En llamas

En llamas


I: La chispa » 4

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Caminamos trabajosamente de vuelta al tren, en silencio. Cuando llegamos a mi puerta, Haymitch me da una palmadita en el hombro y dice:

—Podría ser mucho peor, ya lo sabes.

Después se va a su compartimento, llevándose consigo el olor a vino.

En mi cuarto me quito las zapatillas, la bata y el pijama, porque todo está mojado. Hay más en los cajones, pero me meto debajo de las mantas de la cama en ropa interior y me quedo mirando la oscuridad, pensando en mi conversación con Haymitch. Todo lo que ha dicho es cierto: las expectativas del Capitolio, mi futuro con Peeta e incluso su último comentario. Por supuesto que acabar con Peeta no es lo peor que podría pasarme, ni mucho menos, aunque ésa no es la cuestión, ¿no? Una de las pocas libertades que tenemos en el Distrito 12 es el derecho a casarnos con quien queramos o a no casarnos, y hasta eso me lo han quitado. Me pregunto si el presidente Snow insistirá en que tengamos hijos. Si los tenemos, tendrán que enfrentarse a la cosecha todos los años, y ¿no sería emocionante ver cómo seleccionan al hijo no de un vencedor, sino de dos? Los hijos de los vencedores han salido elegidos varias veces. Atrae mucho a la gente, que comenta que la suerte no está de parte de la familia. Sin embargo, sucede con demasiada frecuencia para que se trate de mala suerte. Gale está convencido de que el Capitolio lo hace a propósito, que amaña el sorteo para que sea todo más dramático. Teniendo en cuenta todos los problemas que he causado, seguro que cualquier hijo mío tendrá garantizado un sitio en los Juegos.

Pienso en Haymitch, soltero, sin familia, escondiéndose del mundo en la bebida. Podría haber tenido a cualquier mujer del distrito y, sin embargo, eligió la soledad. No, la soledad no, eso suena demasiado idílico. Más bien eligió la reclusión solitaria. ¿Era porque, después de pasar por la arena, sabía que la alternativa sería peor? Yo disfruté de un anticipo de esa alternativa cuando dijeron el nombre de Prim el día de la cosecha y la observé acercarse al escenario, camino de su muerte. Pero, al ser mi hermana, podía ocupar su lugar, una opción que no le estaba permitida a mi madre.

Le doy vueltas como loca a la cabeza en busca de una solución. No puedo dejar que el presidente Snow me condene a esto, aunque signifique quitarme la vida. En cualquier caso, antes de llegar a eso, intentaría huir. ¿Qué harían si desapareciese sin más? ¿Si desapareciese en el bosque y no volviera? ¿Podría llevarme a todos mis seres queridos y empezar una nueva vida en la naturaleza? Bastante improbable, aunque no imposible.

Sacudo la cabeza para despejarme. No es el mejor momento para idear huidas demenciales, tengo que concentrarme en la Gira de la Victoria. El destino de muchas personas depende de que ofrezca un buen espectáculo.

El alba llega antes que el sueño, y Effie empieza a llamar a la puerta. Me pongo la primera ropa que veo en el cajón y me arrastro hasta el vagón comedor. No entiendo qué más da a qué hora me levante, ya que viajaremos todo el día, pero resulta que los arreglos de ayer solo eran para llevarme hasta la estación. Hoy me toca la sesión completa.

—¿Por qué? Hace demasiado frío para lucirme —gruño.

—En el Distrito 11 no —responde Effie.

El Distrito 11, nuestra primera parada. Preferiría empezar por otro, ya que éste era el hogar de Rue. Sin embargo, así es como funciona la Gira de la Victoria. Normalmente comienza en el 12 y avanza en orden descendente hasta el 1, seguido del Capitolio. El distrito vencedor se salta y se deja para el final. Como el 12 suele tener la celebración menos fastuosa (normalmente se trata de una cena para los tributos y una concentración en la plaza, donde nadie parece pasárselo bien), supongo que prefieren quitarnos de en medio lo antes posible. Este año, por primera vez desde que ganara Haymitch, la última parada de la gira será el 12, y el Capitolio se volcará en las festividades.

