Eso no estaba en mi libro de Historia de la Edad Media

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Capítulo 7 España, tierra de griales

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Capítulo 7

España, tierra de griales

La leyenda artúrica

La tradición griálica, responde a un evidente proceso de sincretismo de diversas creencias paganas con el pensamiento cristiano medieval. Este es el motivo por el que el supuesto cáliz de Cristo habría sido representado bajo muy diversas formas: una bandeja, una copa e incluso como una piedra preciosa. Desde el punto de vista simbólico, este tipo de recipiente se asociaba a la matriz de la creación, tal y como observamos en algunas tradiciones como la céltica, en donde el caldero sagrado de Dagda se relacionaba con la resurrección de los muertos. Según la mitología celta, el caldero tenía la capacidad de brindar inspiración y otorgar el anhelado saber universal a aquellos que fuesen puros de espíritu. Siendo así, no es de extrañar que se haya querido asociar este objeto sagrado con la idea del grial cristiano cuya posesión implicaría la ascensión a un estado superior de conocimiento y la posibilidad de alcanzar la perfección y plenitud espiritual. En este sentido, resulta lógico pensar que en la Edad Media, especialmente cuando se propagan los valores asociados al mundo de la caballería, se tuviese un interés especial por el hallazgo de este icono religioso. Una de las tradiciones más importantes es la relacionada con el rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda.

A pesar de que el debate sobre la historicidad de Arturo sigue vivo en nuestros días, cada vez son más los que piensan que, de una manera u otra, la historia de este legendario caudillo está relacionada con unos hechos absolutamente históricos sobre los que posteriormente se construyó esta épica narración. La leyenda pudo surgir como consecuencia de la simbiosis de dos tradiciones, la céltica y la latina, a partir de una serie de textos de origen galés y en una fecha tan temprana como el siglo vi d.C., en el que encontramos una referencia en lengua vernácula sobre el mítico rey en The Gododdin. Este poema épico presentaba a Arturo como un guerrero sin igual, algo parecido a lo que harán los textos latinos posteriores, escritos por monjes eruditos empeñados en buscar las raíces clásicas y cristianas del poderoso rey.

La fama que adquirió Arturo fue tan grande que sus hazañas fueron cantadas casi sin descanso por los pueblos britanos. En el siglo ix estas gestas formadas por antiguos recuerdos que se perdían en la noche de los tiempos, se terminarán uniendo para convertirse en la génesis del ciclo artúrico. En los alrededores del año 830 un monje galés llamado Nennius, escribió en lengua latina la que podemos considerar como la primera fuente de la leyenda artúrica. En la Historia Brittonum se presenta al personaje como un reconocido líder guerrero por haberse enfrentado contra los temidos sajones en doce temibles batallas en donde siempre le acompañaba la victoria.

En el siglo siguiente verá la luz un nuevo texto latino conocido con el nombre de Annales Cambriae, en el que se sitúa a Arturo en la batalla de Mont Badon en el 516 (nuevamente el siglo vi) llevando sobre sus hombros durante tres días seguidos la cruz cristiana, pero no será hasta el siglo xii cuando se construya la auténtica historia sobre el legendario rey, gracias a la obra del clérigo galés Geoffrey de Monmouth, la Historia Regnum Britanniae, en la que el autor utiliza fuentes diversas, tanto latinas como galesas, cuya simbiosis generó la leyenda que hoy en día conocemos. Su difusión se explica por la aparición de un nuevo género literario conocido como el roman, una novela escrita en francés y destinada al público laico, por lo que la historia relacionada con Arturo terminó llegando a muchos más lectores, especialmente a partir de 1155, cuando el clérigo Wace tradujo el texto de Monmouth al francés con el título de Roman de Brut.

Arturo es un destacado personaje de la literatura europea, especialmente inglesa y francesa, en la cual se le representa como el monarca ideal tanto en la guerra como en la paz. Según algunos textos medievales tardíos, Arturo fue un caudillo britanorromano que dirigió la defensa de Gran Bretaña contra los invasores sajones a comienzos del siglo vi. Las leyendas le relacionan con la búsqueda del Grial.

Estos textos sirvieron de base para la creación de las obras en donde se desarrolla la leyenda del Grial asociada a tradiciones artúricas. Las primeras fueron las de Chrétien de Troyes y Wolfram von Eschenbach, escritas entre los siglos xii y xiii, y con las que se populariza el personaje de Perceval. En el primero, Chrétien de Troyes, un prestigioso poeta francés, autor de El libro de Perceval o El cuento del Grial, introduce en la literatura la historia del Grial, y la búsqueda que del objeto de poder hicieron los caballeros relacionados con el rey Arturo. La obra está compuesta por una serie de poemas escritos hacia el 1180, y en ellos se narran las andanzas de un extraño caballero llamado Perceval, uno de los más destacados de la corte artúrica, cuyo episodio principal se produce cuando en una de sus aventuras llega a una especie de castillo mágico siguiendo las indicaciones que le habían proporcionado dos humildes pescadores cuando les preguntó por un lugar en donde poder cobijarse. Tal y como se puede leer en El cuento del Grial, Perceval, después de seguir las indicaciones de los dos pescadores encontró un extraño palacio, y cuando se introdujo en su interior quedó asombrado cuando observó que el anfitrión era, precisamente, uno de los hombres que generosamente le habían guiado hasta el que resultó ser su propio hogar. Allí le agasajó con una faustuosa cena, durante la cual desfilaron unos pajes que llevaban candelabros de oro, y lo que más destacaba de todo, una lanza con una punta de hierro, de la que manaba una brillante gota de sangre. Casi al mismo tiempo, entró en escena una bella doncella sosteniendo entre sus manos un grial de oro en forma de plato, más ancho que profundo, y refinadamente adornado con fabulosas piedras preciosas, cuyo brillo era tal que hizo palidecer la luz de todos los lirios presentes en la sala.

