estudiaron tranquilos al interlocutor: capitán Vasco Almeida, de la muy temida PVDE —Polícia de Vigilância e Defesa do Estado—: el servicio de inteligencia portugués. Ambos eran viejos conocidos. Su amistad, o razonable relación, databa del tiempo en que Falcó traficaba con armas por cuenta de Basil Zaharoff, utilizando, entre otros, el puerto de Lisboa; cajones de madera sin marcas ni identificación, cargamentos que iban y venían registrados como maquinaria industrial y otras mercancías, en aquel mundo sórdido de grúas, tinglados y callejuelas de azulejos desportillados, entre burdeles para marineros de los barcos amarrados en los muelles que iban desde Alcãntara hasta Cais do Sodré. Vive y deja vivir, era la idea. Los dos habían compartido varias veces, en buena armonía, triquiñuelas, confidencias, sobornos y beneficios. Portugal, como solía decir Almeida, era un país pequeño y pobre. De sueldos bajos.

—Dos cadáveres. En Alfama.

No miraba a Falcó, sino la humeante cafetera de plata que un camarero acababa de poner sobre la mesa. Se sirvió una taza colmada, sin azúcar.

—Un español y un portugués —añadió antes del primer sorbo.

Falcó no dijo nada. Apoyaba los puños de la camisa en el mantel sobre el borde de la mesa, a ambos lados del plato donde, junto a su vaso de leche vacío —hacía tiempo que no tomaba café—, estaban los frugales restos de una tostada con mantequilla. A la espera. Al fin, tras un par de sorbos más, casi pensativos, Almeida se secó el bigote y alzó la vista hacia él.

—¿Dónde estuviste anoche, amigo?

Falcó le sostuvo la mirada. Enarcaba un poco las cejas, en oportuno gesto de sorpresa.

—Cenando.

—¿Y luego?

—En un cabaret.

—¿Fuiste solo?

—No.

Asintió Almeida muy despacio, como si acabara de escuchar lo que esperaba. Volvió a pasarse una mano por la cara sin afeitar.

—Un español y un portugués —repitió bruscamente—. El primero, degollado como un cerdo.

—¿Y?

—A tu compatriota le robaron la documentación, pero hace un rato lo identificó un funcionario de la embajada. Era agente de la República… El otro es un portugués que se cayó de un lugar alto, o lo tiraron. Un tal Alves. Empleado en un consignatario de buques de la rua do Comércio.

—¿Y por qué me cuentas todo eso?

—Alves trabajaba para los tuyos.

Parpadeó Falcó.

—¿Y quiénes son los míos?

—Vete a la mierda.

Un silencio. Largo. Almeida se bebió a sorbos cortos el resto del café. Después aceptó el cigarrillo que Falcó le ofrecía. Gozaba este del don, nada común, de saber reanudar una amistad en el mismo punto en que la había dejado meses o años atrás, cual si no hubiera pasado el tiempo: un gesto, una mano en un brazo o un hombro, un recuerdo común, una sonrisa. Con Almeida bastaba un cigarrillo.

—¿Puedes probar que anoche no estabas solo? —inquirió el policía mientras expulsaba el humo.

—Claro.

—¿Hombre o mujer?

—Mujer.

—¿Conocida?

—Bastante —Falcó sonrió a medias—. Así que te agradeceré que no hagas ruido con eso.

—Pues dime lugares, anda.

—Martinho da Arcada y O Bandido.

—¿Y luego?

—Su casa. Hasta hace cuatro horas.

—¿Dónde?

—Ahí mismo. Travessa do Salitre, junto al hotel Tivoli.

Durante un momento, Almeida pareció considerar todo aquello.

—¿Conocías al español? —preguntó al fin—. Ortiz, se llamaba.

—No.

—¿Y al portugués?

—Todavía menos.

—¿Le dijiste a ella te quiero? —Sonreía Almeida, zumbón—. No es aconsejable pasar la noche con una mujer que puede servir de coartada sin decirle varias veces que la quieres.

—Con esta no hizo falta.

—Siempre tan afortunado, tú.

—Sí.

Se miraban a los ojos igual que si estuvieran jugando al billar en una de las nueve mesas del café Chave d’Ouro, como solían hacer en tiempos menos tensos. Tras un momento, Falcó señaló los periódicos.

