Ella

Ella


Uno

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Sonreí a su imagen dormida. Era una mujer guapa y estaba en mi cama. No había hecho nada para merecerla, pero allí estaba y no tenía más que estirar la mano para tocarla.

La sábana la cubría hasta el mentón, de modo que sólo percibía el contorno de su cuerpo.

Pero la veía a través del recuerdo de verla desnudarse y cruzar desnuda la habitación, de espaldas a mí.

Mirándola, no tuve más remedio que tocarla, aun a riesgo de despertarla. Pasé una mano bajo la sábana y apoyé la palma contra su redondo vientre. Sonrió dormida y se volvió confiada. Sentí el movimiento de sus piernas cuando se a— brían. Aún dormida deseaba mi mano sobre ella. Cumplí su deseo, deslizando mi mano hasta la vagina, y comencé a acariciarle el clítoris con la punta de los dedos.

Vi como pasaba lentamente del sueño al deseo. Volvió a sonreír y a moverse, alzando sus caderas contra mi mano. Comencé a notar su cálida humedad en el dedo y cuando abrió los ojos me incliné para besarla.

Su boca sabía amarga por el sueño y los cigarrillos. No me importó. Me echó los brazos al cuello, todavía adormecida, pero con el cuerpo ardiente. Me gustó provocar ese estado en ella, aunque me sentía agotado y no tuve una erección..., al menos no demasiada... Era más una reminiscencia que un comienzo.

—Estoy comenzando algo que no podré acabar —le dije.

No respondió, empujando su sexo contra mi mano, de modo que mi dedo se apartó del clítoris y la penetró. Su respiración era jadeante, ya estaba del todo despierta. Acerqué mi boca a su pecho y cogí el pezón, chupándoselo suavemente hasta que ella se apartó e hizo girar el cuerpo, ofreciéndome el otro pecho. Apreté la boca contra el pezón y con el pulgar de la mano libre froté el otro, sintiendo que se erguía.

Extendió la mano para acompañar mi roce sobre su clítoris. Inicié los movimientos rotativos que antes le habían gustado y descubrí que alcanzaba un rápido orgasmo, crispando el rostro y dejando caer las piernas. Sabía que tenía los dedos de los pies encogidos hacia abajo, aunque no los veía bajo la sábana.

—Dámela ahora —dijo.

—No estoy a punto —respondí—. Al menos no lo suficiente.

Me tocó el miembro con la mano, no sé si para comprobar su estado o para mejorarlo. Era la primera vez que tocaba mi sexo. Deslizó hacia atrás la piel de la cabeza y su mano jugueteó cálidamente, haciéndome cosquillas sobre la tierna parte inferior de mis testículos.

Eso ayudó, pero no era suficiente.

—Lo siento —le. dije—. No me falta disposición, pero...

Apartó la sábana y se sentó, apoyándose contra mi cadera. Tomó mi virilidad con la boca y por un momento sentí que sus dientes me rozaban. Después cabeceó lentamente, con los labios sobre el glande. Sentí su boca cálida y húmeda, aunque de manera distinta a su vagina.

—¡Ah! —dije y repetí— ¡Ah! ¡Ah! ¡Qué bueno es!

Conseguí la erección. Ella sostenía mis testículos en la palma de la mano, levantando todo el miembro al principio, aunque luego no fue necesario en virtud de la transformación. Sus largos cabellos rozaban mis muslos mientras me trabajaba apasionadamente con la boca.

No duró más de un minuto; después se sentó y sonrió, triunfalmente.

—Y ahora, ¿qué me dices?

Reí y la hice montar sobre mi cuerpo, besándola. Tenía en su boca sabor a mí, un gusto extraño, pero, en ese momento lo encontré delicioso. Una rara forma de narcisismo: besar una boca que acaba de chuparle el sexo a uno.

Apoyé mis manos en sus caderas y la moví para que quedara cabalgándome, derecha sobre mí. Entonces tuve que bajar la mano para meterle el miembro en su sexo. Comprobé que su rostro se crispaba y en seguida se relajaba, cuando la penetré. Aferré sus brazos con las manos y la abracé. Ahora ella se meneaba y yo empujaba hacia arriba, dejándola jugar libremente con la rígida carne que penetraba en su ardiente intimidad.

Lo hizo sin detenerse, con movimientos rítmicos, su rostro cerca del mío, sus ojos mirándose en mis ojos.

