Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo

Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo


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Que el Rey era impotente, quizá sólo de este modo parcial, como lo son los tímidos sexuales, no puede dudarse después de los datos anteriormente expuestos. Esta era, por lo demás, la creencia general en todo el reino. En los documentos de la época no se encuentra afirmación alguna en contra, ni aun entre los amigos del Rey, que, por lo menos, se callan discretamente. Los autores que lo ponen en duda, como Mariana, Sitges, etc., son siempre críticos alejados de la época de los sucesos. Tal vez entre sus contemporáneos «algunos querían suponer que había dejado alguna vez de serlo» (impotente)
[63]
, y es probable, como ya hemos dicho, y luego insistiremos, que no les faltase razón. Pero la opinión popular era unánimemente favorable al diagnóstico, como lo demuestran los chistes y los juicios acerbos que corrieron el día de la segunda boda.

Palencia, por ejemplo nos dice que «el Conde Gonzalo de Guzmán, que no conoció rival en su época en las bromas, chistes y agudezas, decía, burlándose de aquella vana celebración de las bodas, que había tres cosas que no se bajaría a coger si las viese arrojadas e la calle, a saber: la virilidad de Don Enrique, la pronunciación del Marqués y la gravedad del Arzobispo de Sevilla». Y añade que el Conde de Plasencia decía de Don Enrique que «no podía llamarse hombre, con justicia, puesto que nada de tal en él se encontraba, y había tenido la avilantez de hacer pasar por suya la prole ajena, siendo de todos reconocida su impotencia»

[65].

La misma injuriosa especie rezuma de las copla de los ingenios callejeros y también de las impresiones recogidas por los viajeros, como Münzer, de que luego hablaremos con mayor extensión: y Tetzel, uno de los acompañantes del barón de Rosmithal, que vio a la Corte en Olmedo, y recoge la creencia general de que «el Rey no la quiere (a la Reina). y no yace con ella, y hasta dicen que no puede haberse con ella como marido». Es difícil admitir que un hecho totalmente inexacto tuviera un estado de opinión tan unánime, porque así como la gente yerra con facilidad cuando se trata de juicios éticos, suele tener siempre un fondo de razón cuando sentencia sobre hechos concretos de esta categoría.

Los cronistas, como ya hemos dicho, admiten también la especie de la incapacidad regia: unos, con reiteración y encono, como Palencia; otros, con caritativa moderación, como Diego de Valera, que escribe:

«Todos los discretos hacían burla, conociendo ser tan vana la boda tercera como la primera y la segunda.» Se refiere, al hablar de la «tercera» boda, a las nuevas relaciones que hubo Don Enrique con su segunda mujer, Doña Juana, al morir en Navarra la primera, Doña Blanca.

También es categórico, aunque pulido, Pulgar: «La Reyna Doña Juana concibió, de lo cual todos los del reino tuvieron gran escándalo, porque, según la impotencia del Rey, conocida de muchas experiencias, etc.». «Lo cual sabido por algunos prelados y caballeros, y por algunos religiosos de buena intención, a quienes la potencia del Rey para engendrar era notoria, etc.». «En este segundo casamiento se manifestó su impotencia»

[71], etc.

Y aun el mismo Castillo, defensor sistemático del Rey, afirma que al nacer Doña Juana «fue gran sospecha en los corazones de las gentes sobre esta hija, pues muchos dudaron ser engendrada de sus lomos de Rey»
[72].

Mas quizá el argumento de mayor importancia en pro de la debilidad sexual del Rey nos le da la mansedumbre y perfecta indiferencia con que recibió y leyó la carta enviada por los Grandes, reunidos en Burgos, en la que le decían que «en gran perjuicio y ofensa de todos sus reinos y de los legítimos sucesores, sus hermanos, había hecho pasar por princesa heredera a Doña Juana, hija de la Reina Doña Juana, su mujer, sabiendo él muy bien que aquélla no era su hija». Los de «su Real Consejo, servidores y criados, como los otros que seguían su partido, fueron no solamente maravillados, más tristes y muy descontentos, viendo cuán turbiamente y con cuánta flojedad» se enteraba el pacífico marido de esta misiva injuriosa. Castillo, su cronista de cámara, lo califica de «desvergüenza y maldad» de los imputadores. Pero el hecho de esta increíble mansedumbre es insuperablemente elocuente, porque revela a un hombre no sólo moralmente abyecto, sino, además, falto de la autoridad subjetiva necesaria para enfadarse con razón. Otro tanto puede decirse, pero aun con mayor motivo, del pacto de Guisando, en el que el Rey suscribió su propia deshonra del modo más solemne al desposeer a su presunta hija del título de heredera. No sin malicia —y desde luego sin razón— pudieron utilizar sus enemigos este documento como «Un juramento ante Dios y ante los hombres de que aquella doncella no era hija suya, sino fruto de ilícitas relaciones de su adúltera esposa» (Palencia)

[74]. Sitges supone que el Rey «no se dio cuenta de lo que firmaba, o bien que esta cláusula deshonrosa se ha interpolado posteriormente en un documento cuyo original se desconoce»; pero nada abona esta gratuita afirmación. Lo cierto es que Don Enrique sentía la pesadumbre de su incapacidad, aunque probablemente parcial; y ello le impidió reaccionar dignamente contra lo que, por encima de todo, era denigrante para su persona y para los suyos.

Por audaces que fueran —y desde luego lo eran mucho sus enemigos, no se hubieran atrevido, finalmente, a llevar estas historias al mismo Papa, con expresión detallada de pormenores difíciles de inventar en su totalidad, de no haber existido un fondo de razón.

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