Enigma

Enigma


Día cinco

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—Me temo que eso también lo señala como culpable —dijo Argus, con un suspiro—. Enigma siempre estaba un paso por delante de nosotros porque conocía con exactitud cada avance de la investigación, puesto que él mismo formaba parte de ella, pero hubo algo que no pudo prever… No contaba con resultar herido cuando atacó a Gambino. Tampoco se preparó para el reposo que lo sacó del caso por un par de días.

Farías asintió al comprender el razonamiento de Argus.

—Claro, al no estar en primera línea durante la investigación, no sabía que arrestaríamos a Pedroza, así que cuando trató de asesinar a Gambino mientras el enfermero estaba en custodia, él mismo le proporcionó la coartada.

La inspectora Burgos se sentó y suspiró. Al comisario le dio la sensación de un globo que se desinfla.

—Tal vez deberíamos escucharlo antes de arrestarlo —argumentó Luisa, reacia a reconocer que su compañero era un asesino—.

Es posible que exista otra explicación razonable para todo esto.

Del Bosque sacudió la cabeza y sacó su móvil del bolsillo.

—Quisiera que estuviera en lo cierto, inspectora, pero creo que esto la convencerá.

Luisa miró el teléfono en la mano de Argus y se preguntó qué prueba podría albergar. La embargaban sentimientos contradictorios. Por un lado quería detener a Enigma de una vez, pero se resistía a aceptar que Alfonso Guerrero fuera culpable.

—¿Tiene alguna evidencia que sea sostenible ante un juez?

—¿Recuerda que grabamos la declaración de la vecina de Julio Ayala?

—Sí, claro.

—Bien. Hoy escuché de nuevo la grabación. Guerrero entró en cuanto salió la señora Velázquez y fue entonces cuando discutimos acerca del anestésico que usaba Enigma. El subinspector mencionó el isoflurano antes de que nosotros le dijéramos el nombre exacto de la sustancia reportada por Toxicología. Solo habría una forma de que lo supiera: que él mismo fuera Enigma.

◆◆◆

Farías regresó a su despacho para informar a los mandos acerca de los avances de la investigación. Si bien hubiera querido poder decirles que el asesino se encontraba en custodia, al menos la noticia de su identificación aliviaría un poco la presión que ejercían sobre él.

Argus y Luisa quedaron a cargo de descubrir el paradero de Guerrero. El comisario esperaba que el ego del subinspector jugara en su contra y no le permitiera sospechar que ya estaban sobre su pista.

—¿Cómo lo encontraremos? —preguntó Luisa, todavía desconcertada por el descubrimiento.

—Encárguese usted de averiguar si posee alguna otra propiedad, o si existe un contrato de alquiler a su nombre. Podría encontrarse en la propia Calahorra, o en sus alrededores. Yo me ocuparé de los registros de propiedades familiares. Tal vez se encuentre en algún inmueble heredado. Después de todo, su familia tiene un peso importante en el ánimo del subinspector.

—¿Ha pensado que puede haber alquilado sin contrato, o que tal vez participa en una «okupación» para no dejar rastros de su paradero?

—Ambas situaciones nos dificultarían encontrarlo, pero tome en cuenta que también lo pondrían al margen de la ley, con lo cual se arriesgaría a quedar expuesto. Sería muy difícil para un subinspector de la Policía explicar cualquiera de esos casos. No, yo creo que se mantiene dentro de la legalidad, aunque estoy seguro de que no nos lo habrá puesto fácil.

Luisa suspiró, abrió su ordenador y comenzó su tediosa tarea. Por su parte, Argus usó su propio portátil para escudriñar en los documentos de propiedad de Tomás Arriola y sus descendientes.

Al cabo de una hora, la inspectora concluyó que Alfonso no era dueño ni arrendatario de ninguna propiedad en La Rioja. El comisario continuaba inmerso en su propia indagación. Por su investigación anterior ya sabía que Tomás tuvo tres hijos: dos hombres y una mujer, quien era la madre de Guerrero. Por fortuna, el subinspector no tenía hermanos, así que Argus debía rebuscar los registros de propiedad durante los años de vida de Tomás, sus hijos y sus nietos. Después de terminar su propia tarea, la inspectora se involucró también en la indagación histórica.

