Enigma

Enigma


Día dos

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—Es cierto —reconoció la inspectora con renovado entusiasmo—, así sería más lógico. Aureliana y Camila pudieron participar, tal vez como testigos.

—¿Qué edad tenía la señora Ponce?

—Cuarenta y cinco años.

—Entonces, no es posible —sentenció Argus—. En 1978 hubiera cumplido cinco años. Ningún juez la habría llamado como testigo.

Luisa no disimuló su decepción. Le parecía una respuesta excelente a una situación que no tenía pies, ni cabeza.

—¿Qué es lo que usted cree? —le preguntó por fin al comisario, y comprendió con disgusto que se sentía cada vez más influenciada por sus opiniones. ¡Maldito Farías!

—Si le soy honesto, me siento tan desconcertado como usted. Esa sería la explicación más lógica, pero es evidente que es imposible, así que hay algo que se nos escapa.

—Tampoco concuerda con lo que sigue: «Si quieres encontrarlo, deberás buscar al que ejecuta.

El Imperator». Más que a un juez parece referirse a un verdugo, o un emperador.

—En los enigmas se usan metáforas y alegorías, de manera que las palabras no deben interpretarse en forma textual —explicó el comisario.

—¿A qué se refiere, entonces? ¿Usted lo sabe?

Argus negó con la cabeza y se sintió decepcionado de sí mismo, pues pensaba que debería ser capaz de descifrarlo.

—El que ejecuta, el que hace… Alguien que actúa… Lo lamento, no sabría qué decirle. Tampoco encuentro una respuesta para Imperator, a menos que se refiera a alguien que tiene autoridad.

—Los jueces tienen autoridad.

El comisario asintió, aunque no estaba del todo convencido. El sonido de una campana en el ordenador lo desconcentró. Luisa desbloqueó la pantalla de inmediato.

—El forense se dio prisa. Acaba de enviarme el informe de la autopsia de Camila Ponce.

◆◆◆

La inspectora leyó el documento con una expectación que compartió su nuevo jefe. Cualquier información podía ser el hilo por el cual se deshiciera el tejido.  Un tejido que sentían cada vez más tupido y complejo. Al llegar a la última línea, Luisa se desinfló.

—¿Qué ocurre? —preguntó Del Bosque.

—Los resultados de esta autopsia son iguales a los de Aureliana —anunció Burgos con decepción—. La estranguló hasta fracturarle la laringe y le rompió el cuello. En ese orden. Y la fuerza que empleó para conseguirlo fue enorme. Por otro lado, Camila tampoco tenía heridas defensivas. El forense envió las muestras que pudo extraer debajo de las uñas al laboratorio y debemos esperar los resultados, pero no es muy optimista al respecto.

—Supongo que también las cogieron en la primera víctima.

La inspectora asintió, mientras respondía.

—Y no encontraron nada. Este sujeto es un fantasma: asesina a sus víctimas en lugares llenos de gente, las mata de manera brutal sin que se defiendan, ni emitan un quejido... ¡Y no queda ningún rastro a su paso!

—Al menos nos dejó los acertijos.

—Yo diría que son un elemento de distracción en lugar de una pista —le refutó Luisa—. Seré honesta con usted: si yo continuara al frente de esta investigación, haría a un lado estas notas y continuaría con el trabajo policial duro y metódico. Estoy segura de que descubriríamos al asesino más rápido, que si seguimos el camino que nos traza el propio criminal.

Argus guardó silencio por algunos momentos para meditar acerca de las palabras de su colega. Siempre valoraba mucho la opinión de sus subalternos, pero intuía que en este  caso cometerían un error si seguían los impulsos de la inspectora. Él estaba seguro de que en esos acertijos había información vital, y que ignorarlos sería un desatino.

—Tal vez tenga razón —respondió por fin—. Sin embargo, reconocerá que un elemento importante del procedimiento es no ignorar ninguna evidencia, por absurda que parezca.

