Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo

Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo


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En el año 1930 el insigne médico e historiador español Gregorio Marañón y Posadillo publicó en el Boletín de la Real Academia de la Historia, tomo XCVI, un trabajo que llevaba por título «Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla». Poco tiempo antes, en el mes de enero de ese mismo año, Marañón había pronunciado una conferencia sobre idéntico tema en la docta corporación. El ciclo se completó con la publicación, también en el citado año de 1930, del libro ENSAYO BIOLÓGICO SOBRE ENRIQUE IV DE CASTILLA Y SU TIEMPO, del mismo autor, cuya base era el artículo arriba indicado, si bien con diversos añadidos. En 1934 salió a la luz la segunda edición de esta obra, que incorporaba algunas novedades. El éxito logrado por el mencionado libro explica que, con posterioridad a la guerra civil española, haya habido nada menos que trece ediciones del mismo, todas ellas en la prestigiosa Colección Austral de la editorial Espasa Calpe. La primera de dichas ediciones data del año 1941, la decimotercera de 198 l. A partir de la edición de 1947 se incluyó también en el libro el informe que Marañón y el erudito arqueólogo Manuel Gómez Moreno, ambos designados por la Real Academia de la Historia, elaboraron acerca de los restos del monarca Enrique IV, así como el acta de exhumación del cadáver del rey castellano, que se encontraba en el monasterio extremeño de Guadalupe.

Gregario Marañón decidió llevar a cabo el estudio de uno de los más controvertidos monarcas castellanos de todos los tiempos, Enrique IV, que reinó en la segunda mitad del siglo XV, concretamente entre los años l454-1474. Pero su pretensión no era hacer un análisis del reinado del aludido monarca como habitualmente solían realizarlo los historiadores. Marañón no quería hacer historia de historiador, sino, digámoslo —sus propias palabras de la edición del libro de 1930, «proyectar la luz de los recientes progresos en la fisiopatología del carácter y de los instintos humanos sobre el espíritu y el cuerpo de un rey remoto y de algunos de los que le acompañaron en su paso por la vida». Su propósito era, en definitiva, llevar a cabo un estudio biológico de Enrique IV de Castilla. Una cosa era la verdad «histórica» y otra la verdad «biológica». Mientras la primera era muy difícil esclarecer, como lo prueba el hecho de que haya habido eminentes historiadores tanto entre los defensores como entre los críticos de Enrique IV, la verdad biológica, opinaba Marañón, es mucho más difícil de ser deformada que la verdad histórica y nos es relativamente sencillo el lograr su auténtico hallazgo en el fondo de los espejismos desconcertantes de las leyendas más apasionadas».

Para acometer su empresa, Marañón se basó en las fuentes coetáneas del monarca, ante todo en los testimonios cronísticos. ¿Resultaban exiguas esas informaciones? «En realidad —nos dice el maestro—, no nos cuentan mucho más cualquiera de los innumerables hombres actuales que acuden a los médicos para consultar las miserias de su instinto.» Enrique IV, tal era la conclusión a la que llegó Gregorio Marañón, fue un personaje ciertamente singular. Recordemos cuáles eran sus rasgos más significativos: retraído, débil de carácter, abúlico, displásico eunucoide con reacción acromegálica, esquizoide, con tendencias homosexuales, exhibicionista y con impotencia relativa, esta última basada en condiciones orgánicas pero probablemente exacerbada por influencias psicológicas.

