Encuentro en Ío

Encuentro en Ío


Ejecución » 17 de abril de 2047, Ío

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17 de abril de 2047, Ío

Menos de un centímetro de tejido les separaba del vacío. Consciente de ese hecho, Francesca no pudo evitar estremecerse cuando introdujo sus piernas en el traje espacial sujeto al SuitPort, aun cuando acababa de hacer ejercicio vigorosamente para acostumbrarse mejor a la diferencia de presión. Estaba equipada como si fuera a dar un paseo espacial, con pañal, ropa interior térmica, y todo eso; sin embargo, estaría en la superficie y se movería bajo la gravedad de esta luna.

A diferencia de Titán, Ío no tenía atmósfera per se, y Francesca no estaba segura de si le gustaba o no ese rasgo. La baja presión atmosférica, una millonésima parte de lo que sería en la Tierra, hacía que las excursiones fueran más complicadas que antes. Por otro lado, probablemente haría un calor muy incómodo si la atmósfera de Ío fuera tan densa como la de Titán.

Desde dentro del módulo de aterrizaje, Martin le hizo la señal para desacoplar el traje, pero primero comprobó los monitores. La presión estaba bien, así que inició la separación de la conexión del SuitPort. Cayó despacio varios centímetros hacia la superficie de la luna. Francesca aterrizó suavemente, flexionando las rodillas para estar preparada para cualquier cosa. Ella era el primer ser humano en Ío.

Solo ella sabría, en estos primeros momentos, lo que se sentía al caminar por allí. Dio un cuidadoso primer paso con su pie derecho y luego pisó con más firmeza. Eso provocó que un poco de polvo se arremolinara, probablemente un resto de las muchas erupciones volcánicas. Por la noche, dióxido sulfúrico se extraía de la casi inexistente atmósfera cubierta de polvo. La capa de polvo en sí era delgada, lo cual encontraba reconfortante, ya que odiaba cualquier recuerdo de las arenas movedizas de Titán. Debido a la falta de erosión relacionada con el clima no encontrarían arena en Ío, y recordar ese hecho eliminó su ansiedad.

La piloto italiana estaba de pie de un modo seguro y firme sobre la superficie rocosa, tal vez granito o basalto… o algún otro material. Ya tendrían tiempo de analizarlo más tarde. El cielo sobre su cabeza era negro, con la excepción del gigante Júpiter, que parecía ser casi cuarenta veces más grande que la luna en el cielo de la Tierra, colgando a medio camino sobre el horizonte. Francesca no podía quedarse mirando al gigante gaseoso durante mucho tiempo porque el enorme disco confundía sus sentidos, haciendo que la percepción de arriba y abajo cambiara de dirección. Probablemente estaba provocado por las bandas de nubes de Júpiter que se arremolinaban de un modo constante delante de sus ojos. El mismo planeta tardaba unas diez horas en rotar por completo alrededor de su eje, mientras que Ío necesitaba cuarenta y dos horas para completar una órbita alrededor de Júpiter. Por lo tanto, el movimiento relativo era tan lento que causaba un efecto similar al creado al mirar desde la ventanilla de un tren parado, sentir que es tu tren el que está en movimiento, para descubrir que se trata de otro tren saliendo de la vía contigua en la estación. Eso haría que Júpiter fuera un buen marcador durante su expedición, ya que apenas cambiaría su posición, e Ío siempre mostraba el mismo lado hacia el planeta. La zona de aterrizaje estaba localizada ligeramente por debajo del ecuador de la luna, y ella solo podía ver parte del disco. La Gran Mancha Roja no era visible.

De repente, algo tiró de su cuerpo y Francesca se encontró tambaleándose. Ella tuvo que mirar al horizonte para evitar marearse.

—Hayato, procura no mirar al cielo demasiado tiempo —le dijo por radio.

El astronauta japonés ya estaba junto a ella y, por supuesto, él también estaba observando el espectacular cielo. A diferencia de ella, a él no parecía molestarle. «¡Oye! ¡Yo soy la piloto de combate aquí!». Apoyó una mano en el hombro de su HUT, pero Hayato no pareció notarlo. Ella dio golpecitos en el tejido hasta que él se giró en redondo.