A pesar de saber muy bien qué era lo que estaba contemplado en este castillo del rey pescador, la prudencia de Perceval hizo que se abstuviese de formular las preguntas que habrían servido para desentrañar el misterio del Santo Grial: ¿cuál era el motivo por el que sangraba la lanza?, ¿a quién servía el Grial? Lamentablemente, su intento de no parecer indiscreto le salió muy caro, porque al día siguiente, cuando se despertó observó cómo había desaparecido el castillo y todo lo que en su interior moraba, perdiéndose para siempre el secreto de la reliquia y la posibilidad de hacer sanar la herida incurable del rey Arturo y, así, liberar a su reino de los padecimientos que sufría, motivos estos por los que los caballeros fueron enviados en busca del Grial.

La obra de Wolfram von Eschenbach, Parzival, fue escrita muy a comienzos del siglo xiii. Para el poeta alemán, el Grial no habría sido una bandeja, sino una especie de piedra preciosa con poderes excepcionales, el famoso lapsit exillis. Este habría caído de la frente de Lucifer cuando fue derrotado por el arcángel Miguel para ser posteriormente enviado al lugar que le correspondía: el Infierno. Según antiguas tradiciones, con esta gran esmeralda se habría fabricado una copa, entregada en su momento a Adán para después pasar a manos de diferentes personajes bíblicos hasta que finalmente llegó a Jerusalén. Mucho más tarde, el Grial encontró cobijo en el interior del desconocido castillo de Munsalvaesche, el Monte de la Salvación, un lugar que ha sido objeto de búsqueda por parte de toda clase de aventureros. La complejidad de las leyendas griálicas se incrementa a partir del siglo xiii, ya que a partir de este momento las tradiciones de origen pagano se terminarán fusionando con las creencias religiosas de tipo cristiano. Este proceso es claramente identificable en la obra de otro gran poeta francés del siglo xiii, Robert de Boron, quien desarrolla la leyenda que relaciona al Grial con el cáliz que en su día contuvo la sangre del Mesías, el mismo utilizado para oficiar la misa durante la Última Cena.

Según La historia del Grial, escrita entre 1205 y 1212, fue José de Arimatea el que habría recogido la sangre de Jesucristo cuando aún se encontraba clavado en la cruz. Nuevamente, este personaje fundamental para entender la historia primitiva del cristianismo tuvo un papel protagonista en lo referente al destino de las conocidas reliquias de la pasión. Tras la muerte del nazareno, José de Arimatea, un hombre justo y digno según los evangelistas, y que según algunas tradiciones podría ser el hermano pequeño de Joaquín, padre de la Virgen María, pidió al procurador Poncio Pilato que le permitiese dar digna sepultura al cuerpo sin vida del nazareno. No sin esfuerzo logró desclavar a Jesús de la cruz con la ayuda de Nicodemo, un prestigioso fariseo judío, miembro del Sanedrín, pero convertido en discípulo de Cristo al ver en Él al auténtico Mesías. Después del duelo, logró por fin enterrar a Jesús en su propia tumba, un modesto sepulcro excavado en la roca, situada según la tradición en lo que hoy es la basílica del Santo Sepulcro.

Nicodemo y José de Arimatea ocupan un lugar especial en

las obras medievales que representan la Pasión de Jesús.

Allí permaneció el cuerpo sin vida del «hijo de Dios» hasta que se produjo su resurrección, motivo por el cual José de Arimatea habría sido encerrado al ser acusado, injustamente, de haber hecho desaparecer el cuerpo. Es entonces cuando según Robert de Boron tomó protagonismo el cáliz de la Última Cena, porque mientras estaba encerrado, recibió la visita de Jesús, iluminando la tétrica estancia en donde se encontraba recluido, para ofrecerle el Santo Grial, el cual guardó durante todos los años que permaneció en prisión. El tiempo pasó, y el judío fue finalmente liberado, iniciando un largo viaje cuyo destino no tenía del todo decidido, pero siempre acompañado por su adorada copa sagrada, y también por su hermana Enygeus y el marido de esta, Bron o Hebrón. No tenemos muchos datos sobre el trayecto que siguió esta extraña comitiva, pero nos llama la atención la forma en la que se entrelazan estas distintas tradiciones, porque según el relato del escritor francés, José de Arimatea habría tenido una revelación divina, en la que se anunció que su sobrino Alein sería el custodio del Grial, por lo que antes de morir le encomendó el cáliz a su cuñado Bron, a partir de ese momento llamado el Rico Pescador.

El tesoro de los cátaros

La montaña en donde se encontraba guardado el Grial era el Munsalvaesche, un lugar desconocido pero que podría seguir custodiando en su interior un fabuloso objeto de poder cuya posesión permitiría a aquel que se mostrase digno de ello trascender de la realidad y acceder a un grado de sabiduría prácticamente ilimitado e, incluso, a la inmortalidad. Por este motivo, resulta comprensible el empeño de todos los soñadores que durante los últimos siglos han anhelado encontrar el mítico Monte de la Salvación y, por supuesto, el poderoso objeto de culto escondido en alguna de las grutas subterráneas de este legendario enclave. Propuestas no han faltado. Muchos han apuntado hacia España, a San Juan de la Peña o al santuario de Montserrat (volveremos a hablar de ello) mientras que otros muchos lo identificaron con el prodigioso castillo cátaro de Montségur, en donde existe una nueva tradición que relaciona el Grial con la herejía medieval de los cátaros.

Los cataros u «hombres buenos» fueron un grupo o movimiento, considerado herético por la Iglesia católica, cuyos orígenes los podríamos hacer retroceder hasta el siglo x, en el que vivió el sabio Bogomil, el amado de Dios, un hombre bondadoso que predicó una nueva religión basada en la no violencia, la pobreza y en el recogimiento espiritual.

Según Cosmas el Sacerdote en su Sermón contra la herejía de los bogomilos, Bogomil fue un líder espiritual que comenzó a predicar su herejía en Bulgaria durante el reinado del emperador Pedro I de Bulgaria (927-969), lo que indica que Cosmas debió haberlo escrito posteriormente al año 969. Poco a poco, estos bogomilos fueron extendiéndose hacia Occidente, llevando consigo una doctrina que negaba la naturaleza crística de Jesús, y lo que aun más molestaba a las altas jerarquías eclesiásticas, la valía de las ceremonias de los sacramentos y la necesidad de disponer de templos para alcanzar el favor divino.