El trabajo de Marañón, en el que también aparecían otros personajes de la época, en particular su segunda esposa, doña Juana, y uno de sus más estrechos colaboradores, y hombre de su plena confianza, Beltrán de la Cueva, constituye sin lugar a dudas un clásico en el ámbito de la arqueología médica. Pero al mismo tiempo es también una obra imprescindible para el conocimiento del reinado de Enrique IV. Así las cosas, el discutido monarca castellano de la segunda mitad del siglo XV y el eminente investigador español contemporáneo, cuya vida transcurrió entre los años 1887 y 1960, se encuentran indefectiblemente asociados. En cualquier caso, es un hecho cierto que el ENSAYO BIOLÓGICO SOBRE ENRIQUE IV DE CASTILLA Y SU TIEMPO, aunque elaborado hace ya cerca de setenta años, no sólo mantiene la frescura que le caracterizó en el momento de su publicación, sino que sigue teniendo plena actualidad, al menos como punto de partida imprescindible para quien se interese por el personaje en cuestión y su época. Por eso se justifica sobradamente su reedición por la editorial Espasa Calpe. Ahora bien, el tiempo transcurrido desde que Marañón sacara a la luz por vez primera su trabajo da pie para hacer algunas consideraciones a propósito de las investigaciones más recientes relativas a Enrique IV y su tiempo.

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En principio cabe distinguir dos planos, claramente diferenciados, uno el de la persona del monarca, otro el de su obra. De todas formas, entre ambos aspectos hay una estrecha conexión. Según Marañón, la enfermedad que padeció Enrique IV pertenece al rango de las que «adopta el tipo degenerativo y actúa en forma de disolución perturbadora sobre los pueblos que tienen la desdicha de soportarla». La imagen que se nos ha transmitido de Enrique IV y que ha llegado a constituir poco menos que una verdad establecida es, en líneas generales, claramente negativa. Ni que decir tiene que la investigación de Marañón ha contribuido, en no pequeña medida, a reforzar ese punto de vista, toda vez que para él el rey castellano de la segunda mitad del siglo XV, si no fue pura y simplemente un enfermo, se sitúa, como mínimo, a mitad de camino entre la normalidad y la patología. Por lo que se refiere a la obra legada por Enrique IV, la opinión dominante es asimismo negativa. El término que mejor describe la situación de Castilla en tiempos del monarca citado, de admitir los puntos de vista tradicionalmente repetidos por la mayor parte de los historiadores, es el de caos. La debilidad endémica de Enrique IV tuvo mucho que ver en ello. El momento culminante de ese panorama regresivo fue, sin duda alguna, la denominada «farsa de Ávila», del año 1465. En aquella ocasión, como es bien sabido, un importante sector de la nobleza de Castilla depuso a Enrique IV, representado en el increíble acontecimiento por un muñeco, al que despojaron de sus atributos regios y, finalmente, derribaron del hipotético trono en el que le habían colocado, nombrando en su lugar como rey de Castilla a su hermano el joven príncipe Alfonso

[1].

Cuál es la «Verdad biológica» de Enrique IV de Castilla, tan ansiosamente buscada por Marañón? En verdad la polémica siempre ha acompañado al monarca castellano. Recordemos cómo en la década de los cuarenta de este siglo mientras en la traducción del libro de Lucas-Dubreton se presentaba a Enrique IV como un individuo salvaje, obsceno y huraño, Torres Fontes decía de él que era «excesivamente bondadoso y amante de su pueblo»

[3]. El insigne maestro Gregorio Marañón trabajó a partir de las informaciones suministradas por los cronistas, aplicando los métodos propios de las disciplinas médicas, que él conocía como nadie, en particular la Endocrinología, de la que fue el primer especialista español de su época. Por lo que se refiere a las fuentes en que se apoyó, su cronista preferido, como él mismo reconocía, fue Alonso de Palencia. Sin entrar a discutir las opiniones, con frecuencia contrapuestas, que se han expresado acerca del mencionado cronista Marañón destaca «sus grandes dotes de observador y su valor documental». señalando que buena parte del material utilizado para su ensayo procedía de las «Décadas» de Palencia. Por supuesto Marañón conocía también a las mil maravillas a los otros cronistas de aquel tiempo, como Enríquez del Castillo, Hernando del Pulgar o Diego de Valera, pero entendía que la información más sustanciosa para desarrollar el trabajo que él se había propuesto era la que proporcionaba Alonso de Palencia. Ahora bien, de todos es sobradamente conocida la animosidad del citado cronista hacia el rey castellano. Luis Suarez, en un reciente trabajo, afirma de Alonso de Palencia que fue un «testigo presencial, aunque venenoso enemigo de Enrique IV».

