Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo

Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo


IV PRIMERA BODA Y DIVORCIO

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IV


PRIMERA BODA Y DIVORCIO

A los dieciséis años empieza la vida detalladamente conocida del Monarca, con el trance de su matrimonio con Doña Blanca de Navarra. Adelantemos, para pisar desde ahora sobre seguro, que los hechos que podemos recoger de su biología nos permiten juzgarle, con seguridad, como un esquizoide con timidez sexual; diagnóstico que, como después veremos, encaja por completo en el que puede deducirse de su examen objetivo.

La Crónica de Juan IIdescribe al por menor la ceremonia nupcial, rematándola con la repetida frase de que la princesa quedó «tal cual nació, de que todos tuvieron gran enojo», que copian con variantes los demás cronistas. Uno de ellos, Mosén Diego de Valera, puntualiza que «El Rey y la Reina durmieron en una cama y la Reina quedó tan entera como venía, de que no pequeño enojo se recibió de todos».

Conviene tener en cuenta, para explicarse las intimidades de estas regias lunas de miel, el aparato indiscreto e inhibidor de que las rodeaba el protocolo palatino. Mosén Diego de Valera describe así la noche de Don Femando y Doña Isabel, los futuros Reyes Católicos: «El Príncipe y la Princesa consumaron su matrimonio. Y estaban a la puerta de la cámara ciertos testigos puestos delante, los cuales sacaron la sábana que en tales casos suelen mostrar, además de haber visto la cámara do se encerraron». Con tales precauciones era, en efecto, difícil que escapase a la investigación de la posteridad lo ocurrido entre los cónyuges; pero, por otra parte, debía hacerse particularmente enojosa la primera reunión nupcial, ya de suyo delicada. Luego veremos que Enrique IV omitió estos requisitos en su segundo matrimonio, escarmentado, sin duda, de su público fracaso en el primero. Suponiendo que fuera el primero, pues, según Palencia, ya «desde su niñez había manifestado señales de su impotencia.

Sea esto cierto o no, el hecho es que el matrimonio con Doña Blanca no llegó nunca a consumarse, y precisamente en las condiciones típicas de la timidez sexual, que condiciona imperfectamente, y ya para siempre en la mayoría de los casos, estos primeros reflejos eróticos. Así se desprende de la magistral descripción de Palencia cuando nos dice que «durante algún tiempo no despreció abiertamente a su esposa»; pero luego la huía, demostrándolo con sus «repentinas ausencias, la conversación a cada paso interrumpida, su adusto ceño y su afán por las excursiones a sitios retirados», frases que dibujan con exactitud la silueta del hombre obsesionado por la preocupación de su inferioridad sexual.

Es hoy incuestionable la no realización de esta primera coyunda después de conocer la sentencia de su nulidad de matrimonio, publicada por la Academia de la Historia, en la cual consta que, de los trece años que duró el enlace, los Reyes cohabitaron durante tres, sin lograr llevar a cabo la conjunción sexual, a pesar de que el príncipe «había dado obra con verdadero amor y voluntad, y con toda operación, a la cópula carnal», y a pesar de que en este tiempo se le procuraron todos los auxilios posibles, «así por devotas oraciones a nuestro Señor Dios hechas, como por otros remedios». Pero todo —lo divino y lo humano— falló. Entre estos remedios se contarían los que, según Zurita

[49] le enviaban desde Italia, metrópoli de la ciencia erótica, los embajadores que el Rey tenía allí.

En esta sentencia se alude concretamente a un punto de importancia, para Juzgar de si la impotencia del Rey fue completa o localizada sólo en determinadas relaciones sexuales, como es frecuente que les ocurra a los tímidos. Se habla, en efecto, en ella de que el príncipe tenía relaciones frecuentes con mujeres de Segovia, las cuales fueron visitadas por «una buena, honesta y honrada persona eclesiástica», que bajo juramento se informó sobre esta delicada cuestión, resultando que el regio amante «había habido en cada una de ellas conocimiento de hombre a mujer, así como cualquier otro hombre potente, y que tenía una verga viril firme y daba su débito y simiente viril como otro que creían y que creían que si el dicho señor príncipe no conocía a la dicha señora princesa, es que estaba hechizado o hecho otro mal, y que cada una le había visto y hallado varón potente, como otros potentes».