—Pero…

—Eso no significa que no comprenda su punto. Reconozco que estos mensajes son frustrantes, pero si estoy en lo cierto, nos encontramos frente a un megalómano que se regodea al desafiar a la Policía en su propio terreno. Es su punto débil y debemos aprovecharlo.

—¿Y si se tratara de una maniobra de distracción?

—Aun así, no podríamos ignorarla. Le propongo algo: estas notas son la razón por la que me enviaron aquí, de manera que es mi responsabilidad descifrarlas. Usted concéntrese en el trabajo procedimental y déjeme este engorroso asunto a mí.

—¿Lo involucraron en este caso por los acertijos? —preguntó Luisa con sorpresa, pues tenía la convicción de que Argus estaba allí para reemplazarla y demostrar su ineptitud. Por toda respuesta, el comisario asintió—. ¿Por qué? ¿Es experto en este tipo de cosas?

—Digamos que recibí cierto entrenamiento al respecto, así que se me da mejor que a la mayoría de las personas. Mi jefe lo descubrió a lo largo de los años —Luisa guardó un silencio culpable, lo cual alarmó a Argus—. ¿Qué ocurre?

—No sabía que la Policía contara con este tipo de peritos…

—Y no lo hace. Se trata de una circunstancia peculiar. Casi una coincidencia.

—Entonces, tal vez no debí…

—¿Qué? —preguntó el comisario, sin ocultar su preocupación.

Burgos le contó acerca de su llamada a León y cómo le prometió la exclusiva a cambio de su colaboración.

—Lo lamento. Me sentía perdida y sobrepasada. No sabía a quién pedirle ayuda.

Del Bosque comprendió enseguida el riesgo que corrían si la prensa llegaba a relacionar los dos crímenes, o lanzaba la noticia de la existencia de los acertijos. El pánico se apoderaría de la ciudad, y el asesino podía cobrar confianza al sentirse como una celebridad. La imprudencia de la inspectora les podía resultar muy costosa, pero ya no tenía remedio. Tampoco era cuestión de hacer leña del árbol caído.

—Debo reconocer que fue un error, pero comprendo su situación. Un asunto como este puede resultar desconcertante.

—No sabía a quién acudir —se excusó ella, con la voz entrecortada, pues se sentía como una idiota.

—Hizo bien en no informarle acerca del segundo enigma —la felicitó el comisario—. Eso hubiera despertado su interés. Ahora es importante mantener alejada a la prensa.

—Por mí no sabrán nada —prometió la inspectora.

—De acuerdo, entonces pongámonos manos a la obra. Yo continuaré estudiando estos enigmas. Estoy seguro de que se nos escapa algún dato importante, y que se encuentra en estas líneas.

—Yo buscaré si hubo algún juicio que involucrara a Aureliana y Camila. Tanto si la relación es directa, como si es indirecta.

—Buena idea.

Durante las dos horas siguientes, cada uno se concentró en su propia tarea, y pese a que compartieron la misma oficina, no intercambiaron ni una palabra. Argus leía, releía y tomaba notas. Luego volvía a leer. Por su ceño fruncido, Burgos comprendió que no hacía grandes avances. Después de asegurarse de que no existía el juicio que buscaba, la inspectora salió del despacho para estirar las piernas. Aprovechó que se encontraba sola para llamar a casa, y comprobar que todo estaba bien. Entonces recordó la llave 3 D. Una rápida búsqueda con el móvil le proporcionó varios números de contacto. Por suerte, no existían muchas compañías que proporcionaran ese servicio.

El comisario seguía enfrascado en su tarea y Luisa no quería interrumpir su concentración, así que llamó a las empresas desde su propio móvil. Las respuestas fueron negativas. Ninguno de ellos había fabricado una llave con esas características. Sus clientes eran grandes firmas, por lo que no recibían encargos de particulares, así que la inspectora confirmó sus temores: el asesino debió construir su propia impresora 3D para fabricar la llave.

