Enigma

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IV. Beso » Capítulo 6

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Wigram quitó de un soplo un poco de polvo que había en el marco y dejó el grabado encima de los libros de Jericho.

—Eso mismo espero yo —dijo, retrocediendo para contemplar el grabado. Se volvió hacia Jericho y sonrió—. Eso mismo espero yo. Es la puñetera verdad.

Después de que Wigram se hubo marchado, a Jericho le llevó unos minutos poder moverse.

Se tumbó en la cama —sin quitarse la bufanda ni el abrigo— y escuchó atentamente los sonidos de la casa. Un luctuoso cuarteto de cuerda que la BBC juzgaba entretenido para la noche del domingo sonaba en la planta baja. Pasos en el rellano. Luego una conversación en voz queda que culminó en un ataque de risa femenina —debía de ser Miss Jobey—. Una puerta que se cerraba. Sobre la cabeza, la cisterna vaciándose y llenándose otra vez. Y después el silencio.

Cuando al cabo de un cuarto de hora por fin decidió moverse, sus actos adoptaron una premura frenética y descontrolada. Acercó la silla a la puerta y la inclinó contra la hoja endeble. Cogió el grabado y lo puso boca abajo sobre la alfombra raída, retiró las chinchetas, enrolló los mensajes y los llevó a la chimenea. Encima del pequeño cubo de carbón había una caja con dos cerillas. La primera estaba húmeda y le fue imposible encenderla, pero la segunda sí, por los pelos; Jericho la inclinó para asegurarse de que la llama amarillenta tomara cuerpo, y a continuación la aplicó a la parte inferior de los criptogramas. Esperó, mientras éstos se arrugaban y ennegrecían, hasta que el dolor lo obligó a soltar los papeles, que finalmente se desintegraron sobre la parrilla del hogar en minúsculos copos de ceniza.

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