—Ganó el Benfica al Sporting.

—¿Y qué hay con eso?

—Tú eres del Benfica, ¿no?

Se quedaron callados otro rato, observándose.

—¿Cuánto hace que nos conocemos? —comentó por fin Almeida—. ¿Seis años?

—Ocho.

—En el pasado te saqué de algún apuro.

—Y yo a ti.

—Todo tiene un límite, amigo.

—No sé adónde quieres ir a parar.

—Los muertos me complican la vida.

—Esos muertos deberían ser cosa de la policía, Vasco. No tuya.

—Cuando se trata de agentes secretos, de ciudadanos portugueses reventados contra el suelo y de espías españoles que aparecen con el cuello abierto de oreja a oreja, son cosa mía. ¿Comprendes?… Mis jefes me piden resultados. Y ahí no hay amigos ni conocidos que valgan.

—Eso, según. Tu presidente Salazar simpatiza con la causa nacional.

El otro le dirigió una mirada torva. Parecida, pensó Falcó, a la que debía de tener mientras uno de cada diez detenidos e interrogados por él —ese era el rumor estadístico que circulaba sobre el capitán Vasco Almeida, feroz anticomunista— se le moría en las manos, entre alaridos, o se arrojaba de modo espontáneo por la ventana. Después el portugués miró brevemente alrededor, sombrío.

—Esta mañana —dijo bajando la voz— mi presidente Salazar me la trae floja.

Hizo una pausa y dio una chupada tan larga al cigarrillo que casi lo consumió.

—Además —añadió—, mi gobierno sigue sin reconocer al tuyo.

Falcó permanecía inmóvil, observándolo con expresión amistosa.

—¿Y qué quieres de mí?

Movía Almeida la cabeza.

—Una guerra civil para cambiarle el color a una bandera es mucha guerra. Los españoles estáis majaras. Lleváis veneno en la leche.

—No me encajan tantos plurales —sonrió Falcó—. ¿A quién te refieres?

—Da igual. A los rojos y a los fascistas —el policía suspiró mirando el cigarrillo, malhumorado, como alguien a quien le discutieran una evidencia—. Como ya no podéis jodernos a los portugueses, ahora os dedicáis a joderos entre vosotros… Siempre necesitáis a alguien a quien joder.

—Sigues sin decirme a qué debo el honor de que me acompañes en el desayuno. En tu bella ciudad.

Torció el otro la boca.

—Tú no estás en Lisboa de vacaciones.

—Hago negocios, ya sabes. Importación y exportación.

—Claro —aplastaba Almeida la colilla en la taza vacía de café—. Y yo me rasco los huevos.

—Pruébalo.

—¿Lo de los huevos?

—Lo mío.

—Puedo hacerte detener —lo miró con dureza—. Darte un mal rato. Complicarle la vida a esa mujer con la que dices haber pasado la noche.

—Eso es una tontería.

—Pues deja de tensar la cuerda.

—¿Qué ibas a ganar?… ¿Que dejemos de ser amigos?

Suspiró el policía, fatigado.

—No me trates como a un imbécil.

—Nunca se me ocurriría…

El otro lo interrumpió alzando una mano.

—No tengo nada que objetar —dijo con sequedad— a que os destripéis al otro lado de la frontera, ni a que metáis armas alemanas e italianas de contrabando por el puerto de Lisboa, siempre que paguéis a quien haya que pagar… Allá cada cual. Eso no es asunto de la PVDE, por ahora. Pero no vamos a tolerar que ajustéis cuentas aquí. Que nos salpiquéis con vuestra mugre.

Falcó se permitió un ligero toque de impaciencia.

—Oye… Esta conversación no lleva a ninguna parte. Nada tengo que ver con lo de Alfama, se trate de lo que se trate.

—Un poco sabrás, estoy seguro. Cuéntame algo a lo que agarrarme. Cualquier cosa, por pequeña que sea. Y que cada cual siga su camino.

—Si hay agentes nacionales implicados, no soy yo. Te juro que no sé nada de eso.

—¿Nada?… ¿Siendo quien eres no sabes nada?

—Cero patatero.

—Dame tu palabra de honor.

—Tienes mi palabra de honor.

Almeida lo estudió unos segundos con fijeza. Después soltó una carcajada.

—Menudo hijo de puta.

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