Europa
Tercera parte: Edad de Estabilización » 10. Cruzadas, almohades, órdenes militares y mongoles
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Cruzadas, almohades, órdenes militares
y mongoles
A pesar de sus turbulencias y altibajos bélicos y políticos, y retrocesos civilizatorios, la Edad de Supervivencia en Europa Occidental había sido acumulativa y legaba un inmenso patrimonio cultural. La tenaz, callada y anónima labor de miles de monjes y otros clérigos, a menudo a costa de sus vidas, había dejado cientos de monasterios grandes y pequeños, cada uno un centro de enseñanzas y mejoras técnicas, origen a veces de nuevas ciudades. En relación con ellos destacaban intelectuales como Isidoro, Beda, Alcuino y muchos más. Diversos monarcas con amplia visión política habían protegido la cultura: Edwin o Alfredo el Grande en Inglaterra; Leovigildo, Recaredo o Alfonso II en España; y de modo especial el franco Carlomagno… Papas como Gregorio Magno, o misioneros y organizadores santificados por la Iglesia, como Patricio, Bonifacio, Columbano, Columba, Cirilo y Metodio en la parte oriental, y sobre todo Benito de Nursia, habían mantenido la Iglesia y civilizado a los bárbaros.
El cambio de Edad de la Supervivencia a la de Estabilización puede señalarse en torno al año 1000. Las incursiones vikingas, ya marginales, terminaron hacia la mitad del nuevo siglo y el Imperio bizantino se recuperó considerablemente bajo Basilio II. El cese de las agresiones exteriores no impidió los conflictos internos, pero cimentó el comienzo de un tiempo largo de prosperidad, expansión demográfica y desarrollo cultural que podríamos llamar época románica. Unos decenios antes del año 1000 había nacido el Sacro Imperio, y a partir de la abadía de Cluny, en Borgoña, ganaban impulso las corrientes de reforma de una Iglesia degradada. El califato de Bagdad, permanente espada de Damocles sobre Bizancio, se desintegró algo antes de aquel año 1000, y poco después, en 1031, implosionaba el de Córdoba, haciendo perder a Al Ándalus toda posibilidad expansiva. Hacia 1040 puede darse por superado el «siglo de hierro» del Papado… Asimismo se produce la primera gran división de la cristiandad, en 1054, y quizá pueda elegirse ese año, convencionalmente, para datar el cambio de edad.
Justiniano, emperador bizantino del siglo VI, empeñado en recuperar el Imperio de Occidente, había fijado cinco grandes patriarcados de igual rango: Constantinopla, Roma, Antioquía, Alejandría y Jerusalén. Pero Roma aspiraba a convertirse en el centro doctrinal del cristianismo, rechazando la igualdad con los demás patriarcados. Se gloriaba de ser la sede de San Pedro, martirizado en la ciudad, e invocaba las palabras de Jesús: «Tú eres Pedro y sobre esa piedra construiré mi Iglesia». No aceptaban ese designio los demás patriarcados ni el emperador. Luego, la ocupación sarracena había dejado fuera de juego a Alejandría y Jerusalén, y debilitado a Antioquía, quedando solo Roma y Constantinopla en rivalidad soterrada.
En Constantinopla el emperador nombraba y revocaba a patriarcas y obispos, e incluso refrendaba al Papa, implicando la superioridad del poder político, por ser él quien aseguraba la defensa de la religión (entre los títulos imperiales figuraba el de «Igual a los Apóstoles»). Los papas resentían esa tutela, pues defendían la superioridad del poder espiritual, máxime después de que, en 654, el emperador arrestase y causase la muerte por maltrato al papa Martín I. El malestar creció cuando, en 727, el emperador prohibió las imágenes religiosas (iconoclasia), cosa que Roma no aceptó. En la ardiente pugna entre partidarios y contrarios de las imágenes, ganaron los partidarios al cabo de cincuenta años, pero para entonces el papa Zacarías, amparado por Pipino, padre de Carlomagno, cortó la costumbre de someter el nombramiento papal a Constantinopla. Y luego la coronación de Carlomagno por el papa León III como emperador de hecho del Occidente, fue entendida en Constantinopla como una usurpación, enrareciendo aún más las relaciones.
Y justo cuando el Papado superaba su época más oscura, la tensión llegó a la ruptura abierta bajo el papa León IX. El patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, rechazó la autoridad papal, acusó a Roma de diversas herejías y se adueñó de los monasterios e iglesias de rito latino en tierras bizantinas. Una discrepancia teológica giró en torno a la introducción del Filioque («y del Hijo») en el Credo por parte de la Iglesia romana, afirmando que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y no solamente del Padre, como se rezaba antes. El Filioque, introducido por el III Concilio de Toledo, lo habían adoptado Carlomagno y en 1014 los papas.