A pesar de su rechazo a todo tipo de violencia, los seguidores de Bogomil nada pudieron hacer para evitar la ira de los conquistadores otomanos, por lo que su movimiento empezó rápidamente a decrecer. Muchos acabaron sucumbiendo ante las amenazas y terminaron por convertirse al islam. El final del movimiento parecía cercano, porque los ya escasos seguidores de la nueva religión marcharon hacia la inhóspita Bosnia, para vivir en pequeñas comunidades ocultas entre las frías montañas de los Balcanes, esperando un final que se intuía inminente. En ese momento se produjo un hecho asombroso, cuando el bogomilo Niketas decidió en 1167 partir de la ciudad de Constantinopla para protagonizar un viaje épico, recorriendo los peligrosos caminos de media Europa para llegar a la lejana Occitania, una región enclavada en los Pirineos y que en seguida se convirtió en el lugar elegido en donde establecer una nueva «iglesia», la cual pretendió asimilar las enseñanzas paganas que los primeros bogomilos aprendieron en Oriente, con las tesis más conservadoras del catolicismo occidental, una extraña simbiosis que sin duda tuvo muchos adeptos en Francia, España e Italia, pero cuyo centro espiritual se situó en el corazón de unas montañas mágicas, que fueron testigo de unos hechos dramáticos que aún hoy no se han olvidado.

El éxito de este movimiento pronto empezó a preocupar a la sede romana, especialmente por el temor a que los cátaros terminasen contagiando con sus doctrinas heréticas a todos los que entrasen en contacto con ellos, con estos personajes que se empeñaban, día a día, en predicar una religión basada en la humildad y en la no violencia. Una de las mayores masacres en la historia europea estaba a punto de estallar para regar con sangre unas tierras hasta ese momento pacíficas, y ajenas, más o menos, a los conflictos que se sucedieron en el continente durante los siglos centrales de la Edad Media. El campo estaba abonado para ello, especialmente desde que se produjo el nombramiento del detestable, ruin, depravado y siniestro Lotario di Longi como nuevo obispo de Roma en el año 1189, adoptando el nombre de Inocencio III. Sobre este inmisericorde papa se ha escrito mucho, y todos los historiadores tienden a resaltar su carácter fanático y sus irrefrenables ansias de poder. Como lo son todos los extremistas, tengan la ideología que tengan, Lotario era un individuo incapaz de plantearse la mera posibilidad de errar en sus planteamientos, lo que le llevó a actuar de forma fría y brutal para conseguir sus objetivos: la restauración de la autoridad papal por encima de la que tenía el emperador y los monarcas de los jóvenes reinos cristianos europeos. Por si fuera poco, Inocencio III era de los que opinaban que los males que aquejaban a su mundo estaban provocados por aquellos a los que más odiaba, una actitud que para desgracia del ser humano se ha venido repitiendo hasta nuestros días. En el caso de Inocencio III su obsesión era borrar de la faz de la tierra a los cátaros.

Antes de dirigir su atención hacia el mediodía francés, Lotario quiso dejar su huella en la historia organizando un nuevo intento para liberar Tierra Santa. La finalidad de la Cuarta Cruzada, entre el 1202 y el 1204 era arrasar el Egipto musulmán, pero la desorganización de los cristianos y la presión de la República de Venecia hicieron que los cruzados cayesen sobre Constantinopla, donde llevaron a cabo una auténtica matanza en el nombre de Dios. El papa no dejó pasar esta oportunidad para intentar controlar los designios de una Iglesia ortodoxa en claro declive, aunque para su desgracia no consiguió lo que él más deseaba: su entera sumisión a la voluntad de un indigno sucesor de Pedro en el obispado de Roma.

Su relativo fracaso en Oriente lo trató de disimular volviendo su mirada hacia el mediodía francés, hacia esa tierra alejada de la mano del papa, en donde los hombres cátaros predicaban una religión con la que pretendían recuperar algunos de los principios de la Iglesia cristiana primigenia. Esto era algo intolerable para Inocencio III, por lo que buscó cualquier excusa para poner en marcha su proyecto y terminar de una vez por todas con esta afrenta a una religión, la católica, que ya no era la suya, aunque posiblemente él no lo supiese. En 1208, el legado pontificio en el Languedoc, Pierre de Castelnau, criticó abiertamente la existencia de la herejía albigense, como también se le conocía al catarismo, pidiendo la intervención de los ejércitos cristianos. Quiso el destino que poco tiempo después, Castelnau apareciese misteriosamente muerto. No se conocen las circunstancias de su asesinato, pero poco importó. El papa y los suyos no tardaron en acusar a un inocente Raimundo VI, conde de Tolosa, que era precisamente uno de los adalides de la región cátara. La excusa era perfecta, y por eso Inocencio III no encontró ningún impedimento para pedir a Felipe, rey de Francia, la organización de una nueva cruzada, esta en territorio europeo, con la que exterminar a los partidarios de la herejía.

El asesinato del legado pontificio fue seguido por el llamamiento a filas de miles de nuevos cruzados que, poco a poco, empezaron a concentrarse en la ciudad de Lyon. Mientras tanto Raimundo de Tolosa no dejaba ni por un solo momento de proclamar su inocencia, pero de poco le sirvió, porque la decisión de masacrar a los cátaros ya estaba tomada de antemano, y por eso no le quedó más remedio que luchar con todas sus fuerzas en un enfrentamiento del que nunca podría salir victorioso. Para colmo de males, al frente del ejército pontificio se puso un oscuro y sanguinario personaje, Arnau Amalric, un noble emparentado con la orden del Císter, reconocido por su total falta de escrúpulos y por no sentir la más mínima compasión por todos aquellos que a partir de ese momento caerán víctimas de su sadismo.

Según las fuentes, el ejército cruzado estaría formado por más de 100.000 hombres, unos rudos guerreros, muchos de ellos curtidos en incontables batallas acontecidas en Tierra Santa, y que ahora desfilaban detrás de un individuo que representaba la personificación del mal sobre la faz de la Tierra. Tras un largo recorrido pudieron llegar, al fin, a la ciudad de Beziers, un enclave que poco pudo hacer para evitar la gran tragedia del 22 de julio del 1208, ya que la localidad fue arrasada (entre las víctimas se contaban unas 20.000 personas), mientras el monstruoso Amalric pronunciaba una frase por la que siempre fue recordado: «Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos en los Cielos».