—¿Deberíamos irnos ya? Tendremos tiempo para descansar más tarde —afirmó.

Francesca quería que cubrieran una considerable parte de la distancia tan rápido como fuera posible. Kami-Nari Patera estaba a unos cincuenta kilómetros de distancia. Un viaje de ida y vuelta de cien kilómetros era una buena distancia a cubrir, incluso considerando la gravedad más baja. Llevaban oxígeno, agua, y nutrientes líquidos para cuarenta y ocho horas, pero a Francesca no le entusiasmaba pasar la noche en su traje espacial. Eso significaría que tendría que dormir con sus propios fluidos corporales de desecho. Esperaba que Martin cumpliera su promesa de tener una ducha instalada para cuando regresaran.

Su destino era aproximadamente hacia el este, y Francesca miró al horizonte. Hasta ahora, solo Júpiter había iluminado la escena, probablemente unas cien veces más brillante que una noche de luna llena en la Tierra. Pero ahora el sol salía por el este. Aun cuando parecía casi infinitamente más lejano, era sorprendentemente brillante y superaba el fulgor del planeta con mucho. Ío parecía estar cambiando a cada minuto. Francesca se giró en redondo y miró su sombra. Lo que antes había sido borroso, amplio, y gris ahora era fluido, más estrecho, y negro. La luz del sol aumentaba el contraste hasta el extremo. El cielo seguía negro como la noche, pero ahora un brillante faro se elevaba sobre el horizonte y lo bañaba todo con la brillante luz, creando de un modo simultáneo grandes zonas de oscuridad que podrían ocultar lo que fuera que permitiera la imaginación de Francesca.

—Vamos —le dijo a Hayato por la radio del casco. Su colega japonés tenía un tanque de oxígeno extra a la espalda, igual que ella. Además, portaba una bolsa de herramientas y aparatos de medición, con contenedores de muestras que habían planeado llenar por el camino. Decidieron no dividir su equipaje, sino hacer turnos para llevarlo a cuestas. Debido a la baja gravedad, los aproximados treinta kilos terrestres de la bolsa no deberían ser un problema, aun considerando que cada uno de ellos tenía que llevar el oxígeno extra.

Francesca comenzó a andar con cuidado. Le llevó unos metros ganar confianza para manejar la superficie. Luego se volvió más valiente con rapidez, probando zancadas con saltos más largos. Parecía que iban a moverse a buen ritmo, al menos durante los primeros cinco kilómetros. En el horizonte, Francesca detectó una cadena de colinas que probablemente representaban el borde de las eyecciones de un cráter. Según el radar, las colinas tenían unos ochocientos metros de alto, y el cráter tras ellos era ciertamente demasiado grande para los propósitos de Martin. Por otro lado, simplemente buscar objetos adecuados por el camino tampoco parecía ser la estrategia correcta. Quizá pudieran examinar la zona alrededor del lugar de aterrizaje tras esta excursión.

Oyó a Hayato respirar con fuerza por la radio del casco. ¿Iba demasiado rápido para él? Siempre y cuando no dijera nada no veía motivos para disminuir su velocidad. Ella disfrutaba moviéndose; había estado sentada demasiado tiempo. Mañana sus músculos se quejarían, pero hoy los forzaría hasta el límite. Tenían veintiuna horas antes de que el sol se pusiera, lo cual habían estimado, basándose en la noción optimista de nada de grandes sorpresas, sería una hora más de lo que necesitarían.

Gradualmente, el paisaje se volvió más irregular. Había más peñascos y algunos pequeños cráteres creados por sus impactos. Era obvio que se estaban acercando a un volcán activo. ¿Dónde estaba la cordillera montañosa que habían visto antes en el mapa? Francesca miró la pantalla de su brazo e hizo zoom en la zona. ¡Justo ahora estaban caminando junto a la cordillera! Francesca se aventuró a dar un salto particularmente alto y quedó claro por qué no habían notado inicialmente la esperada montaña: se estaban moviendo en paralelo a una fisura. La meseta sobre la que estaban caminando estaba inclinada unos grados hacia la otra. Debía de haber una escarpadura a unos kilómetros más al norte que se vería en el radar como una cordillera montañosa. Las sondas enviadas desde la Tierra habían tendido a concentrarse en las lunas heladas, así que los mapas de Ío aún eran relativamente imprecisos.

