Electro

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Capítulo 19

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-¿P

uedo sentarme?

Ray apartó la mirada de las páginas del diario y tardó unos instantes en ubicarse de nuevo. Eden, de pie a su lado, esperaba con los brazos cruzados.

—Eh, sí, claro... —respondió él, mientras guardaba el cuaderno en su macuto.

Se encontraban a la entrada de la cueva en la que habían decidido pasar la noche. Desde allí se extendía una llanura tan oscura que solo se distinguía del cielo nocturno por las miles de estrellas que lo iluminaban.

Se habían reencontrado con Ferguson y los demás rebeldes en donde habían acordado, aunque mucho más tarde de lo esperado. Mientras buscaban un lugar seguro en el que pasar la noche, Eden y Ray les hablaron de los cristales y del lobo encadenado. Cuando les preguntaron cómo habían logrado escapar intactos, se limitaron a decir que no tenían idea y que suponían que había sido por lástima. Aunque Ray hubiera revelado a Gael y al resto de los suyos su auténtica naturaleza, seguía teniendo muy en cuenta el consejo de Logan de no airearlo por ahí.

Ahora, en aquella cueva, el resto de los rebeldes descansaba entre ronquidos mientras ellos hacían su turno de guardia.

—Menudo día más... —comenzó Ray, y se quedó callado.

—¿Intenso? —concluyó Eden, y se volvió para mirarle.

Él asintió y amagó una sonrisa sin saber bien qué decir.

—Quería... —dijo entonces Eden, y esta vez fue ella la que tardó en decidir cómo construir la frase—. Quería darte las gracias por haber intervenido con Gael —pronunció el nombre del cristal en un susurro.

—Era eso o acabar con el cuerpo hecho un colador —bromeó él, y ella soltó una carcajada tan suave que Ray apenas pudo retenerla en la memoria—. Gracias a ti por..., bueno, por todo lo demás. Incluido lo del hombro —añadió.

—¿Te sigue doliendo?

—Muy poco —le aseguró, y era verdad.

Ella alzó la comisura del labio y fijó la mirada en la oscuridad del exterior durante unos minutos que a Ray le parecieron que contenían más de sesenta segundos. El silencio se estiró entre ellos tanto como las ganas de él por alargar sus dedos y acariciar los de ella, excesivamente juntos y, al mismo tiempo, demasiado separados.

—Ray —dijo de pronto Eden, y él alzó la cabeza como pillado en falta—. Siento cómo he reaccionado esta mañana.

—Ah, bueno, tampoco tienes que...

—No me interrumpas —le dijo ella. Y levantó la mano para que la dejara seguir—. No tendría que haber saltado de esa manera en el cañón. Pero es que, cuando he visto que te marchabas por tu cuenta... Yo también quiero averiguar si realmente existe ese complejo —reconoció, y Ray frunció el ceño, sorprendido—. ¿Qué? En realidad tienes razón: necesito respuestas. Y Logan también. Puede que no sean las mismas, pero nosotros también tenemos muchas preguntas a las que nadie ha conseguido dar solución en todo este tiempo. Si los cristales te han creído puede que existan razones para tener esperanza...

Ray intentó contener las ganas de sonreír, puesto que el momento resultaba demasiado solemne tras aquel discurso, pero no pudo aguantarse y asintió encantado con una expresión de alegría de oreja a oreja.

—Bueno, entonces supongo que vamos en el mismo barco... —le dijo, tendiéndole la mano.

Ella se la aceptó con una sonrisa y añadió:

—Vete a dormir. Ya hago yo el resto de la guardia. Que, como no descanses, mañana nos retrasarás más de lo habitual.

Ray no la contradijo. Se acercó a la débil fogata que habían encendido en el interior de la cueva y apoyó la cabeza en el macuto. La danza de las llamas lo dejó hipnotizado mientras pensaba en la conversación que acababa de tener con Eden. Cada día estaba más cerca del complejo, se dijo. Y, si la chica estaba por fin de su lado, como quería creer, pronto, muy pronto, podría reencontrarse con sus padres.

