Eva

Eva


3. Té con pastas

Página 7 de 23

Lo miraba el otro con fijeza, sin pestañear. La luz de los faros iluminaba el lado izquierdo de su cara, hinchado del puñetazo. Por la boca abierta goteaba la saliva en torno al cañón de la pistola. Emitía un ronco sonido gutural y sus dientes chirriaban sobre el acero pavonado. El conde de la Migalota ya no parecía tan elegante como uniformado de capitán de regulares, ni como cuando aguardaba apoyado en el capó del coche, con la botella de aceite de ricino a punto. Ahora estaba despeinado, sucio de tierra, y el nudo de la corbata se le había corrido bajo una oreja. Falcó acercó allí la boca, como si fuera a deslizar una confidencia.

—No vuelvas a cruzarte conmigo en tu puerca vida —susurró—. Porque entonces te mato. Y una vez viuda tu mujer, te juro que sí me la follo… A ella, a tu madre y a tus hermanas, si las tienes. Después de mear en tu lápida.

Dicho eso, retiró el arma de la boca del otro.

Tenía intención de dejar las cosas así, pero Gorguel se revolvió. Un arrebato de furia. A fin de cuentas, el veterano del Jarama no era ningún cobarde. Apenas se vio libre, se abalanzó sobre Falcó; o quiso hacerlo, porque este aguardaba, prevenido. Casi comprensivo. Con fría curiosidad científica. Resultaba interesante, cuando no tenías una pistola apoyada en la espalda, observar reacciones de maridos, celos, honra mancillada y cosas así. Todo tenía su puntito, claro. Su interés social. Educativo.

El primer golpe se lo asestó a Gorguel en la sien con el cañón del arma, derribándolo. Después le dio tres patadas en la cabeza, una detrás de otra, tranquila y sistemáticamente, hasta que dejó de moverse. Sangraba por la nariz y una oreja y tenía los ojos entreabiertos. Vidriosos.

—Payaso —escupió Falcó.

Le dio una patada más, para asegurarse —confiaba en haberle roto los treinta y dos dientes de la boca—. Luego se agachó a fin de comprobar si respiraba. Lo hacía. Y eso está bien, decidió. Que respires. Quisiera, pensó, ver con qué aspecto vas a pasear por Sevilla antes de regresar al frente. Cuando puedas hacerlo, claro. Con esa cara como un mapa. Y lo que dirán tus amigos. O tu legítima, cuando te vea.

Agarró al caído por los brazos y lo arrastró alejándolo del Bentley. Le desanudó la corbata y con ella en la mano volvió al automóvil, quitó el tapón del depósito de gasolina, la introdujo a medias, sacó el mechero y prendió un extremo. Después, sentado al volante del otro automóvil, dirigió un último vistazo a los tres cuerpos inmóviles antes de maniobrar para emprender el regreso a Sevilla.

Lo último que vio por el retrovisor fue el coche de Gorguel convertido en una antorcha. Reflejada en el espejo, la claridad lejana iluminaba, como un antifaz de luz rojiza, sus ojos grises y duros.

Le dolía la cabeza, comprobó malhumorado. Y la mano. Estaba deseando llegar al hotel, meter la mano en hielo, darse un baño caliente y beber un coñac con dos cafiaspirinas.

Ir a la siguiente página

Report Page