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Boxers los puños fanáticos de China

A finales del siglo XIX, la refinada sociedad china mostraba signos evidentes de intolerancia hacia lo que ellos consideraban una constante intrusión de las potencias extranjeras en los asuntos de un imperio milenario y orgulloso. Lo cierto es que durante todo ese siglo los enfrentamientos habían sido constantes. El afán comercial y expansionista de muchos países europeos, a los que se sumaban los emergentes Estados Unidos y Japón, provocaban fricciones en un inmenso país dominado por la decadencia y una grave crisis de identidad. Durante siglos, los chinos se habían empeñado en un aislamiento indolente que les había mantenido al margen de los progresos tecnológicos de los que disfrutaban las naciones más influyentes del mundo. Su debilidad quedó manifiesta tras las guerras del Opio libradas contra Inglaterra en el ecuador de la centuria citada. En 1842 se cedía forzosamente el enclave de Hong-Kong al Reino Unido con la obligación añadida de abrir diferentes puertos marítimos al tráfico comercial. La presión aumentó considerablemente tras la anexión territorial que los rusos efectuaron en el norte del país, donde fundaron Vladivostok. Francia también intervino asumiendo el protectorado sobre el antiguo reino de Annam, dominio que extendió sin oposición a toda Indochina. En 1885 la propia Inglaterra se adueñó de Birmania, hecho que menoscabó el ánimo de una ya humillada sociedad china. Por si fuera poco, Japón, su ancestral enemigo, asestaba un duro golpe al salir victorioso de la guerra librada entre los dos colosos orientales en 1894-1895, apropiándose de Formosa y Corea. La derrota ante Japón fue sin duda el inicio del capítulo final para un mortecino poder imperial. Estas circunstancias originaron múltiples sensaciones ultranacionalistas y patrióticas en unas elites acostumbradas a gobernar la situación, y no al contrario.

El 20 de junio de 1900 estallaba una rebelión dirigida contra los extranjeros asentados en China. El motín iba encabezado por los boxers, miembros de una sociedad secreta de inspiración religiosa llamada los puños de la justicia y la concordia. Sus integrantes se entregaban de forma fanática a un riguroso y exhaustivo entrenamiento físico hasta ser capaces de generar movimientos corporales inconcebibles para cualquier persona ajena a la secta. Estos luchadores creían ciegamente que sus dioses les protegían de cuchillos y balas enemigas, lo que les lanzaba a la batalla con desprecio absoluto del daño que pudieran sufrir.

El supuesto motivo que alentó aquel levantamiento fue el de expulsar del territorio chino a los invasores. Sin embargo, en el entramado de la conspiración, se encontraban elementos políticos que pretendían posicionarse en los puntos neurálgicos de un agónico imperio regentado por la emperatriz viuda Ts’en-hi. En las semanas previas al estallido, los implacables boxers masacraron a cientos de misioneros cristianos que en los últimos años habían pretendido evangelizar China. Las protestas de los diplomáticos extranjeros eran cada vez más enérgicas. Finalmente, el propio embajador alemán era asesinado cuando se dirigía al palacio imperial. Fue la chispa para que veinte mil sublevados nacionalistas tomaran con violencia las calles de Pekín, mientras que las once legaciones diplomáticas establecidas en la capital china preparaban las defensas tras los muros de la fortaleza que custodiaba el barrio de las embajadas. La situación inicial se mostraba tensa, pero no dramática, más de trescientos soldados de diferentes países protegían a unos tres mil civiles preocupados por los acontecimientos que se estaban desarrollando extramuros. Las noticias pronto llegaron al exterior, preparándose expediciones militares de ayuda a los sitiados. Una primera columna británica compuesta por unos dos mil efectivos fue detenida cerca de Tientsin. La euforia de aquel hecho empujó al ejército imperial chino a sumarse con determinación a la locura de unos boxers que destrozaban cualquier cosa que representara a los odiados extranjeros. Fue el caso de la catedral cristiana de Pekín, arrasada sin remilgos en una vorágine de odio y violencia cada vez más cercana a los parapetos de las embajadas europeas. En julio de 1900, los ataques contra los sitiados se incrementaron. La situación de éstos, muy faltos de víveres y municiones, se convirtió en desesperada. Las bajas eran constantes y los días se sucedían sin que llegara una respuesta clara de auxilio por parte de las potencias. Éstas, por fin organizadas, estaban a punto de aparecer en escena en forma de un gran ejército multinacional compuesto por tropas de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Japón, Rusia, Alemania e Italia. En total, unos ochenta mil soldados dirigidos por el mariscal alemán Waldersee, que avanzaron desde la frontera rusa limpiando en pocas jornadas el camino hacia Pekín, ciudad en la que entraron el 14 de agosto de 1900, castigando severamente a los boxers y liberando a las embajadas tras cincuenta y cinco días de angustioso asedio.

Las represalias de las tropas coloniales superaron cualquier expectativa. El joven escritor francés Pierre Lo ti, testigo de los acontecimientos, reflejó en una de sus crónicas: «Ha sido una masacre nauseabunda protagonizada por la soldadesca británica, francesa y alemana, quienes, ávidas de botín, no han reparado en asesinar a niños, mujeres y ancianos».

La cruenta toma de Pekín generó entre los chinos un profundo malestar que impediría definitivamente la propagación del cristianismo; un episodio que todavía en nuestros días se recuerda con dolor en un pueblo de sólida memoria.

Aquel levantamiento popular supuso el acto final de un imperio milenario. Un año más tarde apenas quedaban vestigios de los iracundos boxers y China era obligada a pagar ochocientos millones de dólares como indemnización, además de asumir una rebaja arancelaria y la entrada en su territorio de tropas extranjeras. Fue demasiado para una forma de vida anclada en los siglos. En 1912 caía la dinastía de los manchúes, dando paso a una nueva era.

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