Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo

Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo


PRÓLOGO A LA DECIMOTERCERA EDICIÓN

Página 7 de 30

PRÓLOGO A LA DECIMOTERCERA EDICIÓN

Dieciséis años después de aparecida la primera edición de este libro, halláronse, por azar, los restos de IV de Castilla, inútilmente buscados hasta entonces. Aparecieron en un «escondrijo más que cripta», detrás de un gran retablo del monasterio de Guadalupe. Una noche del otoño de 1946, fuimos el ilustre arqueólogo, Don Manuel Gómez Moreno y yo, designados por Academia de la Historia, para reconocer el sepulcro y su egregio y fúnebre contenido e informar sobre lo que viéramos. Nos acompañaba un grupo de amigos, cuyos nombres figuran al pie del acta que se publica a continuación.

Nunca olvidaremos, los que la presenciamos, la exhumación de la momia del Monarca y de su madre, la Reina Doña María, a la luz de los cirios, mientras los frailes terminaban sus oraciones en el coro. Uníase, en mi, a la emoción religiosa y patética de la extraña pesquisa, la ansiedad de ver confirmadas por la Naturaleza, exacta aun más allá de la muerte, las conjeturas que en aquel tiempo, ya lejano, hice sobre la morfología de Dion Enrique; conjeturas que sirvieron de base a mi argumentación sobre aspectos vivos y trascendentes de su reinado.

Lo que resultó del solemne cotejo entre la Historia y la muerte, entre lo imaginado y la verdad, está consignado en el informe que don Manuel Gómez Moreno y yo presentamos a la Academia y cuya trascripción es ahora Prólogo de la nueva edición de aquel librito, por tantas razones dilecto entre los numerosos hijos de mi pluma.

Dice el informe así:

Noticiosa esta Real Academia, por conducto de la Comisión de Monumentos de Cáceres, de que la sepultura del rey Enrique IV de Castilla, en el monasterio de Guadalupe, no se conservaba con el honor debido, acordó que una comisión de su seno, constituida por los abajo firmantes, procediese a su reconocimiento, dando cuenta a la misma de la información obtenida.

En consecuencia, previa autorización de las autoridades eclesiásticas, Arzobispo de Toledo y Provincial de la Orden franciscana, y con la intervención eficacísima y por todos conceptos acogedora, del susodicho P. Provincial y de la comunidad usufructuaria del monasterio, se procedió al reconocimiento de dicho sepulcro, en la noche del 19 de octubre último, cuyo resultado, con las ilustraciones oportunas, exponemos a la consideración de la Academia.

Era notorio que Enrique IV, en las disposiciones verbales con que, al parecer, cerró sus cuentas en este mundo, dispuso que fuera sepultado su cuerpo debajo del de su madre la reina doña María, primera esposa de Juan II, en el monasterio de Guadalupe, del que ella fue devota y también favorecido por el rey su hijo.

Dentro de las divergencias con que se refieren los últimos días de este desdichado monarca, parece inferirse que, ya herido de muerte, le acometió el ansia de volver a su amada soledad campesina, yéndose a El Pardo a caballo; pero hubo de regresar a Madrid antes lograrlo. Echóse en el lecho, vestido como estaba, y murió en la madrugada del día 12 de diciembre de1474. Por de pronto, sin ceremonia alguna, a hombros gentes alquiladas, puesto su cuerpo sobre unas tablas viejas, y sin embalsamar, ya que la extremada consunción a que había llegado no lo exigía, se le llevó monasterio de San Jerónimo del Paso. Después, en fecha no conocida, fue trasladado a Guadalupe, donde se le hizo monumento funerario a expensas del Gran Cardenal Mendoza. Lo demás, hasta un traslado en1618, solamente por indicios alcanzamos a saberlo.

La iglesia de Guadalupe es edificio del siglo XIV, con cabecera poligonal y ocupado solamente su paño en medio por el retablo. Pero éste se renovó en dicho año, tal como aún subsiste, abarcando los dos paños laterales de la capilla, y entonces quedaron ocultos sendos arcos, como nichos, dispuestos en ellos. So lo pudimos reconocer uno en bajo, en el lado del Evangelio, de poco fondo y con molduraje gótico; mas es presumible que encima haya otro, invisible ahora a causa del retablo, donde pudo estar el sepulcro del susodicho rey, así como el de su madre consta que estuvo en el lado contrario.

