El único amigo del demonio
Capítulo 9
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Capítulo 9
Había un viejo parque en las afueras de Fort Bruce; una gran extensión de césped con una pequeña zona de juegos que ahora estaban cubiertos de nieve y vacíos por el invierno. El área de pícnic tenía algunas mesas y sillas, y unas barbacoas desgastadas por el tiempo: cubos metálicos, anaranjados por el óxido, cada uno sobre un caño de metal oxidado. Los cubos estaban abiertos arriba y al frente y tenían una parrilla que podía subirse y bajarse. Había nieve sobre ellas en montones, escurriéndose por los espacios entre las barras de la parrilla. Dejé la caja de leña que compré en la tienda sobre una de las mesas cubiertas de nieve y usé una tabla de madera partida para limpiar la nieve de la parrilla más cercana, empujándola con barridos largos y parejos y sacudiendo la tabla entre los lados del metal resonante.
Boy Dog lloriqueó y se metió debajo de la mesa de pícnic, arrastrándose en el hueco similar a una cueva que se había formado donde la nieve no llegaba.
—Deja de ser tan flojo —le dije—, eres un perro en un parque; ve a perseguir una ardilla o algo. Cómete un conejo. Haz valer tu derecho innato como animal salvaje —él gimió lastimosamente y dejó caer la cabeza sobre sus patas.
»Sí —solté, solo por tener algo que decir. Levanté la parrilla con un chirrido metálico, y comencé a preparar el fuego. Hay muchas formas de hacerlo, pero yo suelo usar un método llamado cabaña de troncos: ramas delgadas dispuestas formando un cuadrado, con ramas cada vez más grandes arriba para construir los muros. Yo no debía hacer fuego, pero esa era solo una regla autoimpuesta: no había una ley que lo impidiera. La ciudad había instalado esas estúpidas cajas metálicas precisamente para encender fuego. No había nada de malo en eso.
Con la excepción de que me había ordenado a mí mismo no hacerlo, y ahí estaba.
Construí la cabaña de unos diez centímetros de alto y luego construí una más grande alrededor. Las llamas comenzarían en las ramas más pequeñas en la base del centro y luego se extenderían lentamente hacia arriba y hacia afuera hasta que esa cosa estuviera completamente en llamas. No tenía nada en contra de un buen acelerador, por supuesto —algunas veces se necesita una buena dosis de gasolina o de combustible para encendedores para ahorrar tiempo—, pero si lo haces bien, todo lo que necesitas es madera y una sola cerilla. Me enorgullecía por hacerlo bien. Analicé mi trabajo, inclinándome para ver el interior y elegir el lugar exacto donde poner la cerilla y, cuando estuve satisfecho, tomé una caja de cerillas y extraje un solo palillo de madera. Cerré la caja y presioné el extremo con la cabeza de sustancias químicas contra el raspador. La fricción encendió los químicos, que cobraron vida en un estallido de llamas amarillas. Lo cubrí con las manos para mantenerlo a salvo.
—¿Crees que pueda hacerlo con una sola cerilla?
Boy Dog respondió con un quejido evasivo.
—Nunca has apoyado mis sueños, Boy Dog —le dije—, podría haber sido el mejor pirómano de la historia pero tú querías que fuera a la escuela de leyes —me acerqué a la cabaña de madera y llevé la cerilla con cuidado hasta el punto de ignición principal que hice con ramitas y astillas; prendió, así que dejé caer la cerilla y observé cómo las llamas amarillas se volvían anaranjadas al encontrar más leña que encender. El metal aún estaba húmedo por la nieve, pero a medida que el fuego cobraba más calor, la humedad desaparecía; no siseó ni humeó, al parecer simplemente dejó de existir.
Era mi válvula de alivio de presión. Cuando todo lo demás era demasiado, toda mi… ira, supongo. Confusión. Energía. Cuando todas las emociones con las que nunca supe cómo lidiar se volvían demasiado fuertes que sentía que iba a estallar, encendía un fuego y lo dejaba extinguirse, y todo volvía a estar bien.
