El universo en una taza de café

El universo en una taza de café


12. Vivimos en una galaxia… una entre miles de millones

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VIVIMOS EN UNA GALAXIA... UNA ENTRE MILES DE MILLONES

Si salís a ver el cielo por la noche en una zona alejada de las luces de la ciudad, y el cielo está despejado, podréis distinguir en él una banda luminosa y difusa que cruza el firmamento de un lado a otro.

Si la miráis con unos prismáticos podréis ver que en realidad está compuesta por miles de estrellas amontonadas, algo que Galileo ya había notado en su época al fabricar sus primeros telescopios. Esta banda está presente en el cielo porque nos encontramos en el interior de un gigantesco conjunto de estrellas que da vueltas alrededor de un centro común, formando algo parecido a un disco. Una galaxia espiral, vaya. Desde el interior de ese disco, cuando miramos en dirección al centro vemos el resto de la galaxia como una franja luminosa que cruza el cielo.

Los griegos ya se preguntaban qué diantres era esa banda borrosa en el firmamento y, sin telescopios con los que distinguir las estrellas individuales que lo componen, tuvieron que encontrar una explicación que les permitiera racionalizar la presencia de esa cosa en el firmamento. La solución, para ellos, era simple.[78]

Cuando nació Hércules, hijo del dios Zeus y de una mortal llamada Alcmena, su padre decidió que sería una buena idea dejarle mamar del pecho de la diosa Hera mientras ésta dormía, porque así le proporcionaría al niño poderes divinos. Cuando Hera despertó y se dio cuenta de lo que ocurría, empujó a Hércules para quitárselo de encima y la leche salió disparada formando la franja blanquecina del cielo, convenientemente llamada Vía Láctea.

Ya sé que estaréis pensando «Ay, qué cochinos eran los griegos». Pero, creedme, con la imaginación que tenían estos tipos podría haber sido mucho peor.

La cuestión es que antes del siglo XX sólo existía la tecnología para observar el cielo con luz visible (y con el recurso de la fotografía, de la que hablaré en el próximo capítulo), y los astrónomos habían encontrado repartidos por el firmamento una gran cantidad de objetos difusos, una especie de pequeñas nubes brillantes a las que llamaron nebulosas.

Estas nebulosas eran un poco puñeteras porque en aquella época la mejor manera de hacerte un nombre en el mundo de la astronomía era descubriendo un cometa y, precisamente, estos objetos podían ser fácilmente confundidos con cometas y hacer que un astrónomo perdiera muchas noches de observación intentando descubrir su trayectoria. Para evitar confusiones y ahorrarle tiempo a todo el mundo, el astrónomo francés Charles Messier compiló una lista de cien nebulosas que observó entre 1758 y 1782, dejando constancia de sus coordenadas para que los astrónomos pudieran reconocerlas fácilmente.

Al principio, tanto la Vía Láctea como estos objetos difusos no eran más que una curiosidad a la que la gente no parecía dar especial importancia, pese que en 1750 el astrónomo Thomas Wright escribió un trabajo llamado Una teoría original o nueva hipótesis del universo en el que intentaba explicarlos. En esta obra, que pasó sin pena ni gloria cuando se publicó, Wright planteaba que la presencia de la Vía Láctea en el cielo demostraba que las estrellas no están dispersas de manera regular por un espacio infinito. Razonaba que la organización de todas esas estrellas en una franja luminosa no podía ser fruto del azar y que la única manera de explicar su existencia es que la Vía Láctea fuera en realidad un vasto anillo de estrellas.[79]

En 1755, el filósofo Immanuel Kant leyó esta obra y las ideas de Wright le fascinaron. Él fue un paso más allá y no sólo conjeturó que todas esas nebulosas que había repartidas por el firmamento podrían ser «universos isla» independientes de nuestra Vía Láctea, sino, además, que la propia Vía Láctea también era una estructura independiente y de una naturaleza similar. La fama de Kant ayudó a despertar la curiosidad sobre este tema, pero aún se necesitaban pruebas observacionales que confirmaran o refutaran esta idea. No obstante, incluso sin pruebas físicas, se podía hacer una predicción demostrable.

Como decía Wright, dentro de ese anillo de estrellas que sería la Vía Láctea, las estrellas más cercanas al centro darían vueltas más rápidamente que las más alejadas porque recorrerían una circunferencia menor. Visto desde un punto en movimiento del interior del anillo (como es el caso de nuestro sistema solar), este hecho se manifestaría en la visualización de grupos de estrellas que se van acercando entre sí en una zona del firmamento y separándose en la otra.