Cuando se disponía a regresar al despacho, entró una llamada al móvil de Luisa.

—Alfonso, ¿averiguaste algo importante?

—¿Todavía estás en la comisaría? Pues sí que te preocupa este caso. ¿Qué quería Farías?

La inspectora le informó acerca de la incorporación de un comisario de la Brigada de Homicidios como jefe del equipo. Del otro lado de la línea se escuchó un silencio atronador que duró algunos segundos.

—Pues no sé cómo sentirme acerca de este fichaje —confesó Guerrero—. Nunca nos habíamos ocupado de una investigación tan importante, como para que se pidiera ayuda a Homicidios. Ni siquiera el caso Altuve llegó a tanto. ¿Qué opinas de nuestro nuevo jefe?

—Al principio me cabreé, pero debo reconocer que es respetuoso y parece accesible.

—¿Es listo?

—Supongo que sí. Dice que lo enviaron porque es experto en este tipo de asuntos. Me refiero a los acertijos.

—¡Genial! —exclamó Guerrero con entusiasmo.

—Pues no sé de qué te alegras. Yo detesto reconocer que necesitamos ayuda de alguien de afuera.

—No me entiendas mal —se corrigió Alfonso—. Me refiero a que es bueno tener ayuda experta en un asunto tan complicado.

—Espero que estés en lo cierto, pero no me llamaste para hablar de esto.

—No, tienes razón. Te llamé porque pensé que te interesaría saber que la novia de Cristóbal Soliz empeñó una colección de joyas valoradas en treinta mil euros hace dos semanas.

Luisa regresó a su despacho cuando concluyó su conversación con Alfonso. Encontró a Argus estirando los músculos como un gato. El comisario se detuvo en cuanto advirtió la presencia de su compañera.

—¿Hizo algún avance con las notas? —le preguntó la inspectora, al mismo tiempo que le señalaba los papeles que reposaban sobre la mesa, y que estaban llenos de garabatos.

—Me temo que no. Debo reconocer que este sujeto es muy listo, o yo estoy oxidado en estas tareas.

—¿Cuándo fue la última vez que resolvió un acertijo?

—Tendría doce años.

Burgos enarcó las cejas.

—¿Lo hacía por diversión?

—Me temo que no —confesó él—. Era parte de mi entre… de mi educación.

—¿Dónde cursó usted la EGB?

—Digamos que tuve una formación poco convencional.

—Supongo que fue a una de esas escuelas experimentales.

—Algo así.

—¿Al menos se ha formado una opinión?

—Todavía pienso que es importante descifrar los enigmas. También estoy de acuerdo con ustedes con respecto a que el asesino tiene planificados al menos siete homicidios, uno por cada pecado capital. Lo cual significa que hay cinco personas más que corren peligro de muerte.

—Nunca hubiera creído que este tipo de cosas podían ocurrir en la vida real.

—Algunas veces la realidad supera la ficción —sentenció Argus—. Y esto no es solo una frase hecha, sino la verdad. Esta situación se ha dado con anterioridad. Supongo que conoce el caso de Zodiac.

—Recuerdo que nos hablaron sobre ello en la Academia —reconoció Luisa—, pero le confieso que no le presté mucha atención. Nunca imaginé que pudiera encontrarme frente a una situación tan rocambolesca.

—Y sin embargo, Zodiac existió. También enviaba notas con enigmas y criptogramas a los periódicos para burlarse de la Policía. Sembró el pánico en California durante los años 1968 y 1969. Confesó treinta y siete asesinatos, aunque las autoridades solo pudieron comprobar siete víctimas.

Burgos sintió un escalofrío en la espalda. No se sentía preparada para enfrentarse a algo así. En especial porque recordó que

la Policía nunca pudo arrestar a Zodiac.

—¿Ha conseguido alguna idea acerca de los motivos del asesino para cometer estos crímenes? —preguntó la inspectora.

