El único amigo del demonio

El único amigo del demonio


Capítulo 10

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Capítulo 10

—No recuerdo todo —dijo Elijah.

—Genial —comentó Nathan—, dos fuentes internas, y ambas están arruinadas.

—Silencio —advirtió Ostler.

Estábamos sentados en la estación de policía, observando a Elijah a través de un vidrio espejado. Él estaba solo en la sala de interrogación, esposado de manos y pies y encadenado a un gancho en el suelo. Voluntario o no, aún no se había ganado la confianza de nadie.

Las cámaras y grabadoras de voz habían sido desactivadas a pedido de Ostler. Nada de lo que dijéramos sería grabado. Ostler presionó el botón del micrófono e hizo nuestra primera pregunta.

—Háblanos de Rose Chapman.

—Ella es… un error. Hago lo posible para evitar tener contacto con las personas en mis recuerdos, pero esta es una ciudad pequeña. La primera vez que la vi fue por accidente, y fue… —cerró los ojos—. Fue tan duro. No es excusa, pero tienen que entenderlo. Tengo cada recuerdo de ella que haya tenido su esposo. No podía evitar amarla. Podría haberme mantenido alejado, pero cuando Gidri apareció, supe que la ciudad se iba a volver más peligrosa y me convencí de que tenía que protegerla. La volví a ver, intencionalmente esa vez, y Gidri lo descubrió.

—En la reunión para el manejo del dolor —dijo Ostler.

—Él quería que me uniera a su guerra —asintió—, y cuando me negué buscó la forma de convencerme. Me siguió a la reunión, vio mi conexión con Rose y la secuestró.

—La historia que Rose le contó a la policía lo corrobora —afirmó Diana.

—Gracias, señor Sexton. ¿O deberíamos llamarlo Meshara? —preguntó Ostler presionando el botón del micrófono otra vez.

Él levantó la vista sorprendido, pero volvió a relajarse en la silla.

—Supongo que no debería sorprenderme que conozcan ese nombre. ¿Quién es su informante?

—Solo háblenos de usted —respondió Ostler. Elijah suspiró y asintió.

—Me llaman Meshara, aunque no creo que sea mi nombre original. Creo que somos más antiguos. Mi memoria se debilita sin tener una fuente constante de nuevos recuerdos y, con los años, la he perdido muchas veces, perdí mucho de lo que solía ser. Mucho de eso, debo admitir, fue intencional. He hecho muchas cosas que fui feliz de olvidar.

El detective Scott se nos había unido para escuchar. Su opinión acerca de nuestras extrañas historias sobre el coco había cambiado un poco por el árbol con forma humana que había herido a cuatro de sus hombres antes de convertirse en lodo. Dos de ellos estaban en condiciones críticas, pero ninguno había muerto. Aún.

—Comenzó en una ciudad, creo —empezó Elijah—. Éramos casi todos de la misma ciudad, aunque había algunos de otros lugares cerca del valle. Rack y Ren fueron quienes nos la presentaron, no recuerdo de dónde la sacaron; y cuando digo «la» no me refiero a una cosa sino a una idea: vida eterna. Podíamos convertirnos en mucho más de lo que éramos. Podíamos ser dioses.

—¿Son humanos? —preguntó Diana.

—Al menos al principio lo eran —respondió Ostler.

Nathan tomaba notas a una velocidad furiosa, sus dedos golpeaban el teclado de su notebook.

El tubo de oxígeno de Potash emitía un pitido. Me recordaba a Darth Vader.

Elijah comenzó a dibujar algo con su dedo sobre la mesa, así que me estiré para verlo. No parecía seguir ningún patrón, más bien parecía un tic nervioso.

—Había un ritual, supongo —continuó—. No recuerdo los detalles, pero creo que es de esperarse. Teníamos que renunciar a algo; algo profundo, alguna parte de nosotros que definiera quiénes éramos. Era una forma de renunciar a la condición humana, supongo, así podíamos pasar a ser algo más grande; pero esa puede ser mi propia opinión de eso, después de que ocurrió. Es difícil reconocer mis propias motivaciones tras diez mil años. Rack dijo… que lo único que perdíamos eran los límites que nos retenían. Creo que le creí, porque… ¿por qué otro motivo hubiera elegido deshacerme de mis recuerdos? —su expresión se oscureció.