Transcurrieron dos horas más hasta que confirmaron que la única propiedad que alguna vez perteneció a los descendientes de Severiano era una pequeña casa rodeada de viñedos. Después de las desgracias que asolaron a la familia, los Arriola vendieron los terrenos ya inutilizados para la cosecha de la uva, que con los años se convirtieron en un barrio residencial. Sin embargo, la casa permaneció en pie hasta la actualidad y nunca cambió de dueño. Estaba registrada a nombre de uno de los primos de Guerrero.

—¡Lo tenemos! —exclamó Luisa, triunfal.

—Portal de la Plaza número 56 —leyó el comisario—. ¿Conoce el barrio?

Burgos asintió.

—Está al sur de Calahorra. Casi al límite de la ciudad.

—Muy bien, entonces vamos.

Antes de salir del despacho, Luisa utilizó el interfono para pedirle a Eloísa que le notificara a Farías que ya tenían lo que buscaban, así que cuando llegaron al pasillo se encontraron al comisario y su bigote esperándolos. En pocas palabras, la inspectora le informó acerca de sus conclusiones.

—Conozco el barrio. Le ordenaré a Quintana que los acompañe con todos los hombres disponibles. Dejaremos a uno de los novatos en recepción.

—¿De cuántos efectivos disponemos?

—Tengo seis hombres ocupados en la protección de las víctimas potenciales, además de los detectives que todavía trabajan en el caso Altuve, así que solo pueden acompañarlos cuatro agentes en dos patrullas.

—Tendrá que ser suficiente. Espero que contemos con el factor sorpresa.

—¿En verdad cree que Guerrero no sospecha que ha sido descubierto?

—Su herida resultó providencial para nosotros —opinó Argus—, pues lo forzó a alejarse de la investigación. Además, confío en que su megalomanía mantenga su guardia baja.

—¿De qué está hablando?

—El subinspector escribió los acertijos para burlarse de nosotros, pero no creyó que llegaríamos a comprenderlos. Y sin la información encriptada en ellos nunca hubiéramos llegado hasta aquí.

—Pero sabe que usted descifró el último, o Gambino Zamora también estaría muerto.

—Si no me equivoco, Guerrero se cree mucho más listo que todos los que le rodean, así que habrá atribuido nuestro éxito a la suerte, o algún factor externo.

—¿Y si usted se equivoca?

—En ese caso no lo encontraremos en esa casa, ni en ninguna de Calahorra, pues habrá interpuesto la mayor distancia posible entre él y nosotros.

—Muy bien. Entonces vayan y traigan a ese malnacido —Argus y Luisa se encaminaron a la escalera, pero la llamada de Farías les hizo detenerse y girar la cabeza—. Solo quiero desearles buena suerte.

La inspectora enarcó las cejas y Argus asintió. Ambos continuaron su camino en dirección al Seat. Para cuando llegaron al coche, los agentes asignados a la misión ya los esperaban. Emplearon sirenas y luces para sortear los atascos de esa hora, pero los apagaron a una distancia prudencial del barrio. En silencio llegaron a pocos metros de la dirección señalada.

Los policías se apearon de los vehículos y se desplegaron para rodear la casa. La calle era tan estrecha que apenas había espacio para un coche a la vez. La casa de Guerrero era una construcción de dos pisos casi en ruinas, con otra vivienda a un lado y un terreno baldío del otro. Un alto muro plagado de grafitis impedía el acceso al descampado.

Argus distribuyó a los hombres mediante gestos. La casa solo tenía acceso por el frente, pues la parte trasera carecía de puertas o ventanas.

Después de estudiar el área, el comisario se percató de que en el segundo piso había un enorme agujero en la pared que daba al terreno baldío. Argus le ordenó a uno de los agentes que vigilara lo que parecía un butrón, y se encaminó hacia la puerta. A su lado, Luisa se mantenía alerta con su arma reglamentaria en la mano. Él la imitó y sacó la suya antes de que Quintana golpeara la puerta con fuerza.

Después de algunos segundos escucharon pasos y el portalón se entreabrió. Alfonso se asomó sin atisbo de preocupación. Como Argus supuso, estaba muy lejos de imaginar que lo habían descubierto. Sin embargo, en cuanto vio las expresiones de sus superiores y de Quintana, además de vislumbrar las armas en las manos y las posturas previstas para una incursión, la comprensión lo alcanzó en un instante. Con un movimiento brusco cerró la puerta y la atrancó con una barra de seguridad.