—Estoy seguro de que los asesinatos refuerzan su ego, y que en su mente existe algún tipo de motivación, pero no consigo deducir de qué se trata. También sospecho que la respuesta se encuentra en el encabezado del primer acertijo.

—Asumo que se refiere al fragmento que no conseguimos descifrar.

—Se esmeró en hacerlo más críptico que lo demás. Y es posible que utilizara una vía de razonamiento diferente para crearlo.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Verá, si detalla la construcción de las frases comprenderá que el encabezado tiene un enfoque diferente a todo lo demás. Aquí no hace referencia a ningún demonio, ni menciona los pecados capitales. Por la forma en que está redactado, yo diría que se trata de una exposición de motivos.

—Ahí nos dice por qué mata —dijo Luisa, mientras sentía que sus músculos se tensaban. Argus asintió.

—¿Podrá descifrarlo?

—Yo diría que es cuestión de dedicarle tiempo.

—Tiempo es lo que no tenemos —sentenció ella, sin disimular su ansiedad.

—¿Cree que no lo sé?

—Lo lamento. Sé que hace lo que puede, pero todo esto me parece absurdo.

—¿Usted averiguó algo? —le preguntó Argus.

Luisa le habló al comisario de los resultados de sus últimas indagaciones, así como de su conversación con Guerrero.

—Vamos por partes —sugirió él—. Así que podemos descartar la teoría del juicio, y seguimos sin saber qué relaciona a las víctimas. Por otro lado, todo indica que el asesino fabricó su propia impresora 3D para darle forma a la llave que usó en la casa de los Soliz. ¿Voy bien?

—Es así —confirmó la inspectora con un asentimiento.

—Y por otro lado tenemos el asunto de las joyas que Cristóbal Soliz le robó a su madre, porque ella se negó a seguir pagando sus deudas de juego.

—A mi juicio es el sospechoso más probable, o lo sería si pudiéramos explicar la relación entre Aureliana y Camila.

—Tal vez no existe un nexo entre las víctimas, sino entre sus allegados —sugirió Del Bosque.

Luisa levantó la mirada hacia Argus con expresión esperanzada, antes de hablar:

—Es interesante que lo diga, porque Alfonso sí encontró una conexión en el entorno de las víctimas, aunque es muy frágil.

—¿De qué se trata?

—Flavio Pedroza y Cristóbal Soliz estudiaron juntos en la ESO.

—¿Amigos?

Burgos encogió los hombros.

—Acabamos de descubrirlo. Todavía no sabemos si eran cercanos.

—Es un dato importante —confirmó el comisario—. Cristóbal se beneficia con la muerte de su madre, y su compañero estaba presente en la residencia la noche que asesinaron a Aureliana.

—¿Pero qué sentido tendría que Pedroza se involucrara en los asesinatos? ¿O por qué querría Soliz matar a Aureliana?

—¿Averiguaron si el enfermero se beneficia con la muerte de la anciana?

—¿En qué está pensando?

Argus cogió aire y se quedó en silencio por unos instantes, mientras ordenaba sus ideas.

—Digamos que ambos son amigos. A Cristóbal le estorba su madre porque lo separa del dinero que necesita para mantener su vicio. Por otro lado, tenemos a Pedroza relacionado con Aureliana. ¿Sabemos si el enfermero recibirá algún beneficio con la muerte de Díaz?

—Ya comprendo —dijo Luisa con tono triunfal—. Podrían haberse puesto de acuerdo para cometer ambos homicidios.

—Vale la pena investigarlo —reconoció Del Bosque—. Aunque solo sea para descartarlo. Convendría averiguar si Aureliana dejó algún legado al enfermero.

Burgos asintió, mientras tecleaba en el teléfono de su escritorio para llamar a Guerrero, y darle la orden de iniciar esa investigación.

