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V Linajes, órdenes y caballeros » ¿Existió el rey Arturo?

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¿Existió el rey Arturo?

Cada pueblo necesita sus héroes, personajes valerosos que infunden un ánimo especial por el bien, en detrimento de la oscuridad y las tinieblas. Esos valientes encarnan los mejores valores de la sociedad que los acoge y son el espejo en el que los jóvenes se miran con el secreto anhelo de imitar el comportamiento de aquellos seres casi perfectos cuyo modelo de vida tanto entusiasma. Quién en algún momento de su existencia no ha soñado con poder emular las proezas del gran rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda; quién no ha tenido la necesidad de realizar un viaje iniciático buscando la verdad de su espíritu; quién no ha intentado conquistar el corazón del ser amado; quién no ha reivindicado en alguna ocasión sus raíces y su identidad patria. Por casualidad o no, lo antes expuesto está encerrado tras las murallas de Camelot, la luminosa capital del reino artúrico. Lo cierto es que esta historia épica se ha convertido con los siglos en una referencia obligada para los seguidores de la fantasía y de los ideales más nobles. Pero ¿en qué se fundamenta esta antigua tradición?

En el caso del rey Arturo es difícil desligar su verdadera epopeya de la planteada por cientos de libros, decenas de películas e incontables narraciones populares. Lo poco que sabemos de forma fidedigna es que, sobre el siglo V o VI d. C., existió un carismàtico caudillo anglorromano llamado Owain Dantgwyn, cuyo sobrenombre Art (Oso) fue el que finalmente le proyectaría de manera universal hasta nuestros días.

La figura de Arturo ha sido modelada a lo largo de los siglos, primero, por los clérigos amanuenses, luego por trovadores y juglares y, más tarde, por narradores románticos y guionistas cinematográficos.

Según aparece en las crónicas elaboradas por el monje Gildas en el siglo VI, existió un jefe tribal que logró, tras muchos combates, unificar a las tribus celtas de Britania; eran los tiempos de la edad oscura y poco o nada de lo acontecido pasaba al papel. Es, por tanto, mérito de los oradores el que nuestro personaje haya llegado a tan digno puerto. En los siglos IX y X Arturo surgirá de nuevo como guía de los sajones en las eternas luchas de Albión. Libros de gran calado como la Historia Brittonum o Armales Cambriae reforzarán la idea de un pasado glorioso para los británicos.

En el siglo XII la Historia Regnum Britanniae, de Geoffrey Monmouth, asentará la filosofía vital del universo artúrico para que años más tarde la inmensa reina Leonor de Aquitania —madre de Ricardo Corazón de León— encargue a sus trovadores la recuperación total de esta mítica tradición. Serán autores medievales como Chrétien de Troyes o Robert de Boron los que darán el impulso definitivo al rey Arturo y los suyos: el mago Merlín, Morgana, Ginebra, así como los caballeros puros de la Tabla Redonda, donde destacan Lancelot, Percival… Todos giran en torno a la magia de Excalibur; espada prodigiosa protegida por la dama del Lago, quien, en el deseo de dar a Inglaterra el monarca más capaz, la incrustará en una roca a la espera de ser extraída por el joven Arturo, el único elegido para regentar el destino escrito por los dioses celtas.

Camelot es la ciudad cuna de los mejores sentimientos humanos, su defensa es vital para contener a las hordas malignas. Los caballeros buscan el Grial como signo de pureza ante los ojos del creador. Y, por si todo falla, queda la enigmática isla de Avalón, la conexión perfecta con la ancestral religión pagana.

Finalmente, en 1469, el escritor Thomas de Mallory dio el toque definitivo a la mitología artúrica imaginando un apasionado romance entre la reina Ginebra y el caballero sir Lancelot. Sea como fuere, nunca sabremos cuánto de mito o cuánto de realidad tiene esta sugerente historia universal. Aunque casi todos nosotros nos hemos empeñado, por fortuna, en que esta narración sea verosímil, y de ahí su gozosa magia invisible que nos hace seguir soñando con emular gestas sublimes y encendidos amores puros.

Hoy en día existen diversos enclaves mágicos distribuidos por el Reino Unido que nos evocan la figura del semilegendario rey, iniciador de una saga monárquica llena de sortilegios, aventuras y paradigmas de las tradiciones más elevadas. Si queremos buscar la tumba de Pendragón —su valiente progenitor— debemos acudir al conjunto megalítico de Stonehenge. En cambio, si anhelamos rendir homenaje ante su supuesto sepulcro, obligado es el viaje a Glastombury, gran epicentro del misterio británico. Les aseguro que, aunque no nos topemos físicamente con estos santuarios del pasado, sus mentes quedarán impregnadas por una estela mística difícil de calibrar salvo para aquellos que sepan que el Grial sólo se encuentra en nuestros corazones.

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