En cuanto a los métodos usados por Marañón para desarrollar su trabajo de arqueología clínica, también ha habido en los últimos años algunas novedades dignas de ser registradas. En el año 1976, D. Eisenberg publicó un breve pero enjundioso artículo en el que discrepaba abiertamente del juicio de Marañón sobre Enrique IV de Castilla

[5]. El citado autor se apoyaba en los recientes avances de la Endocrinología. que había abandonado la vieja idea de que las glándulas determinan la morfología, la vida sexual y la psicología de los seres humanos. En concreto rechazaba el supuesto nucoidismo del rey castellano, toda vez que los propios cronistas ponen de manifiesto la existencia en Enrique IV de rasgos claramente masculinos, como la barba. Eisenberg, no obstante, aceptaba como probable la acromegalia. Unos años después se publicó otro trabajo de arqueología médica sobre Enrique IV de Castilla, en esta ocasión obra de los profesores escoceses W. J. Irvine y A. Mac Kay, especialista en Endocrinología el primero, medievalista el segundo. En opinión de estos autores, ni siquiera hay pruebas contundentes a favor de la acromegalia de Enrique IV. Por lo demás. el examen de los restos del monarca castellano tampoco añadió nada sustantivo a lo que ya se conocía. Sólo la utilización de los rayos X, indican en la conclusión de su trabajo, podría resolver los enigmas que aún subsisten sobre Enrique IV.

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La imagen de Enrique IV como un personaje anómalo y deficiente es paralela a la de una Castilla poco más o menos que en descomposición. Habitualmente se h establecido un agudo contraste entre la anarquía reinante en la corona de Castilla en tiempos de Enrique IV y el orden que se estableció a raíz del acceso al trono de los Reyes Católicos. Ya hubo tiempo atrás, ciertamente, historiadores que, después de rechazar esa dicotomía, trataron de poner de manifiesto los presuntos aciertos del gobierno de Enrique IV Quizá Sitges fue uno de los más celebrados en este sentido. No obstante ha sido en las últimas décadas cuando se ha producido una notable revisión del reinado de Enrique IV. Los trabajos del profesor Suárez han contribuido a entender mejor la compleja trama de la historia castellana entre los años 1454 y 1474. Pero el principal valedor de la obra del discutido monarca ha sido el historiador norteamericano W, D. Phillips.

Para comprender el significado del reinado de Enrique IV hay que partir de las condiciones existentes en la corona de Castilla en aquellos años. La pugna entre nobleza y monarquía. que se arrastraba desde finales del siglo XIII. había alcanzado una gran intensidad en el reinado de Juan II. Aquel conflicto, que suponía una pugna entre dos formas diferentes de concebir la organización del poder, estaba en el primer plano de la vida política. Frente al imparable fortalecimiento de la autoridad monárquica, la nobleza, como ha señalado L. Suárez, aspiraba a «dar a la Res publica una estructura más decididamente contractual, encerrando al monarca en un círculo bastante estrecho de deberes y de derechos en relación con aquellos linajes, muy pocos, que juntaban riqueza y poder». Un importante sector de la oligarquía nobiliaria pretendía reservar al monarca simplemente las funciones representativas, dejando el gobierno real al Consejo, dominado por los poderosos. Tras la debilidad mostrada por Enrique IV al renunciar a la oferta que le habían hecho los insurrectos catalanes, los nobles levantiscos izaron la bandera del joven príncipe Alfonso, como hicieran más tarde con la princesa Isabel y finalmente con la propia Juana, la polémica hija del monarca castellano. En cualquier caso, las interminables disputas políticas que vivió la corona de Castilla en aquellos años, de las que dan cuenta minuciosa los cronistas de la época, no pueden ocultar el hecho cierto de que el poder regio siguió en tiempos de Enrique IV su camino de fortalecimiento. Así se explica que en diversos documentos de la época se hable —y no se trata, ni mucho menos, de propaganda política— del «poderío real absoluto» que ostentaba Enrique IV. Ese «poderío real» se basaba ante todo en el desarrollo de las instituciones centrales de gobierno y se correspondía con la doctrina que defendía la plenitud del poder regio. cuyo principal portavoz en la Castilla del siglo XV fue el clérigo Rodrigo Sánchez de Arévalo.