Quintana ya estaba preparado, así que uno de sus hombres portaba un ariete. Lo emplearon a su orden, y al cabo de pocos segundos destrozaron la vieja madera apolillada que les impedía el paso. Pistola en mano, el primero que entró fue Argus, seguido por Luisa y el resto de los agentes. Se encontraron en un salón cubierto de polvo y restos de basura por los rincones. El mobiliario era un viejo sofá con algunos muelles a la vista, una pequeña mesa y una cafetera destartalada. Los inundó una vaharada de olor a sudor, basura en putrefacción y humedad, por lo que tuvieron que recurrir a la fuerza de voluntad para seguir adelante.

No había señales de Guerrero, pero en el silencio absoluto de la morada escucharon pasos en el piso de arriba. El comisario ubicó la escalera y corrió hacia allí. En el momento en que la alcanzó escuchó un disparo desde la planta superior. Se agachó y continuó subiendo. Luisa lo seguía de cerca. Argus tardó un par de segundos en orientarse. Sabía que la única vía de escape del subinspector era el agujero que vio desde afuera y hacia allí se dirigió. Esperaba que el agente que dejó vigilando pudiera darle la voz de alto y detenerlo. Entonces lo invadió una idea que lo preocupó. ¿Y si el disparo que escuchó no hubiera sido contra él, sino contra el uniformado que vigilaba la única vía de escape de Enigma? Aunque hubiera querido avisar a Quintana para que comprobara que el chico estaba bien, el asesino escaparía si perdía un solo segundo, así que solo tenía la opción de seguir adelante.

Del Bosque llegó hasta la habitación que vio desde la calle. Allí solo encontró un viejo colchón roto cubierto de polvo. No había señales de su presa. Con precaución, el comisario se acercó al agujero de la pared y comprendió la situación de un vistazo. Un disparo pasó silbando junto a su oreja, así que se vio forzado a tirarse al suelo. Miró hacia atrás y comprendió con angustia que la bala había alcanzado a Luisa. Quintana entró a la habitación en ese momento.

—¡Ocúpese de ella, oficial! Y envíe refuerzos a la calle. Uno de los agentes que vigilaba la periferia está herido. ¡Que manden un par de ambulancias!

El comisario se incorporó un poco. El chico que vigilaba ese lado de la casa yacía en el suelo, tendido sobre un charco de sangre. Guerrero corría por el terreno baldío en dirección a la calle de atrás, y en el suelo junto a la pared de la casa se podía ver una rústica escalera de madera.

Argus comprendió que había subestimado a su enemigo. El subinspector era lo bastante astuto para tener preparada una vía de escape. El comisario apuntó su arma en dirección al asesino. Sabía que podía acertarle aunque era un blanco en movimiento. Cuando ya lo tenía en la mira escuchó una campana y en la construcción de la calle de abajo comenzaron a aparecer pequeñas figuras. Era una escuela y los chavales salían de clase. Argus apartó el arma de inmediato. No podía arriesgarse a fallar y que una bala perdida alcanzara a un inocente. Solo le quedaba una alternativa. Se trataba de una caída de tres metros y podía terminar con una pierna fracturada, pero las circunstancias eran extremas. Y a él lo entrenaron para ese tipo de situaciones, así que al menos sabía cómo caer, aunque eso no le garantizaba que saliera bien librado. Enigma se alejaba a la carrera, por lo que no tenía tiempo que perder.

Argus fijó la vista en un punto del terreno que escogió para aterrizar, y después de guardar el arma en su funda saltó al vacío.

◆◆◆

En la fracción de segundo que Argus tardó en llegar al suelo se vio a sí mismo sobre la plataforma elevada de un granero, siendo niño.

El irén gritaba instrucciones:

—¡Fijen la vista en el punto donde van a caer, mantengan las piernas flexionadas, aterricen en la punta de los pies, inclinen los hombros hacia el frente y extiendan las manos. Al tocar el suelo impúlsense hacia adelante para dar una voltereta! ¡Deprisa!