Pero no estaba funcionando.
Ostler pensaba que yo era la próxima víctima, pero sabía que no era así. Las cartas estaban dirigidas a mí; él quería que yo matara a alguien. Tenía copias de ambas cartas así que las saqué para leerlas otra vez. No fueron escritas para todo el equipo, sino directamente para mí. La clave estaba por la mitad de la segunda carta: «imagino que tus superiores estarían muy disgustados con la forma de enviarla. Hasta que llegue el momento en que no te importe lo que piensen, tendremos que encontrar otra forma de comunicarnos». Una cosa era proponer que usara un cuerpo como mensaje y otra muy diferente era sugerir que lo único que me prevenía de hacerlo era la aprobación de mis «superiores». Estaba insinuando, o sugiriendo, que sin Ostler y los demás manteniéndome controlado, andaría por ahí, asesinado al igual que él. ¿Era así? Había logrado pasar dieciséis años sin que ninguno de ellos me controlara, y nunca había matado a nadie. A excepción de los Marchitos, por supuesto. Si no tuviera al equipo, ¿estaría asesinando Marchitos por ahí? Por supuesto que sí. No tendría que morir la Marci de nadie más si pudiera hacer algo para impedirlo. Técnicamente, estaba asesinando a Marchitos incluso con el equipo, pero estaba cansado de que estuvieran en medio y sabía que podía hacerlo mejor sin ellos. ¿Qué había obtenido del equipo después de todo? Andar de un lado al otro, que mi fotografía apareciera en Internet, y casi ningún dato nuevo acerca del caníbal ni de Elijah, ni de nadie más. Era bueno tener acceso a los archivos forenses ya que no tenía mi propia funeraria para examinar los cuerpos, pero francamente hubiera estado mucho más feliz con la funeraria. Me sorprendí envidiando a Elijah, y no era la primera vez. Él estaba solo, y tenía a los muertos para hacerle compañía. Tenía lo mejor de ambos mundos.
«Hasta que llegue el momento en que no te importe lo que piensen». ¿Me importaba lo que pensaran? A ellos no les importaba lo que yo pensara. Tenía que luchar para hacerme escuchar durante nuestras reuniones; era el niño prodigio, incorporado al equipo como un especialista, pero nunca me permitían hacer nada. No como yo quería hacerlo. Trabajaba conociendo a los Marchitos, metiéndome por la puerta trasera en sus vidas y escuchándolos hablar. Eso había hecho con Cody French y Mary Gardner, pero no podíamos hacerlo ahora. Me encontré con Elijah una vez, pero nunca encontré la forma de volver a hablar con él; las pocas veces que regresó a Whiteflower yo estaba atendiendo otros asuntos, yendo por café, vigilando edificios vacíos y otras estupideces que podría haber hecho cualquiera; pero yo era el niño así que ¿por qué no enviarme a mí? Y olvídense de El Cazador. Gidri y sus compañeros misteriosos tienen una sorprendente habilidad para escaparse de la investigación policial y no teníamos idea de dónde estaba ninguno de ellos. Era difícil hacer el papel del vecino de al lado sin saber al lado de qué puerta estar.
Brooke fue mi vecina. La había observado por su ventana por las noches, la vi dormir. Ahora ella estaba atrapada en esa habitación y yo, atrapado ahí afuera, y solo deseaba…
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«Hasta que llegue el momento en que no te importe lo que piensen tendremos que encontrar otra forma de comunicarnos». Era un mensaje para mí, estaba seguro. Así que, ¿por qué no responder? No podía matar a alguien, obviamente, pero podía escribir una carta de lectores. ¿Qué diría? «Hola, soy John, háblame de ti». Estaba cazándolo, no invitándolo a una cita. Y, por supuesto, en cuanto publicaran la carta en el periódico, los demás lo sabrían; el protocolo estaba establecido justo ahí, en su carta: el encabezado y la frase en clave y todo. No podía hablar con El Cazador sin que Ostler, Nathan y todos los demás enloquecieran. Estaba acorralado. No me dejarían trabajar, ni hablar, no me dejarían hacer nada. Abollé la carta dentro de mi puño e inmediatamente gruñí ante la clara inutilidad de mi reacción.
