Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo

Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo


X FORMA Y ESPÍRITU

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FORMA Y ESPÍRITU

Hace sobremanera interesante este estudio morfológico de Enrique IV el que encaja, como dos trozos de un rompecabezas, con el diagnóstico psicológico y sexual que antes hemos comentado. Hoy, en efecto, sabemos que genio y figura están en la realidad tan estrechamente unidos como supone la observación empírica; y hay toda una rama floreciente de la Medicina que se ocupa en ajustar a normas científicas actuales estos postulados de origen vulgar, ya sistematizados por nuestro gran Huarte de San Juan y por los antiguos fisionomistas. Ahora bien: por lo que hace a la vida sexual, los hombres como Don Enrique, de tendencia eunucoide y gigantesca y de formas, por lo tanto, desmesuradas, son extremadamente propensos a padecer perturbaciones profundas del instinto, ya en sentido cuantitativo —es decir, los diversos grados de la impotencia—, ya en sentido cualitativo —esto es las distintas aberraciones que culminan en la homosexualidad—. En cuanto a la psicología esquizoide, los psiquiatras recientes, y particularmente Kretscnmer, anotan la frecuencia con que se combina precisamente con esta peculiar morfología eunucoide.

Débese la sexualidad vacilante de estos seres a motivos complejos. En primer lugar, a la misma perturbación orgánica que, precisamente, origina su trastorno del crecimiento, esto es, a una deficiencia de la secreción interna de las glándulas genitales que puede coincidir con un aspecto normal de dichos órganos; pero que casi siempre se acompaña de defectos ostensibles, anatómicos, de los mismos. En el caso de Don Enrique, los datos que poseemos sobre su morfología genital son contradictorios, pues mientras el informe de su médico, Fernández de Soria, y la declaración de las mujeres de Segovia que antes hemos citado atestiguan la normalidad, hay un indicio en contra, a saber: la afirmación del viajero Münzer [126] sobre defectos de estos órganos, que corresponden sencillamente a un hipospadias, como el que padeció otro monarca impotente, el Gran Duque Pedro, esposo de la extraordinaria mujer Catalina de Rusia. Münzer escribe categóricamente: «Su miembro era delgado en la raíz y grueso en la extremidad, por lo que no podía entrar en erección.»

Es tan frecuente este defecto en los eunucoides, y está tan bien descrito por el viajero, que nos resistimos a considerar, con la decisión con que lo hace Puyol, que la afirmación de Münzer fuera «un cuento de burdel, una de tantas fábulas e infamias de las que inventaron los partidarios de los Reyes Católicos». Una calumnia se hubiera reducido al cuento de la impotencia o a cualquier monstruosidad, si se quiere; pero no a una información objetiva, tan precisa, que no puede tener otro origen que la pura, aunque poco limpia, verdad. Téngase en cuenta, además de la verosimilitud biológica del hecho, que esta clase de secretos de las alcobas egregias no se adquieren precisamente, como antes decíamos, en los certificados.e los doctores ni en los documentos de la Gaceta
[128].

Pero aparte de los defectos orgánicos (que incluso pudieron no existir —si se empeñan los exigentes—, en que ello invalide, como antes hemos dicho, la deficiencia funcional de las glándulas)

[129], intervienen también en la génesis de la impotencia de estos tipos altos y deformes otros factores de orden puramente psicológico, del mayor interés.

El reflejo erótico está condicionado por una cantidad tan grande de factores nerviosos y humorales, que en la práctica son innumerables las causas que lo alteran, y que nos explican la enorme variedad y frecuencia de sus perturbaciones. De los más importantes de estos factores son los que engendran el complejo psiquicofísico de la inferioridad sexual, que en la práctica se manifiesta por las distintas variedades de la timidez.

La actividad sexual ha dejado de ser, para la mayor parte de los hombres civilizados, un acto meramente instintivo, convirtiéndose en una actividad más elevada, que tiene, entre otras cosas, mucho de juego estético, a cuya lid no puede concurrirse sin un mínimum de normalidad morfológica y sin un cierto grado de confianza en la propia aptitud, que, precisamente, se engendra, en gran parte, en ese sentimiento de la normalidad indiscutible, reconocida; pudiéramos decir, social. La deformidad física inhibe, pues, inmediatamente la libre acción amorosa. Sólo los hombres dotados de las modalidades del instinto, que por su proximidad al animal hemos llamado «cínicas», son capaces de superar, por la energía del apetito, la propia inferioridad orgánica. La mayoría de las veces ocurre lo contrario, es decir, que es el apetito el que está condicionado por los factores estéticos y psicológicos. El hombre displásico, alto y deforme está, por lo común, en esas circunstancias esencialmente desfavorables para la buena marcha de su reflejo.

Es curioso, por otra parte, observar que los hombres valoran la cuantía de sus impulsos físicos —por ejemplo, de su fuerza muscular, de su valor personal y también de su energía erótica—, no por cotejo con una pauta uniforme, sino en relación con la corpulencia anatómica de cada individuo. Por ello, una misma hazaña nos parece siempre mucho más meritoria en un individuo de talla exigua que en otro gigantesco. Y de aquí resulta la condición de injusta inferioridad relativa en que están siempre, en este orden de actividades, los hombres de talla muy eminente. Siempre se les exige más de lo que pueden dar; originándose así el complejo de inferioridad, que hace que los gigantes sean con tanta frecuencia tímidos socialmente, flojos para la lucha cósmica y también, de un modo especial, para la guerra amorosa. Hace poco he insistido mucho sobre la frecuencia con que en la práctica coincide la timidez sexual con las tallas muy elevadas; así como el prototipo físico del campeón del amor lo da aquel mozo que se libró de servir al rey por no alcanzar la talla reglamentaria.

A este factor, relativo, puramente psicológico, reflejado del ambiente, se agrega el intrínseco, ya citado, a saber: el sentimiento de inferioridad suscitado por las deformidades físicas, a cuya conciencia el reflejo erótico es in sensible. La deformidad decimos, y no la fealdad, que ésta sí es compatible, por paradójico que parezca, con el juego estético del amor, en el hombre; no en la mujer, porque en ella la fealdad es también deformidad.

Commines

[131] llama sencillamente «feo» a Don Enrique. Pero Castillo y Palencia son mucho más expresivos al describir la espantable anormalidad de su rostro que, cosa curiosa, el cronista amigo compara con una testa de león, y el enemigo, Palencia, con una cabeza de mono. Evidenciándose en este detalle cómo podemos encontrar siempre la verdad objetiva a través de la pasión de los historiadores. Lo que a uno parecía, lisonjeramente, un león, lo califica el otro, con desprecio, de simio. Lo que no cabe duda —podemos concluir nosotros— es que su cabeza tenía más de alimaña, que de hombre. Y esta apariencia monstruosa contribuiría, aquí como en tantos otros casos, a la génesis de su timidez sexual

[132].

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