Ello explica que también en 1618 se organizasen nuevos arcos en los muros contiguos, hechos de mármoles a gusto clásico y con elegantes epitafios latinos, que atestiguan, para el rey, una alusión al anterior sepulcro «monumento de antigua y menos conveniente estructura»; y en el de la reina, que, «casi deshecho con el tiempo su antiguo sepulcro, había sido trasladado a lugar más apto». Añádase a ello lo dicho por Flórez, de que este antiguo sepulcro era una caja de madera forrada con planchas de bronce y letras que decían: «Aquí está la reina de Castilla doña María». Pero estos nuevos nichos, con toda su ponderada magnificencia, no tenían capacidad para albergar los cuerpos momificados de ambos reyes; quizá se intentó remediarlo separando las piernas al de la reina, tal como ha aparecido ahora; mas, en resolución, se colocaron allí simplemente sus imágenes arrodilladas, de madera, fingiendo ser bronce dorado.

No se tenía noticia clara, al parecer, hasta estos últimos tiempos del sitio donde yacían los reyes; pero una circunstancia fortuita obligó a que alguien se descolgase con una maroma por detrás del retablo hasta abajo, donde pudieron reconocerse los ataúdes. Ahora ello se logra fácilmente levantando un tablero del banco del retablo, y así pudimos llegar al escondrijo, más que cripta, excavado rudamente en el grueso muro, con aspecto de cueva. Su amplitud, poco más de dos metros por uno, enlucido y blanqueado, con señales al costado derecho de haberse abierto allí una brecha posteriormente y luego tapiada de nuevo: dicen que aquello fue paso antiguo para el camarín de Nuestra Señora. Su acceso natural es por el arco susodicho, que levanta del suelo apenas medio metro. Allí dentro se mantienen los dos ataúdes, cajas de pino sin hechura apropiada ni forro ni pintura, y cuyas tapas están hasta desclavadas ahora.

Sobre el suelo quedó la caja del rey; encima, la de la reina. El largo de ella excede poco de 1, 20 m; y dentro está la momia, no mal conservada, pero falta de las piernas desde la rótula, desnuda y envuelta en sábana con bordados de tipo popular a ambos extremos, como los paños de ofrenda castellanos, y datará de la fecha del traslado, que consta allí mismo relatado en un pequeño pergamino.

Otro semejante contiene la caja del rey, principal objetivo de nuestra investigación. La momia no presenta más avería que haberse desprendido su cabeza, más alguna de las vértebras cervicales. Yace sobre un paño de brocado, que luego analizaremos, y debajo hubo de añadirse, cuando la traslación, una sábana lisa; ambas telas cubrían la momia, y a donde no alzaban, sobre las piernas, se extendieron dos pedazos rectangulares del brocado mismo.

De ropas quedan solamente las mangas de la túnica, que era de terciopelo morado liso, y fragmentos casi deshechos de lienzo basto, residuos de la camisa u o:ras prendas interiores. Bien conservadas, unas poas de cuero recio, que llegan por delante hasta encima de las rodillas y por detrás hasta las corvas, y de color oscuro y completamente lisas, al parecer. Nótese que las crónicas hacen constar cómo el pobre se echó en la cama a medio vestir, con miserable túnica y calzados unos borceguíes moriscos, que le dejaban los muslos al aire. Aun consta que así los llevaba de continuo sobre los zapatos. Éstos faltan, y todo inclina a creer que se dejó el cadáver sin ceremonia de de lavado ni mortaja ni accesorio alguno: caso tan miserable de incuria quizá nunca se haya visto.