El fuego estaba gimiendo, incluso más lastimosamente que Boy Dog. El fuego era una cosa caótica, la mayor expresión de vida y libertad, y dentro de esa caja metálica no tenía adónde ir, nada que hacer, nada que comer más que lo poco que le di. Me hacía mal mirarlo, tan anémico y desperdiciado, entonces usé otra tabla de madera para ahogarlo, lo arrojé al suelo para ver cómo las llamas siseaban al tocar la nieve, lanzaban chispas y finalmente morían, muy desorganizadas para mantener el calor. Empujé un puñado de nieve sobre los restos ennegrecidos de madera y, repentinamente, me encontraba pisoteándolos, saltando sobre ellos y gritando con una rabia muda ante la simple injusticia del mundo entero. No funcionaba, no tenía sentido, no hacía nada como se suponía que tenía que ser. Como yo quería que fuera. Boy Dog se arrastró fuera de su cueva y aulló, conmigo, o a mí, no sabría decirlo, y yo gemí y salté sobre las tablas de madera, pero no tenían nada contra qué quebrarse y luego, de un tiempo, me desplomé exhausto sobre una banca. No supe si las lágrimas en mis ojos eran de tristeza o por el frío polar.
Ahora tenía un corazón, pero no sabía cómo usarlo.
Boy Dog ladró algunas veces más, aún no se le agotaban sus reservas secretas de energía, luego caminó hacia mí y apoyó su cabeza sobre mi pierna. Puse las manos sobre mi cabeza, como si me estuvieran arrestando, me preocupaba que si llegaba a tocar al perro intentaría lastimarlo, quebrarlo como no había logrado quebrar la madera. Cerré los ojos y las lágrimas se aceleraron.
Necesitaba hablar con Brooke. Ella no podía ayudarme, ni yo podía ayudarla a ella, pero era todo lo que tenía, el único rastro de la vida que solía tener. Me puse de pie, desalojando a Boy Dog lo más cuidadosamente posible, y busqué mi celular en el bolsillo. Lo había apagado cuando escapé de Potash; él tenía que quedarse conmigo como mi niñero ahora que había salido del hospital. Pero estaba en una reunión con Ostler así que escapé, sin más que un mensaje de texto para que supieran que no había sido secuestrado. Vi las cartas de El Cazador, pisoteadas entre la nieve y las cenizas, las levanté y las abollé mientras esperaba que mi celular se encendiera. No tenía sentido dejar evidencia de que yo había sido el que estuvo allí.
Mi celular chilló histéricamente en cuanto se conectó a la red y resoplé ante la idea de la cantidad de mensajes furiosos que debía tener. Revisé la lista: trece mensajes y veintiuna llamadas. Debían estar realmente molestos. Comencé a marcar el número de Trujillo para decirle que me encontraba camino a Whiteflower cuando mi celular sonó de pronto. Era Diana.
—¿Hola?
—Maldición, John, ¿dónde has estado?
—Clases de baile secretas. ¿Qué ocurre?
—Ve a la funeraria inmediatamente, lo más rápido que puedas. Encontramos a Rose.
—¿Qué? ¿En la funeraria? —pregunté, mirando mi auto, a cientos de metros de distancia a través de la nieve.
—¿Estás corriendo?
—Sí —dije y comencé a correr. Boy Dog me siguió, jadeando por el esfuerzo. Aún no sabíamos quién había secuestrado a Rose, pero que estuviera en la funeraria podía significar dos cosas: o Elijah la había llevado allí o había llegado como la mayoría de la gente llega a una funeraria—. ¿Rose está muerta? ¿Elijah la mató?