Francesca le hizo una señal a Hayato. Ahora se movían sin dudas más hacia el norte, y no pasó mucho tiempo antes de que Francesca se encontrara al borde de un abismo. Ella comprobó la roca primero, pero como nada parecía bambolearse, se atrevió a acercarse al mismo borde.

Hayato se quedó unos dos metros detrás de ella.

—¡Vamos, tienes que experimentar estas vistas! —dijo Francesca, animándole con la mano a ir en su dirección.

—Ve tú —dijo él—, te lo mereces.

—¿Vértigo?

Hayato sacudió la cabeza.

—No, instinto de supervivencia. No sabemos lo estable que es esta pendiente. Al menos uno de nosotros debería permanecer en terreno seguro… solo para ser sensatos.

—No hay atmósfera, ni clima, ni erosión. Esta roca es absolutamente sólida —insistió, pero Hayato no reaccionó. Ella se encogió de hombros ante su reticencia. Delante tenía una ancha llanura bañada con muchos colores de aspecto venenoso. A Francesca le parecía una enorme zona de obras donde alguien hubiera experimentado usando colores que fueran lo más feos posibles. El pintor se marchó y se llevó sus cubos de pintura consigo, pero quedaron estructuras redondas como si la pintura hubiera goteado desde los bordes de los cubos y se hubiera secado en el sitio. Sabía que consistían de diversas formas de azufre y compuestos de azufre. El papel jugado por el agua en la Tierra, el hielo en Encélado, y el metano en Titán, era representado por el azufre allí; habían aterrizado en una luna sulfúrica.

Por aquí y por allá vapor subía desde la superficie. Francesca le pidió a Hayato el aparato de visión nocturna y, usando la vista de infrarrojo, vio puntos calientes desperdigados por todas partes. Tuvo que reducir el brillo del aparato de visión nocturna para evitar verse cegada. En algunos puntos, las temperaturas alcanzaban casi los dos mil grados, y una ancha y cálida banda surgía del norte, girando hacia el sureste. Francesca la siguió con sus binoculares. La estructura, probablemente una corriente de lava, fluía dentro del cráter que también era su destino. El cráter parecía estar rodeado por montañas a lo largo de solo dos tercios de su circunferencia, y esos se interponían en su camino.

La sima ante ellos revelaba las múltiples capas que conformaban la delgada corteza de Ío. Francesca casi se sintió avergonzada por estar mirando fijamente las entrañas de la amante de Zeus. Casi un kilómetro y medio yacía abierto, y quizá podrían extraer de esa herida abierta los minerales que necesitaban para sobrevivir. Eso iba a ser divertido, pero no en el buen sentido, porque alguien tendría que bajar por una cuerda a más de mil metros de profundidad. Como no había atmósfera, no había velocidad terminal de cincuenta y cuatro metros por segundo como la que se alcanzaba en la Tierra. Si alguien caía desde esa altura, descendería cada vez más rápido, y pronto podría alcanzar la velocidad del sonido terrestre: trescientos cuarenta y tres metros por segundo, mientras iba en caída libre a pesar de la baja gravedad en Ío.

Francesca se giró en redondo. Hayato parecía aburrido, inquieto. Ella le saludó con la mano.

—Fantástica vista. De verdad que te lo has perdido.

Él solo musitó algo que no era una respuesta y continuaron su viaje. Pronto llegaron a la cordillera montañosa. Resultó no ser tan problemático. Principalmente tenían que tener cuidado de no rasgar sus trajes con las duras rocas, las cuales en ausencia de clima no mostraban ninguna señal de estar más lisas por la erosión. Francesca se detuvo en el punto más alto del montón de rocas y realizaron un examen visual de lo que yacía delante de ella. La vista era absolutamente arrebatadora. «Este es el aspecto que debía haber tenido la Tierra en la antigüedad, antes de que los suaves verdes y las fríos azules cambiaran su carácter», se maravilló.