Regocijarse en aquel pensamiento, quedarse dormido y que Ferguson lo despertara sacudiéndolo con la punta de su bota pareció suceder en cuestión de segundos. Después de desayunar unas latas de fruta en almíbar y de borrar todo rastro de su paso por allí, reanudaron el camino por las faldas del cañón.

Esta vez, Eden decidió encabezar la marcha y dejó que Ferguson se colocara en la retaguardia. El hombretón parecía de buen humor, y no dejaba de silbar y de tararear una cancioncita que Ray reconoció enseguida: se trataba de aquella que Eden utilizó para hablarle de los lobos, de los cristales y de los infantes en un primer momento.

—¿Quieres que cante más alto? —le preguntó el tipo, socarrón, cuando le descubrió mirándolo fijamente.

—No —contestó Ray, amagando una sonrisa—. Solo intentaba recordar la letra. Eden me la enseñó al poco de conocernos.

Ferguson le miró extrañado.

—¿De dónde vienes tú para no conocerla?

Ray se dio cuenta del error que acababa de cometer e intentó arreglarlo como pudo.

—Creo... que mi madre me la cantaba de pequeño, pero cuando me quedé solo olvidé muchas cosas. Entre ellas, esta canción...

—Comprendo —dijo el hombre—. Pero imagino que sí sabrás la razón por la que una vez se compuso.

—Para que nadie abandonara la Ciudadela, ¿no?

—Eso es. Para convertir el miedo en una muralla tan resistente como la piedra o el metal. Y, créeme, lo consiguen. Ya lo creo que lo consiguen...

Caminaron un rato más en silencio hasta que Ferguson dijo:

—Mi mujer y mi hija se quedaron dentro cuando yo me uní a los rebeldes.

Ray no supo si hablaba con él o si solo necesitaba desahogarse. Quizás, pensó, solo quería que otra persona conociera su historia para que no se perdiera en el olvido.

—Lo hice por ellas. Para demostrarles que podía existir otra vida fuera de la Ciudadela. Pero tardé poco en darme cuenta de que esta no es mejor vida que la que teníamos allí.

—¿Te arrepientes? —le preguntó Ray.

—¿De mis decisiones? No. Al fin y al cabo, son las que me han traído hasta este momento, y sigo vivo, ¿no? Eso es lo que importa, chaval. Seguir vivo. Sea como sea. Y no bajar nunca la guardia. Porque al final existen muchos más peligros que los bichos que se esconden en las montañas o en el desierto. Y da igual si estás fuera o dentro de unas murallas, porque al final nosotros somos nuestro peor enemigo. Y para eso no hay ninguna canción que te avise o te lo recuerde. Así que ya lo sabes: nunca te fíes. Ni de ti, ni de nadie.

Ray volvió a tomar nota del consejo, aunque su discurso le hubiera dejado algo confuso. Asintió de todos modos y miró al frente, donde estaba Eden.

—¿Me repites la canción? —preguntó entonces—. Quiero aprendérmela.

No se detuvieron a descansar hasta que llegaron a lo que todos parecían conocer como la Vieja Aldea. En realidad, se trataba de un antiguo hotel junto a una de las pocas arboledas en mitad de la estepa. Alrededor del edificio principal había varios búngalos y una señal cuyo mensaje de bienvenida estaba tan desvaído como destrozada estaba la cancela que rodeaba el recinto.

—¿Qué haces, Eden?

La chica había saltado al otro lado de la verja apoyándose en las ramas que se enredaban por ella.

—¡Eden! —volvió a gritar Ferguson, esta vez con tono autoritario—. Maldita sea...

La chica se había arrodillado delante de una hermosa fuente ya sin agua que decoraba el centro del jardín salvaje y estaba amontonando hojas y ramas en su interior.

Ray siguió al hombre, que abrió la puerta de la cancela de una fuerte patada y se acercó a la chica de malhumor.

—Ya nos hemos retrasado suficiente. ¿Qué leches te pasa ahora?