—Elijah ni siquiera está aquí. La banda de Gidri apareció hace unos cuarenta y cinco minutos con Rose colgando de sus hombros; no nos atrevimos a tener contacto con ellos, así que no sabemos en qué condiciones está.
Entonces ¿Gidri secuestró a Rose? Pero ¿por qué? ¿Elijah le dijo que lo hiciera? ¿Elijah era el líder de todo el condenado grupo? Podemos descifrar por qué más tarde, primero lo primero.
—No hagan contacto. Cada humano en ese lugar morirá.
—Ese es el problema. Los policías no nos creen, siguen pensando que es alguna red de narcotráfico y se están reuniendo en la gasolinera de la esquina.
—¿Reuniendo?
—Armados y preparados. Van a entrar.
Las ruedas chirriaron cuando me detuve ante una multitud de móviles policiales; tenían las luces apagadas con la esperanza de que en la funeraria a media calle de distancia no supieran que estaban ahí. Dejé a Boy Dog en el asiento del acompañante con la esperanza de que estuviera bien… ¿Regresaría pronto? ¿Se congelaría? No podía herirlo ni dejar que saliera herido, debía seguir mis reglas. Me quedé inmóvil un momento por la indecisión y luego corrí hacia la agente Ostler.
—¿Dónde has estado? —preguntó molesta.
—Vendiéndoles cigarrillos a los niños. ¿Ya entraron?
—¿Se ven como si hubieran entrado? —dijo señalando la masa de policías armados con chalecos y cascos, sosteniendo rifles de asalto mientras el detective Scott les daba las últimas instrucciones. Fort Bruce era demasiado pequeña para tener un verdadero equipo SWAT, pero en cualquier situación con la que se enfrentaban normalmente ese grupo sería suficiente. Esta situación no era normal.
—¿Son como dieciocho muchachos? ¿Contra cuatro Marchitos? —comenté luego de contarlos rápidamente.
—Y los cuatro están ahí ahora —respondió Diana mientras se acercaba. Tenía su propio chaleco antibalas y un equipo de radio sujeto a una correa de su hombro—. Elijah llegó justo cuando terminé de hablar contigo. Veinte minutos más tarde de su horario de entrada, si les dice algo.
—Es un milagro que no haya pasado por este… estúpido desfile. La sorpresa puede ser nuestra única arma, pero es mejor que nada —dijo Ostler con una mueca de desprecio.
—¿Vas a entrar también? —le pregunté a Diana—. Es una trampa mortal.
El detective Scott se acercó con el ceño fruncido y la radio chillando en su mano.
—Esta es su última oportunidad de decirme la verdad. No dejaremos morir a esa mujer, pero sería mucho más fácil si me dijeran con qué se van a encontrar mis hombres ahí dentro.
—Ya te lo he dicho —respondió Ostler—. Son criaturas ancestrales que no hemos llegado a comprender…
—¡No son vampiros! —bufó Scott—. No son fantasmas ni duendes ni ninguna de las mentiras que insisten en contarme. Tengo a dieciocho hombres buenos, que tienen familias en sus casas, y si no pueden dejar esta farsa para decirme la verdad…
—No los envíe —insistió Ostler—. Si se rehúsa a creer todo lo que diga al menos escuche esto: todo el que entre ahí, morirá, y no podrá acusarme de nada más que de ser clara al respecto.
Boy Dog aulló desde el auto, perdido y primitivo.
—Usted no es parte de esta comunidad. Puede pasearse por aquí viendo cómo nuestra gente es asesinada y secuestrada y luego marcharse, pero nosotros tenemos una responsabilidad. Debemos levantarnos cada mañana y decirles a nuestros vecinos que estamos haciendo todo lo posible para protegerlos, y si eso implica entrar allí, entonces eso haremos. Somos dieciocho contra cuatro sin señales de armas pesadas. Tenemos que tomar esta oportunidad.
—Envíelos adentro —dije.