¡Y eso fue precisamente lo que Herschel observaría más tarde, en 1783! Ésta parecía una buena evidencia de que el Sol no sólo se movía, sino que lo hacía alrededor de algo que habría en el centro de nuestro anillo de estrellas.

Aún no había manera de precisar respecto a qué daba vueltas todo, así que todos los esfuerzos se centraban en responder a otra incógnita: ¿estaban todas esas nebulosas visibles en el firmamento dentro de nuestra propia galaxia o fuera de ella? Es decir, ¿se trataba de meros cúmulos estelares en nuestra galaxia o existían más galaxias?

Esta cuestión era aparentemente simple porque bastaba con:

1) Conocer el tamaño de la Vía Láctea.

2) Saber a qué distancia se encuentran estas nebulosas.

3) Ver si las nebulosas se hallaban dentro o fuera de nuestra galaxia.

Así que el primer paso era descubrir el tamaño de nuestra maldita galaxia.

A priori, una buena manera de hacerlo era medir la distancia que nos separa de todas las estrellas y representar cada una de ellas en un modelo en tres dimensiones con un punto. A medida que añadiéramos puntos, la forma y la escala de la galaxia se irían revelando. ¿Cuál era el problema? Pues que en aquella época sólo contaban con el método del paralaje para medir la distancia a la que se encuentran las estrellas de nosotros. Como ya hemos visto, esta técnica está limitada por la distancia máxima que existe entre las dos observaciones de una estrella, lo que significa que desde la órbita de la Tierra sólo podemos conocer con precisión la distancia que nos separa de objetos que se encuentran a menos de 327 años luz de distancia.

Hoy en día sabemos que la galaxia mide 100.000 años luz de diámetro, así que medir la distancia a las estrellas nos permitiría mapear sólo un 0,327% del diámetro de la galaxia.

A esto hay que añadir que, aunque se pudieran calcular paralajes mayores, sólo se podrían hacer mediciones de las estrellas visibles y, al igual que ocurre con la fuerza gravitatoria, el brillo aparente de una estrella decrece con el cuadrado de la distancia, lo que significa que la intensidad con la que vemos brillar las estrellas en el firmamento se reduce muy rápidamente cuanto más lejos están, y se vuelven muy difíciles de distinguir incluso con telescopios.

Si bien el método de encontrar estrellas y medir la distancia que nos separa de ellas, para hacernos una idea del tamaño de la galaxia, era bueno, las estrellas no valían para hacerlo. Para que esta técnica fuera válida, se necesitaban objetos más brillantes, claramente distinguibles del resto de las estrellas y que estuvieran presentes por toda la galaxia. Y los candidatos perfectos resultaron ser los cúmulos globulares.

Los cúmulos globulares son grupos de estrellas que pueden contener desde 10.000 hasta varios millones de estrellas en espacios muy reducidos, de manera que las estrellas se encuentran entre 100 y 1.000 veces más cerca entre sí que el Sol y sus vecinos cósmicos. Para poner este número en perspectiva, la estrella más cercana al Sol es Alfa Centauri, que está a unos 4 años luz. En cambio, si estuviéramos en un cúmulo estelar la estrella más cercana a nosotros se encontraría a entre 1,46 y 14,6 días luz o, lo que es lo mismo, entre 8,76 y 87,6 veces más lejos que Plutón. Vale, ya sé que sigue pareciendo mucho, pero a escalas astronómicas esto es estar pegado. Alfa Centauri, para ponerlo en la misma magnitud, está 8.760 veces más lejos del Sol que Plutón.

Pero, bueno, a lo que iba.

La luz combinada de todas estas estrellas que forman los cúmulos globulares es tan brillante que se puede ver desde distancias inmensas y resulta fácilmente identificable entre el resto del firmamento. O sea, que ya teníamos unos objetos muy brillantes que podíamos observar con facilidad para conocer el tamaño de la galaxia. Ahora sólo faltaba medir a qué distancia se encontraban estos cúmulos globulares.

Y aquí aparece otro problema: si están tan lejos, no podemos usar el paralaje para medir la distancia que nos separa de ellos. Maldita sea, universo, cómo te gusta ponernos las cosas difíciles.