Le hizo una señal a Hayato para que se situara junto a ella, y esta vez aceptó su invitación. Vieron un anillo de escarpadas montañas que arrojaban largas y duras sombras en primer plano, respaldadas por una especie de halo del cielo negro. Faltaba el segmento del noroeste, y desde allí fluía una brillante corriente hacia la redonda caldera, con gases ondulando por encima. La corriente terminaba poco antes de llegar al centro del cráter, ni siquiera a quinientos metros de un lago lleno de un líquido rojo amarillento. Un riachuelo de este líquido parecía correr desde la corriente de lava hasta el lago. Francesca intentó ver detalles adicionales con sus prismáticos, pero la imagen estaba borrosa. Ío no tenía atmósfera, pero eso no parecía ser totalmente cierto por encima del lago y la lava. De otro modo la imagen sería más precisa.

—Tenemos que acercarnos más —dijo ella. Hayato interpretó eso como una petición y comenzó el descenso. A Francesca le habría gustado disfrutar de la vista panorámica un poco más. Le parecía como si ya la hubiera visto antes, como si estuviera profundamente incrustada en el subconsciente colectivo de la humanidad, pero ¿cómo podía ser posible?

El ingeniero ya estaba cincuenta metros por delante cuando finalmente consiguió despegarse de la cautivadora vista. El descenso fue incluso más fácil que la subida, así que llegaron al fondo del cráter tras solo quince minutos. Cuando se alejaron de la sombra de una colina más pequeña, Francesca notó que la superficie parecía diferente allí. Era negra, casi como si se hubiera quemado, y parecía haber sido viscoso no hacía mucho, pero las apariencias engañaban.

Hace varios millones de años un gran objeto podría haber impactado allí, provocando que la delgada corteza de Ío se abriera. Francesca se lo imaginó como una herida sangrante donde magma ardiente se habría derramado, gradualmente llenando el agujero formado por el asteroide. La herida nunca parecía haberse curado o cerrado por completo, porque si lo hubiera hecho, el centro del cráter ya no estaría tan caliente. La razón era con toda probabilidad la lava que fluía desde el norte y que había encontrado en algún momento su camino dentro del cráter. Su peso presionaba más y más sobre la delgada postilla sobre la herida, obligándola a descender y aumentando la presión en el embalse bajo la superficie, exprimiendo así más material derretido.

Tales procesos eran rara vez posibles en la Tierra esos días; ella lo sabía, ya que el magma caliente se enfriaba más rápido debido a la influencia de la atmósfera de la Tierra. Hacía cuatro mil millones de años las cosas en la Tierra habían sido probablemente bastante diferentes, y los primeros predecesores de la vida debían haberse formado bajo similares condiciones inhóspitas. ¿Qué podría estar sucediendo allí en Ío? ¿Tenía algo que ver con ello la advertencia enviada por la criatura de Encélado?

Ella miró por los binoculares y activó el telémetro para indicar la distancia.

—Hay doce kilómetros hasta el lago de lava.

Hayato solo asintió y siguió caminando. «La verdad es que es duro», pensó ella, mirándole con admiración. «No muestra ningún signo de fatiga. Y no se queja como Martin». Corrió tras Hayato.

Unos seis kilómetros más tarde hicieron un descanso. La parte flexible del traje espacial de Francesca le irritaba el interior de los muslos. Hayato se sentó sobre un peñasco negro que le llegaba a la cadera, abriendo mucho las piernas. Ella vio por su visor que él estaba bebiendo líquido por una pajita.

—¿También te están molestando? —Señaló a sus muslos.

Hayato asintió con una risita, y se atragantó con su bebida.

—Creo que es por los saltos —dijo cuando pudo volver a hablar—. Cuando despegas, el tejido es empujado hacia abajo por la gravedad, pero cuando aterrizas vuelve a comprimirse.