—Necesito hacer esto —dijo la chica, y sacó de su pantalón una caja de cerillas tan vieja que había perdido todos los colores que una vez la decoraron.

Tomó uno de los fósforos y lo encendió de un golpe antes de echarlo sobre la montaña de despojos secos. Enseguida, la llama se extendió por la fuente como una serpiente de fuego.

—¿Te has vuelto loca? —exclamó Ferguson, intentando apagar la llama con la bota.

Eden se puso de pie y lo apartó de un empellón. El humo comenzaba a elevarse en una columna oscura hacia el cielo.

—Tenemos que dejarla encendida para el lobo que nos ayudó a escapar. Le dijimos que, si lográbamos salir con vida del cañón, encendería un fuego aquí para que supiera que su clan sigue en deuda con nosotros por haberlo liberado.

—Tratos con lobos. Lo que me faltaba por ver... —masculló el hombretón.

—Atraeremos la atención de algo más que vuestro amigo si nos quedamos aquí —comentó el tipo delgado que los acompañaba con la mirada clavada en las ventanas opacas del gran hotel.

—Arnold tiene razón —concluyó Ferguson—. Larguémonos antes de que nos metamos en más problemas.

Salieron del recinto en ruinas y tomaron un sendero que los conducía hacia el este. A su alrededor, comenzaron a aparecer casas bajas con las puertas colgando de los goznes y las ventanas reventadas. Había coches aún aparcados en los garajes, cristales reventados y hasta una nevera volcada y vacía en la entrada de una de las propiedades. Era como si un tornado hubiera pasado por allí. Sin embargo, la realidad era mucho peor, pensó Ray. Porque estaba claro que no había sido la naturaleza, sino otros humanos como ellos, los que habían arrasado con todo a su paso.

La tierra se había convertido en un inmenso cementerio. De coches, de casas y de personas. De la vida que Ray había conocido y que ya no existía más que en su memoria.

Los desvencijados columpios de uno de los jardines llamaron su atención y ralentizó el paso hasta detenerse por completo. Él había tenido unos como aquellos en su jardín cuando era niño. ¿Qué le habría pasado a la familia que había vivido allí? ¿Dónde...?

De pronto, advirtió un movimiento por el rabillo del ojo y se volvió enseguida, pero lo único que encontró fueron un par de todoterrenos aparcados a cierta distancia, en un estado tan lamentable como los demás coches del lugar.

—Vamos, no te quedes atrás —le gritó Eden.

Ray esperó unos instantes, quieto, sin apartar la vista del horizonte, e iba a avisar a la chica de que ya iba cuando ocurrió algo inesperado: las luces de los todoterrenos se iluminaron. Por un instante creyó que lo había imaginado, que en realidad había sido el reflejo del sol en los cristales lo que había llamado su atención, pero entonces escuchó el rugido del motor y advirtió la nube de polvo que comenzaba a formarse alrededor de los vehículos.

—¡Eden! —le dio tiempo a gritar—. ¡Coches! ¡Viene alguien!

Echó a correr hacia ellos mientras los demás se daban la vuelta y hacían visera con las manos para mirar.

—Son centinelas —dijo Eden, sin aliento—. Tenemos que escapar.

—¡Tenemos que detenerlos! —sugirió Arnold, sacando el rifle que llevaba a la espalda y apuntando con él a los vehículos. Pero justo cuando iba a apretar el gatillo, Ferguson le dio un manotazo para desviar la trayectoria del disparo.

—¿Estás loco? ¡Como los hagas estallar, la explosión alertará a muchos más!

—¡¿Y qué propones?! —le gritó el tipo delgado.

—Que corramos a escondernos. Separémonos. Eden y Ray, id hacia...

—Demasiado tarde —dijo el chico, dando un paso hacia atrás y chocándose con Eden.

Todos se volvieron para descubrir otros tres todoterrenos más que se acercaban por diferentes puntos del desierto.

—¡Mierda! —exclamó Eden, y agarró de la muñeca a Ray antes de echar a correr.