Intento disfrutar de la comida, como me dijo Hazelle. Está claro que el personal de cocina quiere agradarme, porque me han preparado mi estofado favorito de cordero con ciruelas, entre otros manjares. Zumo de naranja y una cafetera llena de chocolate caliente me esperan en la mesa. Así que como mucho y la comida es perfecta, pero no la disfruto. También me molesta que nadie, salvo Effie, haya llegado todavía.

—¿Dónde está todo el mundo? —pregunto.

—Bueno, vete a saber dónde está Haymitch —responde Effie. La verdad es que a él no lo esperaba, porque seguramente estará acostándose en estos momentos—. Cinna trabajó hasta tarde para organizar tu vagón de ropa. Debe de tener más de cien trajes para ti. Tu ropa de noche es exquisita. Y es probable que el equipo de Peeta siga dormido.

—¿Él no necesita prepararse?

—No como tú.

¿Qué quiere decir? Pues que al final me paso la mañana dejando que me arranquen el pelo del cuerpo, mientras Peeta duerme como un tronco. No había pensado mucho sobre el tema, pero en la arena al menos algunos de los chicos se quedaron con su vello corporal; las chicas no. Ahora recuerdo el momento en que bañé a Peeta junto al arroyo. Estaba muy rubio bajo la luz del sol, una vez eliminados la sangre y el barro; solo la cara permanecía completamente suave. A ninguno de los chicos le creció la barba, y muchos tenían la edad suficiente. Me pregunto qué les hicieron.

Estoy destrozada, y mi equipo de preparación se encuentra en peores condiciones, bebiendo café tras café y compartiendo pildoritas de colorines. Por lo que veo, nunca se levantan antes de mediodía, a no ser que se trate de una emergencia nacional, como el vello de mis piernas. Lo cierto es que me alegré mucho cuando volvió a crecerme, como si fuese una señal de que las cosas regresaban a la normalidad. Me acaricio la suave pelusilla rizada por última vez y me entrego al equipo. No empiezan con su charla habitual, así que oigo cómo arrancan cada uno de los pelos de sus folículos. Tengo que meterme en una bañera llena de una solución espesa y apestosa, mientras me cubren la cara de cremas. Después me meten en otros dos baños, con mejunjes menos desagradables. Me depilan, restriegan, masajean y untan hasta dejarme en carne viva.

Flavius me levanta la barbilla y suspira.

—Es una lástima que Cinna no permita ninguna alteración.

—Sí, podríamos hacerte algo muy especial —añade Octavia.

—Cuando sea mayor —dice Venia, casi en tono lúgubre—. Entonces tendrá que dejarnos.

¿Dejarlos hacer qué? ¿Hincharme los labios para que sean como los del presidente Snow? ¿Tatuarme los pechos? ¿Teñirme la piel de magenta e implantarme gemas en ella? ¿Grabarme diseños decorativos en la cara? ¿Ponerme garras arqueadas? ¿O bigotes de gato? Vi todas esas cosas y más entre los ciudadanos del Capitolio. ¿De verdad no se dan cuenta de lo monstruosos que nos parecen a los demás?

