Entre feminismo y ecología ¿existe un vínculo ‘natural’?

Entre feminismo y ecología ¿existe un vínculo ‘natural’?

Janet Biehl, junio de 2011 en Le Monde Diplo.

Aumento de los partos en casa, odas a la lactancia materna... En los últimos años, el fortalecimiento de la ecología ha modificado la forma de concebir la maternidad. Más allá del cuestionamiento de la ‘sobremedicalización’ o de los lobbies industriales, vemos cómo va brotando la controvertida idea de una “naturaleza femenina”. Un debate que, en Estados Unidos, se está produciendo desde hace ya veinte años.

Son las mujeres “más ecologistas” que los hombres? ¿Tienen una relación particular con la naturaleza, o un punto de vista privilegiado sobre los problemas ecológicos? Estas últimas décadas, mujeres que se dicen feministas han respondido afirmativamente a estas preguntas.

De hecho, esta posición data prácticamente de la aparición del movimiento ecologista moderno. En 1968, en su libro La Bombe P. (La bomba demográfica) (1), Paul Ehrlich afirmaba que la superpoblación conducía a la ruina del planeta. Lo mejor que se podía hacer por la Tierra, afirmaba, era no reproducirse. Años más tarde, una feminista radical francesa, Françoise d’Eaubonne, comprobaba que la mitad de la población no tenía la posibilidad de elegir: las mujeres no controlaban su fertilidad. El “sistema del macho” patriarcal, tal como lo denominaba, las quería descalzas, embarazadas y fecundas.

Pero, afirmaba d’Eaubonne, las mujeres podían y debían responder exigiendo la libertad reproductiva: el fácil acceso al aborto y a la anticoncepción. Esto las emanciparía salvando al planeta de la ­superpoblación. “Primera consecuencia de la relación entre la ecología y la liberación femenina, escribía, las mujeres ­deben reapropiarse del crecimiento demográfico, y de esta manera, reapropiarse de su cuerpo”. En su libro publicado en 1974, Le féminisme ou la mort (Feminismo o muerte), presentaba esta idea bajo el nombre de “ecofeminismo”.

Los defensores estadounidenses del medio ambiente retomaron sus palabras, pero les dieron un sentido diferente. Recordaron que el autor de Silent Spring, la obra que inspiró al ecologismo en 1963, era una mujer: Rachel Carson (2). Comprobaron que eran las mujeres quienes encabezaban entonces las manifestaciones contra las centrales nucleares o contra los residuos tóxicos, tal como Lois Gibbs en Love Canal, en el Estado de Nueva York. Una mujer, Donella Meadows, figuraba entre los autores del influyente informe Halte à la croissance? (Los límites del crecimiento) (3), publicado en 1972. Petra Kelly era uno de los mascarones de proa de los ecologistas alemanes. En Reino Unido, un grupo llamado Women for Life on Earth (“Las mujeres por la vida en la Tierra”) organizaron un “campamento pacifista” en la base aérea de Greenham Common, para protestar contra el despliegue de misiles de crucero de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).

Numerosas participantes se proclamaban “ecofeministas”; pero esto no se inscribía en una lucha por la libertad reproductiva. Comenzó a verse una relación particular entre las mujeres y la naturaleza, que se manifestaba en el propio idioma: las palabras “naturaleza” y “Tierra” son de género femenino, los bosques son “vírgenes”, la naturaleza es nuestra “madre”, que es “la más sabia”. Las mujeres pueden ser “salvajes” encantadoras.

Por el contrario, las fuerzas que intentaban “dominar la naturaleza” y “violar a la Tierra” eran las de la ciencia, la tecnología y la razón: todos proyectos masculinos. Hace miles de años, Aristóteles definía la racionalidad como masculina; las mujeres, pensaba, eran menos aptas para razonar y, en consecuencia, menos humanas. En los dos milenios que siguieron, la cultura europea consideró a las mujeres como intelectualmente deficientes, y, siguiendo en ello los preceptos del Génesis, intentó dominar la Tierra. Luego la Ilustración, otro proyecto aparentemente masculino, encontró nuevas formas de someter la naturaleza a través de la ciencia, la tecnología y las fábricas. Los autores de esta destrucción del medioambiente eran hombres que reducían la naturaleza a un conjunto de recursos que podían explotar y transformar en mercancías. El proyecto de la Ilustración, que buscaba dominar la naturaleza alabando la razón, destruía el planeta, según la filosofía de la New Age y el ecofeminismo. Tal era la teoría de autores como Frijtof Capra o Charlene Spretnak (4).