Cuatro chicos terminaron con fracturas y esguinces. Quienes lo consiguieron tuvieron que practicarlo por horas. Cuando el comisario alcanzó el terreno, las puntas de sus pies tocaron el suelo y su cuerpo respondió en forma automática. El impacto fue muy fuerte, pero aterrizó ileso. Después de la voltereta se puso de pie y corrió, esforzándose al límite para alcanzar a Guerrero. El asesino le llevaba mucha ventaja, pero tropezó con una piedra y cayó al suelo, mientras Argus acortaba la distancia. El subinspector se incorporó de inmediato y continuó su huida. El comisario era más rápido, así que pronto estuvo a tiro de piedra del hombre al que perseguía.

Argus le dio la voz de alto y Alfonso comprendió que le pisaba los talones. El asesino se giró y disparó. Lo hizo sin apuntar, ni detenerse, así que falló. El comisario se tiró al suelo, y esos segundos le permitieron ganar tiempo a Guerrero. El terreno terminaba en un muro bajo, que el subinspector salvó con facilidad y que lo dejó en medio del patio de la escuela. Argus ya se había levantado para continuar la persecución.

Cundió el pánico cuando padres y maestros vieron la pistola en la mano del hombre que apareció en camiseta, con un vendaje en el brazo y ojos desorbitados. Los adultos trataron de interponerse entre el extraño y los niños, pero había demasiados chavales desperdigados y confundidos. Alfonso alcanzó a una niña y la cogió en brazos para usarla como escudo, en medio de los gritos que se desataron a su alrededor. La pequeña chilló y pataleó, pero él la dejó inconsciente con un golpe y se giró para quedar frente al policía que lo perseguía.

Cuando el comisario saltó el muro se encontró con una escena de pesadilla. Los adultos consiguieron que los demás niños regresaran al interior de la escuela y con dificultad contenían a una mujer que gritaba llamando a su hija, en medio de una crisis de histeria. El pecho de Guerrero subía y bajaba como un fuelle, mientras mantenía a la niña frente a su cuerpo y le apuntaba a la cabeza. La chiquilla no se movía, y Argus temió que Enigma le hubiera causado algún daño grave.

—¡Suelte el arma! —gritó el subinspector en cuanto Del Bosque estuvo frente a él, al mismo tiempo que le apuntaba.

Lejos de obedecer, Argus extendió los brazos, apuntando a su vez a la cabeza del asesino. Quería intimidarlo, pero sabía que no podía disparar. Cualquier movimiento brusco de Alfonso dejaría a la niña en la trayectoria de la bala. Sin embargo, Argus se resistía a obedecer. Enigma era demasiado peligroso, y podía querer llevarse a la pequeña rehén como salvoconducto.

—Todo terminó, Guerrero. Esto ya no tiene sentido. Sabes que no podrás librarte. Aunque consiguieras salirte con la tuya y escapar, estás en busca y captura. Libera a la niña y entrégate.

—¡Qué suelte el arma, maldita sea! —gritó Alfonso, fuera de sí, mientras cambiaba la posición de la pistola para apuntar a la niña—. ¡Hágalo, o ella lo pagará!

El comisario extendió la palma izquierda, mientras bajaba con lentitud el arma que sostenía con la mano derecha. Una vez que depositó la pistola en el suelo, Argus alzó ambas palmas en gesto de rendición. Guerrero volvió a apuntarle, esta vez al pecho.

—¡Todo estaba saliendo bien, pero usted tuvo que entrometerse y echarlo a perder! —gritó Alfonso, enfurecido.

—Tarde o temprano hubieras cometido un error por el que te habrían atrapado.

—¡Yo no cometo errores!

—Revisé tu expediente. Eras un buen policía con una prometedora carrera. ¿Por qué hiciste todo esto?

Alfonso hizo una mueca de desprecio.

—Usted no es tan listo como cree. ¿No es evidente? Mis antepasados eran ricos, ¿comprende? Los más poderosos de Calahorra, y esos malnacidos se confabularon para asesinar a mi tatarabuelo, y obligaron a mi familia a exiliarse como mendigos.

—Quienes atentaron contra Severiano murieron hace mucho tiempo. Sus descendientes no eran responsables de lo que hicieron quienes los precedieron.

Guerrero se rio con sarcasmo.

—Claro, pero ellos sí pueden disfrutar de los bienes mal habidos de esos mismos antepasados. ¿No lo considera contradictorio, comisario? Dígame, si alguien le quita todo aquello a lo que tenía derecho, ¿no querría vengarse?

