Enigma

Enigma


IV. Beso » Capítulo 2

Página 22 de 53

2

Los sonidos y olores de un desayuno dominical inglés ascendieron por la escalera del Commercial y quedaron flotando en el rellano como una llamada a las armas: grasa caliente friéndose en la cocina, sones semejantes a una marcha fúnebre en la misa radiada por la BBC, ruido de castañuelas cuando Mrs. Armstrong pisa el suelo de linóleo con sus raídas zapatillas.

Esos desayunos de domingo eran un rito en Albion Street, y se servían con apropiada solemnidad en vajilla blanca de diario: un trozo de pan, duro como un himnario, remojado en grasa y frito, con dos cucharadas de revoltillo de huevo vertidas por encima, y todo el amasijo resbalando libremente sobre una fina película de grasa.

No era una gran comida, Jericho tenía que reconocerlo, ni tampoco especialmente comible. El pan tenía color de orín con motas negras, y sabía oscuramente al arenque ahumado que el viernes anterior habían frito en la misma grasa. El huevo era de un amarillo pálido y sabía a galleta rancia. Pero era tal su apetito tras la excitación de la noche anterior que, pese a su inquietud, se comió hasta la última miga, apuró dos tazas de un té grisáceo, rebañó la grasa restante con un trocito de pan e incluso, cuando salía, elogió a Mrs. Armstrong por sus dotes culinarias, un gesto sin precedentes que la hizo asomar la cabeza por la cocina para ver si sus facciones delataban un rastro de ironía. No encontró tal cosa. Jericho ensayó asimismo un alegre saludo para Mr. Bonnyman, que en ese momento bajaba por las escaleras tanteando el pasamanos («A decir verdad, muchacho, no estoy muy fino esta mañana; algo le pasa a la cerveza en ese sitio que estuvimos») y a las ocho menos cuarto estaba de vuelta en su habitación.

Si Mrs. Armstrong hubiera podido ver los cambios efectuados allí arriba, habría quedado pasmada. Lejos de preparar su evacuación tras la primera noche, como muchos de los anteriores ocupantes del dormitorio, Jericho había deshecho su equipaje. Sus maletas ya estaban vacías. Su único traje bueno colgaba en el armario. Sus libros adornaban la repisa. Y encima de ellos estaba el grabado de la capilla del King’s College.

Se sentó en el borde de la cama y contempló aquella imagen. No era un trabajo demasiado bien hecho. En realidad, era bastante feo. Las dos agujas góticas estaban dibujadas con prisas, el cielo era de un azul improbable, las figuras que como gotas se arracimaban en torno a su base podrían haber sido obra de un niño. Pero incluso el arte malo puede resultar útil en ocasiones. Detrás del cristal arañado y del propio grabado a media tinta Victoriano se hallaban, planos y cuidadosamente fijados, los cuatro mensajes en cifra que había rescatado del cuarto de Claire.

Debería haberlos devuelto al Park, naturalmente. Debería haber ido directamente en bicicleta a las cabañas, debería haber buscado a Logie o a algún otro personaje con autoridad, y entregárselos.

Todavía no lograba desentrañar los motivos que lo habían impulsado a no hacerlo, incapaz de separar lo desinteresado (su deseo de protegerla) de lo egoísta (tenerla bajo su poder, aunque fuese una vez). Sólo sabía que no era capaz de traicionarla, y sí en cambio de racionalizar eso diciéndose que no había nada malo en esperar un día más, en darle a ella la oportunidad de explicarse.

De manera que había franqueado la verja en bicicleta y había subido de puntillas a su habitación, donde escondió los criptogramas detrás del grabado, cada vez más consciente de que había superado el límite si tal cosa existía— que separa la locura de la traición, y que cada hora que pasaba iba a resultarle más difícil encontrar el camino de vuelta.

Se sentó en la cama y repasó por centésima vez todas las posibilidades. Que ella estaba loca. Que alguien le hacía chantaje. Que estaban utilizando su cuarto como escondite sin que ella lo supiese. Que era una espía.

¿Una espía? La idea le parecía fantástica; melodramática, extravagante, ilógica. Para empezar, ¿por qué mi espía con dos dedos de frente iba a robar criptogramas? Era más lógico buscar mensajes ya descifrados, respuestas en lugar de misterios; ¿la prueba definitiva de que Tiburón estaba siendo descifrado?