◆◆◆

Argus se disponía a volver al estudio de los acertijos, cuando lo distrajo el aviso de la entrada de un mensaje en su móvil. Le pareció extraño, pues muy pocas personas tenían ese número, y pensó de inmediato que tal vez Bejarano quería comprobar su desempeño. Se llevó una sorpresa cuando leyó el nombre del médico de Marañón. Aunque estaba muy agradecido con el doctor Werner, en las últimas semanas casi lo había olvidado.

Se trataba de un mensaje corto y directo: «Hola, Argus. Necesito hablar contigo, ¿puedo llamarte?».

—¿Hay algún problema? —preguntó Luisa, cuando notó la tensión en los músculos del comisario.

—Nada —respondió él, mientras hacía un esfuerzo por disimular su desconcierto—. Un asunto personal. Discúlpeme un momento.

A pesar de la apariencia inocente de la nota de Christian, Argus comprendió de inmediato que su padre le encargó a Werner localizarlo. Ya esperaba que algo así ocurriera en cualquier momento. Aun así, el mensaje lo cogió desprevenido.

Ante la evidente curiosidad de la inspectora, Del Bosque balbució una excusa y salió del despacho. De inmediato respondió al doctor Werner con una llamada.

—¡Argus! ¡Qué alegría hablar contigo, hijo! ¿Estás muy ocupado? Perdóname si te incordié, pero hay algo importante que debo decirte.

—A mí también me alegra escucharlo, doctor Werner, aunque presiento que esta comunicación no fue idea suya.

Argus no escuchó el suspiro al otro lado de la línea.

—Sí, tienes razón. Como bien has deducido, cumplo con un encargo.

—De don Antonio Abelard.

—De tu padre.

Del Bosque guardó silencio. Él siempre creyó que era huérfano, y en toda su vida nunca tuvo referencia de su familia. Su único afecto fue su esposa Isabel, quien falleció en un accidente cinco años atrás. Con ella perdió el único nexo que lo reconciliaba con la humanidad. Y ahora, a sus treinta y cinco años, el azar le puso en el camino a su padre, después de lo cual comprendió que si no lo buscó, fue porque las circunstancias lo convencieron de que estaba muerto.

El comisario se encontró ante un hombre que se pasó la vida lamentando la pérdida de su primogénito, pero que cuando lo tuvo frente a él, no solo fue incapaz de reconocerlo, sino que lo trató como a escoria por miedo, intransigencia y soberbia.

Argus no sabía qué pensar acerca de todo el asunto. Mientras investigaba los asesinatos que acabaron con la seguridad de la isla privada de los Abelard, comprendió que su familia también fue víctima de los mismos indeseables que le arrebataron la infancia. Y necesitaba saber por qué. ¿Quién era Paidónomo en realidad? ¿A quién obedecía? ¿Por qué secuestraron a un grupo de chiquillos, y los sometieron a una disciplina que había desaparecido diez siglos antes de Cristo? ¿Cómo los escogieron? Recordaba que muchos de los niños que llegaron al campamento hablaban diferentes idiomas…

—Argus, ¿estás ahí, hijo?

La voz de Christian regresó a Del Bosque a la realidad. No sabía si sería capaz de integrarse en una familia normal. Sus habilidades sociales fueron anuladas cuando apenas comenzaban a manifestarse, así que no creía que pudiera ser el hijo, hermano y tío que esperaban los Abelard. Además, después de sus últimas averiguaciones sospechaba que el grupo que lo secuestró no desapareció con Paidónomo, como siempre había creído. ¿Correrían peligro otros miembros de su familia si él regresaba como el hijo pródigo? Tal vez sí, o tal vez no, pero Argus no estaba dispuesto a correr el riesgo. Antes de acercarse de nuevo a su familia, debía comprobar que sería seguro. Ya los Abelard habían sufrido demasiado.

—Lo escucho, doctor Werner.

—Debo hablar contigo, Argus. ¿Podrías reunirte conmigo unos minutos? Iré a donde sea necesario.

El comisario suspiró al escuchar las palabras que más temía.

