Europa

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III » Tobbías

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Pamuk se está arreglando para salir. Lleva una americana con coderas que la madre le ha cosido y, debajo, un jersey de cuello alto tejido por ella también. Ya nunca se pone el jersey rojo comprado en su país.

—Ven conmigo —le dice Pamuk.

A Heda le da un vuelco el corazón. Otra vez. Siente que no tiene un corazón en el pecho, sino una bomba. O un reloj. Le da miedo. Aunque sabe que no es nada. Sabe que un corazón no puede pararse así como así. Y menos el suyo. Es muy joven.

—No tengo ganas —le dice a Pamuk.

Él no se da por vencido esta vez.

—No es bueno permanecer siempre encerrada.

—Tengo cosas que hacer.

—¿Qué cosas, vamos a ver? —pregunta Pamuk.

Quisiera que no insistiera tanto. Es un muchacho. Aún puede verlo saltando en la pista de atletismo del colegio, tropezando con las vallas, poniéndose en pie de nuevo y echando a correr. Luego, tras la revolución, las sirenas lo empujaron a creerse un hombre. No lo es. Pero cree que lo es. Una clase de hombre extraña, como esos actores de las películas. Dice tacos. Sonríe. Fuma. A veces le gustaría golpearlo. Cree que ser un hombre es parecerse a uno.

—Si no sales, ¿cómo vas a conocer a algún muchacho? —pregunta Pamuk.

La televisión sigue soltando su jerga extranjera. Hay huelga. Asesinatos. Tantos que es inútil llevar la cuenta. De madrugada, entre la una y las dos, un hombre que repartía leche. Por la tarde, un policía de paisano. Asesinato es una palabra que en ese idioma da miedo pronunciar. Una palabra larga, llena de erres, casi obscena. Heda sigue escuchando. Un cuerpo que ha sido encontrado junto a las vías del tren, a pocos metros de la estación. Pero era de una mujer. Más. Al norte, varios muertos al descarrilar un tren. En los países vecinos, guerra. Ocupación. Nada de Vanÿek.

Heda se lleva la mano al corazón. De un momento a otro se parará.

La madre, que plancha en un rincón de la sala con la cara enrojecida a causa del vapor, dice:

—Vete a la cantina con él.

Nunca ha estado en la cantina. Es un lugar estrecho, sucio. Tiene poca ventilación. Podría haber sido cualquier otra cosa, un trastero, un almacén. Pero es una cantina. El lugar donde se reúnen sus compatriotas. Hay una barra de madera con la encimera de chapa donde nadie se acoda. Hay un grifo de agua sobre una pila para enjuagar los vasos. Hay una radio. Suena todo el rato, con música y noticias de su país, pero casi nadie la escucha. Aquí todos se quejan de las condiciones en que viven, del modo en que los tratan, de lo sucias que son sus casas, y su ropa, y lo poco hospitalaria que es esta nación. Casi todos han dejado ya de hablar de su país.

Pamuk entra y enseguida el camarero se pone a hablar con él. Bromean. El camarero mira a Heda de reojo. Luego, Pamuk se vuelve hacia ella y los dos ríen abiertamente, mirándola. Hace apenas unos meses, Pamuk no se hubiera atrevido a comportarse así. Heda está a punto de marcharse, pero él se acerca y la besa y la abraza, como cuando eran pequeños. La conduce hasta el mostrador.

—Piotr, ésta es mi hermana Heda —dice orgulloso. Es un niño, en realidad.

—¿Cómo estás?

Piotr le tiende la mano. Es delgado, con una cicatriz en la cara y las manos gruesas y rugosas de haber trabajado en el campo. Heda se la estrecha.

—Eres estudiante, ¿verdad?

—No. Ya no —dice Heda.