—¿No es lo mismo que cuando caminamos?

—Sí, pero en menor grado. Si continuamos así, nuestra piel quedará descarnada.

—Sería agradable tener algo de crema.

Hayato señaló el cierre que proporcionaba la conexión hermética entre las partes superior e inferior del traje espacial.

—Claro, si quieres quitarte la parte de abajo por un momento…

Francesca pensó en ello seriamente. No funcionaría con este tipo de traje espacial, pero ¿y si la parte superior del traje estuviera construida para fusionarse con el cuerpo?

—Supongamos que el HUT se apoyara aquí —dijo ella, señalando la zona de su ombligo—, formando una conexión hermética sobre mi piel. Entonces podría quitarme la parte inferior.

—La conexión hermética también podría estar aquí arriba —dijo Hayato, apuntando a su garganta—. Solo tu cabeza necesita oxígeno y presión del aire normal.

—En realidad podría hacer pis de un modo normal —dijo Francesca. A ella le gustaba la idea, en particular ya que estaba segura de que tendría que usar su ropa interior y su pañal para ese propósito durante las próximas horas.

—Sexo en la luna… ¡imagínalo! Las posibilidades son infinitas —Hayato se estaba riendo.

—Pero sin besarse.

—Bueno, ¿quién quiere besos, considerando lo raro que es que tengamos la oportunidad de practicar la higiene corporal?

Ella le dio una palmada a Hayato en el hombro. Era divertido estar con él. Poco a poco había llegado a comprender por qué Amy se había enamorado de este tipo.

—Vamos a continuar —dijo ella.

Continuaron la marcha. Aún les quedaba una buena hora de caminata por delante e iban según el horario, así que se olvidaron de los dolorosos saltos. Para entonces el suelo ya no era negro, sino que seguía pasando por una variedad de colores. Estaban atravesando una franja con cristales que brillaban al sol: probablemente otra forma del azufre. Ella pareció percibir un olor sulfuroso, sabiendo que tenía que ser producto de su imaginación.

Hayato paró de repente y Francesca se dio cuenta de inmediato de la causa: a unos ciento cincuenta metros de distancia había lo que parecía ser el borde de un campo de golf. «¡Qué verdes tan hermosos!», pensó con asombro.

—Debe de ser olivino —dijo Hayato.

Francesca caminó rápidamente hacia él. De cerca vio que en realidad no crecía hierba allí. El suelo seguía cubierto con pequeñas piedras, pero el sustrato consistía de un material diferente. Saludó con la mano a su acompañante y luego continuó su camino.

Al cabo de un rato, Hayato dijo:

—Tu idea de hace un momento, con el traje espacial separable, tiene un gran problema. Si expones tu piel desnuda a un vacío, el punto de ebullición del agua en tus células cae por debajo de los treinta y siete grados. El agua se evapora y las células explotan. Eso es extremadamente doloroso y se mueve internamente a través de las capas de piel.

—Ya lo sospechaba —dijo Francesca.

—Podrías tener un traje a presión diseñado para que quede muy ceñido, pero todo el cuerpo sigue permaneciendo presurizado. Lo siento.

—Entonces nada de mear de verdad.

—Yo lo lamento tanto como tú —dijo Hayato.

Para entonces, la corriente de lava hacia la que se dirigían había aumentado considerablemente. Su forma le recordaba a Francesca más a un glaciar, solo que no era agua congelada la que avanzaba despacio, sino roca viscosa. Antes de acercarse lo suficiente para examinar este glaciar de magma, primero se encontraron con el lago.

—Cuidado, Hayato —dijo ella—. No es un lago normal.

—Vale pues —dijo él sin aspavientos. Caminó con pequeños pasos hacia la orilla, la cual estaba a diez metros de distancia—. Más vale que esperes a una distancia suficiente, Francesca. No quiero que los dos nos pongamos en peligro. Ya tengo las herramientas conmigo —dijo él, señalando la bolsa sobre su hombro. Por supuesto que tenía razón al decir que ella debería quedarse atrás.

