Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo

Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo


XVI DOÑA JUANA Y DON BELTRÁN

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XVI


DOÑA JUANA Y DON BELTRÁN

En estas condiciones, no es extraño que cada uno de sus días, desde el mismo de su matrimonio, fuese una perpetua invitación al adulterio. Porque el impulso sexual. como todas las fuerzas de la Naturaleza, sigue siempre la ley de la menor resistencia. Sólo raros seres de virtud genial alcanzan a conducir espontánea y libremente sus instintos por los senderos de una ética pura, sea favorable u hostil la influencia del medio ambiente; y sería injusto exigir esta actitud excepcional a una pobre mujer en la que se concertaron las máximas debilidades naturales con los mínimos frenos externos.

De todos modos, es indudable que Doña Juana resistió durante mucho tiempo todas las tentaciones, incluso, si realmente existieron las bajas inducciones de su marido. Ya hemos visto que sus propios enemigos lo reconocen así. Sin duda, su juvenil alegría le impulsaba a diversiones que hoy no chocarían en ninguna muchacha moderna. Como ejemplo de esta su dinamicidad deportista, recordaremos que en Cambil, cerca de Jaén, en una de las ocasiones en que los Reyes seguían al ejército, un día Doña Juana, «por vía de diversión», salió al campo a ver de cerca al enemigo, «rodeada de guerrero aparato, disponiéndose para ello una especie de simulacro de torneo o mascarada. Llevaba la Reina embrazada al lado izquierdo la adarga»; «la juvenil cabeza cubierta con el yelmo, y en el resto del vestido, los colores e insignias que indicaban el arma a que pertenecía. Otras nueve damas de la Reina, con análogo atavío, capitaneaba el Conde de Osorno; y cuando dieron vista a los moros, la Reina, tomando una ballesta, arrojó dos saetas a los enemigos, mientras se disparaba contra ellos toda la artillería»
[194]
. He aquí un anticipo de la intrepidez deportiva de las mujeres de ahora, y una curiosa muestra de la característica coquetería de Doña Juana, realzando sus gracias con los atavíos guerreros. Se comprende el escándalo que produciría en la hipócrita Corte castellana este alegre simulacro, al que, sin duda, se prestaron los mismos moros, cuyas relaciones con los castellanos —y concretamente con su rey—, en estos últimos tiempos de la reconquista, daban a la mayor parte de los encuentros el aire de juegos de cañas. Palencia termina su relato diciendo: «aquel triste lugar se llamó la Hoya de la Reina».

Y, desde luego, su naturaleza propendía al juego de la coquetería, al que se refiere con hosco gesto Don Hernando del Pulgar, el cronista de la Reina Católica, cuando dice que Doña Juana «era mujer a quien placían hablas de amores»

[195]. También Palencia nos la pinta «prestando asiduo oído a los coloquios amorosos». Pero ¿a qué mujer no le placen? Pero esto sólo podía ser pecado en aquel medio en que se gestaba una moral que, a fuerza de ser rígida, acabó por perder el necesario contacto con las realidades humanas. Lo cierto es que la Reina adquirió reputación de liviana, y esto, en el medio en que vivía, en España, donde la reputación lo es todo, la perdió. Paladinamente lo declara así, en una de sus Cartas admirables, el mismo Hernando del Pulgar cuando dice al Rey de Portugal que el adulterio de Doña Juana y Don Beltrán fue sólo un rumor de la calle; pero —añade— «la voz del pueblo es voz divina».

Si aceptásemos esta sentencia, citada casi siempre para justificar torpezas y fechorías, habría que pensar que, por lo menos en nuestro país, el Sumo Hacedor delegaba su justicia en manos indignas, habituadas al juicio superficial e intolerante y demasiado propensas a la servidumbre: que así es, como juez, la muchedumbre española, y quién sabe si todas las muchedumbres. Pero nosotros no aceptamos tan recusable sentencia, que acatan con tanta facilidad como falta de espíritu caritativo los más sesudos historiadores Es indudable que si Doña Juana tuvo o no tuvo amores con el gran botarate de Don Beltrán de la Cueva, nadie puede afirmarlo. Quienes, por nuestro ministerio, tenemos que entrar en la intimidad de muchas gentes, sabemos que en estas materias no siempre es cierto el refrán de que «cuando el río suena, agua lleva». A veces, por el contrario, los cauces secos son los que suenan más estrepitosamente, por las razones en que ya nos hemos detenido. Y, en cambio, discurren por el mundo innumerables aguas mansas y silenciosas que encubren misterios profundos de pasión, desbordada no sólo de los cauces sociales, sino también, a veces, de las leyes mismas de la Naturaleza.