Las cartas ya estaban sobre la mesa y, por lo tanto, ya nadie dudaba sobre cuál era la auténtica naturaleza de esos mal llamados soldados de Dios, que habían llegado hasta este lugar para extender el terror entre los pacíficos habitantes de la Occitania. Ante dicha violencia solo había una reacción posible: luchar hasta la muerte, y esto es precisamente lo que hizo el vizconde Raimond-Roger Trencavel, el cual organizó la defensa de la ciudad de Carcasona. Debido a su manifiesta inferioridad numérica y a los escasos apoyos con los que contaba, Trencavel pidió ayuda al rey aragonés Pedro II, pero el rey español nada pudo hacer para aliviar la sed de sangre del hediondo Amalric, quien protagonizó un nuevo acto que demostró la auténtica naturaleza del jefe cruzado. Apelando a las leyes de la caballería, Amalric citó a Trencavel con la intención de llegar a un acuerdo para salvar esta bella ciudad próxima a los Pirineos, pero cuando se encontraban en tierra de nadie, el legado papal ordenó capturar al noble, quien murió poco más tarde sometido a un inclemente martirio, pero no antes de conocer el triste destino al que se vio abocada su ciudad.

El testigo en la lucha contra el catarismo fue recogido a partir del 1210 por el no menos sádico Simon de Monfort, con el que se popularizó una nueva forma de ajusticiar a los herejes. Desde este momento, cientos, miles de hogueras empezaron a iluminar las frías noches occitanas, en una orgía de terror que terminó con la muerte por incineración de miles de desolados cátaros. En otra ocasión, después de someter la localidad de Bram no tuvo mejor idea que hacer cortar los labios, la nariz y sacar los ojos de todos sus habitantes, los cuales no comprendían el extraño sentido de la misericordia de Dios.

El tiempo pasó, y nuevos protagonistas se vinieron a sumar a un conflicto que ya duraba más de lo deseado para la Curia Pontificia. El nuevo papa Honorio IV llegó al poder con la intención de terminar un trabajo que había comenzado su antecesor, mientras en Francia ocupaba el trono Luis VIII en 1226; pero su temprana muerte le terminó dando la regencia del trono a Blanca de Castilla. Mientras tanto, el joven Amaury de Monfort heredaba de su padre, además de su mala leche, la obsesión de terminar con los cátaros, mientras que Raimundo VII asumía el condado de Tolosa y marchaba hacia París para dialogar con la regente y tratar de poner fin al conflicto, cosa que no consiguió porque nada más verlo Blanca de Castilla le condenó a ser flagelado públicamente para después presionar al Santo Oficio con el objetivo de reemprender la insana costumbre de achicharrar en la hoguera a los desdichados cátaros.

El final parecía cercano para los herejes, pero aún quedaba en pie su último bastión: Montségur. Este castillo se situaba en la cima de la montaña del Pog, de más de 1200 metros de altura, siendo su acceso muy complicado, hecho que facilitaba su defensa. Los últimos cátaros eligieron este enclave para refugiarse pero también para convertirlo en una especie de centro espiritual desde donde al parecer estudiaron aspectos tales como los alineamientos planetarios y la importancia de los solsticios y los equinoccios, dándole a su religión un aspecto más esotérico. Lamentablemente su tiempo había terminado, porque en 1243 en el concilio de Béziers se aprobó la caída de la fortaleza. En mayo de ese mismo año, los ejércitos cruzados se pusieron en camino con la intención de iniciar el asedio de la misma.

El autor en el castillo de Montsegur.

Los acontecimientos que siguieron a continuación demostraron que la elección de este lugar por parte de los cátaros fue acertada, porque por más que lo intentaron durante los siguientes nueve meses todas las tentativas de los soldados del papa terminaron estrellándose contra las inmensas paredes verticales sobre las que se sustentaba el castillo de Montségur. La resistencia fue desesperada, pero después de tanto tiempo, aislados y sin posibilidad de abastecerse, los últimos cátaros renunciaron a la posibilidad de sobrevivir. Sin agua y sin comida, en marzo de 1244 decidieron rendirse ante los cruzados, no sin antes pedir a su Dios que los enemigos encontrasen la misericordia que hasta ese momento no habían demostrado en su guerra contra los últimos albigenses. No sabemos cómo fueron sus ruegos, pero de lo que no tenemos dudas es que no fueron atendidos por una divinidad que, como de costumbre, no prestó la atención oportuna por estar ocupada en otros menesteres. El 16 de marzo de 1244 los líderes del movimiento, así como unos doscientos seguidores, leales hasta el final, fueron quemados vivos en el prat del Cremats, justo al pie del castillo. Poco después, el papa decretó mediante la bula Ad extirpanda, en 1252, infligir duros castigos a todos aquellos sospechosos de tratar con benevolencia a los pocos supervivientes cátaros.

Hasta aquí lo que dice la historia, pero hay mucho más, porque según antiguas tradiciones algo extraño ocurrió antes de que se produjese la rendición final de la fortaleza. Los miles de soldados cruzados que la habían asediado durante los últimos meses estaban convencidos de la existencia de un enorme tesoro dentro del último refugio cátaro. La desilusión fue, en cambio, muy grande porque cuando los ejércitos cruzados consiguieron al fin quebrantar la resistencia de ese nido de víboras (como ellos lo consideraban), vieron que las riquezas allí escondidas eran muy inferiores a las esperadas. El ánimo de los soldados cristianos decayó rápidamente a pesar de su victoria. Todas esas frías noches que habían pasado a los pies de la montaña no habían servido para nada; todos los esfuerzos padecidos para exterminar a todos aquellos sospechosos de abrazar la herejía no iban a tener la recompensa esperada. Pero ¿qué fue lo que realmente ocurrió?