—Él no tiene la autoridad para darle esa aprobación —replicó Ostler de prisa.
—Y ella no tiene la autoridad para detenerlo —continué—. Entre, haga su trabajo, pero recuerde lo que ella le dijo.
—¿Qué es esto? —su voz fue más baja y habló entre dientes.
—Es una guerra. Ha estado en las sombras por siglos, milenios tal vez; pero si está dispuesto a comenzar la primera batalla real no podemos detenerlo.
Scott nos miró a los tres y luego se marchó echando chispas y quejándose.
—Fenómenos.
—¿Qué es lo que haces? —exigió Ostler.
—Comunicándome —dije con frialdad—. El Cazador quiere un cuerpo, y los policías están dispuestos a morir. Todos ganan.
—Iré con ellos —se escuchó a través de la radio de Diana y noté que era la voz de Potash, irregular por la estática.
—Quédate en el auto. Apenas puedes respirar —replicó Diana.
—No —interrumpió Ostler—, los enviaré a ambos; sean los primeros ante la puerta, ya que son los únicos con experiencia combatiendo Marchitos. Si podemos salvar la vida de al menos uno de estos idiotas, lo haremos.
—Sí, señora —respondió Diana y se alejó con su rifle; no era su fusil largo, sino uno corto automático que era mejor para distancias cortas.
—Si tienes alguna brillante revelación, este es el momento para hacérnosla saber. Ellos son las únicas personas que pueden pelear contra estos monstruos, pero tú eres el único que puede pensar como ellos —dijo Ostler entregándome la radio.
—¿No habrá silencio en la radio? —pregunté mirándola en mi mano y luego a Ostler.
—Los policías estarán en constante comunicación de todas formas.
—De acuerdo, entonces —hice una pausa—. ¿Tú y yo también tendremos chalecos?
—Tú no entrarás ahí —dijo con firmeza.
—¿Y estás muy segura de que lo que está ahí no saldrá?
Frunció el ceño, pero caminó hasta su auto y abrió el maletero, revelando el arsenal de armaduras y armas. Me quité mi pesado abrigo y, temblando por el aire de la noche, me puse un chaleco antibalas. Ostler hizo lo mismo. Sujeté la radio en una correa del frente y la encendí.
Salían palabras siseando como fantasmas.
—Equipo uno en posición.
—Equipo dos, muévase a la puerta trasera —sonaba como el detective Scott, pero no podía estar seguro—. Equipo tres, quédese para cubrir la retirada.
—Potash —dijo Diana—. Tienes que apresurarte.
Su única respuesta fueron una respiración agitada y el sonido de botas sobre la nieve.
—Fórmense contra ese muro —continuó el detective Scott—, armas en alto.
—Disparen a todo lo que se mueva —agregué—. Sillas, sombras, gatos, no importa lo que sea. Cualquier cosa que ustedes no maten los matará.
—¿Ese es tu gran consejo? —refunfuñó Ostler. Yo solté una risita amarga.
—Si crees que el ataque contra Mary Gardner fue imprudente y estúpido, aún no has visto nada.
—Estás en la radio —dijo Diana.
—Vamos equipo. Estamos aquí alentándolos.
Yo debería estar ahí, pensé. No como parte del asalto, sino como el único en él, y no sería un asalto sino solo el tranquilo John Cleaver, tomando un trabajo nocturno para ganar algún dinero extra. Podría aprender sobre coches fúnebres, deslumbrar a Elijah con mi conocimiento del mundo en una funeraria, y luego de unas semanas o meses encontraría las grietas en su armadura.
Podría matarlo si me dieran tiempo.
Pero ya nunca tendríamos tiempo. La guerra había comenzado, y ese era su futuro: hombres aterrorizados sin una esperanza de sobrevivir, futuros cuerpos acumulándose para que El Cazador se los coma.
Elijah absorbía la memoria de los muertos. El Cazador comía personas y probablemente controlara sus mentes. No teníamos idea de qué hacía Gidri, y ni siquiera teníamos un nombre para el cuarto hombre. No había nada que pudiera decirle al equipo.