—Estoy en medio de un caso muy difícil, doctor.

—Lo comprendo, pero solo necesito cinco minutos. El tiempo justo para un café. Yo voy donde tú me convoques, a la hora que quieras, y tú dices cuándo termina la reunión…

Argus decidió negarse. No estaba habituado a las sutilezas sociales que obligan a ceder a deseos ajenos para quedar bien, pero la ingratitud no era uno de sus defectos y cuando ya iba a pronunciar su negativa, su mente lo traicionó con recuerdos recientes. Sin apenas conocerlo, Werner confió en él y hasta mintió para ayudarlo. Lo respaldó, incluso cuando su propio padre le dio la espalda. Y gracias a eso pudo atrapar a un peligroso asesino. Argus casi podía escuchar a su conciencia, que con el tono de voz de Isabel le decía: «Se lo debes».

—De acuerdo, doctor. Ya que se trata de algo tan grave, me reuniré con usted durante cinco minutos, pero me temo que no podré dedicarle más tiempo. En verdad estoy muy ocupado.

—Lo comprendo, Argus. No te pido más. Solo dime dónde estás.

Del Bosque le proporcionó su ubicación a Christian y lo citó en un bar cercano a la comisaría.

En cuanto cortó la comunicación, Argus se preguntó si no estaría cometiendo un error. Era consciente de la capacidad de convicción que caracterizaba a su padre. Se trataba de un hombre que dominaba su entorno, más por la autoridad que irradiaba que por su poder económico, que también. Werner sería su vocero y Argus estaba convencido de que acudiría con argumentos sólidos. Sabía que lo que don Antonio quería era recuperar a su hijo, pero Argus no estaba seguro de poder complacerlo. Él ya no era César Abelard, el primogénito de una familia acaudalada que vivía bajo el ala protectora de un generoso patriarca. Argus había sido moldeado con otro material. Era duro, seco, inflexible consigo mismo y poco paciente con los necios. En pocas palabras, un tío al que no querrías invitar a tu fiesta de cumpleaños, pero que sería en el primero en quien pensarías si tienes que resolver un problema. El meollo del asunto era que los Abelard ya no tenían problemas que Argus pudiera solucionar, además de que reconocía que él mismo podría causárselos. Le aterrorizaba que su cercanía con la familia los pusiera en peligro, y por eso debía alejarse hasta que pudiera descubrir la verdad.

◆◆◆

Cuando Argus regresó al despacho, encontró a Luisa ocupada en una conversación telefónica. Parecía muy interesada en lo que su interlocutor tenía que decirle.

—Comprendo. ¿Y el señor Soliz lo sabía?... Muy bien. Una pregunta más. ¿Alguna vez la señora Ponce le comentó que su marido le era infiel…?—Burgos escuchó una larga respuesta— Sí, por supuesto. Gracias por su colaboración.

Argus ya estaba sentado frente a la inspectora en el momento en que ella colgó.

—Era el abogado de Camila Ponce —afirmó Luisa—. A primera hora de la mañana me enviará una copia del testamento de la occisa.

—¿Le proporcionó alguna información importante?

—Júzguelo usted mismo. La señora desheredó a su esposo. Todos sus bienes se repartirán en forma equitativa entre sus dos hijos.

—Es muy interesante —reconoció Del Bosque—. ¿Él estaba enterado?

Luisa asintió.

—Hace tres meses, la señora Ponce contrató a un detective para descubrir si su marido le era infiel. El sabueso hizo un buen trabajo, y le llevó a su cliente algunas fotografías comprometedoras. Por supuesto que eso enfureció a Camila, pero según su abogado, la señora Ponce tenía ideas religiosas muy arraigadas, así que el divorcio no era una opción para ella.

Sin embargo, consiguió otra forma de vengarse.

—Lo desheredó.