El problema se agravaba porque León IX, basándose en la pretendida Donación de Constantino, en cuya veracidad él creía, reclamaba para los papas no solo un poder espiritual, sino también directamente político sobre todo el Occidente, aparte de afirmar su supremacía como sucesor de San Pedro. Un intento de conciliación terminó con el Papa y el patriarca excomulgándose mutuamente, en una ruptura mantenida hasta hoy, aunque las excomuniones fueran levantadas por ambas partes recientemente (en 1965). La Iglesia de Roma continuó denominándose católica, esto es, universal, mientras que la bizantina se tituló ortodoxa, seguidora de la recta doctrina.
La ruptura o Cisma de Oriente reflejaba asimismo diferencias culturales de cierto fuste. La liturgia bizantina difería de la latina y se expresaba en griego. Roma había extendido el latín como lengua eclesiástica también al ámbito germánico y eslavo de su obediencia, como factor de unidad religiosa por encima de las diferencias étnicas y políticas. Bizancio aceptaría adaptar su liturgia a las lenguas eslavas y a su alfabeto, creado por los misioneros Cirilo y Metodio en el siglo IX.
Además, Constantinopla, la segunda Roma, permanecía intacta como capital magnífica de un imperio todavía poderoso, pese a sus pérdidas frente al Islam: dominaba el Asia Menor, parte de Siria, los Balcanes al sur del Danubio y el sur de la misma Italia; iba superando crisis causadas por belicosas migraciones eslavas, búlgaras y pechenegas, y frenando la expansión islámica gracias a la crisis del califato de Bagdad. Además había emprendido una activa labor misional para convertir a los eslavos, cosechando su mayor éxito, en 988, en la rus de Kíef, enorme espacio por Rusia y Ucrania. Por ello no parecía lógico que aceptase subordinarse en ningún terreno a una Roma saqueada una y otra vez, que debía de parecerse a un campo de ruinas, recuerdo de esplendores idos para no volver, y que presidía espiritualmente a un mundo desordenado y empobrecido.
Por lo demás, los retrocesos cristianos frente al Islam en el sur del Mediterráneo y Oriente Próximo quedaron compensados por el éxito en el este europeo, que terminó de cristianizar a casi todo el continente. La conversión se hizo mediante una mezcla de prestigio político, predicación pacífica y brutales castigos a los paganos indóciles, como había ocurrido con los germanos y ocurriría con los vikingos. El consiguiente proceso civilizador y auge del comercio hizo de Kíef una ciudad próspera y monumental, capaz de rivalizar con la misma Constantinopla. No todos los eslavos se adhirieron al rito bizantino: los polacos, croatas y otros, optaron por el latino.
Se configuraron entonces dos Europas, cada una con su variante de cristianismo. Las diferencias doctrinales eran seguramente menores, pero tendrían un potente efecto histórico. A partir del siglo XI, la parte occidental, al principio más pobre y desarticulada, conocería sin embargo un notable desarrollo e inquietud intelectual o, más ampliamente, cultural, mientras la parte bizantina se anquilosaba.
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Cuando se produjo el cisma, Bizancio parecía próspero y seguro. El peligro de diversos pueblos salidos de las estepas rusas o siberianas estaba contenido, y algo antes se había desintegrado el poderoso califato de Bagdad. La aún reciente cristianización de Kíef suponía asimismo un inmenso alivio, pues la rus había estado cerca de islamizarse: según la Crónica de Néstor, el príncipe kievano Vladímir, deseoso de abandonar el paganismo, había desechado al Islam por su prohibición del alcohol, inclinándose por el cristianismo oriental en 988. Muy posiblemente fue así, y un hecho de apariencia tan trivial tendría las más largas consecuencias históricas. De haber optado por Mahoma en lugar de Cristo, el Imperio bizantino difícilmente habría sobrevivido, presionado por el sur, el norte y el este.
Pero la tranquilidad iba a durar poco. Los turcos selyúcidas que, pese a haberse islamizado, habían contribuido al derrumbe del califato, de parte del cual se adueñaron, tomaron el relevo contra Bizancio: en varias campañas ocuparon Siria y casi toda el Asia Menor, llegando hacia finales del siglo XI frente a la misma Constantinopla, en la otra orilla del Bósforo; casi simultáneamente, los normandos de Sicilia expulsaban a los bizantinos de sus últimas tierras en el sur de Italia y amenazaban a Grecia. Y en 1090 Bizancio vivía horas muy difíciles, con los pechenegos ante su capital.