Según un testigo presencial (nos volvemos a mover en el terreno de la leyenda), la noche anterior a la toma del castillo algunos hombres fueron capaces de descolgarse por los vertiginosos riscos de la fortaleza llevando consigo los restos de un importante tesoro. Hemos de suponer que estas riquezas no deberían de ser muy pesadas, dada la dificultad que entrañaría realizar esta compleja operación llevando consigo un tesoro tan amplio. Después de muchos esfuerzos, los perfectos cátaros pudieron, al fin, llegar al llano para después burlar la vigilancia de los codiciosos cruzados, que por aquel entonces ya estaban pensando en la mañana siguiente, frotándose las manos pero para no llevarse ni una mísera moneda de oro a sus bolsillos.

Sigilosamente, los cátaros pudieron ponerse a salvo, iniciando una larga marcha hacia la zona del Sabarthés, en la que tuvieron que atravesar frondosos robledales y superar la oposición de unas recortadas montañas dispuestas a cerrarles el camino. Cuando llegaron a las cercanías de la ciudad de Tarascón lograron encontrar aquello con lo que tanto habían soñado las últimas jornadas, una serie de largas grutas y cuevas, ideales para esconder este tesoro sagrado que llevaban consigo. Mucho más tarde, ya en el siglo xix, empezaron a surgir teorías que hablaban sobre la posibilidad de que los cátaros hubiesen custodiado el Grial en la fortaleza de Montsegur, razón por la cual se hizo evidente la naturaleza de este último tesoro transportado por los supervivientes cátaros hasta las cuevas del Sabarthés. Esta teoría, desarrollada en unos ambientes ocultistas muy específicos, empezó a relacionar el Montsegur con las leyendas griálicas desarrolladas en relación con el ciclo artúrico, que ganaron cada vez más adeptos y llevaron hasta este lugar a un número cada vez mayor de cazatesoros, obsesionados con el hallazgo de este poderoso objeto de culto. Sin duda alguna, el famoso arqueólogo alemán Otto Rahn fue el que protagonizó la aventura más apasionante en la búsqueda del Santo Grial en la zona.

El Grial en España

En Parzival, Wolfram von Eschenbach aseguraba que un personaje llamado Kyot de Provenza conocía el lugar donde se ubicaba el Munsalvaesche y por tanto el enclave elegido para cobijar el lapis exilis o, lo que es lo mismo, el auténtico grial. Kyot había escuchado en primera persona la maravillosa historia de este escurridizo objeto de culto por boca de un astrólogo judío llamado Flegetanis, vecino de la ciudad de Toledo. De esta forma, Eschenbach asegura que España fue el lugar desde donde se introdujo la leyenda griálica en Occidente. Desde el siglo xiii diversas iglesias y santuarios diseminados por una buena parte de la geografía española empezaron a rivalizar entre sí por considerarse los auténticos custodios de la gran reliquia del cristianismo. Con la intención de dar validez a sus pretensiones algunos presentaron una justificación histórica como prueba definitiva de que el Grial había llegado hasta sus manos.

Lo realmente interesante es que algunos investigadores no solo relacionan la historia del Grial con España, sino que incluso llegan a proponer el origen español de la leyenda. Ejemplos no nos faltan. Uno de estos investigadores sería Vicente Risco, escritor, ensayista y político gallego que, sin ningún tipo de fundamento, llegó a asegurar que José de Arimatea habría formado parte de la comitiva fúnebre del apóstol Santiago y que aprovechó el viaje hasta Iria Flavia para trasladar la reliquia cristiana. Para justificar su delirante hipótesis el autor, considerado como uno de los padres del nacionalismo gallego, adujo que en los caminos de su tierra aún se conservaban unas cruces de piedra donde se podían contemplar ángeles acercando una copa al costado de Cristo. También aseguró el extravagante político que el monte Cebrero, un lugar cargado de magia y de misterio, bien podría tratarse del auténtico Montsalvat de la leyenda griálica. Afortunadamente, no todos los estudios relacionados con el Grial tienen el poco rigor que demostró Vicente Risco, un investigador que, entre otras cosas, exaltó la irracionalidad como forma de defensa de las formas de vida más puras y legítimas, alejadas de la modernidad, al mismo tiempo que cargaba contra la civilización mediterránea por considerarla de origen semita e inferior a la de origen celta y atlántico, de naturaleza aria.

Muy alejado de los planteamientos adulterados de Risco se sitúa otro investigador, Rafael Alarcón, quien llega a la conclusión del origen español de la leyenda griálica al asegurar que este concepto ya se utilizaba en los reinos cristianos peninsulares antes de extenderse por el resto del continente. Para defender su postura recoge una cita del obispo de Jaén, Pedro Pascual (1228-1300), en su traducción de El libro de Gamaliel: «Entonces José de Arimatea lleva un gresal en el que recibe la sangre de Jesucristo». Para Alarcón, el gresal era una palabra romance utilizada en nuestras tierras para referirse a un objeto de uso cotidiano, como cuencos o calderos.

Estas teorías parecen entroncar con las que pretenden situar en Cataluña el origen de la leyenda. En una reciente entrevista del diario El País, Victoria Cirlot, catedrática de Filología Románica de la Universidad Pompeu Fabra, se refería a la historia del Grial como «un gran y variado corpus, nuestro patrimonio, una extraordinaria herencia de la cultura europea. Un conjunto de mitos que algunos creemos que contienen preguntas fundamentales sobre la existencia». Según Cirlot, autora del libro Luces del Grial, la palabra grial nunca habría sido utilizada en Europa hasta el año 1180 en el que el poeta francés Chrétien de Troyes escribe su obra, y lo haría describiendo un objeto, asegura la profesora, irrepresentable y como algo visionario. Es más, para esta investigadora Flegetanis de Toledo, del que ya hemos hablado, no habría recibido la información que después transmitió a Eschenbach de Kyoy de Provenza, sino de Kyot de Cataluña, por lo que según ella todos los indicios apuntarían a que la leyenda del grial se habría inventado en esta última región. Curiosamente, asegura Victoria Cirlot, si nos trasladamos hasta el Museo de Arte Nacional de Cataluña podremos estudiar los ábsides románicos que se guardan en su interior y que nos pueden ofrecer una información fundamental para comprender el posible origen español de la leyenda. El Pantocrátor de San Clemente de Tahull, en el valle de Boí, contaba con un friso en donde se representaba un cortejo de apóstoles y una dama (la Virgen) que sostenía un cuenco del que emergían unos enigmáticos rayos de luz. Lo realmente extraño, continua Cirlot, es que esta imagen fue pintada en 1123, o lo que es lo mismo, unos sesenta años antes de que viese la luz la obra de Chrétien de Troyes. Aunque la teoría resulta sugerente (incluso fue utilizada para dar forma a la obra de Javier Sierra, El fuego invisible, ganadora del Premio Planeta 2017), no existe ningún tipo de fuente que nos permita, por ahora, corroborar que la imagen representada en San Clemente de Tahull y otras de la zona, hagan referencia a la existencia de una leyenda griálica primigenia. De lo que no cabe duda es que la historia del grial resulta fundamental para conocer el desarrollo histórico y la aparición de ciertas creencias religiosas y culturales en algunos de los reinos cristianos peninsulares de la Edad Media, especialmente el de Aragón.