Pero las mujeres, decían las feministas de los años 1970, tenían las manos limpias. Y el mundo necesitaba menos racionalidad destructora de la naturaleza; que las mujeres fueran más intuitivas y emocionales que los hombres era algo formidable, ya que eran el antídoto. Con la sensación de estar ligadas a los ritmos de la naturaleza, comprendían intuitivamente la interconexión entre ésta y los seres humanos. La reacción frente a la destrucción del medio ambiente provenía precisamente de ese vínculo particular. Así, identificar a las mujeres con la naturaleza se tornó un proyecto positivo, que las elevaba al rango de guardianas del mensaje ecologista. Su accionar se vio legitimado por los trabajos de la psicóloga Carol Gilligan, quien sugería que el desarrollo moral específico de las mujeres las convertía en portadoras de una “ética del cuidado de los demás” (5), o care (6). Algunas, como Mary Daly, llegaron incluso a sugerir que la naturaleza era una diosa, inmanente en todas las criaturas vivientes, y que las mujeres participaban de su esencia (7).

Estereotipos muy antiguos

Las feministas, aquellas que luchan por el reconocimiento de sus derechos, por su parte, estaban horrorizadas. El ecofeminismo, protestaban, falsea estereotipos patriarcales: se adueñó de un insulto muy antiguo, presentado esta vez como un cumplido. Estos estereotipos habían servido en el siglo XIX para justificar la ideología de las “esferas separadas”, que limitaba las elecciones de vida de las mujeres al universo doméstico, dorando los barrotes de su jaula con homenajes ditirámbicos a su superioridad moral. El ecofeminismo era una réplica de estos estereotipos opresivos. Por más remozados y “ecologistas” que fueran, éstos no tenían cabida en la lucha feminista; simplemente abrían la puerta a una nueva iteración de la “mística femenina”. Y, en realidad, muchos defensores del medio ambiente en los años 1970 eran hombres: David Brower, Lester Brown, Barry Commoner, E. F. Schumacher, Denis Hayes, Murray Bookchin, Ralph Nader, Amory Lovins, David Suzuki o incluso Paul Watson.

Mientras tanto, las ecofeministas occidentales se interesaron por el tercer mundo, donde se implementaban proyectos de desarrollo financiados por el Banco Mundial. Ingenieros construían represas en ríos para producir energía hidráulica, y, al hacerlo, devastaban numerosas comunidades. El agrobusiness transformaba en monocultivos tierras cultivadas desde hacía mucho tiempo de manera sostenible, produciendo cosechas destinadas únicamente a su exportación al mercado mundial. Talaban bosques que proveían desde hacía mucho tiempo a los lugareños de frutos, combustible y materiales destinados al trabajo artesanal, y que habían protegido las aguas subterráneas y los animales. Este “mal desarrollo”, tal como lo llamaron sus opositores –un capitalismo internacional explotador, desenfrenado–, destruía no sólo los bosques, los ríos y las tierras, sino también comunidades y modos de vida ecológicamente sostenibles.

Pueblos autóctonos luchaban contra esta devastación. En el norte de la India, particularmente, cuando una compañía planeaba dedicarse a la explotación forestal, las mujeres del pueblo se oponían a ello abrazando los árboles para impedir que fueran talados. En la década siguiente, su movimiento, que adoptó el nombre de Chipko, se extendió a todo el subcontinente.

El movimiento Chipko encendió la imaginación de las ecofeministas occidentales, y la realidad de los hechos sociales alimentó la mística de la mujer-Tierra. En las zonas rurales de África, Asia y América Latina, explicaron Vandana Shiva y otras, las mujeres son jardineras y horticultoras; poseen un saber especializado de los procesos de la naturaleza. El “mal desarrollo” masculino sólo valora los recursos como potenciales mercancías en la economía de mercado; pero las mujeres autóctonas saben que deben respetarse estos recursos para garantizar que las futuras generaciones dispongan de ellos. En consecuencia, las mujeres le dan instintivamente mayor prioridad a la protección del medio ambiente natural.

La fascinación del ecofeminismo por el movimiento Chipko rayaba con una idealización de la agricultura de subsistencia. ¿Qué sucedía con las mujeres que aspiraban a la educación, a una vida profesional y una ciudadanía política plena? Las ecofeministas preferían al parecer que permaneciesen en sus antiguos roles, descalzas y trabajando en la huerta. Sin tener en cuenta el hecho de que también había hombres involucrados en el movimiento Chipko...

Sin embargo, este interés tuvo el mérito de poner de manifiesto las formas particulares en que la destrucción del medio ambiente afecta a las mujeres. Cuando tierras agrícolas productivas se destinan al monocultivo, éstas, que practican masivamente la agricultura de subsistencia, se trasladan a los cerros donde las tierras son menos fértiles, lo que genera la deforestación y la erosión de los suelos y las condena a la pobreza (8).

El calentamiento climático también golpea a las mujeres en primer lugar: la inferioridad de su estatus y sus diferentes roles sociales incrementan su vulnerabilidad a las tormentas, incendios, inundaciones, sequías, canículas, enfermedades y escasez de alimentos. Cada año, según un informe de Women’s Environmental Network (WEN), una organización con sede en el Reino Unido, más de 10.000 mujeres mueren en desastres relacionados con el cambio climático, frente a 4.500 hombres. Las mujeres representan el 80% de los refugiados de catástrofes naturales; de 26 millones de personas que han perdido sus hogares o medios de vida como consecuencia del cambio climático, 20 millones son mujeres (9).