Unos cuantos están sentados a lo largo de una mesa al fondo del local. Gritan y se pelean, ríen. Al verlos, saludan a Pamuk. Son todos jóvenes, algunos ni siquiera habrán cumplido veinte años. Pamuk se aproxima riendo también. Busca unas sillas para Heda y para él, va presentándolos uno a uno.

—Ése es Jean —dice riendo—. Ese con cara de mulo es Dorian. Aquél es Mishca y ése es su hermano Hugo. Y éste, Ulrje.

Ulrje se levanta y hace una reverencia. Aparta la mirada. Tiene los pómulos colorados, y las orejas, y se mueve con el vigor y la torpeza propios de su edad.

Todos mueven la cabeza y ríen sin parar, evitando mirarla. Heda sonríe. Le da un poco de vergüenza, es como tener quince años otra vez. Después, los chicos dejan de reírse y bajan la cabeza, con los ojos húmedos de tanta risa, y en silencio dan un largo trago a su bebida. Pamuk saca cigarrillos e invita a todos a fumar.

Durante veinte minutos o más cuentan chistes y hablan de sus mujeres. Casi todos tienen mujer, los hay que tienen hijos. El hijo de Dorian tiene un año y Jean acaba de tener un bebé. Todos tienen las manos gruesas de haber trabajado en el campo; menos Pamuk. Pamuk es muy diferente a ellos.

Más tarde se presentan dos chicas, Oliva e Ibbet. Oliva es descarada, está pendiente de los chicos, bromea con ellos. Es guapa y lo sabe. Ibbet en cambio no habla mucho. Nadie habla con ella tampoco, excepto Pamuk.

—¿Y tu hermano? —le pregunta—. ¿Por qué no ha venido esta noche tampoco?

Pamuk le explica a Heda que en la fábrica donde trabaja Tobbías ya han iniciado los primeros paros. Huelga.

—Heda tenía muchas ganas de conocerlo —le dice Pamuk a Ibbet.

Heda lo mira con reprobación. Apenas recuerda nada de Tobbías, pero sonríe a la chica y asiente. Ibbet baja los ojos. Tiene los ojos grises, muy grandes y tristes. Parece un perro. Es más joven que Heda, quizá tenga dieciséis o diecisiete años nada más.

—Vendrá luego a buscarme —dice con un hilo de voz—. Han tenido problemas en la fábrica. Ha habido alborotos.

—¿Alborotos? ¿Qué clase de alborotos? —preguntan los demás. Muchos de ellos trabajan en la misma fábrica que el hermano de Ibbet.

—La semana pasada algunos pararon sin permiso.

—Es verdad —dice Ulrje—. La policía vino y se quedó allí hasta la hora de salir. ¿Trabajas también en la fábrica?

—No —dice Ibbet, ruborizándose—. Oliva es la que trabaja allí.

Oliva ríe tontamente y se convierte en el centro de atención. Es feliz.

—Dos de los nuestros, que se creían muy hombres —dice riendo y mirando a unos y a otros—. ¿Es que nadie va a invitarnos a beber?

Jean, que está sentado junto a ella, la coge por la cintura. Ella se cimbrea y luego se aparta de él. Probablemente es buena chica, piensa Heda. Sólo tiene ganas de vivir. A veces, a ella también le entran esas mismas ganas de vivir.

Cuando se marchan, Pamuk ayuda a Ibbet a ponerse el chaquetón. Ella baja tanto la cabeza que el cuello se le va a torcer, le da las gracias. Heda piensa que es demasiado joven para Pamuk.

—Ahí está Tobbías —dice la chica cuando salen al exterior.

Tobbías lleva traje y corbata. Cuando se acerca, Heda reconoce en él al muchacho del autobús, el que vio hace unos días. Tiene el pelo rojizo y los zapatos, aunque viejos, bien lustrados.

—Hola —dice mirando a Heda. La ha reconocido también.

—Hola —contesta ella.

Pamuk salta hacia él, como un cervatillo espoleado por el impulso de jugar. Ibbet se aprieta contra su hermano y sonríe.

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