Argus tragó saliva al pensar en sí mismo, en su propia familia, en todo lo que le arrebataron, en lo mucho que odiaba a Paidónomo y a su irén.

—Nada de eso justifica el asesinato —respondió Del Bosque con la voz entrecortada.

—No suena usted muy convencido. Tal vez me comprende mejor de lo que le gustaría.

—Si llevas tanto tiempo pensando en vengarte, ¿por qué cometiste los crímenes ahora?

—Era el momento perfecto. Los verdaderos detectives de la comisaría estaban ocupados con la desaparición de la chica Altuve. Un caso que no podrán resolver —afirmó con sonrisa maliciosa—, así que la única que quedó para investigarme fue una inspectora mediocre y perezosa.

La sonrisa de Guerrero desencadenó un escalofrío en la espalda a Argus.

—Tú también eres responsable de la desaparición de esa chica, ¿no es así?

El subinspector respondió con tono indiferente:

—Necesitaba distraerlos.

—¿Dónde está?

—En el embalse del Perdiguero. Me aseguré de que nunca saliera a flote, así que jamás la encontrarán.

Del Bosque corroboró lo que ya sospechaba: Guerrero era incapaz de sentir empatía y carecía por completo de límites morales. Temió por la chiquilla.

—Esta niña no pertenece a la familia Ponce, ni a ninguna relacionada con el juicio a Severiano Leza. Suéltala y te dejaré ir.

—¿Me cree tan estúpido? Yo tengo el arma, así que controlo la situación. Me llevaré a la cría porque es mi salvoconducto. En cuanto a usted, no crea que lo dejaré atrás para que me siga pisando los talones, o para que cuente algo de lo que le confesé.

Mientras Enigma pronunciaba esas palabras extendió el brazo y sostuvo el arma con más fuerza. Apuntaba al corazón de Argus, y a esa distancia no podía fallar. El índice se desplazó hacia atrás con lentitud hasta que tocó el gatillo, entonces sonrió, antes de que la explosión y el olor a pólvora invadieran el patio de la escuela.

◆◆◆

Las cejas de Argus se dispararon hacia arriba por la sorpresa, después de que vio la cabeza del asesino estallar ante sus ojos. Los siguientes segundos transcurrieron en cámara lenta bajo el influjo de los gritos de los testigos, y el penetrante olor a pólvora.

Guerrero soltó a la niña cuando cayó, pero su propio cuerpo amortiguó el golpe que recibió la chiquilla. Del Bosque se precipitó a comprobar su estado, al mismo tiempo que uno de los maestros también se acercaba y le gritaba a alguien que llamara a una ambulancia. Quienes retenían a la madre la soltaron, y en un instante estuvo junto a su hija, con el rostro bañado en lágrimas de desesperación.

—¡Tina, mi pequeña!

Argus comprobó que el pulso de la niña era firme y se sintió optimista, aunque solo los médicos podrían decir si se recuperaría. El comisario apoyó su mano en el hombro de la madre para consolarla, y le dijo las únicas palabras que podía sin mentirle.

—La ambulancia viene en camino. Pronto recibirá la ayuda que necesita.

La madre de Tina apartó a su hija del cadáver de Enigma y la sostuvo en sus brazos en gesto protector. Solo entonces Argus desvió la mirada hacia el subinspector. Guerrero había caído sobre la terracota del patio, y su sangre oscurecía las baldosas. De la mitad de su cabeza solo quedaban restos de hueso, sangre y cerebro. Un final que el propio asesino nunca hubiera adivinado para sí mismo, en medio de su egocentrismo y megalomanía. Argus debía confesar que él tampoco lo esperaba. Cuando el subinspector le apuntó al corazón, creyó que todo había terminado.

—Quién podía suponer que Alfonso era el malnacido al que perseguíamos —sentenció una voz profunda y rasposa a espaldas de Del Bosque.

Argus levantó la mirada y pudo ver a Farías. Estaba pálido y había perdido su habitual actitud arrogante. Su ceño estaba fruncido y tenía la frente cubierta de sudor, a pesar del frío que hacía. Del Bosque comprobó que Ernesto mantenía el brazo derecho colgando, y que su mano sostenía su arma de reglamento. Un arma que olía a pólvora. Argus se puso de pie, miró el rostro desencajado de su colega y suspiró.