La última parte de esta declaración trasluce demasiado el fin político del documento, y quita casi todo su valor a la otra importante afirmación de que Don Enrique no logró su matrimonio con Doña Blanca, por lo que entonces se llamaba un «legamento» o hechizo, y hoy una impotencia psíquica, limitada a una determinada mujer; pero no por una falta total de aptitud.

No puede, pues, darse a este testimonio de las mujeres a través de un clérigo interesado, el valor decisivo a favor de la virilidad del Rey que pretende Sitges, para el cual queda con esto destruida la leyenda de la impotencia. Pero tampoco estamos autorizados a desechar en absoluto, después de oído esto y teniendo en cuenta las condiciones del Monarca, la posibilidad de otras relaciones extraconyugales.

Con todas sus márgenes de error, es, sin embargo, más interesante esta declaración de las amantes públicas del Rey que los informes médicos que echa de menos Comenge, pues los doctores, en estos casos, no suelen servir tan fielmente a la verdad científica como a la conveniencia de su real clientela; aparte de que, en último término, el médico más experto puede en tales ocasiones certificar la normalidad o anormalidad anatómicas; pero no la capacidad funcional, que es independiente de aquélla, y que es lo que en estos casos interesa. Por tanto, no nos merece mayor confianza que las alusiones copiadas de la sentencia el famoso y sospechosísimo informe del doctor Juan Fernández de Soria, al que dan tanta importancia los historiadores partidarios de la rehabilitación de Enrique IV. Según Colmenares, dicho médico de Juan II y después del príncipe, examinó a éste, declarando que «desde la hora en que nació estuvo a su servicio y rigió su salud, sin conocerle defecto alguno hasta los doce años, que perdió la fuerza por una ocasión; lo cual sabían el Obispo Barrientos, su maestro, y Pedro Fernández de Córdoba, su ayo, y nuestro Rui Díaz de Mendoza, y que de esta ocasión nació el impedimento o maleficio con la infanta Doña Blanca de Navarra. Pero que después recobró la aptitud perdida; y concluye afirmando «que Doña Juana era verdadera hija del Rey y de la Reina» (de la otra, la segunda). También aquí deja transparentar demasiado nuestro remoto colega el designio político y el deseo de ayudarle a toda costa, por la verdad rigurosa.

Hay que anotar, además, para ser exactos, que al lado de estos testimonios favorables a la virilidad del Rey, de las mujeres de Segovia, hay otros del mismo dudoso origen que no concuerdan con ellos. Por ejemplo, Hernando del Pulgar, después de referir el matrimonio infructuoso con Doña Blanca, añade; «ni menos se halló que hubiese (relación sexual) en todas sus edades pasadas con ninguna otra mujer, puesto que amó estrechamente a muchas, así dueñas como doncellas de diversas edades y estados, con quienes había secretos ayuntamientos; y las tuvo de continuo en casa, y estuvo con ellas solo en lugares apartados, y muchas veces las hacía dormir con él en su cama, las cuales confesaron que jamás pudo haber con ellas cópula carnal. Y de esta impotencia del Rey no solamente daban testimonio la Reina Doña Blanca, su mujer, que por tantos años estuvo con él casada, sino todas las otras mujeres con quienes tuvo estrecha comunicación, más aun los físicos y las mujeres y otras personas que desde niño tuvieron cargo de su crianza»

[55].

Tienen estos detalles, a pesar de la posición política de Pulgar, contraria a Enrique IV, tal aire de autenticidad, y concuerdan además de tal modo con los datos morfológicos que luego comentaremos, que el observador actual tiende forzosamente a darles un gran margen de crédito. Pero dejando a un lado el que tuviese o no relaciones extraconyugales, conjetura que, como vemos, no está probada, pero que no se puede rechazar en absoluto, lo indudable es que en los trece años de su unión con la primera Reina no se consumó el matrimonio.

Atestiguándolo así al final de la sentecia «dos dueñas honestas», «matronas casadas, expertas in operes nuptiale», que bajo juramento declararon, depues de catar a la Princesa, que «estaba virgen incorrupta como había nacido»

[56].

Así se volvió —entera, melancólica y hastiada— la triste princesa a sus tierras dulces de Navarra.

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