El chico reaccionó de inmediato y la siguió tan deprisa como pudo. La adrenalina había anulado todo el cansancio que le había acompañado durante el viaje y antes de darse cuenta era él quien tiraba de la mano de Eden. Pero cuando estaban llegando a la casa del columpio, una lluvia de balas los obligó a tirarse al suelo y rodar hasta esconderse detrás de un árbol de tronco ancho. En el último instante, cuando vio que nadie se fijaba en ella, Eden salió corriendo en cuclillas hasta las escaleras del porche. Ray fue a seguirla, pero justo entonces llegaron los coches y el tiroteo se reanudó con más fuerza. Los rebeldes estaban en clara desventaja. Aparte del Detonador de Ferguson, solo contaban con armas para la lucha cuerpo a cuerpo.

Los gritos y las órdenes no se hicieron esperar y antes de que pudieran darse cuenta, tres tipos enormes y de gesto fiero tenían rodeado el escondite del chico. Dos llevaban un cuchillo en las manos; el tercero, una porra eléctrica.

—¿Qué queréis? —preguntó Ray, con las manos en alto en señal de paz—. No tenemos comida ni...

¡Tuf!

Con un débil gemido, uno de los dos centinelas con cuchillo cayó al suelo de rodillas. Eden se erguía detrás de él con su propia vara en las manos y el pelo revuelto.

—¡No te quedes ahí parado y haz algo! —le ordenó a Ray mientras el otro se abalanzaba sobre ella y el del arma eléctrica se enfrentaba a él.

El chico se apartó como pudo para evitar el primer golpe y rechazó el segundo con un salto y una voltereta por el suelo. Pero el tercer ataque le golpeó de pleno en la pierna. Sintió la descarga recorrerle todo el cuerpo y escuchó la risa de su contrincante.

Lo que el centinela no esperaba era que el chico fuera a recuperarse tan rápido del chispazo ni que estuviera preparado para tirarlo al suelo. Ray giró sobre sí mismo, aún en el suelo, y sus piernas golpearon en las rodillas al hombre, que cayó al suelo justo cuando Eden llegaba con la vara para rematarlo.

—No está mal, Duracell —le dijo, con un gesto de admiración.

—Gracias, ha sido...

—Suficiente.

La voz grave que dijo la última palabra vino acompañada por el chasquido del seguro liberado de una pistola.

—Volvemos a vernos, Eden —dijo el hombre que los apuntaba con ella.

Ray tardó unos segundos en recordar su nombre. Bob. El tipo del centro comercial, acompañado por otros dos centinelas. Tenían a Ferguson y a dos rebeldes más maniatados a sus pies. Arnold yacía muerto en mitad de la carretera junto a otro compañero, cerca de dos de los centinelas de Bob. Al no ver sangre a su alrededor, Ray supuso que habían perdido la vida por culpa de una de aquellas armas tan mortíferas para sus corazones.

—Podríais haberlo evitado —les dijo Bob, acercándose a Eden y agarrándola del brazo hasta retorcérselo.

Ray se lanzó para separarlos, pero de un golpe seco con la culata de la pistola, el centinela lo tiró al suelo y uno de sus compinches se acercó para atarle también a él las muñecas a la espalda.

—Tú... —dijo el capitán de los centinelas al reconocer a Ray. Y se acercó a él con la pistola en alto—. Me alegro de que nos volvamos a encontrar.

—¡Déjalo en paz! —exclamó Eden—. Esto es entre tú y yo.

Bob soltó una potente carcajada.

—No te confundas, esto es entre nosotros y cualquiera que contradiga las normas de la Ciudadela. ¿O es que, además de volverte una sucia ingrata, también has perdido la memoria?

—Eres un monstruo, ¡y un asesino, y si no fuera por...!

La mano enguantada de Bob le cruzó la cara e interrumpió sus palabras de pleno.

—Metedlos en los coches —ordenó—. Nos largamos.