El paño de brocado a que antes se aludió, no va puesto como capa, sino extendido, y es a un lado donde se le aprecia una escotadura muy abierta, como para el cuello; mas de la forma y tamaño no pudimos hacernos cargo; sólo que carece de forro y de guarnición. Es pieza de gran estilo; terciopelo verde aceitunado, destacando sobre fondo raso un ramaje ondulado con florones, ya provistos de núcleo central tejido con oro, ya enteramente de esta misma labor en oropel u oro de Chipre, dispuesto con espolines y circunscrito, por consiguiente, a sus campos exclusivos. En conjunto resulta una composición perfectamente equilibrada y bellísima, a golpes de florones en posición alternada y brotando de troncos nudosos con algo de hojas, y cuyo vellutado opulento resalta sobre el campo raso y más débil de entonación, aunque también verde: un sentido semioriental semigótico presidió en esta magnífica obra. El ancho de la tela alcanza a 62 centímetros, sin las orillas, que llevan dos fajas de colores blanco y rubio en labor de sarga. Es probable que esta prenda fuese ya vieja cuando se la empleó aquí, pues aparecen otras de arte análogo en pinturas italianas de la primera mitad del siglo XV, así como es notorio que hacia el 1470 eran ya lo corriente otros brocados a base de flores de cardo y con grandes desarrollos. Telas de este mismo estilo, aunque sin oro, se adjudican a los talleres venecianos, y de ellos saldría el ejemplar nuestro.

Si fue capa, como parece verosímil, pudo servirle de atadero una cinta, que apareció suelta por encima de la cabeza. Su largo, cerca de un metro; ancho, 13 milímetros; su labor, exactamente como las cintas de los sellos en diplomas castellanos del siglo XIV. Va tejida a mano, formando cadenetas falsas, con hilos torcidos de lino, pardos, rojos, blancos, amarillos y azules, rematando por un extremo en borla hecha con los mismos hilos, a partir de un nudo en que se entrelazan cordoncillos verdes y rojos. Al parecer, esta cinta iba prendida por su mitad en dos cabos de a 80 centímetros, incluyendo la borla.

Y ahora, unas palabras sobre el cuerpo de los reyes. El de doña María es la momia de una mujer de talla media, sin nada que anotar. Aquella pobre señora, muerta joven, agobiada de sinsabores y con sospechas de haber sido envenenada, es hoy una carroña como las demás, amputadas las piernas para acomodarla a féretro reducido.

La momia de su hijo está, como antes se ha dicho, bastante bien conservada. La desecación de los tejidos blandos ha borrado los caracteres propiamente vitales del rostro y del cuerpo, dependientes de la frescura de los tegumentos; pero las proporciones y el aspecto general del organismo se pueden observar tales como en vida fueron. Una momia es un es un esqueleto que se mantiene armado por el forro de la piel apergaminada y permite estudiarle en su conjunto.

Lo primero que destaca en la momia de Enrique IV es su corpulencia. El féretro es mucho más largo que la reina madre y no se pudo extraer de su tumba por el estrecho ventanal abierto en el retablo. Fue preciso examinarlo entrando nosotros, como pudimos, en interior de la cripta. A esto se debe la imperfección del retrato de conjunto, que, a pesar de la habilidad del señor Calparsoro, no se pudo lograr más que en una proyección forzada y con mala luz.

La cabeza, espontáneamente desprendida del tronco, como es frecuente en los cuerpos momificados, se sacó a la iglesia y, colocada en el altar mayor, sobre uno de los trozos de paño que envolvían el cadáver, pudo ser fotografiada con más holgura y perfección.

La talla actual de la momia es de 1, 70 metros. Se calcula que la momificación completa disminuye la talla del vivo en 12 a 15 centímetros, al desecarse los discos intervertebrales y el resto de los tejidos. Si a ello se une en nuestro rey el desprendimiento de alguna de las vértebras cervicales que ligaban la calavera a los hombros, puede, sin temor a errar, calcularse en más de 1, 80 metros la talla que don Enrique tuviera en vida.

La cabeza y el tronco son muy recios: la anchura del diámetro superior del vasto pecho alcanza a 50 centímetros, igual que la de cualquier varón robusto vivo, y la anchura de las caderas era aproximadamente igual a la del tórax. En la fotografía de la momia se aprecia bien este detalle, que se acentúa y corrobora por la exagerada convergencia de los muslos, más parecida a la disposición de la mujer que a la del varón, en el que, por ser la pelvis menos ancha, las líneas de los muslos descienden casi paralelamente.

Las piernas son notoriamente largas, en proporción a la altura del tronco, según puede comprobarse en la fotografía, aun con el descuento a que obliga la forzada proyección con que fue tomada. Ningún detalle puede anotarse respecto de los brazos, cruzados para el descanso eterno sobre la parte baja del pecho, ni respecto de las manos, con dedos que parecen recios y largos, en cuanto deja ver la destrucción del tiempo, así como en los pies. Lo que queda de éstos muestra una inclinación exagerada hacia afuera, en la posición llamada pie valgo.