Comprobó que la puerta estuviese cerrada y luego bajó el grabado y desmontó el marco, aflojando las chinchetas con la punta de los dedos y levantando la chapa de madera de detrás. Ahora que lo pensaba, sí había algo realmente extraño en esos criptogramas, y al mirarlos de nuevo supo cuál era la razón. Deberían haber tenido en el reverso las tiras de papel encolado de las máquinas Type-X. Pero no sólo no había tiras de papel, sino que ni siquiera había marcas que indicasen dónde habían sido arrancadas esas tiras. Así pues, esos criptogramas no habían llegado a ser descifrados. Sus secretos estaban intactos. Eran vírgenes.

Nada de ello tenía el menor sentido.

Cogió una de las señales entre el pulgar y el índice. El amarillento papel tenía un ligero pero perceptible aroma. ¿A qué? Se lo acercó a la nariz e inspiró. ¿Olor a biblioteca, a archivo, quizá? Un olor bastante fuerte —cálido, casi ahumado—, tan evocador como un perfume.

De pronto se dio cuenta de que pese a sus miedos estaba empezando a atesorar aquellos papeles como otro habría hecho con una foto de su chica. Sólo que eso era mejor que cualquier fotografía, puesto que las fotografías eran meros retratos, en tanto que esos papeles eran una pista sobre quién era Claire, y por consiguiente, ¿no estaba él, al poseerlos, poseyéndola en cierto modo a ella?

Le daría una sola oportunidad. Nada más.

Consultó su reloj. Habían transcurrido veinte minutos desde el desayuno. Era hora de irse. Guardó los criptogramas detrás del grabado, volvió a montar el marco y lo dejó de nuevo sobre la repisa. Abrió un poquito la puerta. Todos los huéspedes de Mrs. Armstrong habían regresado del turno de noche. Pudo oír sus voces amortiguadas en el comedor. Se puso el abrigo y salió al rellano. Tales eran sus esfuerzos por aparentar naturalidad, que Mrs. Armstrong juraría después haberlo oído tararear para sí mientras bajaba las escaleras:

La luz del cigarrillo ilumina tu sonrisa

La imagen dura un instante nada más

Pero veo lo que mucha gente olvida:

Que la luna no pueden apagar

De Albion Street a Bletchley Park había un paseo de medio kilómetro; tomar a mano izquierda por la calle de las casas apareadas, de nuevo a la izquierda bajo el renegrido puente del tren y luego a la derecha cruzando los huertos.

Jericho caminó a grandes zancadas por el suelo helado. Su aliento humeaba ante él bajo la pálida luz del sol. Oficialmente era casi primavera, pero alguien había olvidado notificárselo al invierno. Trechos de hielo que no se habían fundido aún desde la noche anterior le partían bajo las suelas de sus zapatos. Unos grajos chillaban en lo alto de los esqueléticos olmos.

Eran más de las ocho cuando dejó el sendero y enfiló Wilton Avenue camino de la verja principal. El cambio de turno había finalizado; la carretera estaba Casi desierta. El centinela —un gigantesco cabo con la cara aterida de frío— salió pateando el suelo del puesto de guardia y apenas si le echó un vistazo al pase antes de franquearle la entrada.

Dejó atrás la mansión, avanzando con la cabeza gacha para no tener que hablar con nadie, y entró en Cabaña 8, donde el silencio en que estaba sumida la sala de desciframiento le dijo todo lo que necesitaba saber. Las máquinas Type-X habían estado trabajando en los criptogramas acumulados de Tiburón y ahora permanecían desocupadas hasta que, probablemente a media mañana, llegasen los mensajes de Delfín y Marsopa. Divisó la alta silueta de Logie al fondo del corredor y se metió a toda prisa en la sala de registro. Allí, para su sorpresa, estaba Puck, sentado en un rincón observado por un par de chicas de la sección femenina prendadas de él. Puck hacía mala cara y tenía la cabeza apoyada en la pared. Jericho pensó que estaría dormido, pero entonces vio que abría uno de sus penetrantes ojos azules.

—Logie te anda buscando.

—¿Ah, sí? —Jericho se quitó el abrigo y la bufanda y los colgó detrás de la puerta—. Ya sabe dónde encontrarme.

—Corre el rumor de que pegaste a Skynner. Dime que es verdad, por favor.

Una de las chicas rió con disimulo.

Jericho ya había olvidado el incidente con Skynner. Se mesó el cabello y dijo:

—Hazme un favor, Puck, ¿quieres? Haz como que no me has visto.