La idea de quedar a merced de los caprichos estéticos de mi equipo de preparación no es más que otra desgracia que se suma a las que ya luchan por mi atención: mi cuerpo maltratado, la falta de sueño, mi inevitable matrimonio y el terror de no ser capaz de satisfacer las exigencias del presidente. Cuando llego al comedor, donde Effie, Cinna, Portia, Haymitch y Peeta han empezado sin mí, estoy demasiado agobiada para hablar. Están poniendo la comida por las nubes y no dejan de hablar de lo bien que se duerme en los trenes. Todos parecen entusiasmados con la gira; bueno, todos menos Haymitch, que soporta la resaca mientras le da pellizquitos a una magdalena. Yo tampoco tengo mucha hambre, ya sea porque esta mañana me he atiborrado de platos pesados o porque estoy muy triste. Le doy vueltas a un cuenco de caldo, aunque solo me tomo un par de cucharadas. Ni siquiera puedo mirar a Peeta, mi futuro marido, a pesar de que sé que no es culpa suya.

La gente se da cuenta e intenta meterme en la conversación, pero me los quito de encima. En cierto momento el tren se detiene y nuestro ayudante nos informa de que no es una parada para repostar: se ha estropeado una pieza del tren y deben reemplazarla. Necesitarán al menos una hora. Eso hace que a Effie le dé un ataque; saca su horario y empieza a calcular cómo afectará el retraso a todos y cada uno de los acontecimientos del resto de nuestras vidas. Al final no puedo soportar seguir escuchándola.

—¡A nadie le importa, Effie! —le suelto. Todos me miran, incluso Haymitch, con el que yo creía poder contar, ya que sé que Effie le destroza los nervios. Me pongo de inmediato a la defensiva—. ¡Es verdad, no le importa a nadie! —exclamo; después me levanto y salgo del vagón.

De repente, el tren me parece sofocante y, sin duda, me noto mareada. Busco la puerta de salida, la abro a la fuerza (disparando alguna alarma, a la que no hago caso) y salto al andén, esperando caer sobre nieve. Sin embargo me encuentro con un aire cálido y suave. Los árboles todavía tienen hojas verdes. ¿Tan al sur hemos llegado en un solo día? Camino junto a las vías, entrecerrando los ojos para protegerme de la brillante luz del sol y arrepintiéndome de haberle hablado así a Effie. La verdad es que ella no tiene la culpa de mis problemas. Debería regresar para disculparme, porque mi exabrupto ha sido el colmo de los malos modales, y los modales son algo que a ella le importa muchísimo. Sin embargo, mis pies siguen caminando hasta llegar al final del tren y dejarlo atrás. Un retraso de una hora. Puedo andar al menos veinte minutos en una dirección y volver con tiempo de sobra. En vez de hacerlo, al cabo de unos doscientos metros me dejo caer al suelo y me siento, con la mirada perdida en el horizonte. De haber tenido arco y flechas, ¿habría seguido avanzando?

Al cabo de un rato oigo pasos detrás de mí. Será Haymitch que viene a regañarme. Aunque me lo merezco, no quiero oírlo.

—No estoy de humor para un sermón —le digo, con la vista fija en las malas hierbas que tengo junto a los zapatos.

—Intentaré ser breve —responde Peeta, antes de sentarse a mi lado.

—Creía que eras Haymitch.

—No, sigue trabajando en esa magdalena —contesta, y observo cómo coloca su pierna artificial—. Mal día, ¿eh?

—No es nada.

—Mira, Katniss —dice, suspirando—, quería hablar contigo sobre mi comportamiento en el tren. Es decir, en el tren anterior, el que nos llevó a casa. Sabía que tenías algo con Gale, ya estaba celoso de él antes de conocerte oficialmente, así que no fue justo pedirte cuentas por algo que pasó en los Juegos. Lo siento.

Su disculpa me pilla por sorpresa. Es cierto que Peeta me dio de lado después de que le confesara que mi amor por él en los Juegos había sido fingido, pero no se lo tomé a mal. En la arena interpreté el romance todo lo que pude, y hubo veces en las que realmente no sabía qué sentía por él. La verdad es que sigo sin saberlo.

—Yo también lo siento —le digo, aunque no sé por qué exactamente. Quizá porque existe una posibilidad muy real de que acabe destruyéndolo.