—En cuanto comprobó sus sospechas organizó una reunión a la cual asistieron su abogado, su propio esposo y un notario. Allí mismo cambió su testamento. Según el letrado, Soliz no se lo esperaba, y por supuesto que juró que no sentía nada por su amante, y que solo había sido un momento de debilidad que no se repetiría, pero su esposa se mantuvo firme.

—¿Cuál es la situación de don Francisco en este momento?

—Ahora es un empleado de sus propios hijos. Su suerte depende de lo que decidan Cristóbal y Lea, quien ya solicitó la emancipación.

—No es una situación cómoda para nadie —comentó Argus—. Sin embargo, esto significa que el señor Soliz no tendría un motivo económico para matar a su esposa.

—Perdió más de lo que ganó. Supongo que eso lo descarta como sospechoso.

—Quizá.

—¿No está seguro? —preguntó Luisa con sorpresa.

—La venganza también es un motivo poderoso. Y por lo que leí en los informes, la señora Ponce acostumbraba humillar a su esposo en cuanto tenía oportunidad.

—Es cierto. Tal vez pudo más el orgullo que la comodidad.

El móvil de Luisa los interrumpió. Después de un corto saludo, Guerrero le anunció el resultado de sus pesquisas con respecto a Pedroza.

—Así que el enfermero no tenía motivos para asesinar a la anciana —sentenció Burgos, después de escuchar a su subalterno. Argus prestó atención.

—No encontré ningún legado. Tampoco hizo testamento. Tal vez porque no tenía bienes que dejarle a nadie. Díaz murió en la más absoluta pobreza. Solo disponía de una pensión de supervivencia.

—Eso deja a Pedroza sin motivos para cometer el asesinato —dijo Luisa, sin ocultar su decepción.

—Es posible que tuviera otros motivos —argumentó Alfonso—. Quizá era demasiado conflictiva y colmó su paciencia.

—No creo que ese sea un motivo suficiente para asesinar a alguien.

—Quizá lo ofendió de alguna manera —insistió el subinspector— Yo no lo descartaría por completo.

—Sí, supongo que tienes razón. Has hecho un buen trabajo, Alfonso. Vete a casa a descansar. Nos vemos mañana.

La inspectora presionó el botón para finalizar la llamada, al mismo tiempo que le informaba al comisario acerca de la conversación, luego se echó hacia atrás en el asiento y miró a través de la ventana. La oscuridad ya comenzaba a ganar terreno. Luisa se enderezó de inmediato y miró el reloj.

—Debo irme —anunció con urgencia.

—¿Ahora?

—¿Por qué le sorprende? Hace más de dos horas que concluyó la jornada.

—¿Jornada? —repitió el comisario, desconcertado—. Inspectora, le recuerdo que tenemos un asesino suelto y que ya anunció un nuevo crimen. Si continúa matando con el mismo patrón esta noche perderá la vida un inocente, a menos que seamos capaces de descifrar estos acertijos y evitarlo.

—Creí que ya habíamos descifrado esa parte del enigma, y que el comisario Farías tomó las medidas de previsión necesarias.

—Se refiere a proteger a los jueces.

—Por supuesto que me refiero a eso.

—No estoy muy seguro de que esa interpretación sea la correcta.

—¿Por qué no? Es el razonamiento más sencillo y directo.

—Y por eso es el menos probable. Los enigmas no proporcionan información directa, ni sencilla. Se elaboran para desviar la atención de la respuesta y confundir a quien los lee.

—Así que según usted, la próxima víctima no será un juez.

—Tal vez lo sea, o tal vez no. Todo depende del sentido que le atribuya el asesino a la palabra prevaricación. Lo que no podemos es basar toda la interpretación en una sola palabra e ignorar el resto.

—Entonces, ¿cuál es la respuesta que usted propone? —preguntó la inspectora, que ya comenzaba a enfadarse, pues los argumentos del comisario la retrasaban.

—Ojalá tuviera una respuesta alternativa, pero no es así.