Al otro extremo del Mediterráneo, en España, el mapa político muestra por las mismas fechas un panorama opuesto: el territorio reconquistado abarcaba ya más de un tercio de la península, profundizando mucho hacia el sur por el oeste. La parte pirenaica o Marca Hispánica, al este, apenas había registrado avances desde la época carolingia, debido a su división en pequeños condados mal avenidos y a su dependencia de Francia. Los condados de lo que sería Aragón se habían unido al reino de Pamplona, y los más orientales, futura Cataluña, seguían, descontentos, supeditados a los francos.
Hasta la segunda mitad del siglo X los reinos hispanos habían estado a la ofensiva, pese a su evidente inferioridad numérica y material. Pero esa inferioridad quedó clara cuando Almanzor, genio militar cordobés, recorrió entre 978 y 997 el norte peninsular, de Santiago a Barcelona, en asoladoras aceifas. La destrucción de Barcelona por Almanzor trajo localmente un cambio político de relieve: al no obtener ayuda de los francos, el malestar llegó a la ruptura. El conde Borrell de Barcelona, que ya se había proclamado «Duque de Gothia» (por lo godos) o de «Hispania Citerior», impuso una independencia práctica que facilitaría una mayor participación en la Reconquista.
Las victorias de Almanzor demostraron lo que podía hacer una utilización diestra de la superioridad de medios económicos y bélicos de Al Ándalus, pero la situación cambió pronto de forma dramática. La muerte del caudillo musulmán abrió un proceso de descomposición interna del califato hasta su desintegración, en 1031, en una colección de estados menores o «taifas», de modo similar al califato de Bagdad. La implosión de Córdoba dejó a los españoles amos de la situación, máxime cuando las taifas, en permanente discordia entre ellas, eran incapaces de unir fuerzas contra los cristianos, que les imponían pesados tributos; como Córdoba había hecho en otras ocasiones con los cristianos. Y en 1085 el rey Alfonso VI reconquistaba Toledo, hecho de enorme trascendencia simbólica por haber sido la capital del reino hispanogodo. Para contraatacar, los andalusíes pidieron ayuda a los almorávides, un grupo purista y renovador del Islam, salido del Sahara, al sur del Magreb. Los almorávides llegaron al año siguiente de la toma de Toledo y lograron por un tiempo reunificar Al Ándalus bajo un yugo inmisericorde. Causaron derrotas importantes a los españoles, pero no lograrían recobrar Toledo ni reducir de forma importante los territorios cristianos.
A esta época corresponde el Cid Rodrigo Díaz de Vivar, cuya fama cundiría por Europa. Un conflicto con su rey Alfonso VI le obligó a ofrecerse a veces a los moros contra los condes de Barcelona, aunque después se aliarían. Con sus mesnadas arrebató Valencia a los almorávides. Un historiador andalusí, Ben Basam, lo describirá con estas frases: «Rodrigo, Alá lo maldiga, vio siempre su enseña favorecida por la victoria: con un escaso número de guerreros puso en fuga y aniquiló ejércitos numerosos. Azote de su época, fue, por su sed de gloria, por su carácter prudente y por su heroica bravura, uno de los grandes milagros de Alá». El tipo humano del Cid, individualista y aventurero, sagaz y heroico, se repetiría más tarde en los conquistadores de América.
No obstante, hacia el último tercio del siglo XI los reinos cristianos habían pasado de tres a cuatro: León, Castilla, Navarra y Aragón, más los condados del oriente pirenaico. Existía cierta unidad ideológica entre todos ellos, pues se entendían como partes de España e, idealmente, del reino de Toledo a recobrar, se regían por el Liber Iudiciorum romano-visigótico y hablaban lenguas romances próximas entre sí. Sin embargo, la dispersión en reinos, con los conflictos consiguientes y las rebeliones internas, a veces atizadas por Córdoba, amenazaban diluir el espíritu unitario en varios estados impotentes y localistas, expuestos a ser destruidos uno tras otro, o a consolidarse sin unirse. Existía también la tentación de abandonar o aplazar la reconquista, dados los sustanciosos tributos que obtenían de las taifas. A mediados de aquel siglo el conde Ramón Berenguer I dio mayor dinamismo a la lucha contra los sarracenos y creó una marina fuerte que permitiría a Barcelona competir por un tiempo con Génova y otras ciudades italianas, convirtiéndose en una gran ciudad comercial, también importante mercado de esclavos hacia las taifas de Al Ándalus.
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Hacia mediados del siglo XI, Europa, aparte de la división religiosa, se presenta dividida en cuatro: al este, los imperios de Constantinopla y Kíef; más al oeste, grandes estados con cierta proyección imperial, como Polonia, Hungría o Bulgaria; en el propio centro, el Sacro Imperio Romano-Germánico; y finalmente en el extremo oeste un arco de reinos independientes, desde Escandinavia a España, que se iban convirtiendo o reconvirtiendo en naciones. Entre estos últimos, que podríamos llamar la Europa de las naciones por contraste con la de los imperios, iban a adquirir máxima proyección ulterior Francia, Inglaterra y España.