—No tienes nada que sentir. No hacías más que intentar mantenernos a los dos con vida. Pero no quiero que sigamos así, sin hacernos caso en la vida real y cayéndonos en la nieve cada vez que aparece una cámara. Así que he pensado que si dejaba de comportarme tan…, ya sabes, tan dolido, podríamos intentar ser solo amigos.

Es muy probable que todos mis amigos acaben muertos, y negarme al ofrecimiento de Peeta no lo mantendrá a salvo.

—Vale —contesto. Su propuesta me hace sentir mejor, menos falsa, de algún modo. Habría estado bien que me lo hubiese dicho antes, antes de saber que el presidente Snow tenía otros planes y que ser simplemente amigos ya no bastaría. Sin embargo, me alegro de que volvamos a hablarnos.

—Bueno, ¿qué te pasa? —me pregunta. No se lo puedo decir, así que tiro de la mata de malas hierbas—. Vale, empecemos con algo más básico. ¿No te parece raro que sepa que eres capaz de arriesgar la vida por salvarme…, pero no tenga ni idea de cuál es tu color favorito?

—Verde —respondo, esbozando poco a poco una sonrisa—. ¿Y el tuyo?

—Naranja.

—¿Naranja? ¿Como el pelo de Effie?

—Un poco más apagado. Más como… una puesta de sol.

La puesta de sol. Lo veo de inmediato, el borde del sol que desciende, el cielo surcado de rayos en suaves tonos naranja. Precioso. Recuerdo la galleta con el lirio y, ahora que Peeta me habla de nuevo, estoy deseando contarle toda la historia sobre el presidente Snow. Sin embargo, como sé que Haymitch no querría que lo hiciera, me limito a charlar sin más.

—¿Sabes qué? Todos hablan maravillas sobre tus cuadros. Me da pena no haberlos visto —le digo.

—Bueno, tengo un vagón lleno —me explica, ofreciéndome una mano—. Vamos.

Sienta bien notar de nuevo sus dedos entre los míos, no para fingir, sino con una amistad verdadera. Volvemos de la mano al tren y, en la puerta, lo recuerdo:

—Primero tengo que pedirle disculpas a Effie.

—No te cortes, exagera todo lo que puedas —sugiere Peeta.

Cuando volvemos al vagón comedor, donde los otros siguen comiendo, le ofrezco a Effie una disculpa que a mí me parece excesiva, pero que en su cabeza apenas compensará mi fallo de protocolo. Debo reconocer que la acepta con elegancia. Me dice que está claro que sufro mucha presión, y sus comentarios sobre la necesidad de que alguien esté pendiente del horario solo duran unos cinco minutos. La verdad es que he salido bien parada.

Cuando termina, Peeta me conduce unos cuantos vagones más allá para enseñarme sus cuadros. No sé qué me esperaba, quizá versiones más grandes de las galletas de flores, pero lo que me encuentro es algo completamente distinto: Peeta ha pintado los Juegos.

Algunos no se ven a la primera si no has estado en la arena: agua cayendo a través de las grietas de nuestra cueva; el lecho seco del estanque; un par de manos, las suyas, excavando en busca de raíces. También hay otras imágenes que cualquiera reconocería: el cuerno dorado al que llaman la Cornucopia; Clove ordenando los cuchillos dentro de su chaqueta; uno de los mutos, sin duda el rubio de ojos verdes que tendría que ser Glimmer, rugiendo mientras se acerca a nosotros. Y yo. Estoy por todas partes: en lo alto de un árbol; golpeando una camiseta contra las piedras del arroyo; tumbada inconsciente en un charco de sangre; y una que no logro ubicar (quizá me veía así cuando tuvo la fiebre muy alta), surgiendo de una niebla gris plateada del mismo color de mis ojos.

—¿Qué te parece? —me pregunta.