Puck lo miró detenidamente y luego cerró los ojos.

—Eres un tío muy misterioso —murmuró, soñoliento.

De nuevo en el corredor, Jericho topó con Logie.

—Ah, estás aquí, muchacho. Me parece que hemos de hablar.

—Está bien, Guy. —Jericho le dio unas palmaditas en el hombro y siguió caminando—. Dame diez minutos, ¿de acuerdo?

—Nada de diez minutos —le gritó Logie—. ¡Ahora!

Jericho fingió no oírlo. Salió de la cabaña al aire fresco, dobló rápidamente la esquina y se dirigió hacia la entrada de Cabaña 3. A unos veinte pasos de allí, aflojó el paso y luego se detuvo.

El caso era que sabía muy poco de Cabaña 3, salvo que allí se procesaban los mensajes procedentes del ejército alemán y de la Luftwaffe. Era casi el doble de grande que las otras cabañas y tenía forma de L. Databa del invierno de 1939, como el resto de los edificios provisionales; era un armazón de madera sobre la gélida arcilla de Buckinghamshire, revestido de amianto y de frágiles tablas de madera, y para calentarlo, recordaba Jericho, habían requisado una enorme estufa de hierro fundido procedente de uno de los invernaderos Victorianos. Claire se quejaba de que siempre tenía frío. De eso, y de que su trabajo era «aburrido». Pero en qué punto de aquella conejera trabajaba, por no hablar de en qué consistía aquella «aburrida» tarea, era un misterio para él.

Una puerta se cerró de golpe a sus espaldas y al mirar hacia atrás vio que Logie salía de una esquina de la cabaña naval. Maldición. Hincó una rodilla en tierra y simuló atarse el cordón de un zapato, pero Logie no lo había visto. Iba andando resueltamente hacia la mansión. Eso pareció acicatear a Jericho. Una vez que Logie hubo perdido de vista, Jericho hizo su propia cuenta in.is y cruzando rápidamente el camino entró en la cabaña.

Hizo todo lo posible por aparentar que tenía derecho a estar allí. Sacó una pluma y echó a andar por el Basilio central, cruzándose con aviadores y oficiales del ejército y mirando disimuladamente las salas a los Lulos del pasillo. Allí había mucha más gente que en Cabaña 8. El fragor de las máquinas de escribir y los teléfonos era amplificado por la membrana de tabique de madera creando un verdadero manicomio de frenética actividad.

No había recorrido la mitad del pasadizo cuando Un coronel de grandes bigotes salió bruscamente de una puerta y le obstruyó el paso. Jericho inclinó la cabeza y trató de pasar por su lado, pero el coronel lo interceptó hábilmente.

—Alto, forastero. ¿Quién es usted?

Obedeciendo a un impulso, Jericho le tendió la mano y dijo:

—Tom Jericho. ¿Y usted?

—El que hace las preguntas soy yo. —El coronel tenía orejas como jarros y una tupida mata de pelo negro con una raya recta que parecía un cortafuegos. Ignoró la mano que Jericho le tendía—. ¿En qué sección trabaja?

—Naval. Cabaña 8.

—En ese caso, explique qué está haciendo aquí.

—Busco al doctor Weitzman.

Una mentira inspirada. Conocía a Weitzman del Club de Ajedrez: judío alemán, nacionalizado británico, siempre jugaba gambito de reina.

—¿De veras? Válgame el cielo —dijo el coronel—. ¿Es que los de la marina no saben lo que es el teléfono? —Se atusó el bigote y miró a Jericho de arriba abajo—. Bien, venga conmigo.

Jericho siguió las anchas espaldas del coronel hasta una habitación grande. Había dos grupos de una docena de hombres cada uno trabajando en mesas dispuestas en sendos semicírculos, con papeleras de alambre repletas de criptogramas. Walter Weitzman estaba subido a un taburete en una cabina acristalada que había detrás.

—Oiga, Weitzman, ¿conoce a este sujeto?

Weitzman tenía la cabeza inclinada sobre unos manuales de armamento alemán. Alzó los ojos, con cara de distraído, pero al reconocer a Jericho su melancólica cara se animó con una sonrisa.

—Hola, Tom. Sí, claro que le conozco.

Kriegsnacbrichten Für Seefabrer —dijo Jericho con excesiva prontitud—. Me dijo que tal vez ya sabría algo.