»Me pregunté muchas veces qué cosas horribles habré atravesado que me hayan hecho pensar que olvidar todo sería un alivio. No era más que un niño tonto supongo; probablemente sería uno de los mayores en la ciudad, para ser honesto, si piensan en la expectativa de vida que debíamos tener en ese entonces. Pero aun así un niño, en comparación. Diez mil años es un tiempo largo como para pensar en tus propias decisiones. No me llevó mucho tiempo reemplazar lo que fuera que haya querido olvidar por miles de nuevas experiencias igual de terribles. Muchas peores. La raza humana es realmente, realmente malvada —hizo una pausa—. E inimaginablemente buena.

Lo observé mientras hablaba, intentando leer su expresión. Intentando encontrar en él algún rastro de Crowley, de Nadie o de Mary Gardner. ¿Quiénes eran en realidad? En sus comienzos, si tuvieron uno, ¿quiénes fueron?

—No recuerdo cuál era la ciudad —continuó—. Había una montaña cerca, aunque sé que eso no es de mucha ayuda. Fui hacia el oeste, creo, pero eventualmente estuve en todos lados. He vivido en todo el mundo. Ahora vivo aquí porque es tranquilo y porque tengo una fuente estable de recuerdos que puedo usar sin lastimar a nadie —se quedó en silencio repentinamente—. A excepción de… —se detuvo una vez más, como si estuviera manteniendo una guerra consigo mismo acerca de cómo decir lo que seguía, o si debía decirlo o no. Me pregunté qué era lo que le costaba confesar, ya sabíamos sobre Merrill Evans; pero cuando finalmente habló, hizo una pregunta—. ¿Cómo está Rosie?

Ostler miró a Trujillo, luego se inclinó y presionó un botón.

—Ella está bien.

—¿Ella… sabe? ¿Sobre mí? —había dolor en su rostro.

—No, no lo sabe —respondió Ostler—. Ha hablado con la policía y con un terapeuta, y está a salvo en su casa.

—Gracias por eso —se acomodó en su silla, cabizbajo. Lucía deshecho, como si la vida se hubiera escurrido de su cuerpo.

—Pregúntale sobre El Cazador —dije.

—¿Puedes decirnos algo sobre el caníbal? —preguntó Ostler presionando el botón una vez más.

—No sé nada de él —respondió Elijah.

—Tienes las fotografías frente a ti. ¿Alguna te resulta familiar? —Elijah suspiró y se inclinó hacia el frente para ver las imágenes.

—Este definitivamente no es uno de los tres que vinieron a verme. Ihsan desuella a sus víctimas; iba a desollar a Ted anoche si no lo hubiera detenido.

—¿Quién es Ted? —preguntó Ostler en el micrófono.

—Lo siento, Jacob —respondió Elijah negando con la cabeza—. Jacob Carl. Olvido su nombre todo el tiempo.

—¿Cuánto dura tu memoria antes de que tengas que absorber la de otra persona? —Ostler frunció el ceño.

—Unas semanas, como máximo. Honestamente eso no es más que un mal hábito en este momento; mi memoria es más aguda de lo que ha sido en… por siempre, probablemente. Acostumbro a beber la memoria de humanos de setenta u ochenta años de buenos recuerdos, a lo sumo. Anoche bebí la de dos Marchitos con diez mil años cada uno. Nunca había hecho eso antes. Podría durarme meses.

—Entonces ¿por qué no puede recordar al caníbal? —preguntó Diana—. Creería que ese tipo de cosas se fijan en la memoria.

—Pregúntale por El Cazador —insistí—. Usa ese nombre, a ver si significa algo para él —Ostler asintió y volvió a presionar el botón.

—¿Conoces a algún Marchito que se llame a sí mismo El Cazador?

—No lo creo.

—¿Tal vez el nombre Cazador, como primer nombre o apellido, o parte de un alias?

—No que pueda recordar —respondió negando con la cabeza.

—Pregúntale por antiguos cazadores, entonces. Diez mil años atrás su sociedad debía tener cazadores, ¿no es así? ¿Había alguien en el grupo que se dedicara a la caza?

Ostler le transmitió la pregunta, pero Elijah seguía negando con la cabeza.

—Lo lamento, no puedo recordarlo. Hay demasiados baches en mi memoria.

—Tenemos un buen remedio para eso —dijo Potash—. Tráiganle a una de las víctimas y dejen que haga lo suyo.

—No puedes pedirle que haga eso —repliqué inmediatamente.

