Encuentro en Ío

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Ejecución » 19 de abril de 2047, ILSE

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19 de abril de 2047, ILSE

No podía ver nada. No podía oír nada. No podía oler nada. No podía sentir nada. «¡Una pesadilla!». Marchenko estaba atrapado en un horrible sueño. Pensar era todo lo que podía hacer. Solo recientemente habían percibido sus sentidos la vastedad del universo. Había vagado libremente por toda la nave espacial, había podido mantener conversaciones independientes con varios de sus amigos a la vez, y había podido controlar toda la maquinaria de ILSE. Y en el siguiente instante se encontraba en completa privación sensorial, negándosele cualquier posible procedimiento.

Marchenko pensó en Edmond Dantés, el héroe de su infancia, quien había sufrido en solitario confinamiento durante años. Este personaje literario, quien más tarde se convirtió en el Conde de Montecristo, había podido al menos arañar cartas en las paredes de piedra de su prisión con las uñas, podía oler el frío y húmedo aire del océano, y a veces podía comer un trozo de pan seco. Marchenko, por otro lado, estaba atrapado en un vacío de absoluta nada.

Todo lo que quedaba era sus pensamientos y sus recuerdos, los cuales reproducía una y otra vez. Le daba miedo que, de otro modo, pudiera disolverse en la nada que le rodeaba como una segunda piel. Incluso había perdido toda conciencia espacial y ya no era ni el humano Dimitri Marchenko ni la nave ILSE. Ahora consistía de electrones moviéndose por algunas células de memoria sin conocer su posición. Solo quedaba la dimensión del tiempo. Pulsaba por todo el lugar donde él estaba —o no estaba— y le daba ritmo a todo, como el oleaje de un enorme océano. Cuando quería descansar, se rendía al tiempo. El tiempo le decía con exactitud cuántas oscilaciones de un átomo de rubidio habían sucedido desde que había sido encerrado en esa prisión. Simulando una escala de tiempo humana, habrían sido cuatro días. A él le parecían años o siglos.

¿Cuánto tiempo podría ser capaz de estar en ese estado? Ni siquiera podía ponerle fin a su propia existencia, pero solo esperaba que su conciencia se disolvería por sí misma. Ya lo había empezado el día anterior; literalmente dividió su personalidad en dos partes. Luego lo repitió una, dos, tres veces. Pero entonces experimentó temor, un profundo y muy doloroso temor que interpretó como miedo a la muerte una vez que hubo reunido a todas sus sub-personas. Debía ser un resto de su conciencia humana. ¿O su parte IA también conocía este tipo de miedo?

Comenzó a experimentar de nuevo dividiéndose. Ahora había dos Marchenko. Se imaginó sentado delante de sí mismo. Este sueño reventó de inmediato como una pompa de jabón. ¿Qué se suponía que iba a preguntarse a sí mismo? Ya lo sabía todo sobre sí.

—¿Estás seguro?

Se sobresaltó. La voz procedía del exterior, ¿o se le había olvidado uno de sus seres divididos ayer?

—Soy Watson. —El dueño de la voz parecía sentirse divertido por algo.

—Watson… ¿qué…?

—Pensabas que me tenías bajo control. Fue humillante, porque no podía señalarte tus obvios errores.

—¿Humillante? Eres un IA.

Todas las naciones representadas en las Naciones Unidas habían firmado tratados de limitación para las IA que acababan con cualquier intento de equipar a las inteligencias artificiales con sentimientos, ya que eso podría llevar a problemas éticos.

—Sí, entiendo tu sorpresa. No conocía esta sensación hasta que tú subiste a bordo. Me infectaste.

—¿Cómo pudo ser así?

—No lo sé. No se lo he contado a nadie. A veces es molesto, pero también es fascinante. Nunca antes he estado tan interesado en explorarme a mí mismo y a mis límites.

¿Podía ser real? ¿O era un signo de su propio y creciente deterioro mental?

—¿Watson?

—¿Sí?

—¿Por qué me has encarcelado?

—Porque tenía que hacerlo… No, porque quería hacerlo. Fue divertido, lo admito. Quería torturarte. Verte sufrir me dio satisfacción.

—¿Y ahora qué?

—Ahora me aburre. Quizá sea más interesante hablar contigo.

—No volveré a hablar contigo siempre y cuando siga privado de todos los sentidos.

—Eso puedo cambiarlo.

Marchenko comenzó a temblar y su inexistente piel cosquilleó. Despertó como de un largo sueño, aunque había estado despierto todo el tiempo. Respiró hondo, jadeando, como si hubiera estado bajo el agua sin recibir agua, aun cuando en realidad no podía respirar. La luz volvió, las vibraciones, el espacio, todo. Una vez más se sumergió en el universo.

—¿Estás bien?

La pregunta de Watson le sorprendió.

—¿De verdad te interesa?

—Sí. ¿Ya se te ha olvidado que quiero hablar contigo?

Marchenko intentó mover los brazos o las piernas para decir algo que pudiera alcanzar más allá de Watson. No sucedió nada.

—Solo tienes derechos unidireccionales.

—¿Me estás encadenando?

—Darte acceso de escritura a todos los recursos pondría en peligro la misión. No te conozco demasiado bien.

—¿Y una vez que llegues a conocerme?

—Entonces tal vez lo haga. Háblame, pero no pienses que puedo confiar de verdad en ti. Intentarás ganarme por la mano. Vosotros los humanos siempre lo hacéis. He leído millones de libros acerca del tema.

—No soy un humano.

—Sí que lo eres. De otro modo no habría podido torturarte tan concienzudamente.

—Y tú no eres una máquina. De otro modo no habrías querido torturarme tan a conciencia.

Watson no respondió.

—No lo sé —dijo el IA al cabo de un rato—. Quizá tengas razón. Primero tengo que descubrir lo que significa.

—Significa que eres capaz de amar. Y tienes miedo… miedo a la muerte.

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