—Acaba de salvarme la vida. Gracias.

Farías enfocó la mirada en Argus, cerró los ojos y cogió aire. Tardó algunos segundos en recomponerse.

—En cuanto los envié a arrestar a Guerrero comprendí que quería acompañarlos, así que los seguí. Estaba cerca de aquí cuando Quintana me informó que el maldito hirió a uno de los agentes y a la inspectora Burgos. Eso me enfureció. No me malentienda, comisario. La inspectora es como un dolor de muelas en una fiesta patronal, pero está bajo mi responsabilidad y si alguien atenta contra cualquiera de mis efectivos, aunque sea Burgos, se me sube la sangre a la cabeza —Farías resopló para calmarse—. En fin, que Quintana me describió la situación, así que decidí llegar por este lado para cortarle la retirada al desgraciado. Cuando me acerqué a la escuela escuché los gritos y comprendí que se encontraba aquí. Entonces supe que los chavales estaban en peligro y eso me cabreó todavía más. Tengo nietos, ¿sabe? Entré con sigilo y escuché a este cabrón haciendo alarde de sus crímenes.

—Entonces usted sabe que él también fue responsable de la desaparición de la chica.

—Lo escuché, y le juro que nunca en mi vida me he sentido tan indignado. Los maestros me vieron llegar, por supuesto, pero levanté mi credencial para que comprendieran que era policía, y con señas les indiqué que guardaran silencio. Por suerte, Guerrero estaba tan concentrado en usted, que ni siquiera contempló la posibilidad de que no estuviera solo. Iba a darle la voz de alto, pero cuando vi que estaba a punto de dispararle, decidí ser más drástico.

—Y no sabe cómo se lo agradezco, comisario. Nos salvó la vida a esa niña y a mí.

—Espero que la chiquilla se ponga bien —dijo Ernesto, pensativo—. En cuanto a usted… Bien, aunque no es santo de mi devoción, supongo que hubiera tenido que darle muchas explicaciones a mi amigo Bejarano si le hacía perder a uno de «sus mejores hombres».

Argus sonrió al comprender que Farías no renunciaría bajo ninguna circunstancia a su pose de jefe duro.

—Lo importante es que evitó que Guerrero me disparara.

Los policías se interrumpieron al escuchar instrucciones y gritos. Un par de técnicos de urgencias médicas llegaron con una camilla y centraron su atención en Tina y su madre. Después de escuchar el relato de lo que ocurrió y prestar los primeros auxilios, se las llevaron al hospital. Cuando la ambulancia se alejó, ambos comisarios se relajaron.

—Supongo que tendré que dar explicaciones por esto —dijo Farías.

—Por supuesto que puede contar conmigo como testigo a su favor. ¿Tiene noticias de cómo se encuentra la inspectora Burgos?

—Según Quintana, una bala le rozó la cabeza —Argus frunció el ceño—. Lo último que supe fue que iba camino del hospital. En verdad espero que no sea grave.

Argus también lo esperaba. Los comisarios se aseguraron de que nadie se acercara al cadáver de Guerrero, y al cabo de algunos minutos, dos agentes acudieron a la llamada de Farías para levantar un perímetro de protección. Se abriría una investigación, pero considerando las circunstancias, Argus esperaba que su colega saliera bien librado.

Una vez que los agentes se ocuparon del lugar donde cayó Enigma, Farías y Del Bosque regresaron a la casa donde se había refugiado el subinspector. Allí los esperaba Quintana, quien a pesar de sus años de experiencia, no pudo ocultar su nerviosismo.

—¡En toda mi vida como oficial de policía nunca había visto algo como esto, señor! Y cuando pienso que era uno de los nuestros…

—Quintana, eres un viejo toro corrido en siete plazas. ¿Qué puede haberte sorprendido tanto?

—Acompáñenme, por favor.

Los comisarios siguieron al oficial hasta el sótano de la casa, donde alguna vez estuvo la bodega. En el centro había una mesa rústica de madera, sobre la que encontraron algunos objetos que reconocieron enseguida.

—Por supuesto que no hemos tocado nada —les advirtió Quintana—, y ya la Policía Científica viene en camino.