—¿Por qué no? —intervino Nathan—. No podría ser más perfecto. ¿Te das cuenta de lo fácil que sería atrapar a los asesinos si pudiéramos simplemente preguntarle a la víctima: «Quién te asesinó»?

—Le estás pidiendo que recuerde haber sido comido vivo.

—No sabemos si las víctimas estaban conscientes…

—¿Te arriesgarías a hacerlo tú mismo? —pregunté—. Si pudieras experimentar todo lo que pasó una víctima de asesinato, pero tuvieras que sentirlo en persona, ¿aun así pensarías que es una idea increíble?

—¿En qué momento te volviste tan empático? —contestó Nathan.

—Yo me arriesgaría —dijo Potash mirándome—. Y sé que tú también lo harías —lo miré echando chispas por los ojos.

—Si lo hiciera sería exclusivamente porque no querría que nadie más lo haga. Puedo ser responsable de mi propio sufrimiento; es por eso que estamos en este equipo en primer lugar, para hacer el trabajo duro y que nadie más tenga que hacerlo.

—Él también está en el equipo —comentó Ostler mirando a Elijah a través del vidrio—. Dijo que nos ayudaría, y esta puede ser la mejor forma de hacerlo —presionó el botón del micrófono—. Señor Sexton, es vital que averigüemos lo mayor posible acerca de este asesino. Ya que no tiene recuerdos de él, ¿aceptaría… «beber» los recuerdos de una de sus víctimas?

Elijah frunció el ceño y sus labios formaron una mueca de tristeza.

—¿Se da cuenta de lo que me está pidiendo?

—Así es.

—De acuerdo, pero… —respiró profundo y miró las fotografías—. ¿Valynne Maetani es la más reciente?

—Lo es. ¿Es un problema?

—Tienen que estar frescos —respondió Elijah—. Veinticuatro horas como máximo. Lo que hago no funciona en mentes muertas, los recuerdos comienzan a deteriorarse, podría decirse. Creo que no podré ayudarlos hasta que vuelva a matar.

—Aún es bueno —comentó Nathan—, mejor tarde que nunca, ¿cierto?

Seguro, pensé. A menos que seas tú al que mate.

Steven Applebaum y Valynne Maetani habían comido en Pizza Pancho la noche en que fueron asesinados; Ostler quería mantener esa información en secreto para evitar arruinar al restaurante por completo, pero Trujillo insistió en que lo mejor que podíamos hacer era advertirle a la gente, incluso si eso implicaba alejar a El Cazador y perder la única pista que teníamos. Mi opinión estaba en medio de las dos: la pizzería era la mejor opción para dejarle un mensaje al tipo.

Tendría que ser extremadamente cuidadoso en la forma de contactarme con él, no solo porque me preocupaba que me encuentre, sino porque Ostler estaría furiosa. Cualquier contacto que estableciéramos con un Marchito debía estar autorizado por ella y ser público para todo el grupo; todos sabían todo. Tras el sangriento operativo en la funeraria ya estaba cansado de trabajar así; lo haría a mi modo y nadie saldría herido más que yo.

El primer paso era librarme de Potash, que era más difícil de lo que parecía ahora que había salido del hospital. Él era un asesino de las fuerzas especiales que había estado vigilando personas desde antes de que yo naciera; sabía cómo seguir a alguien, y sabía cómo hacerlo bien. Aunque estaba muriendo por una afección pulmonar, así que usé eso a mi favor. Por la noche dormía con un dispositivo CPAP, que era básicamente una máscara de oxígeno gigante que enviaba aire a sus pulmones. No lo limitaba tanto como esperaba, pero hacía bastante ruido. Dormido, con eso puesto y la puerta de mi habitación cerrada, apenas podría escucharme. La primera noche luego de que interrogamos a Elijah permanecí despierto leyendo y esperé a que se quedara dormido. Alrededor de las dos de la madrugada, me escabullí por la ventana, me deslicé por un poste de luz y escapé en la oscuridad.

Me gustaba más esa hora de la noche. En una gran ciudad aún habría mucho movimiento hasta entrada la mañana —clubes nocturnos, fiestas o quién sabe qué—, pero en una ciudad pequeña como en la que había crecido y en una incluso más chica como Fort Bruce, todo el mundo estaba durmiendo. Los bares ya estaban cerrados y las tiendas que abrían temprano aún no lo habían hecho. Vi algunos autos, pero todos distantes, y solo por un momento. El mundo estaba vacío y en silencio, y era todo mío.