La solución a este problema no llegaría hasta 1912 de la mano de Henrietta Swan Leavitt, una astrónoma que trabajaba en el Harvard College Observatory revisando miles de placas fotográficas a cambio de un salario de entre 25 y 30 céntimos la hora, porque, en aquella época, a las mujeres no se les permitía operar los telescopios.

Antes de continuar con la historia, hablemos de otra cosa.

LA CONTRIBUCIÓN DE LA FOTOGRAFÍA A LA ASTRONOMÍA

La invención de la fotografía facilitó mucho la vida a los astrónomos. Registrar las posiciones relativas entre todos esos puntos brillantes del cielo no es una tarea fácil de hacer a ojo a través de un telescopio, ya que, mientras la Tierra rota, los cuerpos celestes se van moviendo de un lado a otro del cielo.

Si tenéis o habéis tenido alguna vez un telescopio, habréis notado que cualquier objeto que hayáis fijado en vuestro campo de visión se va moviendo lentamente hasta desaparecer de vuestra vista en unos segundos. Hoy en día se utilizan motores que van moviendo el telescopio al mismo ritmo que el cielo avanza para mantener los objetos centrados en medio de la lente, pero los primeros telescopios no presentaban esta posibilidad.

Al principio, antes de la aparición de la primera cámara fotográfica, la astrofotografía consistía simplemente en poner una placa empapada en un compuesto químico que fuera degradado en presencia de la luz. Cuando la luz de un objeto impactaba contra él, esa zona quedaba «quemada» y dejaba una marca con la forma del objeto que se estuviera observando. Pero las primeras placas fotográficas eran muy poco sensibles y necesitaban que la luz incidiera sobre ellas un buen rato para que quedara alguna marca. Además, cualquier error podía hacer que la luz no llegara en un ángulo adecuado y dejara marcas donde no debería: si el telescopio no estaba bien sujeto podía moverse, o si no se seguía con precisión el objeto que se observaba mientras se desplazaba por el cielo las marcas que quedaran en la placa podrían resultar irreconocibles.

La primera «cámara» fue inventada por el artista francés Louis Daguerre en 1839, un aparato que utilizaba yoduro de plata como compuesto que recibía la luz solar y cuyas imágenes recibían el nombre de daguerrotipos. Pero el sistema era tan poco sensible a la luz que tan sólo podía utilizarse para tomar fotos del Sol y la Luna, los objetos más brillantes del cielo. Además, necesitaba tiempos de exposición bastante largos para que la luz pudiera dejar una marca sobre la placa.

El escultor Frederick Archer añadió en 1851 una capa de nitrato de celulosa bañado en alcohol y éter (el éter químico, no la quintaesencia mística) bajo el yoduro de plata, lo que permitía disminuir el tiempo de exposición una barbaridad porque era mucho más sensible a la luz. Esto significaba que la imagen quedaba grabada en la placa mucho más rápido, tanto que el astrónomo británico Warren de la Rue pudo obtener buenas imágenes de la Luna en tan sólo 30 segundos.

Pero, claro, para tomar fotos de cosas menos brillantes, como Júpiter o las estrellas, era necesario exponer las placas a la luz durante más tiempo. El problema era que las placas utilizadas hasta la fecha sólo funcionaban mientras estaban húmedas. Cuando se secaban, la luz ya no dejaba ninguna marca en ellas.

En 1871 el químico británico Richard Leach Maddox inventó una gelatina seca que iba a sustituir al yoduro de plata, por lo que por fin podían tomarse fotografías de objetos que no fueran el Sol y la Luna. Por supuesto, a este invento tuvieron que seguirle sistemas que permitieran realizar fácilmente el seguimiento de los planetas y estrellas a través del cielo para mantenerlos siempre en la misma posición en la placa fotográfica y evitar que el resultado fuera un desastre.

La fotografía ofrecía dos ventajas enormes respecto a la observación a simple vista. Por un lado, nuestras retinas se olvidan rápidamente de la luz que ha incidido sobre ellas, por lo que cada instante la imagen que vemos es «nueva». Las placas fotográficas, en cambio, eran capaces de «acumular la luz» durante un rato y, por tanto, cuanto más tiempo estuviera expuesta a una fuente de luz, más clara sería su imagen, así que con ellas se podían observar objetos con brillos muy débiles. Si la luz quedara también grabada en nuestras retinas, cuando miráramos el cielo veríamos las estrellas volverse cada vez más brillantes, nítidas y grandes.