—Creí que estaba de acuerdo con las deducciones que hicimos de los fragmentos descifrados. ¿Cuál es su problema?

—Justo eso —replicó Del Bosque—, que son fragmentos. Y un enigma no puede descifrarse por partes, porque se pierde el sentido. Mientras no tengamos claro el significado de todo el conjunto, no podremos estar seguros de ninguna conclusión a la que lleguemos.

—Supongo que sigue preocupado por el encabezado del primero.

—Y por la última frase del segundo —le confirmó Argus, que también comenzaba a molestarse, pues ya la inspectora había mirado el reloj tres veces durante la discusión—. Sin embargo, no perdamos más el tiempo en esta diatriba estéril. Usted tiene razón, ya su jornada terminó, así que puede marcharse a casa. Yo me quedaré hasta que saque algo en claro de todo esto. Buenas noches, que descanse y nos veremos mañana.

—Espere, ¿piensa quedarse?

—Por supuesto —confirmó él, con el ceño fruncido—. No pretenderá que me vaya a cenar y dormir cuando tengo la convicción de que esta noche se cometerá un asesinato, que yo podría evitar si encuentro la respuesta a estos acertijos.

—Si yo me marcho y usted no, me hará quedar muy mal —protestó Burgos.

—¿Y qué espera, que deje que haya una nueva víctima para que usted quede bien ante sus jefes?

Luisa iba a responder, pero no encontró ningún argumento para hacerlo.

—Quisiera quedarme, pero no puedo.

—Muy bien. Ya le dije que se puede marchar. Yo me haré cargo.

La inspectora se debatía entre su sentido del deber y sus prioridades. La realidad era que tendría mala conciencia tanto si se iba, como si se quedaba. Todo sería más fácil si el testarudo comisario decidiera que ya tenía bastante con los acertijos, y se marchaba también. Al continuar trabajando, la comprometía.

Luisa cogió aire y ánimo antes de arremeter de nuevo.

—Lo enviaron para que me dejara en evidencia, ¿verdad?

—No sea inmadura, inspectora. El comisario Farías ya me advirtió sobre su tendencia de cumplir el horario más como oficinista, que como policía. También me dijo que eso le causa muchos problemas y frena su carrera, pese a que en general es una buena investigadora. Usted sabrá por qué mantiene una actitud que le resulta tan perjudicial. No estoy aquí para corregir los malos hábitos de nadie, sino para atrapar a un homicida antes de que vuelva a matar. Y es lo que voy a hacer. Lo que sus jefes piensen acerca de usted no es asunto mío.

Luisa no respondió. Por primera vez se sentía culpable por regresar a casa. Con el ceño fruncido y ademanes bruscos cogió su chaqueta, comprobó que tenía las llaves en los bolsillos, porque hacía años que no usaba cartera mientras trabajaba, cruzó por delante de Argus sin dirigirle la palabra, y salió a la noche riojana en dirección a su viejo Seat. Del Bosque esperó a que se perdiera de vista, y volvió a sentarse para seguir trabajando en los pasajes de los enigmas que todavía se le resistían.

Argus dedicó la mayor parte de la noche a leer los expedientes de los jueces que vivían en Calahorra, y se concentró en buscar una relación entre ellos y las víctimas, así como con las crípticas palabras del segundo acertijo. Prestó atención a todos los detalles, pero no hubo suerte. El cansancio venció al comisario después de que transcurrieron algunas horas, por lo que se quedó dormido sobre el escritorio de la inspectora Burgos. Faltaba mucho para el amanecer cuando el timbre del móvil lo despertó. Respondió sin mirar la pantalla. Al otro lado escuchó una voz poco familiar en la que se percibía la urgencia de su interlocutor.

—¿Comisario Del Bosque? Soy el sargento Heredia. El comisario Farías me pidió que le avisara. Esta madrugada un vecino encontró un cadáver en un callejón. Tenía una nota sujeta a su camisa en la que alguien escribió un acertijo.

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