Riesgo de volver a las esferas separadas

En 1991, en Bangladesh, por ejemplo, cuando un ciclón expulsó a los habitantes de sus hogares, murieron cinco veces más mujeres que hombres. Su vestimenta dificultó sus movimientos; permanecieron demasiado tiempo en sus casas esperando que un pariente hombre las acompañara, mientras los hombres, que se encontraban en lugares más abiertos, se advertían mutuamente del peligro, a veces sin prevenir a las mujeres que permanecían en el hogar. Y allí donde el estatus social de las mujeres es más cercano al de los hombres, según WEN, las mujeres pobres son más vulnerables al aumento de los precios de los alimentos, las olas de calor y las enfermedades que genera la destrucción del medioambiente.

En Estados Unidos, la interpretación romántica del informe mujer-naturaleza tuvo recientemente un nuevo resurgimiento tras el derrumbe financiero provocado por la codicia de Wall Street: “Las mujeres se orientan hacia relaciones y estrategias a largo plazo que dan prioridad a las futuras generaciones”, señala Shannon Hayes en su libro dedicado a las radical homemakers (“amas de casa radicalizadas”) (10). Estas nuevas encarnaciones de la Madre-Tierra renuncian a las ventajas económicas que hubieran podido procurarles un alto nivel de educación y una carrera profesional: prefieren permanecer en el hogar para ocuparse de su familia y dar a sus hijos comidas sanas a partir de alimentos sabrosos que cultivan en su huerta. Se relacionan con los demás, privilegian la simpleza y la autenticidad. Autosuficiente, su hogar es una red de protección contra un eventual desastre económico. Y su balance de emisiones es muy débil. Así, logran desarrollarse en el plano personal y darle un sentido a su vida; al menos a primera vista.

La defensa del medio ambiente existe desde hace bastante tiempo como para que los investigadores en ciencias sociales hayan podido realizar estudios consecuentes sobre la actitud de hombres y mujeres respecto de las cuestiones ecológicas y detectar eventuales diferencias. Desde los años 1980, la mayoría de ellos llegó a la conclusión de que en los países industrializados, las mujeres están efectivamente más preocupadas que los hombres por la destrucción del medio ambiente.

Según algunos estudios, las mujeres tienen una huella de carbono más débil. Un informe sueco señala que la proporción de hombres que participan en el calentamiento climático es mayor que la de mujeres, ya que éstos conducen en distancias más grandes: el 75% de automovilistas en Suecia son hombres (11).

¿Qué decir de la acción política suscitada por las cuestiones ambientales? A nivel nacional, según, el IWPR, la participación y el papel dirigente de las mujeres en dicho accionar son más bajos que los de los hombres; la dirección de las grandes organizaciones ecologistas nacionales es esencialmente masculina. Pero a nivel local, en los grupos creados para combatir una amenaza particular contra el medio ambiente, la salud o la seguridad de la comunidad, la participación de las mujeres, como miembros y como líderes, es más importante que la de los hombres. Alrededor de la mitad de todos los grupos de ciudadanos que se formaron para reaccionar contra los desastres ecológicos, así como contra las emisiones peligrosas provenientes de fábricas o accidentes nucleares, están dirigidos por mujeres o son mayoritariamente ­femeninos.

Pero, ¿deben considerarse todos ­estos hechos como pruebas de una ­diferencia esencial, resucitando los estereotipos patriarcales? ¿Debe aceptarse que los hombres estén a la cabeza de los movimientos ecologistas nacionales, o que las mujeres asuman sólo las tareas ligadas al cuidado de los demás? ¿Y qué pensar de esa falta de ­reconocimiento que las mujeres se ­infligen a sí mismas en nombre del ­feminismo?

Porque existe el riesgo de volver a las “esferas separadas”. Incluso para las “amas de casa radicalizadas”, la esfera doméstica termina perdiendo su encanto, tal como lo señala la ensayista feminista Peggy Orenstein, si sus compañeros no se involucran de igual manera. “Si (las mujeres) no lo viven como una relación verdaderamente igualitaria”, advierte, pueden sentir “una pérdida del respeto a sí mismas, una pérdida de vitalidad y una incapacidad para reinsertarse en el mundo y encontrar sus referentes” (12). Cuando los hombres ganan casi todo el dinero del hogar y las mujeres son prácticamente las únicas que se ocupan de la casa, se origina un desequilibrio del poder en el seno de las familias que afecta a las mujeres y los niños. ¿Podrá producirse un verdadero cambio, es decir, tanto social como ecológico, sin preocuparse por ello?


Report Page