En otro orden de cosas, sin pretender rebajar en lo más mínimo los indudables éxitos de los Reyes Católicos, conviene no olvidar que Isabel fue coronada reina de Castilla frente a los presuntos derechos de Juana, la discutida hija de su hermano Enrique, conocida vulgarmente como la Beltraneja por cuanto se suponía que su auténtico padre era don Beltrán de la Cueva. Es necesario recordar, a este respecto, que Marañón admitió la posibilidad de la paternidad del monarca castellano. Asimismo, L. Suárez ha aportado un interesante documento de los primeros años del reinado de Enrique IV en el que un médico que atendía a su esposa doña Juana, cuando ésta se encontraba en la localidad de Aranda de Duero, escribió «que ponía su cabeça sy vuestra alteza oy viniese, con la merçed de nuestro Señor, que la señora reyna seria luego preñada»

[11]. Por otra parte, hay que tener en cuenta que los relatos cronísticos que han llegado hasta nosotros provienen en su mayor parte de personas alineadas con la causa de Isabel y Fernando. Ensalzar el presente, o sea, el reinado de los Reyes Católicos, contrastándolo con un pasado oprobioso, es decir, la época de Enrique IV, resultaba casi obligado para esos cronistas.

De todos modos, un análisis objetivo de las principales líneas de acción desarrolladas por Enrique IV en el transcurso de su reinado nos muestra, más allá de las condiciones personales del monarca, hasta qué punto de los aciertos que se atribuyen a los Reyes Católicos, no eran, en el mejor de los casos, sino expresión de una clara continuidad con las decisiones de su antecesor en el trono. La pragmática de las Cortes de de 1471 anticipa la reforma monetaria que coronaron, años después, con tantos loores, los Reyes Católicos. ¿Cómo no ver, por otra parte, en las Ordenanzas aprobadas en Segovia en 1473 a propósito de Hermandades, un inequívoco precedente de la Santa Hermandad, otro de los grandes éxitos que se incluyen en el haber de Fernando e Isabel? También hay que incluir en el lado positivo de Enrique IV la utilización creciente de los letrados en las tareas de gobierno, tradicionalmente considerada como una de las novedades aportadas por los Reyes Católicos. Los ofrecidos por Phillips sobre este último resultan a todas luces incuestionables

[12].

Pero quizá los principales aciertos de Enrique IV hay que verlos en otros terrenos, precisamente en aquellos que se encontró con una oposición más cerrada. Tal sucedió, por ejemplo, con la política seguida con respecto al reino nazarí de Granada. El monarca castellano puso en marcha una nueva forma de guerrear. Se trataba de llevar a cabo una guerra de desgaste en la que, si llegaba el caso, podían ocuparse posiciones estratégicas del enemigo situadas en la línea fronteriza. Así las cosas, Enrique IV rehuía las grandes batallas campales. Esa actividad bélica la combinaba el monarca castellano con la diplomacia, tendente a atraerse a su campo a los disidentes granadinos. Los magnates, deseosos de obtener brillantes éxitos militares, que serían lógicamente acompañados de sustanciosas mercedes en las tierras ganadas al enemigo, manifestaron su más rotunda hostilidad a esa política de Enrique IV. También el alto clero estuvo en contra de la política diseñada por el rey de Castilla en relación con el reino de Granada. Siguiendo por ese camino, ¿no se ha llegado a tachar al rey de Castilla de simpatizante del mundo musulmán? Sánchez Albornoz, no lo olvidemos, habló, a este propósito, de la «maurofilia del anormal Enrique IV», lo que aparte de discutible constituye un inadmisible insulto para el monarca castellano.