Argus vio un marco metálico con algunos engranajes, que estaba conectado a un ordenador. El sistema era alimentado por un carrete que contenía termoplástico. A un lado encontraron un collar de perro con una bola metálica sujeta en un extremo y un sistema de torniquete adaptado en el otro, junto al cual había una máscara con un pico de pájaro en el que alguien pegó dientes de plástico.

—La impresora 3 D casera con la que fabricó la llave que le dio acceso a la casa de los Ponce —explicó Del Bosque—, el garrote «portátil» con el que cometió los asesinatos, y la máscara que usó para ocultar su identidad y aterrorizar a sus víctimas.

Farías bufó.

—Cuando pienso que una persona tan lista empleó sus habilidades para asesinar inocentes por una injusticia que se cometió hace casi un siglo, me hierve la sangre.

—Esa era la excusa que se daba a sí mismo —opinó Del Bosque—, pero creo que solo se trataba de eso: una excusa.

—¿Qué otro motivo pudo tener?

—Estudié el expediente de Guerrero después de que descubrí que era tataranieto de Severiano Leza y por lo tanto nuestro principal sospechoso. Su madre comenzó a consumir drogas cuando tenía quince años, mucho antes de que el subinspector naciera. Su padre, también consumidor, los abandonó dos años después. Él y su madre vivieron en una comuna, donde él sufrió abusos. Cuando Alfonso tenía cinco años lo llevaron a un Centro de Acogida, poco después de que la madre muriera por sobredosis. Su vida recuperó cierto orden, pero creo que el mal ya estaba hecho.

—Si su infancia desgraciada fue la causa de que se convirtiera en un criminal, ¿por qué tenía esa obsesión con el juicio de Leza?

—Porque le permitía centrar su odio en un objetivo concreto. Durante toda su infancia escuchó que el origen de todas sus desgracias era la injusticia que sufrió su familia y que los derribó en la jerarquía social. Él lo creyó, o quiso creerlo, porque le proporcionaba un enemigo.

—Ese tipo estaba loco —opinó Quintana.

—No —discrepó Del Bosque—. Si bien tenía trastornos de personalidad, no se le podía considerar un enfermo mental. Lo que quiero decir es que Guerrero conocía la diferencia entre el bien y el mal, así que sabía muy bien lo que hacía, comprendía las consecuencias de sus actos y el dolor que causaba, pero había perdido cualquier barrera de  contención moral, si es que alguna vez la tuvo.

—Espere, ¿nos está diciendo que este tío pudo nacer así?

—No todas las personas que tienen experiencias traumáticas en su infancia terminan siendo asesinos. Y muchos psicópatas crecieron en ambientes ideales —Argus se encogió de hombros—. Supongo que en este caso ambos factores tienen importancia: la predisposición innata a la que se suma el trauma infantil. En cualquier caso, de no haber ocurrido el juicio a Severiano y la ruina familiar, estoy seguro de que Guerrero hubiera encontrado cualquier otra excusa para justificar el desahogo de sus impulsos criminales.

—Pues ya no será un problema.

—Gracias a usted —reconoció Del Bosque.

El móvil de Farías anunció la entrada de un mensaje. Él desbloqueó la pantalla y después de algunos toques, suspiró.

—Me avisan desde el hospital. La bala que alcanzó a la inspectora Burgos solo la rozó. Tiene una conmoción y la dejarán algunos días en observación, pero el pronóstico es bueno. Se recuperará sin consecuencias.

Los hombros de Argus se relajaron y sintió que le quitaban un peso de encima. Suspiró con alivio. Farías miraba el teléfono sin pestañear y con el ceño fruncido. Del Bosque comprendió que no podía desaprovechar el momento.

—Hay un asunto importante del que usted y yo tenemos que hablar, comisario.

◆◆◆

La tranquilidad tardó varios días en retornar a la comisaría de «San Celedonio». El caso de Enigma ocupó los titulares nacionales y locales por un par de semanas, hasta que el interés de los ciudadanos migró hacia otros asuntos más novedosos.

En la bodega de Guerrero encontraron una caja con documentos que contenían la exhaustiva investigación de cada una de las víctimas, así como las pruebas de que los Ponce estaban detrás de todas las desgracias que hundieron a Tomás Arriola y sus hijos. Era evidente que el nieto de Godofredo no soportaba la competencia en su pequeño feudo. La información se filtró a la prensa, y los hijos de Camila tuvieron dificultades para calmar la indignación del público. Lo consiguieron mediante generosas donaciones a las oenegés a las que pertenecía su madre.