Entraron en los todoterrenos a trompicones, aún con las manos y los macutos a la espalda. Ray y Eden en uno, Ferguson en otro y la pareja de rebeldes restante en el tercero. Uno de los hombres de Bob se metió detrás con ellos y con la porra eléctrica activada para usarla en caso de necesidad. El jefe se colocó al volante del vehículo, hizo un gesto con el brazo por la ventanilla y todos los vehículos se pusieron en marcha de regreso por el camino que ellos habían tomado hasta allí.

—¿No decías que si me matabas nadie se daría cuenta? —se aventuró a preguntar Eden.

Ray la miró alarmado y advirtió el hilillo de sangre que se escurría desde la comisura de su labio por el golpe anterior. ¿Por qué no era capaz de guardar silencio?

—He cambiado de idea —contestó Bob, sin apartar los ojos de la carretera—. Prefiero verte sufrir. Tanto como sea posible. Hasta que me supliques que pare y acabe contigo. Y entonces volveré a regalarte energía. Mía, incluso —y mostró una sonrisa lasciva por el espejo retrovisor—. Lo justo para que sigas despierta hasta que sea el dolor lo que te haga perder el conocimiento. Vas a ser tú la que me suplique que te mate. Como seguramente hizo... Samara.

—¡Desgraciado! ¡Ni se te ocurra mencionarla! —gritó Eden, histérica, mientras daba patadas a la verja.

El centinela que iba detrás soltó un ladrido y golpeó a Eden con la porra lo justo para que ella gimiera de dolor cuando la electricidad le robó parte de la energía de su corazón.

—¡Para! —exclamó Ray, intentando liberarse de la cuerda de las muñecas mientras el tipo se reía entre dientes, encantado—. Eden, ¿estás bien?

La chica asintió con la cabeza y fue recuperando poco a poco el ritmo normal de la respiración. Tenía que sacarla de allí y alejarla de esos monstruos y de sus malditas armas eléctricas como fuera, pensó el chico.

Y entonces Bob gritó una maldición y pegó un frenazo que los lanzó a los tres contra la verja. En ese instante, Ray se olvidó del complejo, del refugio, del cansancio y hasta del miedo, y con una rabia que no supo de dónde surgió, tomó impulso con todo el cuerpo y se tiró sobre el centinela que tenía al lado. Este, sorprendido por el ataque, soltó la porra eléctrica con tanta suerte que, en lugar de caer al suelo, se perdió justo entre el respaldo del asiento del chico y su macuto.

El hombre rugió una maldición, pero Ray volvió a golpearle mientras se escurría como una lagartija en el asiento hasta notar el mordisco de la electricidad en la muñeca. Maldijo para sus adentros y siguió girando las manos hasta sentir cómo el chispazo quemaba la cuerda que ataba sus manos.

Delante, Bob gritaba órdenes que nadie escuchaba mientras que el otro centinela intentaba deshacerse de Ray, pero con lo alto que era el chico y el poco espacio que el vehículo le ofrecía, apenas podía moverse.

Justo entonces, el joven dio un último tirón y pudo liberar las manos. Agarró entonces la porra y se la enchufó en el cuello al centinela que, con un grito, puso los ojos en blanco y cayó inconsciente contra la ventanilla del coche.

—¡Sal! —le pidió a Eden—. ¡Deprisa!

Como Eden seguía mareada, Ray se estiró por encima de ella para llegar al picaporte de su puerta y abrirla.

—¡Vamos, vamos, vamos! —gritó, desesperado, temiendo que el coche se pusiera en marcha de pronto.

Por fin, ella obedeció y él la siguió al exterior.

—¡Tenemos que irnos! —gritó, agarrándola de la muñeca y con la adrenalina disparada—. ¡Tenemos que...!

Fue como recibir un puñetazo en el estómago. Como si le arrancaran el aire de los pulmones. Cuando Ray posó la vista más allá de Eden y miró a su alrededor, comprendió por qué se habían detenido los coches, y todo el miedo y la preocupación regresaron a él de golpe.

Una manada de lobos los rodeaba con los ojos hambrientos y las lenguas relamiendo sus labios Y entre ellos no se encontraba el que Eden y Ray habían liberado en el cañón.

 

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