—Los odio —confieso. Casi puedo oler la sangre, la suciedad, el aliento antinatural del muto—. No hago más que intentar olvidar la arena, y tú la has devuelto a la vida. ¿Cómo recuerdas tan bien los detalles?

—Los veo todas las noches.

Sé a qué se refiere: las pesadillas, que ya me perseguían antes de los Juegos, ahora me acosan cada vez que cierro los ojos. Sin embargo, la más antigua, la de mi padre volando en pedazos en las minas, es menos frecuente. La han sustituido las distintas versiones de lo que pasó en la arena: mi intento fallido de salvar a Rue, Peeta muriendo desangrado, el cuerpo hinchado de Glimmer desintegrándose entre mis manos, el horrible final de Cato con las mutaciones. Ésas son las visitas más frecuentes.

—Yo también. ¿Te ayuda pintarlo?

—No lo sé, creo que me quita un poco el miedo de dormir por la noche, o eso me digo, aunque no se van.

—Quizá no lo hagan. Las de Haymitch no se han ido. —A pesar de que Haymitch no lo diga, estoy segura de que por eso no le gusta dormir a oscuras.

—No, aunque yo prefiero despertarme con un pincel en la mano en vez de con un cuchillo —dice Peeta—. ¿Así que los odias?

—Sí, pero son extraordinarios, de verdad —respondo, y lo son, solo que prefiero no seguir mirándolos—. ¿Quieres ver mi talento? Cinna ha hecho un gran trabajo con él.

—Después —contesta Peeta, entre risas. El tren da una sacudida y veo que los campos avanzan por la ventanilla—. Venga, ya casi estamos en el Distrito 11. Vamos a echar un vistazo.

Nos metemos en el último vagón del tren, donde hay sillas y sofás, y las ventanas traseras se introducen en el techo para dejarte viajar al aire libre y observar mejor el paisaje. Enormes campos abiertos con rebaños pastando. No tiene nada que ver con nuestro hogar, lleno de árboles. Frenamos un poco; cuando creo que se trata de otra parada, veo una valla que se eleva delante de nosotros. Tiene al menos diez metros de altura y está rematada con crueles bucles de alambre de espino, lo que hace que nuestra alambrada del Distrito 12 parezca infantil. Examino rápidamente la base, que está cubierta de enormes placas metálicas. De allí no se podría salir a hurtadillas para cazar. Entonces veo las torres de vigilancia colocadas a intervalos regulares y custodiadas por guardias armados, completamente fuera de lugar entre los campos de flores silvestres que las rodean.

—Esto sí que es nuevo —comenta Peeta.

Por lo que me había contado Rue, ya me imaginaba que las reglas del Distrito 11 se aplicaban con más severidad, pero no estaba preparada para aquello.

Empezamos a ver los cultivos, que se extienden hasta el horizonte. Hombres, mujeres y niños con sombreros de paja para protegerse del sol se levantan, miran hacia nosotros y se toman un momento para estirar la espalda mientras el tren pasa junto a ellos. Veo huertos a lo lejos y me pregunto si allí será donde trabajaba Rue recolectando fruta de las ramas más frágiles y altas de los árboles. Pequeñas comunidades de chozas (comparadas con ellas, las casas de la Veta son un lujo) salpican el paisaje, aunque están todas vacías; deben de necesitar todas las manos disponibles para la recolección.

No se acaba nunca, el tamaño del Distrito 11 me parece increíble.

—¿Cuánta gente crees que vive aquí? —me pregunta Peeta. Sacudo la cabeza. En el colegio dicen que es un distrito grande, nada más; no dan cifras exactas sobre la población. Sin embargo, los chicos que vemos en la tele cada año, esperando al sorteo, tienen que ser una representación de los que de verdad viven aquí. ¿Qué hacen? ¿Tienen sorteos preliminares? ¿Seleccionan antes a los ganadores y se aseguran de que estén entre la multitud? ¿Cómo acabó Rue en aquel escenario, sin nadie más que el viento para presentarse por ella?

