Enigma

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Joaquim

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En unos días, Fulvia había impuesto su presencia. Trabajaba rápido y bien, desbordante de ideas, y cuando hubimos de elegir los fondos de la librería, me sorprendió por su cultura y la variedad de sus gustos. Me impuso unos cuantos autores «imprescindibles» según ella, como Chuck Palahniuk, Svetislav Basara, Rick Moody, Giosué Calaciura, Vilma Fuentes, T. C. Boyle y Nick Hornby. Acepté, pues la tenía por una mente inteligente y audaz. El único libro que me negué a poner en mis anaqueles era la novela de un joven catalán, Antoni Casas Ros, de quien había destruido con maligno placer cierto número de ejemplares de

El teorema de Almodóvar, una historia absurda, donde un ciervo atraviesa la vida de unos personajes inconsistentes y desaparece para siempre. Recuerdo que, después de leerlo, acudí a un restaurante especializado en caza, y tras comerme varias tajadas de pernil de ciervo, me emborraché, y fui a destrozar una docena de ejemplares de esa novela sin pies ni cabeza. ¡Literatura animalista!

Los libros estaban aún embalados, colocados sobre palets, pues las obras no estaban del todo terminadas y había mucho polvo. Estaban acabando la instalación eléctrica. Yo había rechazado las cámaras, pero resultaba imprescindible una caja registradora y un sistema informático. Los mismos aparatos seguían en sus cajas y los técnicos andaban ocupados con el cableado.

El piso estaba más avanzado. El cuarto de baño y la cocina, flamantes, la ropa blanca guardada en los armarios, que desprendían un grato olor a roble, un batín rojo colgado de una percha, la cama en medio del espacio, el escritorio de vidrio, la ventana que daba a la plaza, una estupenda silla ergonómica, una mesa antigua, sillas. Un sillón destinado a la lectura y una lámpara halógena de intensidad regulable. Luces discretas en la biblioteca aún vacía. Todo estaba allí, listo para recibir la vida. Era feliz, tan pronto los operarios dejaran de perforar las paredes, me instalaría definitivamente. No había conservado ningún elemento procedente de mi entorno anterior y los objetos se habían vaciado de su memoria en el instante en que decidí separarme de ellos. Ahora todo era reciente, sin vestigios ni rastros, presto a sufrir la sutil metamorfosis de mi mente, que alcanzaba por fin una forma de liviandad que me era desconocida y me estimulaba.

No tenía la menor gana de ir a dormir a mi piso, pues me sentía como una serpiente después de la muda. Dejaba tras de mí un alma vieja y seca, entraba en mi vida y, sobre todo, Fulvia me había prometido una sorpresa: pasaría sobre las cuatro de la mañana para presentarme a una amiga japonesa que tenía proyectos de edición.

Los últimos borrachos cruzaron la plaza, los últimos perros dejaron de deambular, los efluvios del alba, de las piedras por fin frías, de los jazmines, que florecían de noche, todo se amalgamó en un perfume único que se filtraba por las ventanas del piso, abiertas por la noche para que se secara bien la pintura.

Habían traído ya las banquetas de teca y las habían fijado en el suelo. Por la noche, sólo tenía que quitar los cojines negros que las cubrían. De vez en cuando, venían jóvenes del barrio a sentarse, a tomarse una cerveza, a charlar, y me gustaba, porque sabía que poco a poco Fulvia los haría entrar y les transmitiría, por lo menos a unos cuantos, su pasión por la lectura. A veces, algunos ancianos hacían un alto para descansar, cuando el calor alcanzaba su punto álgido, y ello me permitía trabar conocimiento con gente del barrio, comprender sus hábitos.

Sin dormir, aproveché el silencio cada vez más profundo que reinaba. Me hice un café, bajé a la terraza de la calle, y allí, inmóvil, aguardé la llegada de Fulvia y de su amiga japonesa.

Durante los días que habíamos pasado juntos, Fulvia había advertido mi pasión, mi deseo, mi turbación. Lo había pasado por alto, como si mi interés desarrollase en ella una gravedad que yo nunca había percibido en sus textos. No hablábamos más que de literatura. Todos los libros, todos los personajes, se veían arrastrados por pasiones fatales, y ese simple hecho, o la imaginación que tales sentimientos pudieran suscitar entre nosotros, nos arrastraban a veces a una intensidad casi hiriente. Yo sentía que la mordedura de Fulvia atravesaba las capas de mis músculos para alcanzar el centro de mí mismo, allí donde todo seguía siendo flexible y fluido, a pesar de mi vida, de mi rencor, de mi despecho por ser un escritor no publicado.

En ocasiones, al oírla hablar de los otros, me preguntaba qué opinaría de mis textos y soñé que un día se los dejaría leer.

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