—No te corras ahora —me dijo—. No hasta que yo lo haga.

No respondí, pero empecé a concentrarme en la tarea de contenerme. Ella continuó su vaivén, esforzándose, pero sin lograrlo. Viendo que no podía resistir más, hice girar su cuerpo sin sacarle mi pene y me monté sobre ella.

—Ahora verás —le dije.

Se mordía el labio inferior con los dientes. No resultaba nada delicado todo esto, sino que se me antojaba como algo duro y laborioso, mientras la penetraba una y otra vez, sacándola y volviéndola a meter, de modo que cada empujón era una nueva posesión. Comencé a enfurecerme por su involuntaria resistencia y golpeé mi cuerpo contra el suyo, haciendo que nuestras caderas produjeran un fuerte chasquido al chocar. Mi pecho transpiraba y el sudor caía sobre ella, por lo que cada centímetro de nuestras pieles estaba humedecido y nuestros cuerpos se deslizaban fácilmente, resbalando el uno contra el otro.

Recibió con agrado mi rudeza y me pidió que lo hiciera más fuerte, pero comprendí que se estaba alejando del espasmo final, en vez de alcanzarlo. Disminuí entonces el ritmo, porque empezaba a fatigarme, y me incliné hacia un costado, deslizando la mano por debajo de mi propio cuerpo para alcanzar su clítoris con los dedos. De esta forma la poseí y la masturbé al mismo tiempo.

Fue la solución. Sentí que sus piernas se ponían tensas y que su cuerpo se arqueaba rígido, mientras su rostro se contraía: el modelo de una expresión familiar.

Gozó con tanta intensidad que durante unos segundos tuve que sujetarle el cuerpo mientras se contraía bajo el mío. No se abrió a mí, sino que se aferró con mayor violencia aún, en tanto que mi pene seguía dentro de su cuerpo, empujando con toda la energía que le quedaba. Me apretaba con fuerza y cuando su vagina comenzó a latir con una especie de succión semejante a la que había practicado con la boca, yo también comencé a eyacular.

No sé de dónde saqué aquella séptima eyaculación. Pero cuando ella alcanzó la cumbre del paroxismo, acabamos juntos. Ella lo sintió, lo supo y se regocijó. Con las manos bajo mis axilas, me clavó las uñas en los hombros para aferrarse aún más a mí.

Me derrumbé sobre ella, sudando y jadeante. De pronto sentí como si en la habitación hiciera un calor irresistible y rodé a un lado, tendiéndome de espaldas. En el primer instante rodó conmigo, tratando de retenerme en su interior y, después, comprendiendo que en ese momento lo que yo más deseaba era separarme de ella, me dejó ir de mala gana.

—¡Maldición! —exclamé—, Me estoy haciendo viejo para estas lides. Creí que todavía no habías alcanzado el orgasmo.

—Acabamos juntos —dijo—. Nos hemos corrido juntos, ¿no es cierto? Sentí como te corrías.

-Sí —repliqué.

Se echó sobre mí, generosa, me besó, me acarició, me tocó, mostrándose casi tan frenética como en el momento del orgasmo.

—¡Eh! Espera un minuto —dije, tratando de apartarla —. Si crees que todavía tengo algo, estás completamente equivocada.

Detuvo sus movimientos mirándome, sin apartar sus manos de mi cuerpo.

—Estoy bien ahora. Estoy muy bien. En este momento te amo. ¡Qué bien me has follado!

—Y tú también a mí.

—¿Pese a mis difíciles orgasmos?

—Valen la pena, aunque sean difíciles.

Entonces rió y yo también reí porque aquél era un gran momento. Siempre es excepcional cuando has hecho bien el amor y lo sabes, y cuando la mujer también lo sabe y te lo dice. El recuerdo de lo que hicimos antes de dormir quedó borrado por aquella gran jornada. Supe que al día siguiente tendríamos otra.

Entonces ella hizo algo maravilloso y fantástico. Con mucha suavidad, casi reverentemente, se inclinó para besar mi flojo pene, sosteniéndolo durante unos instantes, cogido en el cálido borde de sus labios. Después se tendió de espaldas, en mis brazos.

Cuando dejamos el cuarto brillaba el sol, las nubes habían desaparecido y reímos porque la gente nos miraba caminando juntos con nuestros impermeables y paraguas, aditamentos que ella había abandonado ya hacía rato.

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