Empiezo a cansarme de lo vasto e interminable que es este lugar. Cuando Effie viene para decirnos que nos vistamos, no pongo objeciones. Me voy a mi compartimento y dejo que el equipo de preparación me peine y maquille. Cinna llega con un bonito vestido naranja con hojas de otoño pintadas. Pienso en lo mucho que le gustará el color a Peeta.

Effie nos reúne a los dos y repasa con nosotros el programa del día una última vez. En algunos distritos, los vencedores recorren la ciudad en desfile y los residentes los vitorean, pero en el 11 (quizá porque tampoco hay una ciudad propiamente dicha y las cosas parecen bastante desperdigadas, o quizá porque necesitan a todo el mundo para la recolección) las apariciones públicas se limitan a la plaza. Se celebra delante de su Edificio de Justicia, una enorme estructura de mármol. Aunque en el pasado debió de ser una belleza, el tiempo le ha pasado factura e, incluso en la televisión, se ven las enredaderas que se adueñan de la fachada rota y el hundimiento del tejado. La plaza en sí está rodeada de tiendas cochambrosas, la mayoría abandonadas. Vivan donde vivan en este distrito, no es aquí.

Toda nuestra aparición pública se representará en el exterior, en lo que Effie llama la veranda, es decir, el espacio embaldosado que hay entre las puertas principales y las escaleras, que está cubierto por un techo sujeto con columnas. Nos presentarán a Peeta y a mí, el alcalde del distrito leerá un discurso en nuestro honor y nosotros responderemos con un agradecimiento escrito por el Capitolio. Si un vencedor ha tenido aliados especiales entre los tributos muertos, se considera de buena educación añadir también algunos comentarios personales. Debería decir algo sobre Rue y Thresh, pero cada vez que intentaba escribirlo en casa acababa con una hoja en blanco mirándome a la cara. Me resulta difícil hablar sobre ellos sin emocionarme. Por suerte, Peeta ha preparado algo y, con unas ligeras modificaciones, podría servir para los dos. Al final de la ceremonia nos entregarán algún tipo de placa y podremos retirarnos al interior del edificio, donde nos servirán una cena especial.

Cuando el tren está metiéndose en la estación del Distrito 11, Cinna le da los últimos toques a mi traje, cambiando mi diadema naranja por una dorada y prendiéndole al vestido el broche de sinsajo que llevé en la arena. En el andén no hay comité de bienvenida, sino una patrulla de ocho agentes de la paz que nos dirigen a la parte de atrás de un camión armado. Effie bufa un poco al cerrarse las puertas.

—Ni que fuésemos todos delincuentes —dice.

«Todos no, Effie, solo yo», pienso.

El camión nos deja en la parte de atrás del Edificio de Justicia y nos meten dentro a toda prisa. Huelo que están preparando una comida excelente, pero eso no tapa la peste a moho y podredumbre. No nos dan tiempo para echar un vistazo; mientras nos ponemos en fila para ir a la entrada principal, oigo que empieza a sonar el himno en la plaza. Peeta me da la mano derecha. El alcalde nos presenta y las enormes puertas se abren con un gruñido.

—¡Sonreíd! —ordena Effie, dándonos un codazo. Nuestros pies empiezan a llevarnos hacia delante.

«Ya está, aquí es donde tengo que convencer a todo el mundo de lo mucho que amo a Peeta», pienso. La solemne ceremonia está bastante organizada, así que no sé bien cómo hacerlo. No es momento para besos, aunque quizá pueda meter alguno.

Se oyen grandes aplausos, pero no las respuestas que obteníamos en el Capitolio, nada de vítores, aullidos y silbidos. Cruzamos la veranda hasta que se acaba el techo y nos quedamos en lo alto de unos grandes escalones de mármol, bajo el sol ardiente. Cuando se adaptan mis ojos, veo que los edificios de la plaza están cubiertos de banderas que ayudan a cubrir su mal estado. Está lleno de gente, aunque, de nuevo, solo es una pequeña parte de los que viven aquí.

