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Terror y matrimonio » 2. La última tentación

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2. La última tentación

Constantemente piensa en el pasado con una intensidad que le produce un bárbaro placer. Piensa en las mujeres a las que amó y que ya murieron.

Fueron tantas y tan maravillosas.

Tan dulces.

Ser casi nonagenario otorga este privilegio.

Por eso se acuerda de todas las mujeres con las que se acostó y ahora están muertas.

No puede entenderlo, no puede entender el tránsito del amor y del placer al olvido miserable.

Alguna aún quedará viva, claro está, se dice como consuelo.

Sería estúpido pensar que las ha sobrevivido a todas, estúpido y vanidoso. Guarda sus fotos. Pasa tardes enteras mirando esas fotos, fotos que tienen diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta años.

Se acuerda de Ana, de su piso, de su cuerpo largo y de sus manos de dedos acabados en uñas preciosas.

Se acuerda de Carmen, que murió loca en un asilo, con cincuenta años solo.

Fueron amantes cuando ella tenía diecisiete y él cuarenta y dos.

Nunca hizo nada por ella, y esa usura lo calienta por dentro como un vaso humeante de sangre de buey. Su madre vino a verle, a pedirle dinero, a decirle que estaba ingresada en un manicomio. Le pidió a la madre que posara para una foto y luego le dio cincuenta pesetas.

Ahí tiene la foto de la madre desesperada.

Año 1947.

Se acuerda de Luz, que dejó a su marido y a su hija de seis meses por él, y después de hacer el amor unas treinta veces se cansó y la abandonó. Su marido le dio una paliza descomunal, a ella; a él le buscaron, pero no le encontraron. Aquí está la foto de Luz desnuda.

Año 1951.

Aquí está la foto de Carmen sentada en la silla de un hotel de Barcelona.

Año 1943.

Todas están muertas, todas están bajo tierra, pudriéndose.

Oh, grandes misterios de la copulación en el pasado, venid a mí, porque tiene que existir algún orden indescifrable en todo esto.

A la averiguación de los mecanismos de ese orden se entrega mientras espera morir.

Esos serían sus pensamientos si hubiera elegido vivir de otra forma.

Si el 23 de septiembre de 1940 no hubiera entrado en el seminario. En un seminario al que de vez en cuando acudía nada menos que el Caudillo, Francisco Franco, a tomar la comunión.

Cómo decirle al hermano Sebas, que tan amablemente viene a confesarle, cuáles son sus pensamientos en estos instantes. Conociendo al hermano Sebas, sería capaz de hacerle un exorcismo.

Mejor no le dice nada.

Sin embargo, Sebas dice que no soy Sebas, soy tu mujer, con la que llevas casado cincuenta y tres años, la que te dio cinco hijos, y de esos cinco hijos vinieron al mundo veinte nietos, y de esos veinte nietos tienes ya seis biznietos, amor mío.

Y han venido todos, están todos aquí porque te quieren.

Ha venido toda la familia a decirte adiós y a decirte que fuiste un hombre bueno y honrado y trabajador.

Por fin, va a morir ya sin tentaciones, aceptando lo que fue, aceptando que fue marido, padre y abuelo, y que eso fue lo mejor que podía haber sido.

Ve a un adolescente alejarse en una playa. Es él hace más de setenta años.

Quiere decirle algo.

«Ve a donde da la vuelta el tiempo y no te conviertas nunca en este ser que te habla».

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