Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo

Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo


XIII HOMOSEXUALIDAD

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XIII


HOMOSEXUALIDAD

Nos queda todavía por examinar un último punto: el referente a la supuesta homosexualidad de Enrique IV. Asunto grave por lo que pueda tener de vejatorio para la memoria de quien reposa hace siglos en el sepulcro, que debiera deshacer piadosamente, con la carne mortal, el recuerdo de todo lo que no fue limpio en la vida de los hombres. Sin embargo, es preciso tratarlo para completar nuestra historia.

Los comentaristas del Rey hacen alusión frecuente a sus «corrompidas costumbres», a sus «obscenidades», a los «deleites de su depravada vida». Dado su parco e incierto comercio con mujeres y su sobriedad en la mesa y en otros aspectos de la ostentación social, es evidente que tales alusiones se refieren a vicios de mayor cuantía, que aun los enemigos más procaces se resisten a nombrar. Algunos de los pasajes de las Coplas de Mingo Revulgo tocan este aspecto de la vida del Rey, según autoridad tan poco sospechosa como Menéndez Pelayo

[149]. Se refiere el gran maestro santanderino a la copla VII, que termina con los versos:

Ha dejado las ovejas

por folgar tras todo seto.

Copia una glosa anónima a esta copla y concluye que «todo ello son alusiones contra el vicio nefando de que se acusaba a Enrique IV». También Paz y Melia supone que dicha copla se refiere a «las abyectas torpezas» del Monarca. En cambio, justo es consignarlo, las glosas de Hernando del Pulgar y de Juan Martín de Barros no aluden para nada, al comentar estos mismos versos, al supuesto torcido instinto del Rey.

Aún más explícitos en este sentido son las famosas, divertidas y exageradamente denigradas Coplas del Provincial

[152], que tienen como motivo preferente la sodomía de la mayor parte de los personajes de la Corte. El viajero Tetzel alude también (o habla explícitamente, según las versiones) al vicio nefando del Monarca. Y el mismo Don Fernando el Católico, al recibir en Zaragoza la noticia de la muerte de Don Enrique, se refirió a «su vida, consagrada a la liviandad», y a «sus corrompidas costumbres y funesta perversidad»: no olvidemos la importancia de esta declaración, en labios de un rey. Aunque la terrible oración fúnebre la conocemos a través de la pasión de Palencia, es difícil negar la autenticidad, ya que el cronista estaba delante de Don Fernando y la recogió directamente, y, al hacerla pública, pudiera haber sido desmentido.

Según Pulgar, los Grandes, enemigos del Rey, le acusaron, entre otras cosas, de «hombre afeminado»

[155]. Pero las noticias más explícitas —sean o no exactas sobre la cuestión nos las da Palencia. Éste insinúa que Don Juan Pacheco, el ayo puesto por Don Álvaro de Luna al servicio de Don Enrique, en los años mozos de su adolescencia, tenía ya con éste relaciones inconfesables. Hábilmente eligieron la edad de la pubertad para las orientaciones futuras de los instintos, y años más tarde intentaron la misma corrupción, en las mismas circunstancias y por las mismas personas, en el Príncipe Don Alfonso, aunque, al parecer, con menos fortuna que con el predispuesto Don Enrique. He aquí cómo lo refiere el cronista:

«Los enemigos de toda virtud esperaban que la persistente influencia de ellos lograría pervertirla (la índole de Don Alfonso), o que tal vez, al llegar a la adolescencia, los impulsos de la pubertad, frecuente ocasión de cambio de costumbres, corrompieran las suyas hasta tal punto que pudiesen contar para lo futuro con un Rey semejante a ellos, ya envilecidos y esclavos de sus vicios y propensos a una familiaridad vergonzosa.». En mi libro citado

[157] he estudiado con detenimiento esta edad crítica de la pubertad masculina, insistiendo en la facilidad con que en ella, por razones orgánicas y psicológicas bien conocidas, se puede invertir el instinto sexual, aun en muchachos de apariencia y tendencia normales. Sólo los de virilidad muy recta —como, sin duda, lo era Don Alfonso— escapan a la sugestión ejercida en estas fases de fragilidad del instinto que, por lo visto, conocían bien los cortesanos sagaces y depravados de Enrique IV.