Weitzman no reaccionó de inmediato, y Jericho pensó que lo habían pillado, pero entonces el viejo dijo lentamente:

—Sí, creo que tengo la información que necesitaba. —Se bajó con prudencia del taburete—. ¿Algún problema, coronel?

El coronel adelantó la barbilla y respondió:

—Pues sí, Weitzman, ya que lo menciona. «Toda comunicación entre cabañas, salvo que exista la debida autorización, deberá ser realizada por teléfono o informe escrito». Procedimiento normal. —Fulminó a Weitzman con la mirada y éste le miró a su vez con exquisita educación. El coronel pareció perder su anterior beligerancia y masculló—: Está bien. Recuérdelo para una próxima vez.

—Gilipollas —murmuró Weitzman entre dientes mientras el coronel se iba—. Bueno, bueno. Será mejor que venga aquí.

Llevó a Jericho hasta un fichero, seleccionó un cajón, lo extrajo y empezó a pasar tarjetas. Siempre que los traductores topaban con un término que no entendían, consultaban a Weitzman y sus famosas fichas. Había sido filólogo en Heidelberg hasta que los nazis lo obligaron a exiliarse. El Foreign Office, en un raro momento de inspiración, lo había mandado a Bletchley en 1940. Muy pocas frases quedaban sin resolver.

Kriegsnachrichten für Seefahrer. Comunicados de guerra para marinos. Interceptados y catalogados el 9 de noviembre del año pasado. Como usted ya sabía muy bien. —Acercó la tarjeta a un par de centímetros de su nariz y la examinó con sus gruesos anteojos—. Dígame, ¿el bueno del coronel sigue mirándonos?

—No lo sé. Creo que sí. —El coronel se había inclinado para leer algo que acababa de escribir uno de los traductores, pero de vez en cuando se volvía hacia Jericho y Weitzman—. ¿Siempre

está así?

—¿El coronel Coker? Sí, pero hoy peor, no sé por qué. —Weitzman hablaba en voz baja, sin mirar a Jericho. Sacó otro cajón y extrajo una nueva tarjeta, fingiendo estar absorto en su búsqueda—. Sugiero que nos quedemos aquí hasta que él se vaya. Aquí hay una palabra que recogimos en enero:

Fluchttiefe.

—Profundidad de evasión —contestó Jericho. Podía jugar a aquello durante horas.

Vorhalt-Rechner era una computadora de ángulo de desviación;

kalte Lötstelle era una juntura soldada en frío. Grietas en el mamparo de un submarino era

Stirnwandrisse

—Profundidad de evasión. —Weitzman asintió—. No está mal.

Jericho se aventuró a mirar de nuevo. —El coronel está saliendo por la puerta… ya. Estupendo. Se ha ido.

Weitzman siguió mirando la ficha por unos instantes y luego la guardó con las otras y cerró el cajón.

—Bien. ¿Por qué me pregunta cosas cuya respuesta conoce? —Tenía el pelo blanco, los ojillos pardos excesivamente en sombras debido a una frente prominente. Las patas de gallo eran signo de que en otro tiempo Weitzman había reído mucho. Pero ahora apenas si reía. Según se decía toda su familia había quedado en Alemania.

—Estoy buscando a una persona llamada Claire Romilly. ¿La conoce?

—Naturalmente. La hermosa Claire. Todo el mundo la conoce.

—¿En qué sitio trabaja?

—Aquí.

—Ya lo sé. ¿Dónde de aquí?

—«Toda comunicación entre cabañas, salvo que exista la debida autorización, deberá ser efectuada por teléfono o informe escrito». Procedimiento normal. —Weitzman se cuadró—. ¡Heil Hitler!

—Al carajo el procedimiento normal.

Uno de los traductores se volvió malhumorado:

—Eh, vosotros, ¿por qué no os calláis de una vez?

—Perdón. —Weitzman tomó a Jericho del brazo, lo llevó aparte y dijo en voz baja—: ¿Sabe, Tom, que en tres años es la primera vez que lo oigo maldecir?

—Walter. Se lo pido por favor. Es importante.

—¿Y no puede esperar a que termine el turno? —Miró a Jericho inquisitivamente—. No, ya veo. Vaya, vaya. ¿Por dónde se ha ido Coker?

—Hacia la entrada.

—Bien. Sígame.