—Vamos —dijo Diana, y al sonido de su radio le siguió el de una cerradura abriéndose, una puerta dando paso, armas cargadas. Botas resonando contra el suelo y revisteros agitándose.
»Están discutiendo —comentó Diana—. No, están luchando. Algo salió mal.
Escuché estallidos y un fuerte grito femenino, que probablemente fuera de Rose, seguido por un rugido inhumano del que solo podía suponer el origen. Unos segundos después, la radio estalló con el estruendo de disparos y escuché a Diana gritar: «¡Potash, retrocede!».
¿Qué podía decirles que pudiera salvar sus vidas? ¿Que Elijah debería ser bueno? ¿Que sentí el secuestro de Rose como una traición que no podía comprender? Escuché la respiración irregular de Potash y algo que para cualquiera sonó como un hacha golpeando madera. La mujer volvió a gritar y luego escuché la voz de Diana, con palabras breves y entrecortadas.
—Queda uno aún con vida aquí, pero no puedo atacarlo sin herir a la mujer.
—Inténtalo mejor —le dije, pero algo no se sentía bien. Ella dijo que quedaba «uno aún con vida». ¿Estaban muertos todos los policías a excepción de uno? Pero aún podía escucharlos gritar a través de la radio. Entonces ¿estaba hablando sobre los Marchitos? ¿Ya había matado a uno y el otro seguía con vida pero sin matarla a ella? ¿Eso era posible? A menos que no fueran Marchitos.
—Necesito refuerzos —continuó. Sonaba como si sus dientes estuvieran presionados con fuerza por el miedo—. Está sanando.
Así que definitivamente eran Marchitos. ¿Qué estaba ocurriendo?
—Por favor, no nos dispares —dijo Rose, apenas audible a través de la radio de Diana, y quedé perplejo. No nos dispares. Ella habló de «nosotros». Uno de los Marchitos seguía con vida, tan cerca de Rose que Diana no podía arriesgarse a disparar. Y Rose estaba suplicando por su vida.
Comencé a correr.
—¡John, regresa! —gritó Ostler.
Pero la ignoré y corrí hacia la funeraria gritando por la radio:
—¡No lastimes a Elijah! —tenía razón sobre él: era bueno. No estaba trabajando con Gidri y él no había secuestrado a Rose. Ella lo estaba defendiendo. La única manera en que los otros Marchitos podrían haber caído era que Elijah los hubiera atacado.
Él era bueno.
—Oficial caído —dijo una voz en la radio—. Repito, oficial caído; no… ¡dos caídos!
Entonces quedaba al menos un Marchito en pie. Tenía que ir con cuidado. Pasé corriendo a través del Equipo Tres, ignorando sus advertencias mientras cruzaba la puerta. Adentro, el corredor era un caos de luces y oscuridad, y al fondo pude ver a Potash junto con un grupo de policías en una formación que se veía como un rosal espeso y espinoso. En medio del corredor se filtraba una luz amarilla a través de una puerta, así que corrí hacia allí.
Era la oficina de Elijah, y me sentí devastado. Los muebles estaban volteados y destruidos, y había sangre y cenizas cubriendo el suelo. Elijah estaba en la esquina más lejana con un corte abierto en su pecho; sangre y sustancias espectrales se filtraban en gruesos ríos negros y grasientos. Detrás de él estaba Rose Chapman, cubierta de cortes y magullones, con una mirada exaltada de terror y, contra la pared opuesta, se encontraba Diana con su rifle, apuntando a ambos. En el suelo, en medio de ellos, había tres cuerpos: al primero lo reconocí como Jacob Carl, quien tenía el puesto de Elijah durante el día; estaba apoyado contra la pared con los ojos bien abiertos y la cabeza dada vuelta casi por completo.