Francia estaba gobernada con poca eficacia por la dinastía de los Capetos, que presidían a señores feudales, algunos más ricos y poderosos que el propio rey. Pero aun con esa fragmentación política, el país había rechazado las pretensiones del Sacro Imperio de incluirlo en él. Los Capetos continuarían hasta la Revolución Francesa y darían reyes a numerosos países europeos, entre ellos, en su rama borbónica, a España desde principios del siglo XVIII hasta la actualidad, con breves interrupciones.
Dos regiones particulares en Francia eran Borgoña y Normandía, teóricamente vasallas del rey francés, pero independientes de facto. Parte de Borgoña dependía del Sacro Imperio, y la parte francesa, el Ducado, iba a ejercer extraordinario influjo cultural y político en Europa, a partir de la reforma eclesiástica de Cluny y luego del Císter. No menos, pero de otro modo, había de influir el Ducado de Normandía desde 1066, cuando su duque Guillermo el Conquistador se coronase rey de Inglaterra tras invadirla. Los normandos impusieron allí una oligarquía de habla francesa y nuevas leyes, reforzaron el poder monárquico y unificaron al país por primera vez de manera estable; tratando de imperar también sobre los pueblos celtas de Gales y Escocia.
Europa, en conjunto, vivía en el sistema llamado feudal, que solía entrañar un yugo pesado sobre la mayoría campesina. Había no obstante dos excepciones parciales: los reinos españoles y el norte de Italia. En España, la Reconquista iba creando una cultura original en actitudes, arquitectura y otras artes, que quedó un tanto anegada cuando Alfonso VI introdujo la influencia borgoñona de Cluny, fomentada también por el Papado. Este usó la «Donación de Constantino» para justificar una constante injerencia política. Pero continuó la repoblación de las tierras ganadas a Al Ándalus, tarea ardua y arriesgada, anteriormente, pues las recurrentes aceifas mataban o se llevaban esclavos a los campesinos y destruían las cosechas. El incentivo radicaba tanto en la ocupación del agro como en los privilegios y libertades que la acompañaban, lo cual aliviaba la presión feudal. La necesidad de cultivar y combatir fundó una mentalidad popular arisca, que relativizaba el peso del origen social por la existencia de una caballería villana y milicias urbanas. Actitud resumida en expresiones como «nadie es más que nadie», o en la respuesta de las milicias salmantinas a un jefe moro que preguntó por su jefe: «Todos somos príncipes y jefes de nuestras propias cabezas». El pueblo compartía así las nociones nobiliarias del honor y el valor. La palabra «caballero» quedaría más tarde como tratamiento a cualquier varón, similar al gentleman inglés.
Al igual que en León y Castilla, en la futura Cataluña se había formado una sociedad de campesinos libres, pero estos sufrieron pronto la violenta presión de los nobles, ansiosos de reducirlos a servidumbre y de sustituir la ley visigoda por el sistema feudal francés. Entre enconadas luchas, ya a comienzos del siglo XI disminuían tanto el campesinado libre como el poder condal a favor de señoríos inferiores.
El caso de Italia es más particular: el norte correspondía al Sacro Imperio, el centro a los Estados Pontificios, el sur estaba aún más dividido entre ducados y principados independientes y enclaves bizantinos, con Sicilia islámica. El dominio musulmán en la isla duraría poco, al conquistarla los normandos llegados como mercenarios de lombardos y bizantinos, a quienes expulsarían también del sur peninsular. Pero lo más relevante del país eran las ciudades estado del norte, metrópolis comerciales en teoría sujetas al Sacro Imperio pero en la práctica independientes. Así Venecia, Génova, Florencia, Bolonia, Milán, Pisa y otras menores, excepciones en una Europa muy ruralizada y feudalizada. Las dos primeras construyeron fuertes marinas mercantes y de guerra, y trataban de dominar el comercio mediterráneo. Venecia, gobernada por una oligarquía republicana, era ya en el siglo XI una potencia naval que obtenía privilegios de Constantinopla, a la que disputaba el control del Mediterráneo oriental.
En cuanto al Islam, había perdido Sicilia y, dividido en varias obediencias enfrentadas en el norte de África, la principal la de los fatimíes, había mermado mucho su peligrosidad para el sur de Europa; y el empuje almorávide, en el oeste del Magreb, no lograba invertir la reconquista española. En el este, en cambio, no solo acosaba a Bizancio, sino que proseguía su expansión por el norte de India, en medio de verdaderos genocidios y destrucciones del cuantiosísimo legado cultural indio; por el sur se adentraron con menos violencia por la costa y el Decán.