Tenía algunas horas por delante antes de que abriera la tienda de segunda mano —el primer paso de mi plan—, así que fui a Whiteflower y observé la ventana de Brooke. Ella estaba en el tercer piso, el último del edificio, así que no podía ver nada, pero era reconfortante mirarla. Solía espiarla así cuando vivíamos en Clayton, mirándola posesivamente. Esta vez era diferente. No tenía que soñar con que ella pensara en mí o me deseara, porque ya lo hacía en la vida real. Yo era realmente su protector y mis razones no eran aterrorizantes sino loables. Además, ya no estaba enamorado de Brooke.

Estaba enamorado de una chica muerta.

Aunque ya no estaba, pensaba en Marci todo el tiempo. Pensaba en la forma en la que solía mirarme, como si yo fuera un rompecabezas al que le faltaba una pieza y ella tuviera que encontrar dónde colocarla. Pensaba en su sonrisa y cómo hablaba con sus hermanos —mellizos pequeños, una niña y un niño— y cómo solía estar más orgullosa del dinero que había ahorrado en alguna oferta en un nuevo outfit que de la ropa en sí misma. Se veía bien con cualquier cosa: el ahorro era el verdadero mérito. Y pensaba en la forma en que me ayudó a rastrear a un asesino serial y cómo había encontrado pistas que yo no hubiera visto en un millón de años. Cómo unió las piezas. Cómo me aferró a una realidad que nunca antes había imaginado.

Cómo bailamos y nos besamos, y cómo murió, completamente sola en un baño oscuro mientras un demonio llamado Nadie hacía que se cortara sus propias muñecas.

Me puse de pie y comencé a caminar, sintiendo la energía en mis manos y pies como un motor en marcha. Pensaba en Marci todo el tiempo, pero no debía hacerlo. Siempre me ponía muy ansioso, muy enojado. La injusticia, lo impotente que me sentía al revivir una noche en la que yo ni siquiera estuve ahí para… Quise pegarle al poste de luz al pasar por la esquina, pero no lo hice. No podía dejar que la ira se liberara. Presioné los puños dentro de mis bolsillos, tomé el cuchillo dentro de su funda de nylon, apreté los dientes y pensé en nada. En oscuridad. En la ciudad vacía. Las calles tranquilas. Los números, uno a uno en mi mente.

1, 1, 2, 3, 5, 8, 13.

21.

34.

Me detuve y llevé las manos a mi rostro, respirando profundamente. Quería encender un fuego, uno real, no una falsa imitación dentro de una caja metálica. Pero no podía. No esa noche. Debía permanecer totalmente escondido de todos.

Revisé mi bolsillo, esta vez buscando dinero, y me detuve a contarlo. Cincuenta y cuatro dólares y ochenta centavos. Me incliné junto a un montón de nieve y froté las monedas con ella, borrando cualquier rastro de mis huellas digitales que pudieran tener. Cuando abrió la tienda de segunda mano a las cinco de la mañana compré un abrigo usado, un sombrero y un par de gafas de sol. Caminé durante casi una hora usándolos hasta que abrió el centro de copiado a las seis. Allí pedí treinta minutos de uso de una computadora y escribí un escandaloso folleto acerca de Pizza Pancho, contando que estaba administrado por el propio caníbal y que, por lo que sabíamos, las pizzas estaban cubiertas con salsa de dedos y pepperoni humano. Me sentí orgulloso de mi inventiva. Abrí dos cuentas de correo electrónico gratuitas y coloqué una de ellas al pie de los folletos, luego hice cien copias y las distribuí por todo el vecindario de Pizza Pancho, un barrio del lado este llamado The Corners: metiéndolos dentro de buzones, dejándolos bajo los limpiaparabrisas de los autos y hasta pegándolos en las ventanas. Me mantuve alejado de la pizzería porque sabía que la policía la estaba vigilando. Cuando terminé, tomé el autobús hacia otra parte de la ciudad, escribí la segunda dirección de correo en el último folleto que me quedaba y lo enterré bajo un árbol pequeño en un tranquilo barrio residencial. Eran recién pasadas las siete y nadie me había visto. Memoricé la ubicación del árbol, dibujé una X con mi cuchillo en el tronco y luego limpié la savia de la hoja. Caminé cuatro calles para tomar otro autobús, me dirigí al extremo de la ciudad y deseché mi ropa nueva en un cesto de donaciones. Tomé un autobús diferente para regresar.