Al día siguiente de la muerte del asesino comenzó la búsqueda de los restos de la chica Altuve en el Embalse del Perdiguero. Llevaron a cabo el procedimiento bajo la supervisión del inspector jefe Iriarte, quien al regresar de su baja se encontró con una situación inverosímil en la comisaría. El cuerpo apareció al tercer día envuelto en un sudario y con los pies atrapados en un cubo con cemento fraguado. De no ser por la confesión de Enigma, nunca la hubieran encontrado. En la autopsia descubrieron que tenía fracturado el cuello.

Con respecto a los hechos que ocurrieron en el patio de la escuela, la niña que Enigma retuvo como rehén se recuperó por completo al cabo de unos días. Ernesto tendría que enfrentar una investigación por la muerte del subinspector, pero Argus confiaba en que su testimonio y el de los maestros serían suficientes para conseguir su absolución. Aún así, el viejo comisario se sentía sobrepasado por lo que ocurrió. Por primera vez en toda su carrera se vio obligado a disparar contra alguien. Que además resultara uno de sus propios hombres lo descentró, así que decidió que solicitaría la jubilación anticipada.

Antes de que se marchara, el comisario Del Bosque convenció a Farías de que el mérito por desenmascarar a Enigma era de la inspectora Burgos, así que en lugar de recomendar su despido como siempre fue su intención, Ernesto la promocionó para una condecoración. Luisa la recibió en presencia de sus desconcertados compañeros, y de un orgulloso Daniel, quien regresó apenas a tiempo de Marañon para presenciar el reconocimiento a la labor de su madre. Argus estaba seguro de que a partir de ese momento, en «San Celedonio» verían a la inspectora Burgos con más respeto.

Una vez resuelto el caso de Enigma, el comisario Del Bosque se sintió en libertad de abrir el sobre que le envió Bejarano. En la soledad de la habitación de su hotel desenvolvió su pasado, mientras los fantasmas pululaban a su alrededor. Hubiera renunciado a cinco años de vida por contar con el consejo de Isabel en ese difícil momento, pero un conductor borracho lo privó de su compañía para siempre. Sin embargo, casi podía sentir la caricia de su difunta esposa consolándolo y animándolo a seguir adelante.

Argus sostuvo los viejos expedientes en la mano, y el olor a polvo y papel viejo inundó sus fosas nasales. Allí estaba toda la verdad. Esa que nunca le interesó, hasta que supo que tenía una familia que lo había llorado por años creyéndolo muerto, mientras él vagaba por el mundo convencido de que no le importaba a nadie. Y los nombres de los responsables del sufrimiento de su padre, de la muerte por tristeza de su madre y de su absurda soledad estaban en esos viejos papeles. ¿Tendría el valor de leerlos? Se vio a sí mismo en el patio de la escuela frente a Enigma y escuchó las palabras lapidarias del asesino: «… si alguien le quita todo aquello a lo que tenía derecho, ¿no querría vengarse?»

Argus tenía miedo. Miedo de sí mismo porque sí, sí querría vengarse. ¿Sería capaz de conservar el control de sus emociones cuando supiera quién lo separó de su familia para convertirlo en algo menos que humano, en una máquina de matar? Un escalofrío le recorrió la espalda, así que antes de abrir el legajo cerró los ojos y respiró profundo.

Desde niño lo entrenaron para controlar sus emociones en situaciones extremas, y fue capaz de contenerse cuando estuvo frente al hombre vivo al que más odiaba: Próspero Gómez. Su irén. ¿Podría mantener el control frente a los verdaderos responsables, o sería mejor quemar las copias que tenía en las manos y olvidar el asunto? Seguir con su vida adelante y dejar el pasado atrás. La tentación era fuerte.

Argus dejó el expediente sobre la mesa, se levantó y se alejó algunos pasos. Miró los papeles como si se hubieran transformado en una serpiente venenosa dispuesta a atacar. ¿Sentiría los mismos impulsos de venganza que convirtieron a Guerrero en un monstruo? No. Él no era un asesino. Estaba seguro de ello.

El comisario se acercó a los expedientes despacio y los cogió con manos temblorosas. Luego se sentó y comenzó a leer.

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