Ella notó que este no era un lago en cualquier sentido terráqueo normal. Sabían que consistía de azufre, que se derrite en su estado puro a unos ciento quince grados. Francesca sacó los prismáticos y miró al centro del lago. Allí parecían surgir burbujas de la masa líquida, mientras que en el borde todo estaba en calma. Pero ¿dónde estaba exactamente el borde? La temperatura de la superficie de Ío de ciento cincuenta grados bajo cero enfriaba constantemente el lago de azufre en los bordes, solidificando el azufre allí. Como siempre se proporcionaba calor desde abajo, la escena parecía un lago helado de la Tierra que se estuviera descongelando despacio. Estantes sólidos se formaban a lo largo de la «orilla», por debajo de la cual había azufre líquido.

—Por favor, cuidado con el terreno, Hayato. —La petición de Francesca sonó temerosa sin proponérselo. «No, no fue sin proponérmelo», pensó. «Tengo miedo por él».

—Lo sé, podría atravesarlo —contestó—. Pero siempre y cuando tú estés en terreno seguro, podemos arriesgarnos.

—Es bueno que lo sepas. Incluso sería mejor si dejaras de caminar por ahí. —Ella le vio dar un rápido salto hacia atrás—. Yo…

—Ha estado cerca —dijo. Antes de dar el siguiente paso, probó solo con un pie para ver si el suelo era sólido—. Otros dos metros, estimo.

—¿Tienes que hacer esto?

—Necesitamos recoger muestras. Y por eso estamos aquí.

—Vale, tienes razón. Me callo.

Francesca le vio sacar una vara telescópica de la bolsa y enroscar un contenedor de muestras en la punta. Entonces Hayato extendió la vara en toda su longitud e intentó llegar al líquido sulfúrico, pero la distancia seguía siendo demasiado grande.

—Mierda —dijo.

Francesca reprimió toda respuesta. No quería ponerle nervioso.

Hayato se acercó hacia delante con firmeza. Deslizaba su pie derecho y luego apoyaba su peso en él poco a poco, seguido del deslizamiento de su pie izquierdo hacia delante, todo realizado tan despacio que casi parecía estar representando una extraña pantomima.

—Bueno, espero que esto sea lo bastante lejos…

Extendió una vez más la vara con el contenedor hacia el lago. ¡Esta vez funcionó! El contenedor se metió en el lago y se llenó con su agua. Hayato tiró de la vara hacia atrás y la encogió, cerró el contenedor, y puso todo dentro de su bolsa.

Luego se giró en redondo cuidadosamente.

—¿Cómo he llegado aquí? —Su pregunta sonó bastante inocua.

Francesca contuvo la respiración.

—No presté atención.

—No está lejos. Mantén la calma. —Una vez más, Hayato empujó un pie tras otro a través del fino hielo. Estaba quizás a unos ocho metros de la zona que era definitivamente segura—. Un paso después del otro —dijo.

Francesca admiraba su estoicismo. «Uno, dos, tres pasos», contó en silencio mientras él se acercaba más a la zona segura. «¿Ese sonido era un crujido? Sería imposible oír en un vacío», pensó, pero el pie de Hayato desapareció a cámara lenta dentro del azufre líquido. Intentó sacarlo.

—Maldición, esta pringue es tan pegajosa como un chicle —dijo mientras intentaba sacar el pie del fango.

Su bota estaba ahora atascada a unos diez centímetros de profundidad, y Francesca bajó la mirada hacia sus propios pies con frenesí. La bota, que formaba parte de la sección dura del traje espacial, tenía como mucho quince centímetros de altura. Por encima solo había tejido, con mucho menos potencial de aislamiento.

A Hayato solo le quedaban unos segundos, así que Francesca echó a correr a toda velocidad. Alcanzó al ingeniero, se agarró a la tiranta de su bolsa, y tiró de él hacia la zona segura con todas sus fuerzas. Su pie se liberó. El brusco impulso le hizo tambalearse sobre sus piernas cuando la bolsa tiró de él hacia ella, cayó de su hombro, y golpeó el suelo. Por desgracia, Francesca no pudo mantenerse erguida y ambos cayeron de cara sobre la superficie del lago.