No tan convencido a la hora de establecer un origen hispano de la historia del Grial se muestra Sánchez Dragó, al menos cuando escribió su Gárgoris y Habidis, ya que según él la saga del Grial no constituye algo exclusivo de la Península, como fue el Camino de Santiago, «pero la recorre, la seduce, a menudo la determina y siempre la fecunda». Para el escritor madrileño, estamos ante mitos de todo tiempo y lugar que en la Edad Media se hicieron también hispanos, tanto que aquí produjeron sus mejores y más obstinados frutos. Tal vez no le falte razón al advertir sobre la extrema antigüedad del mito griálico ya que cada vez más autores pretenden llevar el origen del culto a estas copas rituales a unos momentos en los que los recuerdos se pierden entre las arenas de la historia. Según Mariano Fernández Urresti, nuestros más lejanos antepasados adoraban a la Madre Tierra y para entrar en contacto con ella, los chamanes se internaron en profundas cuevas que ellos consideraron como puertas simbólicas para acceder a los secretos de esta diosa lunar que hacía germinar la vida en el interior de los animales, las plantas y los seres humanos. Cuando los dioses solares desplazaron a las diosas regidas por la luna se hizo necesario conservar el viejo sueño de la inmortalidad, que antes se buscaba en el interior de la cueva, por lo que se buscaron nuevos símbolos para que el hombre no renunciase a su afán de conseguir la vida eterna y se recurrió a todo tipo de piedras mágicas, calderos maravillosos como el de tradición céltica o copas sagradas.

¿Objeto físico o espiritual? ¿Símbolo que nos transmite antiguas creencias de las religiones primigenias? ¿Reliquia perseguida por los caballeros templarios? Muchas preguntas a las que, tal vez, nunca encontraremos respuestas, aunque no es esta nuestra intención al recuperar la leyenda del Grial, sino partir sin rumbo fijo en un viaje iniciático por diversos lugares de la geografía española en donde la esencia del mito sigue palpitando de forma intensa.

Por encima del resto de candidatos, no solo a nivel español, sino también europeo, debemos destacar el grial que un día permaneció en el interior del monasterio de San Juan de la Peña, cuya historicidad parece sostenerse de forma incuestionable. Este lugar de poder está situado en un entorno mágico, rodeado de pinos silvestres y carrascas, muy cerca de los pintorescos valles de Hecho y Ansó; también de Jaca, la pequeña Roma, como quiso llamarla por primera vez el rey Ramiro, al elegir este enclave como capital de un nuevo reino, el de Aragón, que a partir de entonces se asomó impasible hacia un futuro que se antojaba incierto. Como ya había tenido ocasión de comprobar mientras me documentaba para escribir otros ensayos, la conquista musulmana del 711, llevó a muchos pobladores de la Hispania visigoda a escoger el camino del exilio, dirigiendo sus pasos hacia el norte y más concretamente hasta zonas recónditas e inaccesibles de la España más septentrional. Esto es exactamente lo que ocurrió en el Alto Aragón, en donde tenemos constatado la existencia de muchos individuos que se trasladaron hasta la montaña para pasar el resto de sus días como eremitas.

En el año 920 el conde aragonés Galindo Aznárez se hizo con el control del condado de la Jacetania y decidió fundar un monasterio en el mismo lugar en el que desde hacía siglos vivían unos extraños monjes que habían decidido apartarse del mundo para tener un contacto más directo con la divinidad. Este nuevo monasterio, del que después surgirá el de San Juan de la Peña, estaba consagrado a los santos Julián y Basilisa y su origen está decorado, como ocurre en este tipo de ocasiones, con todo tipo de narraciones legendarias.

Una de estas tradiciones habla sobre un piadoso caballero cristiano llamado Juan, que en el siglo vii decidió entregarse a la vida contemplativa en mitad de la naturaleza. Su deseo de fortalecer sus convicciones religiosas le llevó a buscar refugio en una cueva del monte Pano. Según cuenta el relato, el eremita construyó en su interior una austera cruz de madera y frente a ella pasó una buena parte de su tiempo meditando y rezando a Dios. Un día, mientras Juan rezaba en el interior de su cueva, escuchó unos misteriosos pasos que parecían llegar desde la entrada de la gruta. Asombrado, se dio la vuelta y Juan se encontró con un singular personaje ricamente ataviado que, sin saber muy bien por qué, le mostró enormes riquezas antes de asegurarle que todas serían suyas si abandonaba su vida contemplativa y decidía seguir sus pasos. A pesar de la tentación, Juan de Atarés no sucumbió ante el intento de embaucamiento protagonizado por Satanás, por lo que rechazó todos los bienes e inmediatamente se dispuso a recitar un padrenuestro, provocando el lógico enfado del maligno.

San Juan de la Peña. ¿Lugar de poder que pudo cobijar el auténtico Grial?

El acto de fe del buen cristiano no pasó desapercibido y por eso un ángel del Señor se le presentó para tranquilizarle, pero también para pedirle a Juan que se trasladase a otro monte y a una nueva cueva en donde debería de erigir un altar dedicado a san Juan Bautista. Así lo hizo. Pacientemente, el ermitaño se puso manos a la obra y al poco tiempo encontró la gruta adecuada y construyó un altar sobre el que grabó una inscripción en donde se podía leer que él, como primer anacoreta del lugar, había fabricado una iglesia en honor al Bautista.