Más adelante, Palencia no omite detalles sobre esta infausta inclinación del Rey. Describe su debilidad por Gómez de Cáceres, joven pobre que se vio elevado al regio favor sin otros méritos que su «arrogante figura, su belleza y lo afable de su trato». La misma historia se repitió con Francisco Valdés, si bien éste rehuyó pronto las solicitudes del Monarca, escapando de la Corte y siendo perseguido y encerrado en una cárcel secreta, «adonde, posponiendo otros cuidados, iba a visitarle Don Enrique, para echarle en cara su dureza de corazón y su ingrata esquivez».

Lo mismo ocurrió con Miguel de Lucas, el futuro condestable, «joven muy observador de los preceptos religiosos que, desatendiendo a las causas de aquella inclinación y avergonzado del continuo afán que producía, huyó de la Corte y se refugió en el reino de Valencia», «adonde le siguieron algunos emisarios» que, «sin cesar, le aconsejaban que volviese a la Corte y no desdeñase la solicitud con que el Rey, por tan exquisita manera, buscaba su honra y su provecho»

[160].

Y el mismo Don Beltrán de la Cueva queda incurso, para algunos, en esta banda de favoritos sospechosos.

En otra ocasión, refiere el mismo historiador

[161] —influido, sin duda, por una lectura reciente de Boccacio—, que, cuando los criados de Pedro Arias intentaron apoderarse de la persona de Enrique IV, éste, que pernoctaba en la aldea de Mayalmadrid, avisado a tiempo, «huyó en camisa con los pies y piernas desnudos», mientras los soldados de su guardia iban cayendo en poder de las gentes de Arias. Entre ellos, capturaron a uno llamado Alonso de Herrera, a quién tomaron por el Monarca, «por hallarle casualmente en su cama»...

Frecuentemente encontramos en las crónicas la descripción de las reuniones que celebraba, en los bosques cercados que había preparado para su diversión, con hombres de mal vivir, donde, después de cazar y contemplar las fieras, se entregaba a «costumbres tan infames», que, «por respeto al pudor», no se pueden referir

[162]. Eran estos sitios los ya citados de Segovia y El Pardo, y, además, los pinares de la Adrada y los encinares de Ávila conocidos con el nombre de Gordillos. Como detalle de la extravagancia de estas orgías recordaremos que en Balsaín tenía de portero a un enano y a un «etíope tan terrible cuanto estúpido». Esta afición a lo exótico y monstruoso concuerda con los demás rasgos de su perversión.

Finalmente, está, sin duda, relacionada con su inclinación homosexual su famosa afición a los moros, de los que. como es sabido, tenía a su lado siempre una abundante guardia, con escándalo de su Reino y aun de toda la cristiandad. Es sabido que en esta fase de la decadencia de los árabes españoles la homosexualidad alcanzó tanta difusión, que llegó a convertirse en una relación casi habitual y compatible con las normales entre sexos distintos. Ya Palencia dice que «los moros de la guardia del Rey corrompían torpísimamente mancebos y doncellas»

[163]. Y Don Enrique no sólo adoptó los vestidos de esta gente y sus posturas y alimentos, sino también «otros hábitos funestos, propensos a vergonzosa ruina».

Esta afición del último Rey de Castilla a los moros es uno de los más curiosos rasgos de su espíritu. Se inició en la guerra de Granada, como es harto conocido. Don Enrique, frecuentemente, se reunía con los moros, sus amables enemigos, gustando de su conversación y de sus alimentos y compartiendo sus hábitos. El viajero Tetxel refiere que, cuando visitó al Rey, estaban él y la Reina sentados en el suelo, a la usanza morisca; y recoge la impresión de descontento del pueblo por estas costumbres. Cuando hizo adornar la Sala del Homenaje del Alcázar de Segovia con las estatuas de los Reyes de España, mandó labrar la suya en traje sarraceno. Gómez Manrique refirió al Rey Don Fernando el Católico