Por otro lado, las placas fotográficas eran registros permanentes muy precisos de las observaciones, así que ya no se necesitaba apuntar las coordenadas de los astros para poder comparar sus posiciones relativas. Ahora bastaba con poseer varias fotografías de una misma zona del cielo para poder compararlas y ver si algo se había movido (lo que podría indicar la presencia de planetas, cometas o asteroides), si habían aparecido luces nuevas (que podían ser novas o supernovas) o si algo había cambiado de brillo entre una placa y otra. En esto último es en lo que se fijó Henrietta Swan Leavitt para encontrar las estrellas variables Cefeidas.

A simple vista se pueden observar algunos pequeños parches difusos en el cielo tan débiles que prácticamente sólo pueden ser vistos de reojo. Los telescopios permitieron observar mejor estos cuerpos nebulosos, que al ser aumentados aparecían como una mezcla de puntos luminosos acompañados de un brillo difuso.

Pero fue la fotografía, que permitía recoger más luz, la que permitió captar mejores detalles de estos cuerpos nebulosos y, por tanto, se pudo distinguir que algunos de ellos tenían patrones en espiral y zonas más oscuras que otros si se utilizaban tiempos de exposición largos. Un buen ejemplo es la nebulosa de Orión, capturada en estas dos fotografías con tres años de diferencia tecnológica entre ellas (a la izquierda en 1880 y a la derecha en 1883):

Esto nos ayudó a entender mejor la estructura del universo y daría pie, como ya hemos visto, al descubrimiento de que vivimos en una de las muchas galaxias que componen un universo enorme.

EL BRILLO CAMBIANTE DE LAS ESTRELLAS VARIABLES

Sabiendo esto, podemos seguir a lo nuestro.

Henrietta se pasaba el día comparando placas fotográficas tomadas desde los telescopios, midiendo el brillo de las estrellas y catalogándolas según este criterio. En 1893 el director del observatorio en aquella época, Edward Charles Pickering, le encomendó la tarea de estudiar el brillo de las llamadas estrellas variables, que simplemente son estrellas cuya luminosidad va variando a lo largo del tiempo. Y lo que al principio parecía una tarea mecánica de poca importancia se convirtió en uno de los mayores avances de la astronomía.

Henrietta se dio cuenta de que había algunas estrellas que aumentaban y disminuían su brillo de manera muy regular en un intervalo de entre uno y cien días. En 1908 había observado 1.777 estrellas de este tipo y había descubierto un patrón muy interesante:[80] la luminosidad máxima de una estrella dependía directamente del tiempo que duraba su ciclo de aumentos y disminuciones de brillo. En otras palabras, las que tardaban más en pasar de su brillo mínimo al máximo eran muchísimo más brillantes que las que tardaban menos.

Bueno, ¿y qué? Perdón, quiero decir, algunas de esas estrellas estarían más lejos que otras y por eso nos podrían parecer menos brillantes. ¿Cómo podía saber que el brillo real de la estrella era mayor o menor y que realmente no era un efecto de la distancia?

Las estrellas que estaba estudiando formaban parte de las Nubes de Magallanes, que ahora sabemos que son dos galaxias enanas que están muy cerca de la Vía Láctea y que incluso, tal vez, sean satélites de nuestra galaxia.[81] Las dos Nubes de Magallanes se pueden ver sólo desde el hemisferio sur terrestre y aparecen en el cielo como dos parches de estrellas difusos. Uno de ellos es más grande que el otro, así que de ahí sus nombres de la Gran Nube de Magallanes (GNM) y la Pequeña Nube de Magallanes (PNM).

Total que, aunque aún no supiera que esas dos nubes eran pequeñas galaxias, Henrietta razonó que las estrellas que contenían debían de estar todas aproximadamente a la misma distancia de nosotros por el aspecto compacto de estas nubes. Asumiendo que la distancia era similar para todas las estrellas, podía llegar a la conclusión de que las diferencias de brillo de las estrellas se debían a que unas brillaban más que otras y que no era un efecto de la distancia. Esto le ayudó a darse cuenta de que, realmente, la luminosidad de las estrellas variables más brillantes aumentaba y se reducía en períodos más largos que los de las más débiles.