Francesca miró alrededor. Estaba a salvo allí.

—Gracias —dijo Hayato—. Ha estado cerca. —Intentó levantarse, pero volvió a caerse de culo.

Francesca se arrodilló junto a él.

—¿Todo bien? —preguntó.

Hayato asintió, pero no dijo nada. Estaba respirando con dificultad. «Debe de ser el shock», sospechó. Miró su bota, la que había estado atascada en el azufre.

—Estira la pierna.

Hayato siguió sus órdenes.

—Todo va bien —dijo él entonces, sonando algo sorprendido.

Francesca echó otro vistazo a su bota: estaba cubierta por una capa de azufre endurecido. Ella lo desmenuzó con cuidado y retiró los trozos, y por debajo encontró tejido sin dañar.

—Se ve bien —dijo ella—. Parece estar relativamente bien.

—Se supone que la bota soporta temperaturas de hasta trescientos grados —dijo Hayato—, pero más vale no comprobarlo.

Francesca se levantó.

—Bueno, acabamos de hacerlo —dijo ella mientras miraba en torno a sí. Hayato había acercado la bolsa de herramientas hacia él. «Bien, así que esta maniobra arriesgada no ha sido en vano», pensó.

—Tómate tanto tiempo para descansar como necesites, y entonces continuaremos. —Francesca notó que ella misma había comenzado a sudar. Su corazón estaba latiendo más rápido que nunca.

—Estoy bien —dijo Hayato. Se levantó con cuidado.

—¿Algún dolor?

Él sacudió la cabeza.

—Bien —contestó ella—. Sugiero que pasemos junto al lago por la derecha, a una distancia segura, hasta que lleguemos a la corriente de lava. Está un poco más lejos de ese modo, pero entonces no tendremos que cruzar el riachuelo que conecta la lava y el lago.

—Más nos vale mantenernos alejados del azufre líquido de ahora en adelante.

—De acuerdo. Pero ¿sabes que el magma en la corriente no está a solo ciento veinte grados? Está a más de mil grados.

—Bueno, está bien saberlo —dijo él.

Comenzaron a caminar cogidos de la mano, pero a Francesca no le resultó extraño, ni lo más mínimo. Hayato era un buen amigo.

Llegaron a la corriente unas dos horas más tarde. Mientras tanto, Francesca había conseguido pasar del momento que más temía, aun cuando había sido astronauta durante mucho tiempo: orinó en su pañal. Seguía siendo un reto para ella, sin embargo, y cuando necesitó hacerlo le pidió a Hayato que caminara unos pasos por delante.

El glaciar de lava refulgía delante de ellos bajo la luz del sol; para entonces el sol ya había alcanzado su cénit. Cuanto más se acercaban a la formación, menos se parecía a algo que pudiera encontrarse en la Tierra. Cada vez parecía más alienígena en aspecto, como un gran y gordo gusano comiéndose todo en su camino. El gusano estaba alimentado por un lejano volcán, de un tipo no encontrado en la Tierra: un simple agujero en el suelo que rezumaba lava. Querían tomar muestras allí también, porque sería interesante por dos razones. Una se debía al mensaje de Encélado. La otra era que la corriente contenía minerales derretidos de lo más profundo de la corteza de Ío, y podrían necesitarlos para la supervivencia.

—Ahora me toca a mí —dijo Francesca. Hayato no respondió, así que sencillamente le retuvo sujetándole por la tiranta de la bolsa de herramientas. Hayato entonces tiró de la bolsa.

—¿De verdad quieres enfadarme? —rio Francesca, ya que el delgado Hayato debía saber con seguridad que no tenía ninguna oportunidad contra ella en un conflicto físico. Y se rindió, pero entonces volvió a tirar de la tiranta cuando ella aflojó su agarre.

—Esta vez no, amigo mío —dijo ella, sujetando la bolsa al fin.