A su lado yacía el más alto de los Marchitos, completamente inmóvil, y más cerca tenía a Gidri; joven, apuesto y quieto como una tumba. Me acerqué a él, sintiéndome atraído por la familiaridad de ver un cuerpo, pero no. Su pecho se movía. Estaba vivo. Miré al otro Marchito y noté lo mismo. No tenían ninguna herida visible. Me incliné sobre Gidri para examinarlo mejor. ¿Cómo había ocurrido?
Había solo una respuesta.
—¿Tú drenaste sus mentes? —pregunté. Elijah movió sus labios pero no emitió ningún sonido; el corte en su pecho debía haber afectado su voz.
—Él solo puede drenar cuerpos sin vida —dijo Diana.
—Obviamente, no —toqué la garganta de Gidri para sentir su pulso—. Si estuvieran muertos se habrían convertido en cenizas. Eso significa que él los incapacitó y la única arma que tiene es drenar sus mentes —parecía como si hubiera absorbido tanto de sus memorias que ya ni siquiera podían pensar, ni ponerse en pie. Eran como niños; peor que niños. Eran cascarones vacíos.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Rose.
Potash apareció en la puerta detrás de mí, cubierto de sangre, grasa y esquirlas, con el machete colgando de sus dedos. No intentó hablar, simplemente se esforzó por respirar. Detrás de él, los policías estaban pidiendo atención médica y supe que habían ganado su batalla. Eso no tendría que haber sucedido, deberíamos estar todos muertos. Pero Elijah se había vuelto contra su propia especie y convirtió a un ejército de cuatro monstruos en un solo hombre huyendo desesperado. Y, de pronto, las probabilidades estaban a nuestro favor. Ganamos gracias a Elijah.
Diana parecía estar pensando lo mismo, pero no estaba segura.
—El protocolo indica que lo matemos de todas formas…
—El protocolo puede esperar —dije mirando a Elijah. Si podía drenar las mentes de personas vivas, ¿por qué no lo hizo? ¿Qué le impedía drenar mi memoria, la de Diana o la de Rose? Podía detenernos en cuestión de segundos y nosotros ni siquiera podríamos recordar que él había escapado. Pero, en cambio, él estaba ahí, mirándome, y su rostro no reflejaba miedo ni determinación, ni nada que pudiera esperar en medio de un campo de batalla. Las comisuras de sus labios hacia abajo, la frente arrugada sobre sus ojos. Estaba triste.
Pensamos que tomaba los recuerdos de personas muertas porque nadie lo haría si pudiera tomar las de personas con vida en su lugar. Lo interpretamos completamente al revés; él podía absorber la memoria de personas vivas sin ningún problema, solo que elegía no hacerlo. ¿Qué nos estábamos perdiendo? ¿Qué hacía que los recuerdos de una persona viva fueran mucho peores que los de una muerta? ¿Por qué estaría tan triste por un hombre vivo sin…?
Y, de pronto, todo cobró sentido.
—Estas no son las primeras personas a las que has drenado sin matarlas —dije.
Su expresión de tristeza colapsó con una desesperación tan profunda que pareció arrastrarme con ella.
—No quiero matar —respondió él. Su voz sonaba cansada y dolida, como si la herida en su pecho no hubiera terminado de sanar en su interior—. Pensé que podía… vivir sin lastimar a nadie, pero todo estaba mal. Nunca quise lastimarlo.
—¿A quién? —preguntó Diana.
—Merrill Evans —respondí, y Elijah cerró sus ojos. Me pregunté cómo habría ocurrido. Alguna noche, veinte años atrás, cuando la mente de Elijah estaba desvaneciéndose y se encontraba desesperado por encontrar nuevos recuerdos para llenarla. Lo único que necesitaba, pero no había un cuerpo de donde tomarla. Tal vez se había embriagado. Tal vez lo había dejado llegar demasiado lejos y quedó atrapado, sin una mente propia, y allí estaba Merrill Evans. «No es Alzheimer realmente», me dijo aquel día en el lobby. Elijah había quebrado la mente de un hombre y eso lo lastimaba más de lo que podría hacerlo cualquier muerte, porque lo había hecho él mismo.