El tiempo pasó, y nuevas leyendas surgieron en torno a este lugar considerado, con motivos, mágico. En el siglo viii, dos jóvenes hermanos pertenecientes a una rica familia aragonesa se trasladaron hasta estas tierras para disfrutar de una apacible jornada de caza. Cuando Félix y Voto, que es así como se llamaban, vieron un ciervo se lanzaron sobre él, provocando el lógico terror en un animal que, sin desmayo, salió corriendo hasta caer por un precipicio al llegar al monte Pano. Desgraciadamente, uno de los hermanos, Voto, no fue consciente del peligro que le acechaba ya que tanto él como su caballo sufrieron la misma suerte que el animal, cayendo sin remisión por el precipicio, pero de nuevo volvió a producirse un hecho sobrenatural, porque gracias a los reflejos del joven y a la inmediata oración solicitando ayuda a san Juan Bautista mientras se precipitaba en caída libre tras el ciervo, don Voto tuvo la suerte de caer a lomos de su caballo sobre el fondo del valle, justo frente a la antigua cueva del ermitaño Juan de Atarés, y sin un solo rasguño en el cuerpo. El mensaje no podía ser más claro, el milagro empujó al joven a dedicar su vida a Dios. Así se lo comunicó a Félix que, de igual forma, decidió acompañar a su hermano en esta nueva vida de recogimiento y espiritualidad.

Desde entonces diversas parejas de hermanos se asentaron en este lugar de poder. Allí veneraron al santo hasta el final de sus vidas, para ser inmediatamente reemplazados por otra pareja. Esto es lo que nos cuenta una leyenda que esconde tras de sí el recuerdo de un hecho histórico perfectamente documentado. Nos referimos a la existencia de sucesivas comunidades eremíticas cuya influencia se hará notar en la región gracias a las donaciones que recibieron de muchos nobles e incluso de reyes del joven Reino de Aragón. El monasterio viejo de San Juan de la Peña consta de dos plantas. La primera adquiere gran relevancia arquitectónica durante los siglos x y xi, e incluye la iglesia original consagrada a los santos Julián y Basilisa y la Sala de los Concilios. La segunda planta, construida entre los siglos xi y xii, destaca por la magnificencia de su iglesia románica, por el Panteón Real y, especialmente, por el fabuloso claustro del siglo xii cubierto por la roca. Por si pudiese parecer poco, la magia que rodea este enclave, y que envuelve a los miles de visitantes que San Juan de la Peña recibe en la actualidad a lo largo del año, se incrementa por las leyendas que lo relacionan con el lugar en donde pudo encontrar reposo la gran reliquia del cristianismo, el santo grial, cuya vinculación con la zona se remonta al siglo iii. Curiosamente, el estudio del recorrido histórico de esta copa, que en la actualidad se conserva en la catedral de Valencia, parece ponerse de acuerdo con el mito, por lo que son muchos los que se han atrevido a asegurar que este, y no otro, fue el auténtico Grial utilizado por Jesús durante la Última Cena.

La historia nos habla sobre un diácono llamado Lorenzo, natural de la localidad oscense de Loreto. No conocemos los motivos pero al parecer este personaje fue elegido por el papa Sixto II para custodiar las reliquias más importantes cobijadas en Roma, entre ellas el cáliz con el que Jesús celebró la Última Cena. La reliquia pudo haber sido trasladada hasta la Ciudad Eterna de la mano de San Pedro y allí permaneció hasta que Lorenzo se vio obligado a sacarla de la ciudad, probablemente como consecuencia de la terrible represión emprendida por el emperador Valeriano sobre los cristianos. Cuenta la leyenda que Lorenzo, antes de sufrir martirio, se encontró en la cueva romana de Hepociana con un compatriota hispano llamado Precelio. Debido a la gravedad de la situación en la que se encontraba, el diácono le entregó las reliquias sagradas con el encargo de llevarlas hasta Huesca, donde continuarían viviendo algunos de los familiares de Lorenzo. Inmediatamente, Precelio escapó de Roma y viajó hasta Hispania cargado con este tesoro sagrado hasta que al final pudo entregar el Grial a los primos y tíos del diácono. El cáliz de la Última Cena por fin se encontraba a buen recaudo, pero desde ese momento la pista del Grial se pierde hasta principios del siglo viii, cuando el obispo Acilso decide ocultarlo en una cueva del monte Yebra situada en el Pirineo oscense, desde donde fue trasladado hasta San Pedro de Siresa, primero, y a Santa María de Sasabe, después.

Un documento conservado en el monasterio de San Juan de la Peña, fechado en 1071, menciona la posesión de un cáliz de piedra que los investigadores han querido identificar con el Grial. Allí permaneció durante más de tres siglos hasta que el rey aragonés Martin el Humano, a finales del siglo xiv lo trasladó hasta Zaragoza y después al Palacio Real de Barcelona en donde lo volvemos a tener documentado. No terminó aquí la ajetreada historia del Grial español, ya que en el siglo xv, y más concretamente en 1437, durante el reinado de Alfonso el Magnánimo, la reliquia finaliza su viaje y llega a la catedral de Valencia, en donde ha permanecido hasta nuestros días.

La historia de este grial es apasionante pero para poder darle algún tipo de credibilidad antes debemos de preguntarnos sobre la posibilidad de que el cáliz pudiese haber sido utilizado por Jesús durante la supuesta Última Cena. En la actualidad el objeto de culto consta de dos partes bien diferenciadas. Por una parte tenemos una copa de estilo alejandrino de ágata finamente pulida, y por otra el relicario. Según Antonio Beltrán, autor de la obra El Santo Cáliz de la catedral de Valencia de 1960, la copa es de origen oriental y podría datarse en el siglo i a.C. y, por tanto, en un contexto temporal apropiado para que pudiese haber sido utilizada en Jerusalén a principios del siglo i d.C. En cuanto a las asas y el pie que encierran la copa, son de origen medieval, al igual que las joyas dispuestas en la base del relicario. El estudio del recorrido histórico de la pieza conservada en la catedral valenciana y el análisis arqueológico realizado sobre la reliquia sirven para comprender los motivos por los que los muchos buscadores han llegado a considerarla como el auténtico Grial aunque, como tendremos ocasión de estudiar, existen otros sitios en España que se jactan de haberse convertido en el destino definitivo del cáliz de la Última Cena.