El cráneo es de notable robustez por su masa total, redondeada, y por todos los detalles de su arquitectura ósea. La frente es alta y dilatada, robusto el inicio del occipital y cada uno de los relieves del cráneo, que aparecen muy bien definidos en las diversas fotografías, sobre todo en la de la base craneal.

Robusta es también la mandíbula inferior, muy bien conservada, con todos sus dientes, así como los la superior, intactos y de fuerte contextura, aunque mala implantación. En la fotografía lateral se observa la recia masa que forman el macizo de esta mandíbula inferior y el resto de la osamenta facial, comparándola con la masa del cráneo. De muelas faltan mas, comprobando que padeció de ellas, como atestiguan sus biógrafos.

Los huesos de la nariz aparecen intactos. Los ojos, cerrados y muy separados, como corresponde a la amplitud de desarrollo de los senos frontales, y la boca es grande, mostrando todavía el prognatismo inferior le imponía la enérgica mandíbula: y esto es todo.

Anotemos ahora, con satisfacción de historiadores, el perfecto acuerdo entre estos datos directos y los que comunicaron los cronistas y viajeros sobre la figura viva del último Trastámara. Prescindimos de los retratos plásticos, balbucientes y quizá inspirados, más que en la realidad, en el recuerdo, y trazados bajo la sugestión de la mitología egregia: tal, el más conocido, el del códice de Stuttgart, publicado en la relación del viaje de Jorge Ehingen, inserto en el libro de Fabié y después reproducido innumerables veces.

Mucho más valor tienen las descripciones literarias, y sobre todo la de la Crónica de Enríquez del Castillo y su variante de la biblioteca de El Escorial que publicó Rodríguez Villa. Enríquez del Castillo, contemporáneo del rey y su capellán y cronista, nos dejó una admirable silueta de su señor, de la que un ilustre compañero nuestro escribió, con razón, que partiendo de ella «podría hacerse un acabado estudio fisiológico, psicológico y hasta clínico de aquel monarca». Los datos que proporciona el otro gran cronista del reinado, Alonso de Palencia, no difieren en lo fundamental de los de Enríquez del Castillo, ni tampoco los detalles sueltos que, al pasar, apuntan los viajeros que visitaron la corte del Trastámara.

Todas estas relaciones destacan la «larga estatura», los «fuertes miembros», los ojos «algo espaciados», esto es, separados; «la cabeza grande y redonda», la «frente ancha», «las quijadas luengas y tendidas a la parte de ayuso», «los dientes espesos y traspellados», «los calcaños volteados afuera». Es decir, exactamente los mismos detalles que hemos podido recoger en el momificado cuerpo de don Enrique.

Así era, pues, el infeliz monarca. Como le habían pintado sus cronistas: alto, recio, desgarbado de cuerpo, de anchas caderas, de cabeza redonda, grande y prognática. Así le sorprendió la muerte, de cuya causa no queda rastro en el cadáver. El tiempo hizo desaparecer la súbita y atroz hinchazón que, según Enríquez del Castillo, precedió a su final; y nos ha transmitido el cuerpo, ya enjuto, vestido con las mismas ropas groseras y con las mismas polainas de cuero con que se tendió a morir en la cama miserable que usaba.

Y no debemos añadir más. Sobre este rey, clave de muchos hechos trascendentes de la historia de España, se han discutido aspectos íntimos de su existencia, cuando aún vivía y en los tiempos siguientes; y ahora todavía perdura la eterna polémica, movida por el afán de los historiadores de llegar hasta la fuente viva de sucesos cuyo secreto no se sabrá jamás.

Lo que queda del que fue rey de Castilla permite suponer cómo sería su figura. Lo que pasó en el corazón y en el cerebro que alentaron en ella, podemos, con acierto o con error, imaginarlo, pero nada más. La discusión queda para siempre abierta. La verdad de este gran drama quizá no la supo el mismo propio protagonista, a cuya cabeza, colocada, al cabo de los siglos, el altar mayor de Guadalupe, queríamos interrogar; parecía contestarnos con una mueca que era también una irónica interrogación.

M. GÓMEZ MORENO-G. MARAÑÓN

Madrid, 28 de marzo de 1947

Ir a la siguiente página

Report Page