En el caso de Doña Juana y Don Beltrán es preciso insistir que no hay una sola prueba cierta, ni una sola, de la veracidad de sus relaciones pecaminosas. La afirmación de Don Alfonso de que siendo niño vio por un agujero entrar repetidamente al favorito en los aposentos de la Reina es harto sospechosa, como Puyol, con toda justicia, indica. He aquí la referencia del capellán: «Siendo yo niño, cuando, por consiguiente, no infundía sospechas de que comprendiese lo que en torno pasaba, dormía solo en esta cámara, al cuidado de doncellas de la Reina Doña Juana. Algunas veces me despertaba; pero, aparentando seguir dormido, veía por aquel agujero a Don Beltrán cuando entraba en estas habitaciones, no sin temor de que se apercibiesen que estaba observando, o, al menos, que no dormía.» Palencia refiere estas palabras como oídas por él mismo a Don Alfonso, «hallándome —«dice a su lado en Segovia». Pero, aparte de que tal declaración, lejos de ser «demasiado grave para sus pocos años», como dice el cronista, honra poco la discreción de quien la pudo pronunciar, es interesante observar, con Puyol,«que cuando Palencia escribía este pasaje, el Infante había muerto, y no podía, por lo tanto, desmentirle, en caso de que hubiera faltado a la verdad».

Las insinuaciones afirmativas del propio Don Beltrán

[202] hemos de acogerlas con la reserva con que deben acogerse siempre los pavoneos canallescos de los donjuanes. De ello sería ejemplo típico aquella fanfarronada, dejada caer en un corrillo de amigos, que conviene copiar, porque, por sí sola, define a un hombre —que pasó por gran señor— y a toda la psicología de esta variedad de hombres:

«Cuéntase que como los amigos de Don Beltrán se burlasen de la ligereza y descaro de la Reina, y acusasen de imprudencia al rival de Don Pedro por haberla traído a la casa de aquel de quien en otro tiempo fue tan querida

[203], recordándole además otros muchos motivos de rivalidad y resentimiento, Don Beltrán les respondió desdeñosamente que ya no le inspiraba el menor interés aquella su antigua intimidad, como quiera que nunca le habían gustado las piernas de la Reina, demasiado flacas. No falta quien diga que la carcajada en que al punto prorrumpieron los circunstantes desagradó a muchos; pero ni de esta respuesta ni de aquellas burlas se tiene bastante certeza». Con razón dice Paz y Melia que esta escena no desentonaría en un club de jóvenes acaudalados y horros de ética de nuestros días.

Aun cuando el mismo Palencia acoge con reservas la veracidad del chascarrillo, tiene tales visos de verosimilitud, dada la psicología del Duque de Alburquerque, que pertenece a aquel grupo de cosas que, por poder haber sido ciertas, tienen tanta realidad como otras que en efecto lo son, y más que muchas que lo son sin merecerlo. La vida y figura de Don Beltrán, personaje esencial en nuestra historia, y casi en la Historia de España, merecen un comentario extenso, que haremos algún día, sobre todo considerándole como uno de los ejemplares históricos de la psicología donjuanesca.

Su historia está referida al por menor en el libro de Rodríguez Villa, ya citado, escrito con intención apologética. De la lectura de este libro no se deduce, sin embargo, una impresión confirmatoria del juicio que el autor adjudica a Don Beltrán en el prólogo: «Destaca más y más —dice— de entre aquella turba de nobles rebeldes y vasallos desleales, la verdaderamente noble, leal y grandiosa figura de Don Beltrán de la Cueva.» La verdad es que, aun a través de estos criterios incondicionales, queda reducida su figura a la de un señorito jactancioso y lleno de vanidad. Su principal hazaña es el famoso paso de la Puerta de Hierro con que el Rey festejó al Duque de Bretaña, y en el que Don Beltrán se distinguió sobremanera, dando lugar con ella a las copiosas mercedes de Don Enrique

[206], a la absurda fundación del Monasterio del Paso, después de los Jerónimos, que aún perdura, trasladado al recinto de Madrid.

Es seguro que de este suceso tan teatral nació la leyenda de los amores del favorito con la Reina; como en una fiesta análoga, siglos después, se originó la otra leyenda de los amores de la mujer de Felipe IV con el Conde de Villamediana, hombre de mucho más valer que Don Beltrán —por de pronto, poeta excelente, muy superior a su fama gris—, aunque parecido a él en la actitud donjuanesca de su erótica. Después, la familiaridad con la Reina; el dominio que ejercía sobre el Rey; la envidia que suscitó su valimiento real, y el desenfado, nada caballeresco, del propio valido al referirse a su intimidad con Doña Juana, completaron el mito de sus amores reales y le dieron vía libre entre la Corte y el populacho.