—¡Ten cuidado! —le avisó Hayato. Esta vez se mantuvo a una distancia segura mientras ella se acercaba a la corriente de lava. Sin embargo, el material de la corriente no parecía derretido para nada. Ella retiró de inmediato el contenedor para muestras que ya había preparado.

—Esta cosa es dura como la piedra —dijo por el micrófono.

—Eso era de esperar —replicó Hayato—. Tiene un nivel de viscosidad muy alto, o de otro modo la corriente habría llegado al lago hace mucho. No puede estar moviéndose más que unos centímetros cada año.

—Genial. ¿Y de dónde conseguimos nuestras muestras ahora? —se preguntó Francesca en voz alta.

—Podríamos taladrar un agujero —sugirió Hayato.

—¿Cómo íbamos a taladrar un agujero?

—Tu bolsa contiene un taladro.

—El material es duro como la piedra, así que tardaría mucho —dijo ella—. ¿No hay un método más rápido?

—C4.

—¿Explosivos, Hayato?

—Sí, C4. También está en la bolsa.

—¿En la bolsa que dejaste caer antes?

—Sí, pero en realidad no hay nada de lo que preocuparse. Podrías golpear ese material con un martillo y no pasaría nada. Durante el entrenamiento usamos una vez dos cartuchos de C4 como combustible para hacer una hoguera para cocinar.

—¿Y cómo hacemos que explote? —preguntó.

—Con detonadores.

—¿También en la bolsa?

—Correcto.

Francesca rio.

—No importa lo que pregunte, está en la bolsa, ¿verdad?

Hayato no respondió al instante, pero entonces preguntó:

—¿Debería hacerme cargo?

—No —contestó ella, ya que ya había encontrado el explosivo y el detonador. Una hoja de instrucciones estaba pegada al C4, y ella siguió con presteza los pocos pasos descritos allí.

—Terminado.

—Y ahora sujétalo a la corriente de lava —instruyó Hayato.

Francesca se acercó al feo gusano, y ella sintió al instante el calor que irradiaba.

—No puedo acercarme a más de dos metros —dijo ella.

—Eso es malo —dijo Hayato—. Aquí no hay onda expansiva. El explosivo debe estar en contacto directo.

—¿Crees que podría empezar a arder en vez de explotar? Ahora mismo estoy midiendo más de mil grados.

—No si el detonador se dispara antes.

—¿El detonador es más sensible?

—Sí, por supuesto, pero no te preocupes, Francesca, no haría más que arrancarte uno de tus dedos.

—Estás de broma, ¿verdad? —preguntó ella con ligera trepidación.

Hayato no dijo nada. Francesca cogió el explosivo y el detonador y, usando cinta americana que sacó también de su bolsa de herramientas, pegó el explosivo a la punta de la vara telescópica.

—Dijiste que no habría onda expansiva, ¿correcto?

—Sí. ¿Qué planeas hacer?

—No importa —replicó Francesca. Cogió la vara, que tenía unos tres metros de largo, y la colocó erguida a una distancia de dos metros y medio.

—Cuidado, sucederá en un momento —dijo ella. Luego soltó la vara, dándole un ligero empujón en dirección a la corriente de lava, mientras que saltaba al mismo tiempo tan lejos como le fuera posible del lugar de la explosión. Aterrizó de rodillas a unos siete metros de distancia. Sintió el suelo vibrar y una brillante luz parpadeó en el oscuro cielo. Luego todo volvió a quedarse en calma.

—Creo que eso fue todo —dijo ella.

Hayato ya no podía quedarse atrás y corrió hacia ella.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Francesca.

Él miraba los efectos de la pequeña explosión.

—Tenemos que actuar con rapidez —dijo él—. Veo una pequeña grieta que podemos usar para extraer nuestras muestras. Dame la vara.

—La vara está… eh… —Francesca señaló los fragmentos en el suelo.

Hayato miró lo que quedaba y dijo:

—Oh vaya, entonces dame la vara de repuesto.

—La vara de repuesto… Está en la bolsa, ¿a qué sí? —dijo con socarronería.

—En la bolsa. ¿Dónde si no?

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