Weitzman condujo a Jericho hasta el extremo opuesto de la cabaña, después de cruzar dos habitaciones estrechas y alargadas donde dos grupos de veinte mujeres cada uno trabajaban ante un par de colosales ficheros, doblar luego una esquina y cruzar por último una sala con muchos teletipos. En ésta el ruido era horroroso. Weitzman se tapó los oídos, volvió la cabeza hacia Jericho y sonrió. El estrépito los persiguió por un trecho de pasadizo, al final del cual había una puerta cerrada. Al lado había un letrero que, escrito Con letra de colegiala aplicada, rezaba: SALA DEL LIBRO ALEMÁN.

Weitzman llamó con los nudillos, abrió la puerta y entró seguido de Jericho, quien vio una habitación amplia con estantes atiborrados de carpetas, media docena de mesas de caballete ensambladas entre sí para formar una amplia zona de trabajo y mujeres, casi todas de espaldas a él. ¿Seis, siete quizá? Dos de ellas mecanografiaban a toda prisa, las demás iban de acá para allá ordenando montones de papeles.

Antes de que Jericho pudiera registrar más detalles, una mujer rolliza de cara avinagrada, que lucía un traje de chaqueta de tweed, vino a su encuentro. Weitzman lúe todo sonrisas, destilando encanto a los cuatro vientos como si aún estuviera en el salón de té del Europäischer Hof, en Heidelberg. Cogió la mano de la mujer y se inclinó para besársela.

Guten Morgen, mein liebes Fräulein Monk. Wie geht’s?

—Gut, danke, Herr Doktor. Und dir?

—Danke, sehr gut.

Era cosa de rutina entre ellos, no había duda. La mujer se sonrojó de placer.

—¿En qué puedo servirle?

—Mi colega y yo, querida Miss Monk —Weitzman le dio unas palmaditas en la mano y luego señaló con un gesto a Jericho—, estamos buscando a la encantadora Miss Romilly.

Al oír el nombre de Claire, la coqueta sonrisa de Miss Monk se evaporó de golpe.

—En tal caso tendrá que ponerse a la cola, doctor Weitzman.

—No le entiendo. ¿La cola, dice usted?

—Todos estamos buscando a Claire Romilly. ¿No, tendrá usted, o su colega, una idea de por dónde empezar?

Decir que el mundo está quieto es un solipsismo, y Jericho lo supo en el momento mismo en que eso ocurría; sabía que no es el mundo el que pierde velocidad, sino más bien el individuo quien, enfrentado a un inesperado peligro, recibe una descarga de adrenalina y se acelera de golpe. No obstante, por un segundo todo quedó inmóvil para él. El rostro de Weitzman era una máscara de perplejidad; el de la mujer, de indignación. Mientras trataba de calibrar las consecuencias, Jericho oyó su propia voz, balbuciendo como a lo

lejos:

—Pero

yo creía… Ayer me dijeron… me aseguraron… Ella entraba de servicio esta mañana a las ocho… —Cierto —dijo Miss Monk—. Ha sido una negligencia por su parte. Y en el momento menos oportuno. Weitzman miró a Jericho, como diciendo: «¿En qué lío me ha metido usted?».

—Tal vez esté enferma —sugirió.

—En ese caso, ¿no habría sido correcto dejar una nota, un mensaje, antes de que saliese el turno de noche? Somos ocho y casi no damos abasto. Imagínese cuando nos quedamos con siete-Empezó a quejarse a Weitzman de sus problemas de personal y del poco caso que le hacían en la administración. Y como para demostrarlo, en ese instante se abrió la puerta y apareció una mujer con una fila de carpetas tan alta que iba sosteniéndolas con la barbilla para que no se le cayeran. Soltó las carpetas sobre la mesa y las chicas de Miss Monk gruñeron tímidamente al unísono. Un par de señales resbalaron del canto de la mesa cayendo al suelo y Jericho, dispuesto a la acción, le agachó a recogerlas. Pudo entrever el texto de una.

ZZZ

CUARTEL GENERAL DEL AFRIKA KORPS ALEMÁN LOCALIZADO EL TRECE — TRECE POR LA MAÑANA QUINCE KILÓMETROS AL OESTE DE BEN GARDANE — BEN GARDANE

Miss Monk se la arrebató inmediatamente de las manos. Hasta ese momento no parecía haber reparado en su presencia. Acunó los mensajes secretos en su amplio busto, lo fulminó con la mirada y preguntó:

—Perdone, usted es… ¿quién es usted si puede saberse? —Ladeó el cuerpo para taparle a Jericho la visión de la mesa—. ¿Debo entender que es amigo de Claire…?

