Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo

Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo


XV LA TRISTE REINA

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XV


LA TRISTE REINA

Y aquí debiera terminar este ensayo, dedicado tan sólo al estudio del mísero postrer Trastámara. Pero no quiero hacerlo sin dedicar algunas palabras a otro de los personajes que hemos tenido que llevar y traer en esta lamentable historia. Me refiero a la Reina Doña Juana, la segunda esposa de Don Enrique. Porque todos los actores de la tragicomedia que hemos resucitado han tenido en sus contemporáneos y en la posteridad adversarios y defensores. Ha tenido adversarios hasta la excelsa gloria de Doña Isabel la Católica. Ha tenido defensores hasta el triste degenerado Don Enrique IV. Pero ante esta Infeliz Doña Juana todos los juicios han sido unánimes; todos la condenan por liviana, y nadie la regatea un ápice de responsabilidad en aquel caos con que terminó la Edad Media en España. Y, sin embargo, nosotros, desde nuestro plano de historiadores, no de la Historia, sino de la Naturaleza, nos descubrimos respetuosamente ante su tumba. Porque acaso fue, en aquella Corte de pecadores, la que tuvo más disculpas naturales para sus flaquezas; porque vivió y murió en la dignidad de la heterodoxia de su amor; y, en fin, porque fue la más desventurada —la «triste Reina», como ella se llamaba— entre todas las víctimas de un ambiente a la vez refinado y corrompido.

Ya hemos recordado que Doña Juana pasó su infancia en Toledo, junto a su madre, la Reina de Portugal, desterrada en la insigne ciudad, donde murió, al parecer, envenenada. Las márgenes del Tajo, que han visto discurrir durante tantos siglos a la fauna más diversa e interesante de cuantas han poblado las historias humanas, guardarán, sin duda, un recuerdo enternecido de esta Infanta morena, agobiada por la melancolía que en la niñez producen las tragedias del hogar, en cuya maravillosa hermosura estaba ya escrito el sino contradictorio de su fortuna y de su infelicidad.

Debió de ser realmente espléndida su belleza, porque, aun contando con la lisonja cortesana, es unánime el elogio que hacen de ella cronistas y viajeros. Palencia, tan huraño para decir la verdad agradable, la llama, rendido, «mujer de esplendente hermosura»

[182]. El viajero Tetzel dice de ella esta simple, pero expresiva frase: «es una linda señora morena»: parece una de esas instantáneas sin detalles, en la que, sin embargo, se percibe mejor que en los retratos acabados la gracia de la silueta. Y, sin duda, se realzaba y encendía por el lujo y las perfecciones cosméticas habituales en la Corte portuguesa, que tanta sensación produjeron en la grave Castilla, según se desprende de la conocida página en que Palencia describe los afeites escandalosos de las damas del séquito de la nueva Reina.

Se refiere el capellán al grupo de jóvenes de «deslumbradora belleza» que acompañaron a la Reina cuando vino a casarse en Castilla, y que, según A. C. de Sousa, «el Rey se obligó a mantener en armonía con su categoría». Según Palencia, estas lindas damas, corte de amor, de la bellísima Reina, «ocupaban sus horas en la licencia» y «el tiempo restante lo dedicaban al sueño, cuando no consumían la mayor parte en cubrirse el cuerpo con afeites y perfumes, y esto sin hacer de ello el menor recato, antes descubrían el seno hasta más allá del ombligo; y desde los dedos de los pies, los talones y canillas hasta la parte más alta del muslo; interior y exteriormente, cuidaban de pintarse con blanco afeite para que al caer de sus hacaneas, como con frecuencia ocurría, brillase en todos sus miembros uniforme blancura» .Hemos copiado esta repetida descripción para mejor comprensión del ambiente que rodeó a Doña Juana. Blasco Ibáñez ha utilizado la historieta en su novela En busca del Gran Kan, en la que, por cierto, hace una apología partidista e inadmisible de Don Enrique.

La Reina misma participaba, sin duda. del gusto por estos alegres cuidados de tocador, que dejan en un rango insignificante a las mujeres de ahora. Probablemente se refiere a Doña Juana aquella copla del Provincial:

A ti, diosa del deleite.

gran señora de vasallos,

dícenme que tienes callos

en el rostro, del afeite.

Años después, el joven Don Alfonso. tan parecido a su hermana Doña Isabel en la austera severidad del carácter, aunque no en la rectitud, protestaba de poco recato en los vestidos y adornos de estas mismas damas en el Alcázar de Segovia

[187], expresión típica de la reacción de hostilidad con que el espíritu castellano, naturalmente severo y artificialmente farisaico, ha acogido siempre las manifestaciones sensuales en cuanto están tocadas de un son pagano y de ecos, por remotos que sean, de bacanal. Como ejemplo típico de ello, recordaremos el incidente que refiere Rosmithal en su viaje a la Corte de Enrique IV: estando en Olmedo uno de los caballeros de su séquito, dotado, al parecer, de la ingenua afectuosidad de los hombres del Norte en el trance erótico, y, por de contado, de manos excesivamente vivas, retozaba con una muchacha, lo cual visto por un severo castellano que pasaba casualmente, empezó a maldecir al bohemio, y después de violenta disputa volvió nada menos que con 400 hombres —esto es, una verdadera sublevación popular—, decididos a matar al extranjero, teniendo que enviar el Rey a un grupo de sus nobles para evitarlo.

Podemos imaginarnos (sobre todo si cotejamos con la imaginación aquellos tiempos con los no muy cambiados que ahora vivimos) la tempestad de murmuraciones, sobresaltos hipócritas y aspavientos que provocaría en una Corte tan gazmoña la alegre desenvoltura de esta Reina extranjera, de apenas quince años, rodeada de damas, parejas a su señora en las gracias y en la juventud. Y podemos imaginarnos también el sufrimiento de pájaro enjaulado de la pobre señora, unida al ser abominable que antes hemos descrito, tosco, feo, maloliente, misántropo, vestido y calzado con tanto desaliño y adornado de rarezas y vicios indeseables. Ya antes hemos aludido a su desastrada indumentaria «Usaba siempre, dice su cronista capellán, traje de lúgubre aspecto»; «cubría sus piernas con toscas polainas, y sus pies con borceguíes y otro calzado oscuro y destrozado».

Es muy interesante —y queremos insistir sobre ello— la relación del amor con el calzado. El valor del pie como elemento de la erótica normal y, en ocasiones, como elemento fetichista es indudable. Por eso, tanto el hombre como la mujer galantes cuidan con tanta minucia de su calzado. Andalucía, país de Don Juan y del amor donjuanesco, es, no en vano, la tierra de los limpiabotas. Un calzado desastrado indica abandono de toda vanidad erótica. Compárense estos borceguíes viejos y sucios del triste Monarca con los zapatos recamados de piedras preciosas que lucía Don Beltrán de la Cueva, prototipo del conquistador de mujeres conquistables, de que ahora vamos a hablar.

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