Como siempre, han construido una plataforma especial en el fondo del escenario para las familias de los tributos muertos. Del lado de Thresh solo hay una anciana encorvada y una chica alta y musculosa, supongo que su hermana. Del de Rue…, no estoy preparada para la familia de Rue: sus padres, con el dolor todavía vivo en la cara; sus cinco hermanos pequeños, que se parecen tanto a ella, con sus figuras ligeras y luminosos ojos castaños. Son como una bandada de pajaritos oscuros.

Por fin acaban los aplausos y el alcalde da el discurso en nuestro honor. Dos niñitas nos ofrecen grandes ramos de flores. Peeta cumple con su parte de la respuesta acordada y yo consigo mover los labios para concluirla. Por suerte, mi madre y Prim me han ayudado a ensayarla tantas veces que lo podría hacer dormida.

Peeta tenía sus comentarios personales escritos en una tarjeta, pero no la saca, sino que habla con su estilo sencillo y adorable sobre cómo Thresh y Rue quedaron entre los ocho finalistas, sobre cómo los dos ayudaron a mantenerme con vida (manteniéndolo así con vida a él) y sobre cómo se trata de una deuda que nunca podremos pagarles. Entonces vacila y añade algo que no estaba en la tarjeta, quizá porque pensaba que Effie lo obligaría a quitarlo.

—Aunque no servirá para compensar vuestras pérdidas, como muestra de agradecimiento, me gustaría darle a cada una de las familias de los tributos del Distrito 11 un mes de nuestras ganancias cada año durante el resto de nuestras vidas.

La multitud no puede evitar responder con gritos ahogados y murmullos. Lo que ha hecho Peeta no tiene precedentes, ni siquiera sé si es legal.

Seguramente él tampoco lo sabe y por eso no ha preguntado, por si acaso. En cuanto a las familias, nos miran boquiabiertas. Sus vidas cambiaron para siempre cuando perdieron a Thresh y Rue, pero aquel regalo las volvería a cambiar. Un mes de ganancias de tributos serviría para alimentar a una familia entera durante un año. Mientras nosotros vivamos, ellos no pasarán hambre.

Miro a Peeta y él esboza una triste sonrisa. Oigo la voz de Haymitch: «Podría ser mucho peor». En este momento me resulta imposible imaginar algo mejor. El regalo… es perfecto. Así que cuando me pongo de puntillas para besarlo, no me siento obligada en absoluto.

El alcalde da un paso adelante y nos da a cada uno una placa tan enorme que tengo que dejar el ramo para sostenerla. La ceremonia está a punto de acabar cuando me doy cuenta de que una de las hermanas de Rue me mira. Debe de tener unos nueve años y es una réplica casi exacta de Rue, hasta en la postura, con los brazos ligeramente extendidos. A pesar de las buenas noticias sobre el regalo, no está contenta. De hecho, parece reprocharme algo. ¿Es porque no salvé a su hermana?

«No, es porque no le he dado las gracias».

Me muero de vergüenza. La niña tiene razón: ¿cómo voy a quedarme aquí, pasiva y muda, y dejarle todas las palabras a Peeta? Si Rue hubiese ganado, no habría dejado mi muerte sin cantar. Recuerdo cómo me preocupé en la arena de cubrirla de flores para asegurarme de que su pérdida no pasara desapercibida. Sin embargo, aquel gesto no significa nada si no hago algo más ahora.