—No se preocupe, Daphne —dijo Weitzman—, es amigo mío.

Ella se sonrojó de nuevo.

—Usted perdone, Walter —dijo—. Por supuesto, no era mi intención…

—Si me permite la pregunta —intervino Jericho—, ¿había hecho algo así anteriormente? Quiero decir, faltar sin avisarle a usted.

—Oh, no. Nunca. Yo no tolero la gandulería en mí sección. El doctor Weitzman puede confirmárselo.

—Claro —dijo Weitzman, muy serio—. Nada de gandulería.

Miss Monk era una clase de mujer que Jericho había llegado a conocer bien en aquellos tres últimos años: ligeramente histérica en momentos críticos; celosa de su precioso rango y de sus cincuenta libras extra al año; convencida de que la guerra se perdería si a su diminuto feudo se le negaban unos lapiceros o una mecanógrafa de más. Probablemente detestaba a Claire porque era guapa y segura de sí misma, y porque se negaba a tomárselo todo en serio.

—¿Diría usted que su comportamiento era extraño?

—Hay muchas cosas importantes que hacer. No nos queda tiempo para rarezas.

—¿Cuándo la vio por última vez?

—Tuvo que ser el viernes. —Era obvio que Miss Monk se enorgullecía de tener memoria para

los detalles—. Entró de servicio a las cuatro y salió a medianoche. Ayer era su día de descanso.

—Entonces no es probable que volviese a la cabaña, digamos, el sábado a primera hora de la mañana…

—No. Yo estaba aquí. En todo caso, ¿por qué iba a hacerlo? Generalmente, no veía el momento de irse.

«Eso sí lo creo», pensó Jericho. Miró una vez más a las chicas que estaban detrás de Miss Monk. ¿Qué demonios podían estar haciendo? Cada una tenía delante un montón de sujetapapeles, un bote de cola, una pila de carpetas marrones y un revoltijo de gomas elásticas. Parecían estar renovando archivos a partir de archivos viejos. Trató de imaginar a Claire entre aquellos juiciosos zánganos. Era como pensar en un precioso periquito dentro de una jaula de gorriones. No sabía qué hacer. Sacó su reloj y abrió la tapa. Pasaban de las ocho y media. Claire faltaba desde hacía más de media hora.

—¿Qué piensa hacer ahora?

—Evidentemente, dado el carácter reservado de nuestro trabajo, existe un procedimiento a seguir. Por el momento lo he notificado a Asistencia Social. Ellos se encargarán de enviar a alguien a su casa para sacarla de la cama.

—¿Y sí no está allí?

—Entonces contactarán con la familia para ver si saben algo.

—¿Y si no lo saben?

—Entonces la cosa es grave. Pero nunca llega a tanto. —Miss Monk cruzó los brazos sobre su pecho de paloma—. Estoy segura de que detrás de todo esto hay un hombre. —Se estremeció—. Suele pasar.

Weitzman continuaba lanzando a Jericho miradas de súplica. El anciano le tocó el brazo y dijo:

—Deberíamos irnos, Tom.

—¿Tiene usted la dirección de la familia, o su número de teléfono?

—Me parece que sí, pero no estoy segura de que… —Se volvió hacia Weitzman, quien dudó brevemente, lanzó otra mirada a Jericho, forzó una sonrisa y asintió con la cabeza.

—Yo respondo por él.

—Bien —dijo Miss Monk, no muy convencida—. Si usted lo cree permisible… —Se acercó a un archivador que había detrás de su escritorio y lo abrió.

—Coker me matará por esto —susurró Weitzman, mientras ella estaba de espaldas.

—No se enterará, se lo prometo.

—Es curioso —dijo Miss Monk, casi para sí—, pero últimamente ella estaba mucho más atenta. En fin, aquí tiene su ficha.

Familiar más cercano: Edward Romilly

Parentesco: padre

Dirección: 27 Stanhope Gardens, Londres SW

Teléfono: Kensington 2257

Jericho echó un rápido vistazo a la ficha y se la devolvió.

—Creo que por el momento no hará falta preocuparle —dijo Miss Monk—. Por ahora no, desde luego. Seguro que Claire se presenta en cualquier momento diciendo que se había dormido…

—No me cabe duda —dijo Jericho.

Ir a la siguiente página

Report Page