En 1908 Henrietta publicó sus resultados y en 1912 pudo confirmarlos. Una simple relación matemática mediante logaritmos permitiría saber con precisión cuál era la luminosidad real (no la que vemos desde la Tierra y que nos llega muy debilitada a causa de la distancia, sino la del objeto en sí) de una estrella variable basándose sólo en el tiempo que duran los períodos en los que pasan de tener un brillo mínimo a uno máximo. Conociendo la distancia que nos separa de una estrella, se podría calcular cuánta luz estaba emitiendo sabiendo que su brillo disminuye con el cuadrado de la distancia.

Todo muy bien, pero se necesitaba conocer primero la distancia que nos separaba de una de estas estrellas variables para calibrar el resto, y nos encontrábamos ante el mismo problema de siempre: estas estrellas estaban demasiado lejos como para conocer su distancia porque, como ya hemos visto, la máxima distancia que se puede medir con precisión con la técnica del paralaje a partir de dos puntos opuestos de nuestra órbita es de 327 años luz.

MEDIR EN EL ESPACIO

Pero en 1913, al astrónomo danés Ejnar Hertzsprung (no eres un buen danés si tu apellido no contiene seis consonantes seguidas) se le ocurrió que, ya que el sistema solar se mueve por el espacio, podría realizar una medida de una estrella variable, esperar un tiempo hasta que el sistema solar hubiera recorrido una distancia mayor al diámetro de la órbita de la Tierra y luego volver a realizar otra medida para conocer el paralaje de esa estrella.

El sistema solar se mueve a lo largo del disco galáctico a unos 20 km/s respecto a las estrellas que lo rodean (y a 200 km/s en valores absolutos), lo que significa que anualmente recorre unos 630 millones de kilómetros, una distancia dos veces mayor que el diámetro de la órbita de la Tierra alrededor del Sol.

Aunque el método parezca prometedor, el movimiento del sistema solar alrededor de la galaxia aún no se entendía muy bien en aquella época (de hecho, aún no sabíamos que nos encontrábamos dentro de una galaxia), y las mediciones de Hertzsprung tenían un gran margen de error.

Harlow Shapley (seguimos con los nombres raros) retomaría el trabajo de Henrietta en 1918, pero sin prestar atención a las Nubes de Magallanes. Él estaba interesado en los cúmulos globulares que le permitirían calcular el tamaño de la galaxia.

Para entonces, las estrellas variables se habían dividido en dos grupos que presentaban propiedades ligeramente distintas: las Cefeidas de población II y las de población I. Las de población II son 1,5 órdenes de magnitud inferiores en cuanto a brillo.

Observando los cúmulos globulares de estrellas, Shapley descubrió que contenían un tipo nuevo de estrellas variables que tenían períodos de cambio de brillo menores a un día y un brillo máximo mucho menor que el resto.

Como los cúmulos globulares están mucho más cerca que las Nubes de Magallanes porque se encuentran dentro de nuestra propia galaxia, Shapley logró encontrar el paralaje de una de estas estrellas variables y a partir de ellas determinó la distancia a la que se encontraban estos cúmulos.

Ahora ya nada podía impedir a la raza humana encontrar su lugar en el universo.

Basándose en la luminosidad de las estrellas variables, Shapley pudo calcular la distancia que nos separa de un gran número de cúmulos globulares y representarlos en un modelo tridimensional. Vio que una gran cantidad de los cúmulos más cerrados parecían formar una esfera en el centro y que alejados de la franja de la Vía Láctea los cúmulos no eran tan compactos.

Basándose en su modelo, Shapley concluyó que la galaxia tenía forma de disco, con un diámetro de 130.000 años luz, una cifra un 30% mayor al valor real, porque en el espacio hay mucho gas y la luz de algunas estrellas puede llegarnos más debilitada y parecer, por tanto, más lejana al medir su luminosidad. En 1918 publicó estos resultados.

En 1920 se organizó un debate titulado «La Escala del Universo» en el que Shapley y otro astrónomo, Heber Curtis, expusieron sus ideas sobre las distancias que separan todo lo que está en el cielo. La idea principal era hablar sobre el tamaño de la Vía Láctea, si las nebulosas estaban en su interior o fuera de ella, si estas nebulosas serían otras galaxias o si la Vía Láctea ocupaba todo el universo. Este acontecimiento pasaría a la historia como «El Gran Debate».