Yo no sabía cómo se sentían muchas cosas, pero sabía cómo se sentía fallarle a alguien.
Elijah cayó de rodillas.
—Tengo un disparo —dijo Diana.
—Espera —insistí con furia. Elijah no podía morir allí, no así. Miré a Rose—. Somos de un área especial del FBI y estamos aquí para rescatarte. Tenemos una ambulancia afuera —señalé a Diana—. ¿Irías con mi amiga?
—¿Me dirán qué está ocurriendo?
—Afuera —asentí. Ella dudó, probablemente porque seguía en shock por las horas que pasó. Pero, luego de un momento, rodeó a Elijah y tomó la mano de Diana. Ella la guio afuera, lanzándome una mirada entre esperanzada y temerosa antes de desaparecer en el corredor.
—¿Cómo sabes sobre nosotros? —preguntó Elijah. Su voz había mejorado, estaba sanando rápidamente.
Deseaba confiar en él, pero seguía siendo demasiado cauteloso como para contarle todo de una vez.
—Tenemos lo que podría llamarse un informante.
—¿Otro Marchito? —bastante cerca.
—Amigo de un amigo —él asintió, como si eso tuviera alguna clase de sentido que lo satisfizo.
—¿Quién eres?
—Mi nombre es John Cleaver —respondí. Me di cuenta de que esa era la primera vez que me presentaba a un Marchito; la primera vez, tal vez, en que se establecía un contacto oficial entre ambos grupos. Quería dale más pompa a la ocasión, pero no tenía ninguna autoridad o título… y entonces me invadió un repentino capricho y no pude evitar la débil sonrisa que se formó en la comisura de mis labios—. Psicópata profesional.
—¿Por qué no me mataste? —preguntó luego de analizarme por un momento.
—La guerra de la que asumo que Gidri te advirtió es real —respondí. Señalé la matanza ocurrida en la habitación: la sangre, la ceniza y la destrucción—. Supongo que no te convenció su oferta, así que me gustaría que escuches la mía.
—No quiero matarlos —admitió, cerrando los ojos.
—No mataste a estos.
—Solo espera —hizo una pausa y me pregunté qué estaría pensando—. Son mis hermanos —dijo finalmente—. No literalmente, pero… somos iguales.
—No te insultes a ti mismo.
Su silencio se hizo más extenso, interrumpido solo por la respiración forzada de Potash de fondo. Tras lo que parecieron años, Elijah volvió a hablar, con una voz suave y distante.
—Teníamos sueños, ¿sabes? Al comienzo. Ya no recuerdo todo ahora, fue hace mucho tiempo, pero recuerdo la emoción; la excitación y el poder, los sueños de inmortalidad. Íbamos a gobernar el mundo. Supongo que lo hicimos, por un tiempo —recorrió la habitación cubierta de sangre con su mano—. Míranos ahora.
—Se están organizando —le dije—. Contando estos dos y el del corredor, ya hemos detenido a cinco solo en esta ciudad, eso los retrasa, pero hay otros. Tú lo sabes mejor que yo. Están allí afuera, están matando gente y tenemos que detenerlos. No tienes que hacerlo tú mismo, solo tienes que decirnos lo que sabes —miré a Gidri y a su compañero comatoso—. ¿Cuál de ellos es el caníbal?
—¿Caníbal?
—Uno de ellos ha estado dejándonos cartas, prendidas a sus víctimas a medio comer.
—Ninguno de ellos come personas —dijo Elijah y señaló a cada Marchito—. Gidri roba juventud, Ihsan, piel. Siempre han andado juntos.
Fruncí el ceño, temiendo lo peor, sin atreverme a decirlo aún.
—¿Y el hombre del corredor?
—No creo que coma en absoluto —respondió Elijah.
—Parece que aún no hemos terminado con esta ciudad —dijo Potash en un susurro irregular.