Otro lugar en donde se puede rastrear la huella del mito griálico es Nájera, una localidad enclavada en pleno Camino de Santiago. Dice la leyenda que el rey navarro García Sánchez III sentía auténtica pasión por la belleza de estas tierras, y por eso no era infrecuente observarle recorriendo sus caminos, saboreando sus paisajes y visitando los hermosos pueblos riojanos que se extendían a su alrededor. Un día, el monarca se encontraba cazando cerca de Nájera cuando una paloma cruzó el cielo y el azor del rey desplegó las alas para iniciar una persecución que no terminó como se esperaba. A los pocos minutos, las dos aves se perdieron por el horizonte, ya nada parecía que pudiese ocurrir para que el rey recuperase su ave de presa, pero su amor por el animal era tan grande que se apresuró a seguirla a toda velocidad montado sobre los lomos de su caballo. Fue así como el rey se encontró, casi sin quererlo, frente a una cueva en cuyo interior descansaban, con total tranquilidad, tanto el azor como la paloma. Para asombro de García Sánchez III una luz intensa inundaba la cueva. Cuando trató de descubrir el origen de esta luminosidad quedó estupefacto al observar la presencia de una mujer, una jarra repleta de azucenas frescas y una lámpara. Lógicamente, ante tamaño prodigio, el rey ordenó construir una iglesia en honor a la Virgen y en su interior introdujo la jarra, o grial, como se le conoció desde entonces. También impulsó la creación de la que puede ser la orden de caballería más antigua de España, la de la Terraza. Unos años más tarde, en 1052, el rey navarro decidió ampliar la antigua iglesia y convertirla en el gran monasterio de Santa María la Real que, con el paso del tiempo, se terminó convirtiendo en Panteón Real de varios monarcas navarros.

La aventura del Grial nos lleva, igualmente, a visitar Burgos. Según el investigador José María de Areilza, la montaña mágica de Munsalvaesche podría estar relacionada con la Sierra Sálvada situada entre las provincias españolas de Álava, Vizcaya y Burgos, al norte de la comarca de las Merindades, y más concretamente en el valle de Mena. En este valle se encuentran varias joyas del arte románico castellano, como la pintoresca iglesia de San Lorenzo en Vallejo, pero para entender el vínculo de este enclave con la leyenda griálica debemos dirigirnos hacia el cercano pueblo de Siones (cuyo nombre recuerda a la colina Sion en Jerusalén) y a su enigmática y desconcertante iglesia consagrada a Santa María, que según diversas tradiciones, con poca apoyatura documental, fue erigida por los omnipresentes caballeros templarios en el siglo xii. La iglesia tiene una planta muy simple, de una sola nave, aunque cuenta con dos portadas, una cabecera con ábside semicircular y una imponente torre sobre el crucero. Hasta aquí, lo normal, porque lo realmente sorprende del conjunto es su decoración interior, repleta de símbolos, algunos con un fuerte aroma griálico. Entre los motivos presentes tenemos a la serpiente, como animal que representa el pecado (aunque también la sabiduría), la lucha entre David y Goliat o la que enfrenta a san Jorge con el dragón, la cruz templaria pero por encima del resto, debemos destacar en uno de los capiteles interiores una extraña copa sostenida por las manos de un caballero.

Antes de finalizar el apasionante viaje por la España griálica debemos de hacer mención a la controvertida teoría que sitúa en la Colegiata de San Isidoro de León el destino último de la copa sagrada. La polémica surgió tras la publicación de un libro, Los reyes del Grial, obra de los historiadores Margarita Torres y José Miguel Ortega, en la que defienden la idea de que el conocido como cáliz de doña Urraca (especialmente el cuenco de ónice de su parte posterior) podría tratarse del auténtico Grial, y para ello se basan en una polémica investigación histórica que les llevó hasta Egipto. Mientras los estudiosos trataban de comprender las relaciones diplomáticas entre el Egipto fatimí y el reino de León en el siglo xi, otro investigador, Gustavo Turiezo, encontró de forma casual unos documentos en donde se podía comprobar la existencia de estas relaciones, pero también los motivos por los que doña Urraca, hija de Fernando I de León, decidió adornar con joyas preciosas el cáliz que hoy se ha convertido en objeto de debate. Los documentos encontrados en El Cairo por el profesor Turienzo formaban parte de una carta escrita por un prestigioso autor musulmán Abu-l-Hasan Ali ibn Yusuf ibn al-Qifti (1172-1248), en la que se citaba al rey de León y la copa que según los cristianos perteneció al Mesías. Esta copa habría permanecido durante mucho tiempo en Jerusalén, y se le atribuían propiedades mágicas, pero finalmente fue enviada al sultán de Denia como muestra de agradecimiento por su ayuda durante una de las hambrunas que había padecido la ciudad de El Cairo. Poco después de llegar a la taifa de Denia, el sultán se la regaló a Fernando I de León para ganarse su favor, en un momento en el que el antaño poderoso califato de Córdoba se encontraba fragmentado en numerosos reinos que competían entre ellos por poder sobrevivir. La precisión con la que hablaban las fuentes permitió a los investigadores, con Margarita Torres a la cabeza, llegar a la conclusión de que, efectivamente, el cáliz y una buena parte de los tesoros custodiados en San Isidoro formaban parte de los presentes enviados desde Denia. Si a esto le unimos un análisis posterior sobre la reliquia, a la que se le presupone una cronología coincidente con la vida de Jesús de Nazaret, no tendríamos más remedio que admitir la evidencia: el cáliz de Urraca es el mismo que utilizó el Mesías en la Última Cena. En Los reyes del Grial los autores proponen una última prueba, la de las múltiples coincidencias y similitudes entre la obra Titurel, una precuela de Parzival, y la biografía de Fernando I de León y su descendiente Alfonso VI, que ellos relacionan con el propio Tinturel y el legendario Anfortas, custodio del Grial.

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