Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo

Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo


V LA SEGUNDA BODA

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V


LA SEGUNDA BODA

Nuestra conclusión de que la impotencia del Rey fue, probablemente, sólo relativa —hipótesis ya indicada por Comenge— y ligada con su psicología esquizoide, se confirma por el hecho, bien comprobado, de que la anulación del matrimonio con Doña Blanca se hizo pensando ya en una nueva unión conyugal. Por cínico y exhibicionista que fuera Don Enrique —y luego veremos hasta qué punto lo era—, no parece verosímil que se aprestara a esta segunda aventura sin tener un resto de confianza, más o menos fundada, en sus fuerzas. Y así, al dirigirse a sus prelados y caballeros, daba como razón de su segundo casamiento que «la generación del linaje humanal es preciso que vaya de gentes a gentes, y los nombres de los padres revivan en los hijos», y «por esto, añadió, como yo esté sin mujer, sería gran razón de casarme, así por el bien de la generación que me suceda en estos reinos, como porque mi real estado con mayor autoridad se represente».

Poco después se celebró, en efecto, su matrimonio con Doña Juana, hermana del Rey de Portugal, «de la que había oído ser muy señalada mujer en gracias y en hermosura». Parece, pues, que al lado de las razones políticas, que no son de nuestra competencia, había evidentes razones biológicas en la preparación del nuevo enlace, que tantos sucesos memorables había de engendrar para la historia de Castilla y del mundo.

No debía, sin embargo, tenerlas todas consigo el Rey —y ello confirma nuestro diagnóstico de timidez sexual—, pues en la primera entrevista con la hermosa prometida, que sólo contaba dieciséis años, contrastaba la algazara y el lujo del séquito real con la actitud de Don Enrique, que Palencia, al que —repitámoslo— el fino espíritu de observación salva de todos sus apasionamientos, describe así: «no era su aspecto de fiestas, ni en su frente brillaba tampoco la alegría, pues su corazón no sentía el menor estímulo de regocijo; por el contrario, el numeroso concurso y la muchedumbre, ansiosa de espectáculo, le impulsaba a buscar parajes escondidos; así que como a su pesar, y cual si fuese a servir de irrisión a los espectadores, cubrió su frente con un bonete y no quiso quitarse el capuz». Perspicaz pintura del tímido frente a los acontecimientos azarosos de una noche de bodas, sobre todo para quien, como él, tenía del lance tan escarmentada experiencia.

No se sabe exactamente lo que ocurrió en ella

[61], pues, al parecer, Don Enrique había tenido la precaución —ya citada, harto sospechosa y no comentada por los historiadores— de derogar para esta segunda luna de miel «la antigua y aprobada ley de los reyes de Castilla, la cual prescribe que, al consumarse el matrimonio, se encuentren en la real cámara un notario y testigos». Siendo la restauración de esta ley, precisamente, una de las peticiones suplicadas al Monarca en la reunión de nobles y prelados que, por iniciativa del marqués de Villena, se reunió años después en Alcalá de Henares [62].

Respecto a la vida conyugal ulterior del nuevo matrimonio, las noticias son particularmente embrolladas, pues la pasión política culminó al comentarla, ya que de su curso normal o anormal dependía el fallo del pleito de la legitimidad de Doña Juana la Beltraneja, que tan hondamente dividió a los españoles, propensos siempre a la bandería frenética, y, generalmente, por razones que en nada afectan a su progreso y a su bienestar.

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