Estado de sitio

Estado de sitio

Ángel Gabriel Cabrera

La guerra se prolongaba. Ya nadie quería luchar, acuchillarse, tirar bombas, pisar cráneos o vomitar cebolla. Abrí el papel que me había dado Jorge al comienzo de mi larga travesía. Lo apreté contra el pecho y lo leí:

Tragué saliva, cogí la mochila y salí caminando hacia la montaña, entre alaridos de espanto y de parturientas iluminando sus fetos muertos a sablazos. Iba pensando cómo iba a hacer para que no me volteara la primera bala. Pronto la idea fue humo, literalmente, porque comenzó a arder en el carbón noctámbulo de las tropas enemigas. Alguien me puso la mano en el hombro, un argentino.

—Mirá, mientras tenga mi conciencia en perfecto hermetismo, prefiero inhalar monóxido de carbono y tener una muerte fugaz antes que el velorio en vida que vos estás pasando.

—Tenés razón— le contesté en su dialecto, tras lo cual le tendí un rollo con las imágenes de los cadáveres registrados en el penúltimo enfrentamiento del mes, cuando cayeron los quince murallones al mismo tiempo.

Se oyó un estruendo de avión bombardero. Todo oscureció.

Cuando me desperté, estaba en la cama con una mujer joven, que aparentaba unos dieciséis años. Se apoyó encima de mí, desnuda al igual que yo.

Comenzó a sonar una música similar a la de las bodas de las iglesias. Ya no se usa, así que me sorprendió. La última vez que la escuché, fue en la boda de mis padres, hace más de cuarenta años, y la misma cesó con un golpe seco. La adolescente se quedó mirando el techo.

Evelyn, que así se llamaba la señorita en cuestión, dio un salto de la cama y se miró los pies.

—Agua, mucha agua —me dijo.

Sí; se estaba inundando el cuarto. Me di vuelta y Evelyn ya no estaba. En su lugar (o en el lugar de su cuerpo, mejor dicho), tirada en un charco de esperma, se hundía una papeleta. La rescaté y alcancé a leerla:

Cuando la humedad me llegó al cuello, supe que había cumplido otra etapa espiritual; y me dejé estar. El techo, no obstante, era un azulejo fósil, y yo lo recordaba aún sin haberlo registrado conscientemente.

Y, así, con un último suspiro, subí nadando la escasa fuerza física y mental que me quedaba.

Seguí el camino de la guerra. Una bala me partió la caja torácica, y ya nunca más vi la luz. Ahora sé por qué el amor es insoslayable; siempre estuve viviendo sobre su máscara. Ahora bien, la música de las dos ocasiones siempre es la misma. Me lo había dicho Jorge. Le creí y lloré con la mente en blanco. Es lo último que recuerdo, y ya se borra y se vuelve nada, como mi ilusión de nacer.

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