En otro orden de cosas, Enrique IV decidió, en las Cortes de Toledo de 1462, reservar un tercio de la lana producida en Castilla para los telares de sus propios reinos. Era una respuesta parcial a la petición efectuada por los procuradores de las ciudades y villas en las Cortes de Madrigal de 1438, en la que solicitaban, como normas generales a aplicar para la corona de Castilla, la prohibición de importar tejidos y de exportar lanas. Lo que se había pedido en dichas Cortes era, ni más ni menos, proceder a una inversión radical de la política de la corona de Castilla, pero Juan II hizo caso omiso de aquella demanda. Por eso mismo la medida adoptada por el rey de Castilla en las Cortes de 1462 tenía un cierto sesgo revolucionario. Ahora bien, como era de prever, dicha medida tuvo desde el primer o la oposición de la alta nobleza, así como de la poderosa institución de la Mesta, deseosas ambas de mantener incólume el fabuloso negocio de la exportación de lanas a Flandes.

Asimismo, en política internacional Enrique IV inició el camino que, posteriormente, iban a seguir los Reyes Católicos. El monarca castellano dio los primeros pasos para poner fin a la secular alianza que Castilla mantenía con Francia, desde el acceso al trono de Enrique II de Trastámara, al tiempo que se acercaba a Inglaterra, hasta entonces potencia rival. ¿Y las medidas adoptadas para fortalecer el ejército permanente al servicio de la corona? ¿Y la política seguida con respecto a las Órdenes Militares de Santiago y de Alcántara, indiscutible precedente de la que, años después, los Reyes Católicos? ¿No cabe también incluir en el lado positivo de Enrique IV su inteligente actuación para evitar que Castilla participara en la cruzada propuesta para tratar de recuperar Constantinopla, que había sido ocupada por los turcos otomanos en 1453? No tiene por ello nada de extraño la afirmación del profesor Torres Fontes de que «económica, política y socialmente el reinado de Enrique IV es uno de los más interesantes reinados de nuestra Edad Media por las innumerables facetas que ofrece, siempre brillantes pese a la oscuridad de sus actos, no siempre fáciles de apreciar y aun de comprender».

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No es nuestra pretensión, ni mucho menos, invertir los términos por los que ha discurrido tradicionalmente la historiografía, ofreciendo, en contraste con lo que tantas veces se ha dicho y repetido, una imagen poco menos que angelical del reinado de Enrique IV de Castilla. Simplemente hemos recogido los principales argumentos que la historiografía posterior a la publicación del trabajo de Gregorio Marañón ha sacado a la luz para intentar comprender, con más elementos de juicio y a ser posible sin prejuicios, la controvertida historia de la corona de Castilla en la época de Enrique IV. En todo caso siempre podrá alegarse que, como mínimo, el monarca castellano de que venimos hablando mostró en el transcurso de su reinado una gran debilidad, lo que le impidió sacar más partido de situaciones que eran, objetivamente, favorables. ¿Qué pensar, por ejemplo, de la llamada que le hicieron los catalanes rebeldes contra su rey Juan II? ¿No revelaba esa actitud que el rey de Castilla gozaba, al menos en las fechas en que tal llamada se produjo, de un indiscutible prestigio? ¿Qué beneficios obtuvo Enrique IV, por otra parte, de la victoria que alcanzó en 1467 contra la nobleza rebelde, en la denominada «segunda batalla de Olmedo»?

Y es que en el fondo siempre subyacen las dudas sobre el sorprendente monarca. Es evidente que Gregorio Marañón no despejó definitivamente los innumerables enigmas que plantea la persona de Enrique IV. Pero contribuyó notablemente a desvelar el misterio que se ha cernido desde tiempo inmemorial sobre el monarca en cuestión. En cualquier caso, la lectura de su ensayo, como él mismo denominó a su trabajo, constituye, qué duda cabe, el mejor acercamiento a la ante historia de Enrique IV de Castilla y de su época.

JULIO VALDEÓN BARUQUE

Universidad de Valladolid

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