Nadie había visto mi rostro y nada de lo que había tocado tenía mis huellas. Nadie podría descubrir que los folletos tenían algo que ver conmigo.

Quería pasar por un cibercafé para revisar la primera cuenta de correo, pero sabía que era demasiado pronto. Incluso si El Cazador hubiera visto los folletos y hubiera descifrado el mensaje, nada garantizaba que enviaría un e-mail. Aunque era listo y meticuloso, así que probablemente lo haría. Probablemente. Tenía que esperar a que él leyera el folleto, descubriera de qué se trataba y decidiera escribirme antes de que Ostler también lo hiciera y cerrara la casilla de e-mail; o peor, que la controlara remotamente. Ante cualquiera de esas posibilidades, nuestra comunicación tenía que pasar inmediatamente a otro plano, para eso estaba la segunda cuenta. Podía darle a El Cazador la ubicación del árbol y, siempre que él llegara primero, no quedaría evidencia para quienquiera que pudiera estar siguiéndolo. Así tendríamos una conversación en privado sin que nadie más lo supiera.

Pero primero tenía que esperar.

Ya eran casi las ocho de la mañana, casi la hora en que Whiteflower abría. Usé el dinero que me quedaba para otro autobús y caminé las últimas calles hasta la casa de reposo. Fui el segundo en llegar a la puerta.

Potash estaba esperándome.

—¿Una mañana ocupada?

—Sabes cómo es —dije mientras me sentaba en un sofá frente al suyo en el lobby—. El carpe no se diem a sí mismo.

—Lo has dicho al revés.

—El eprac no se… me-id… Es muy difícil decirlo, ¿estás seguro?

Potash no se rio, no suspiró ni puso los ojos en blanco, simplemente me observó. Yo me apoyaba en una serie específica de expresiones faciales para descubrir lo que las personas sentían, pero Potash nunca parecía sentir nada.

—Comí un bollo de salchicha de camino. Tres, en realidad. Son baratos.

—¿Bien por ti? —no sabía adónde quería llegar con eso.

—Solo para que sepas que no los comí en el apartamento, como tú deseas —ajam.

—Gracias —aún no estaba seguro de qué estábamos hablando. Cualquier otro miembro del equipo estaría reprendiéndome por mi insubordinación en ese momento.

—Te conozco mejor de lo que crees —dijo, y bajó el tono de voz mientras se inclinaba hacia delante—. Te tomas la vida mucho más en serio que cualquier chico de diecisiete años que haya conocido, pero eso nunca es obvio desde afuera. Te esfuerzas demasiado para que parezca que no te importa nada.

—Me preocupa mucho que no me importe nada —respondí—. Gracias por notarlo.

—Creo que la diferencia es que solo te interesas por la muerte. Si algo puede matarte o a alguien que conozcas, te lo tomas en serio. Con todo lo demás, finges que no tiene importancia. Es momento de que me tomes en serio.

Eso sonó totalmente como una amenaza y sentí que mi garganta se cerraba de los nervios. Desvié la conversación sin pensarlo.

—¿Alguien necesita un abrazo?

Él puso una mano sobre la mesa de café en medio de los dos, la palma hacia abajo, los dedos relajados. Juro que ningún movimiento de una mano en la historia ha sido más amenazante.

—Me tomarás en serio porque puedo matarte, y lo haré. Eres un sociópata asesino y he visto lo que eres capaz de hacer. Te toleramos en este equipo porque eres bueno en lo que haces, pero no eres el único que puede hacerlo. Yo no comparto cualquier tipo de lazo maternal que Ostler sienta por ti. No me afectan los conflictos éticos que inhiben el comportamiento de los demás. Si te considero una amenaza, para el equipo o para alguien más, te mataré, y no lo verás llegar.

En ese momento se me ocurrió que Potash probablemente habría matado a más personas, de cerca y en persona, que cualquier criminal al que hubiera estudiado. Muchos psicólogos consideran que los sicarios son asesinos seriales. ¿Por qué no los que trabajaban para el gobierno?

—Gracias por hacérmelo saber —asentí lentamente.

—Supongo que estarás aquí para hablar con Brooke —dijo poniéndose de pie y caminando hasta el elevador—. Vamos a saludarla antes de ir a la estación —me levanté y lo seguí, sin decir nada.

Llevaba dos listas en mi mente: una de enemigos y una de todos los demás. No tenía una lista de amigos, solo de personas que no podía lastimar, y una de personas que sí.

Potash acababa de cambiar de lista.

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