—¡Esperen! —exclamo, dando un paso inseguro adelante, con la placa apretada contra el pecho. Da igual que el tiempo que me han asignado para hablar ya se haya acabado, debo decir algo. Les debo eso, por lo menos. Ni siquiera habiéndoles prometido hoy todas mis ganancias a estas familias tendría una excusa para callarme—. Esperen, por favor. —No sé cómo empezar, pero, una vez que lo hago, las palabras brotan de mis labios como si llevasen mucho tiempo formándose dentro de mi cabeza—. Quiero dar las gracias a los tributos del Distrito 11 —digo. Primero miro a las mujeres del lado de Thresh—. Sólo hablé con Thresh una vez, lo suficiente para que me perdonara la vida. Aunque no lo conocía, siempre lo respeté. Por su fuerza, por negarse a jugar en unos términos que no fuesen los suyos. Los profesionales querían que se uniese a ellos desde el principio, pero él no quiso. Lo respetaba por eso.

Por primera vez, la anciana encorvada (¿será la abuela de Thresh?) levanta la cabeza y esboza la sombra de una sonrisa.

La multitud guarda silencio, tanto que me pregunto cómo lo consiguen. Deben de estar todos conteniendo el aliento.

Me vuelvo hacia la familia de Rue.

—Sin embargo, me parece que sí conocía a Rue, y ella siempre estará conmigo. Todas las cosas bellas me la recuerdan. La veo en las flores amarillas que crecen en la Pradera, junto a mi casa. La veo en los sinsajos que cantan en los árboles. Y, sobretodo, la veo en mi hermana, Prim. —No me fío mucho de mi voz, pero casi he terminado—. Gracias por vuestros hijos —digo, y levanto la barbilla para dirigirme a la multitud—. Y gracias a todos por el pan.

Me quedo donde estoy, sintiéndome rota y pequeña, con miles de ojos clavados en mí. Después de una larga pausa, alguien entre la multitud silba la melodía de cuatro notas de Rue, la que repitieron los sinsajos, la que marcaba el final del día de trabajo en los huertos, la que en la arena significaba que estábamos a salvo. Al final de la melodía ya sé quién la canta, un anciano marchito con una camiseta roja descolorida y un mono. Me mira a los ojos.

Lo que pasa después no es un accidente, está demasiado bien coordinado para que resulte espontáneo, porque todos lo hacen a la vez. Todas las personas de la plaza se llevan los tres dedos centrales de la mano izquierda a los labios y después los extienden hacia mí. Es la seña del Distrito 12, el último adiós que le di a Rue en la arena.

Si no hubiese hablado con el presidente, aquel gesto me habría hecho llorar. Sin embargo, con su orden de calmar a los distritos todavía fresca, la escena me aterra. ¿Qué pensará de este saludo tan público a la chica que desafió al Capitolio?

Me doy cuenta de la importancia de lo que acabo de hacer. No ha sido a posta, solo quería darles las gracias, pero acabo de despertar algo peligroso, un acto de rebeldía de la gente del Distrito 11. ¡Es justo lo que se suponía que debía evitar!

Mientras intento pensar en algo que reste importancia a lo sucedido, que lo niegue, oigo un chispazo de estática en mi micrófono, lo que significa que lo han apagado y que el alcalde ha tomado la palabra. Peeta y yo aceptamos unos últimos aplausos, y él me conduce hacia las puertas, sin darse cuenta de que algo va mal.

Me siento rara y tengo que detenerme un segundo, mientras unos puntitos de brillante luz de sol me bailan en los ojos.

—¿Estás bien? —me pregunta Peeta.

—Mareada, el sol brillaba mucho —respondo, y veo su ramo—. Se me han olvidado mis flores —mascullo.

—Voy a por ellas.

—Puedo hacerlo yo.

Ya estaríamos a salvo dentro del Edificio de Justifica de no haberme detenido, de no haberme dejado las flores fuera. Sin embargo, lo vemos todo desde las profundas sombras de la veranda.

Un par de agentes de la paz arrastran al anciano que silbó hasta la parte superior de los escalones, lo obligan a ponerse de rodillas delante de la multitud y le meten un balazo en la cabeza.

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