[165] que «la muerte sorprendió a Don Enrique estando cubierto con una miserable túnica y calzado con borceguíes moriscos»; no abandonó, pues, estos gustos hasta el fin de su vida. Son numerosísimas, y no encajan en este estudio, las noticias y versiones —aparte de lo relacionable con lo sexual— acerca de la tendencia morisca del Trastámara. Quizá la más curiosa es la de Adolfo de Castro, para el que esta tendencia del Rey fue un signo de tolerancia y avanzada amplitud de espíritu, dando lugar a la reacción y al odio de la nobleza, del clero y del pueblo, tiranizados por el fanatismo, y aquí, según él, estriba la verdadera razón de las campañas denigratorias de que este rey ha sido objeto. Claro está que no es posible compartir hoy este punto de vista, que nos presentaría al infeliz y depravado rey como un tipo de precursor esnobista, al estilo de algunos contemporáneos.

Estos son los datos que nos transmite la Historia.

Sería atrevido concluir de ellos terminantemente la homosexualidad del Monarca. En realidad, son pocos los casos en que puede dictaminarse sobre este delicado diagnóstico en el aspecto que importa a la moral, esto es, en la existencia o no existencia de las relaciones nefandas. El mismo Palencia dice cautelosamente, al referirse a este punto, «en cosas tan secretas no cabe más luz que la que suministran los indicios». Pero si al juicio ético e histórico lo que interesa es precisamente la práctica irregular, al biólogo le es mucho más importante saber si existió o no la predisposición intersexual. Ahora bien: hoy sabemos que los individuos dotados de la constitución hipogenital, que indudablemente poseía Don Enrique, pueden incluirse, por este solo hecho, en el vasto grupo de los varones intersexuales, orgánicamente propensos, por lo tanto, al ejercicio anormal del amor, aun cuando luego, por razones diversas, puedan no realizarlo. En el libro citado, La evolución de la sexualidad, he estudiado al por menor esta cuestión y he referido la frecuente coincidencia del esqueleto gigantesco y acromegaloide con la homosexualidad, relatando, como dato curioso, que gusto de repetir aquí, el sagaz diagnóstico hecho por Bernard Shaw de Oscar Wilde, en el que, mientras todos los médicos que le conocieron afirman la falta de signos físicos reveladores de su aberración sexual, el gran escritor inglés, con pupila empírica y aguda, encuentra los rasgos típicos de la acromegalia, y con sorprendente perspicacia relaciona con ellos la conocida malinclinación de su instinto.

Observemos, para completar nuestro juicio, que en todas las épocas de la Humanidad el número de los homosexuales es extraordinariamente grande, comprendiendo no sólo los públicamente reconocidos, ni siquiera los señalados como tales por esos meros «indicios» de que nos habla Palencia, sino muchísimos más que logran ocultar heroica y cuidadosamente su anormalidad. Recuérdese, finalmente, que Don Enrique vivió en los finales de la Edad Media, cuando alboreaba el Renacimiento; esto es, en uno de los trances de la Historia en que el amor nefando adquirió, no solo extraordinaria difusión, sino un tal carácter de normalidad, de compatibilidad con el amor auténtico, que le ha hecho ser comparado justamente con los años de Sócrates y Platón. Es la época en que, según la frase de Maquiavelo, un mismo hombre quitaba, cuando era adolescente, a las mujeres sus maridos, y después, en la madurez, a los maridos sus mujeres. En España, los datos que se pueden recoger sobre las modalidades anormales del instinto, en esta etapa, son sumamente escasos, tal vez por la censura que el fuerte espíritu religioso imponía a la publicidad de pecados tan vergonzosos; acaso también porque la plaga alcanzó, como yo creo, menos difusión e intensidad en nuestro país que en el resto de Europa. Sin embargo, los relatos contemporáneos se refieren, de vez en cuando, a escándalos de este género, sin contar con los libelos, tan explícitos en ocasiones como las Coplas del Provincial antes comentadas que reflejan, como todo libelo, un fondo, más o menos deformado, pero evidente, de realidad. El mismo poderío de Don Álvaro de Luna sobre Don Juan II ha sido señalado como sospechoso de tener una raíz sodomítica

[169]. Y una de las poesías del poeta madrileño Álvarez Gato acomete contra los jóvenes afeminados que en la Corte de Don Enrique se tocaban con cabelleras y camisas labradas, propias de mujeres: lo cual indica que la tendencia estaba bastante difundida.

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