Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo

Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo


XIV LA INDUCCIÓN AL ADULTERIO

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XIV


LA INDUCCIÓN AL ADULTERIO

Los psicoanalistas modernos encontrarían otro argumento importante a favor de la homosexualidad del Rey en el famoso asunto de la supuesta inducción al adulterio a sus propias mujeres. Que Don Enrique incitó a ambas Reinas a entablar amores ilícitos con personajes de su Corte, era —fuese verdad o calumnia— una versión corriente en su tiempo. Palencia refiere con malignos detalles estos intentos. Doña Blanca, según él, se negó a secundarlos: «El Rey hubiera deseado que otro cualquiera atentase al honor conyugal para conseguir, a ser posible, por su instigación y con su consentimiento, ajena prole que le asegurase la sucesión del trono; pero como la casta consorte rechazase en una lucha sin testigos tamaña maldad... »«La mantenía (a Doña Blanca) en la mayor estrechez e intentaba indirectamente incli nar su ánimo a torpe corrupción.»

[172].

La misma torpe inducción intentó, años después, en su segundo matrimonio; pero Doña Juana —la de la mala fama— también se resistió, al menos al principio, con la misma firmeza que la virtuosa —quién sabe si, a la vez, menos ardiente— Doña Blanca. Palencia nos dice que el Rey «ensayaba nuevamente halagos o amenazas para inducir a la Reina Doña Juana a condescender con los ilícitos tratos que la proponía». Don Enrique «prefería entre todos sus capitanes a Don Beltrán de la Cueva, y le profesaba afición tan desmedida, que, no contento con concederle el cargo de Príncipe de Palacio, quiso que no sólo se le llamase, al uso antiguo, mayordomo, sino que, en realidad, fuese el principal señor en su casa y aun, por su deseo, también en el lecho conyugal, por más que la Reina, resistiéndose durante largo tiempo al insolente mandato, enviaba mensajeros a su hermano el Rey de Portugal con quejas proporcionadas a la naturaleza de las infamias en que no consentía»

[174]. Esta declaración en boca de un historiador tan duro para juzgar a Doña Juana es el mejor testimonio de su virtud, hasta que, como después veremos, la tentación la cercó con tal ahínco que se sobrepuso a las fuerzas humanas.

Pero era pedir demasiado a esta mujer, tan joven y tan bella, que no tuviera ojos, ni oídos, ni instintos rebeldes, cuando todo lo que la rodeaba era un pecado puro e incitante. Al fin, claro es, hubo de ceder a la reiterada tentación. Pero ¿cuándo? Cuando Don Enrique preparaba su expedición contra Don Juan de Aragón, la Reina, que le acompañaba, iba ya «entregada al vergonzoso trato», según referencias, a la verdad, dignas de poco crédito, pues nos vienen del inevitable Palencia. Varias veces insiste sobre esta afirmación; pero con pruebas tan débiles, que es preciso copiarlas para juzgar con exactitud este importante punto: «Ya dije cómo empleando sin tregua, ora los halagos, ora los medios violentos, logró ablandar aquella primera oposición y repugnancia de su esposa a condescender con sus torpes sugestiones, y como la natural flaqueza de la mujer hacía esperar que, al fin, se dejaría llevar de sus instintos, no dejaba de incitarla día y noche a dar el primer paso en el camino de la corrupción, en el que, una vez, ¡ay!, vencida la tenaz resistencia de los principios, más bien necesitó luego freno que estímulos. Al cabo, frágil mujer y antiguo y principal instrumento de la desgracia de la Humanidad», etc. «No hubo persona de sano juicio que no comprendiese a qué medios se había apelado para hacer cesar la esterilidad de la Reina; y en cuanto a señalar el verdadero padre de la niña, dan fuerza a la opinión que por tal reconocía a don Beltrán las circunstancias de ser el preferido del Rey, el más asiduo en Palacio y el que tenía en su mano ser dueño del reino y de la Reina, con sólo secundar los propósitos de Don Enrique. Sobre él recaen, pues, las más vehementes sospechas, y condénanle sus mismas disolutas palabras»
[176].

Es preciso fijarse bien que este testimonio es el único serio entre los contemporáneos; los demás de su época y de las posteriores sólo copiaron estos mismos juicios del inquieto capellán. Y es tan notoria la fragilidad de sus argumentos, que asombra el que haya podido pasar como cierta una hipótesis nacida de fuentes tan recusables. No hay en todo esto más que hablillas ridículas y argumentos moralistas inaceptables, como el de la perversidad natural de la mujer, que Palencia, cuyo semitismo es bien conocido, admitía con fruición. El capellán cronista llega a utilizar razones tan salaces y retorcidas como esta otra: aun admitiendo que, por una vez, el Rey hubiera sido capaz de realizar un contacto fecundo con Doña Juana, la facilidad con que ésta dio a luz demostró que estaba avezada a la relación conyugal; y, dada la impotencia de Don Enrique, tuvo que ser con varones distintos. A este envenenado disparate le llama Palencia «justa sospecha».

Nos falta, a este respecto, el contraste con otros historiadores. Sólo nos habla de la infame inducción Hernando del Pulgar, enemigo del Rey, pero hombre serio y no tan apasionado como Palencia; y él admite también, es cierto, la especie, si bien dándola el sentido vago de un rumor de calle. Nos dice, en efecto [177]: «Otros certificaban que la principal causa de su yerro (el adulterio de Doña Juana) había sido el Rey, a quien placía que aquellos sus privados, en especial aquel Duque de Alburquerque, hubiese allegamiento a ella; y aun se decía, que él rogaba y mandaba a ella que lo consintiese». Se trata, pues, de un se decía, y nada más. Más adelante citaremos otras palabras del mismo Pulgar, aun más claras, en el sentido de ser todo esto un simple rumor de mentidero.

Si la inducción fue cierta o fue «una fábula que se forjó en gracia a los Reyes Don Femando y Doña Isabel», como pretende Mariana y se inclinan a admitir otros historiadores, nadie podrá saberlo nunca de cierto. Pero sí podemos anotar al margen de este asunto que una de las modalidades de la conducta del varón débil y del homosexual es precisamente ésta, no sólo de expectación complaciente ante el adulterio. sino de inducción a él, y a veces, corno ocurría en este caso, en la propia persona del hombre objeto de la predilección anormal. Stekel, por ejemplo

[179], ha estudiado minuciosamente este punto. Recordemos que Enrique IV no limitó a estos dos casos la maniobra inductora, sino que quiso repetirla al intentar casar a otro de sus favoritos, Francisco Valdés, con otra de sus amantes, Doña Guiomar.

Podrán, pues, estas tretas vergonzosas atribuidas al Monarca ser o no ciertas históricamente. Pero su verosimilitud biológica no se puede en absoluto negar.

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