Aunque los dos ponentes tenían buenos argumentos en favor de sus ideas, ambos estaban completamente equivocados en parte de su discurso.

Por un lado, Shapley había calculado el tamaño aproximado de la galaxia y había llegado a la correcta conclusión de que el Sol da vueltas alrededor del núcleo bastante lejos de la zona central. Curtis, por el contrario, sostenía que la galaxia era cuatro veces más pequeña y que el Sol se encontraba cerca de su centro.

Curtis, en cambio, sugería que las nebulosas que tanto tiempo llevaban observando estaban fuera de la Vía Láctea y que en realidad eran otras galaxias o «universos isla». A Shapley no le gustaba esta idea porque, según sus cálculos, si la nebulosa de Andrómeda (que hoy en día sabemos que es una galaxia) se encontraba fuera de la Vía Láctea, debería estar a una distancia de unos 100 millones de años luz (hoy en día sabemos que la cifra es de 2,5 millones de años luz). Shapley contaba con el apoyo de las observaciones de Adriaan Van Maanen, un astrónomo danés que decía haber conseguido distinguir la rotación de una nebulosa espiral. Si esto era cierto y este tipo de objetos se encontraban tan abrumadoramente lejos de nosotros, entonces para poder distinguir su movimiento deberían estar rotando a velocidades cercanas a las de la luz, algo que no encajaba con…, bueno, con la física. Por supuesto, las observaciones de Van Maanen resultaron ser incorrectas porque no hay manera de distinguir el movimiento de rotación de una galaxia en lo que dura una vida humana.

Curtis argumentaba que no creía en la explicación de que estas nebulosas estuvieran dentro de la Vía Láctea porque en ellas tenían lugar un mayor número de novas, explosiones estelares que emiten un brillo tremendo. Es decir, ¿por qué iban a estar estas explosiones estelares esparcidas aleatoriamente por el resto de la galaxia, pero luego en estas nebulosas habría una concentración tan grande de ellas? Por supuesto, Shapley le rebatía diciendo que estas novas tenían que ser tremendamente brillantes para que pudieran ser observadas desde aquí con la distancia que nos separa.

Claramente, la única manera de zanjar el asunto de una vez por todas era que alguien lograra medir la distancia que nos separa de estas nebulosas. Y eso es lo que hizo Edwin Hubble.

EL UNIVERSO ES BASTANTE MÁS GRANDE DE LO QUE PENSÁBAMOS

Usando el que en aquella época era el telescopio más potente del mundo, Hubble identificó en Andrómeda y otras nebulosas las estrellas variables que Henrietta había descubierto y, usando los datos de luminosidad conocidos, pudo calcular la distancia a la que se encontraban.

La primera galaxia que midió fue NGC 6822, la galaxia de Barnard, para la que pudo calcular que se encontraba a una distancia de casi 700.000 años luz. Descubrió que la galaxia del Triángulo (M33) estaba a casi 868.000 años luz y que la galaxia de Andrómeda se encontraba a 1.500.000 años luz. Los números no eran muy precisos: en orden, las distancias medidas hoy en día son 1,6, 2,38 a 3,07 y 2,5 millones de años luz, pero lo importante es que las mediciones de Hubble superaban incluso las predicciones más grandes en cuanto al tamaño de la Vía Láctea de Shapley, que la colocaban a unos 300.000 años luz.

Esto demostraba de una vez por todas que la galaxia no ocupaba todo el universo y que esas nebulosas difusas no estaban dentro de la Vía Láctea, sino que eran sistemas estelares y que nosotros vivíamos en uno igual… Y futuras observaciones con telescopios cada vez más potentes demostraron que existen miles de millones de galaxias repartidas por todo el universo.

Así que saber que formamos parte de una galaxia, un hecho que damos por sentado, se conoce desde hace menos de cien años.

Hubble aún tenía un descubrimiento preparado para nosotros que cambiaría nuestra visión del universo. Pero antes es importante hablar de Einstein, porque destrozó por completo nuestra visión preconcebida de la realidad.

DATO CURIOSO

En un programa del podcast Astronomy Cast, del creador de la revista Universe Today, la doctora en astrofísica Pamela Gay explicaba que, cuando preguntaba a la gente del mundo académico cuál era el descubrimiento científico que más le había impresionado a lo largo de su vida, la gente de más edad coincidía siempre en la respuesta: «Las galaxias».

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