Del influjo del valido sobre el Rey dan idea estas palabras de Palencia: «a considerar el absoluto y desenfrenado capricho de Don Beltrán, se hubiese tenido al Rey por su esclavo; que tales y tan frecuentes eran los broncos arrebatos del favorito contra él, que causa dolor y vergüenza referirlos. Si cuando llamaba con los dedos en la puerta de la cámara no le abrían al punto, se arrojaba sobre los porteros y los molía a puñadas, puntapiés y bofetadas».

Salvo estas hazañas, su nombre no brilla con dignidad en ningún hecho histórico de importancia. Y al morir Don Enrique IV su figura se esfuma, pasando casi inadvertido en la Corte de doña Isabel la Católica, a la que prestó acatamiento, ayudándola en la lucha contra los partidarios de la Beltraneja. Algunos historiadores, como Prescott, han comentado esta actitud del Duque de Alburquerque, que parece indicar una declaración de su no participación en la paternidad de la Beltraneja, ya que no es verosímil que combatiese a su propia hija, a no ser que las razones de Estado fueran en él más fuertes que las de la sangre. En el mismo sentido se expresa Brito Vivar de Sousa en una monografía

[210], en la que defiende la legitimidad de Doña Juana, haciendo un buen resumen de las aportaciones portuguesas a este problema. Llanos y Torriglia atribuye esta postura del valido a «la voz de su conciencia, que, convencida de que no era Doña Juana hija de Enrique IV, le impelía a no defraudar los desvelos de la que él sabía legítima sucesora del trono». Parece demasiada conciencia para un personaje de esta calaña. Lo más verosímil es, como siempre, lo más natural: que su conciencia, segura de no tener nada que ver en el nacimiento de la Princesa, no se contrariase al combatir los derechos de ésta. Aparte de que su psicología de cortesano ambicioso le llevase a tomar parte en el bando que tenía las mayores probabilidades de triunfar.

De la contextura física y espiritual del personaje nos dan idea varios testimonios de la época. Su amigo Enríquez del Castillo, por ejemplo, hace de él esta descripción: «Era grande gastador, festejador y gran honrador de los buenos; gran cabalgador a la jineta; gran montero y cazador; costoso en los atavíos de su persona: franco y dadivoso.» Sobre el lujo de su vestir y adorno. refiere Palencia

[213] que cuando la entrevista de Don Enrique con el Rey de Francia, entre el ostentoso séquito del Monarca castellano destacaba el favorito. «En lo costoso y espléndido del atavío, a todos superaba Don Beltrán de la Cueva, que aquel día hizo ostentoso alarde de su opulencia llevando uno de sus zapatos recamado de preciosísimas piedras, y otras muchas cosas a este tenor.» Antes nos hemos referido ya al significado de este detalle. Véanse también comentarios a esto mismo en nuestro estudio sobre Casanova.

[214].

Fue Don Beltrán, en suma, un ser insignificante, de torpe ética, al que únicamente ha dado relieve histórico su calidad de favorito. Demuestra, una vez más, que los reyes pueden medirse por sus privados. La Historia se las entienda con él. Lo que nos parece inadmisible, y nosotros no lo admitimos, es que el historiador dé a su palabra, tan poco honorable, el valor de un certificado.

Nada hay, pues, que asegure que fueron otra cosa que fantasías los supuestos amores fecundos de Doña Juana y Don Beltrán. Cuanto hemos dicho lo demuestra así. Y no tienen mayor valor las ya citadas «tres ra zones para creer que la Beltraneja era hija de Don Beltrán», y que, por lo tanto, el adulterio existió; razones que Paz y Melia exhibe como testimonio importante en este pleito. Estos argumentos fueron dados al Emperador en 1522 por «Un consejero que no firma», y son los siguientes: que a la recién nacida (Doña Juana) la golpearon la nariz para deformársela, y que así se pareciese a su pretendido padre Don Enrique, cuya nariz irregular ya hemos descrito; que a una mujer que parió un niño la misma noche en que nació la Beltraneja le pidieron que cambiase su varón por la adulterina, negándose aquella honrada dueña, y, finalmente, «el no honesto vivir de Doña Juana, que fue notorio». Es decir, puras paparruchas, y a su lado un fantasma: «la mala reputación de la Reina»; pero un fantasma que, entre nosotros, tuvo siempre y ahora mayor fuerza que todas las realidades.

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