El universo en una taza de café

El universo en una taza de café


14. Observando lo invisible

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OBSERVANDO LO INVISIBLE

Como ya hemos visto cuando hablábamos del efecto Doppler, las estrellas parecen cambiar un poco de color según se acerquen hacia nosotros o se alejen, debido a que la luz adquiere una tonalidad más roja cuando su longitud de onda es más larga y se vuelve paulatinamente más azulada a medida que la longitud de onda se acorta.

Si os está costando un poco reenganchar el hilo, recordad el ejemplo del sonido: los sonidos con longitudes de onda mayores nos parecen más graves y se vuelven más agudos a medida que la longitud de onda se reduce. Y ahora dejo en el aire la siguiente pregunta para la voz cursiva: ¿qué pasa cuando el tono de un sonido se vuelve cada vez más agudo?

Mmmm… ¿Que llega un punto en el que es tan agudo que dejamos de escucharlo?

¡Excelso! ¡Y lo mismo pasa con los tonos graves!

De la misma manera que un sonido nos parece más agudo o más grave según su longitud de onda, cuando la luz impacta contra nuestras retinas, nuestro cerebro interpreta su longitud de onda como un color distinto, correspondiendo las ondas más cortas a colores más azulados y las más largas a colores rojizos.

Pero igual que existen sonidos más allá del rango de frecuencias que podemos oír, la radiación electromagnética no está limitada a las longitudes de onda que somos capaces de ver, que en realidad representan una fracción minúscula de todo el espectro electromagnético. Como había comentado, nuestra visión está limitada a las ondas con un tamaño comprendido entre 390 y 700 nanómetros, pero las oscilaciones de las ondas electromagnéticas se pueden producir tanto en el espacio comparable al de un átomo como en el de una montaña.

Estas ondas electromagnéticas con longitudes de onda muy superiores o inferiores a la de la luz visible también podrían ser consideradas un tipo de «luz» invisible al ojo humano. Aunque no del todo porque, según su longitud de onda, la radiación electromagnética presenta propiedades distintas.

Y aquí llega el problema gordo para un primate que pretenda estudiar el cosmos: nuestros ojos sólo son capaces de procesar una fracción diminuta del espectro electromagnético. Para orientarnos en nuestro día a día esa pequeña franja de radiación que podemos detectar ya nos va bien. De hecho, si hemos evolucionado durante todo este tiempo sin que nuestros ojos aprendan a detectar nada más que la luz visible significa que nuestra visión es suficiente para sobrevivir en este mundo loco.

Pero la evolución no nos preparó para desentrañar los misterios del firmamento, donde una cantidad inmensa de fenómenos emiten radiación electromagnética en longitudes de onda que somos incapaces de apreciar, así que la cantidad de información que nos perdemos al levantar la vista hacia el cielo es tremenda.

Estudiar el universo sólo a través de nuestros ojos es como intentar correr a través de un bosque a oscuras lleno de luces de Navidad: las lucecillas podrán darte alguna pista sobre el camino que deberías seguir, pero no iluminarán las piedras, los arbustos, los troncos y los agujeros que, al fin y al cabo, son los objetos que te interesa poder esquivar para evitar tropezar y partirte la crisma.

LA LUZ INVISIBLE: RAYOS INFRARROJOS

La primera señal de que existían distintos tipos de «luz invisible» apareció nada más empezar el siglo XIX, de la mano de William Herschel (el mismo tipo que descubrió Urano, si os acordáis).

En el año 1800 nadie sabía por qué la luz blanca se descomponía en todos los colores del arcoíris cuando pasaba a través de un prisma, algo que había descubierto Isaac Newton en el siglo XVII.

Herschel se dedicó a interponer filtros translúcidos de distintos colores en el camino de rayos de luz solares, y notó que la luz «teñida» presentaba temperaturas distintas según su color, así que teorizó que el origen del fenómeno podría estar relacionado con los cambios de temperatura.

Para probar su hipótesis utilizó un prisma para proyectar el espectro de colores sobre un montaje que contenía varios termómetros, de manera que pudiera medir cuánto subía la temperatura en cada franja de color. No tardó en darse cuenta de que los termómetros situados en las franjas azules y violetas del espectro de color marcaban temperaturas más bajas que los que habían sido iluminados por los tonos más rojizos.

Su sorpresa llegó cuando vio que uno de los termómetros que había colocado en un lugar donde la luz roja no podía incidir sobre él, más allá de los límites del espectro proyectado por el prisma, marcaba la temperatura más alta de todas.[86]

Extrañado, Herschel comprobó los otros dos termómetros que tenía repartidos por la habitación para controlar la temperatura ambiente y se dio cuenta de que, en efecto, el termómetro que estaba en esa franja sin iluminar estaba marcando una temperatura mayor que cualquier otro. Sólo había una explicación: el espectro luminoso continúa más allá del color rojo, y algún tipo de luz invisible para el ojo humano estaba calentando el termómetro.

Herschel acababa de descubrir lo que él llamó rayos caloríficos pero que más adelante serían referidos como radiación infrarroja o, lo que es lo mismo, la radiación que está más allá del color rojo en el espectro electromagnético porque tiene una longitud de onda más larga.

El siguiente tipo de radiación invisible fue descubierta un año después, de manera igual de accidental.

OTRA LUZ INVISIBLE: RAYOS ULTRAVIOLETAS

Con el tiempo la alquimia había dado paso a la química y ahora los científicos se dedicaban a investigar las propiedades de distintos compuestos químicos para aprender algo de ellos y encontrarles aplicaciones más mundanas en vez de dedicar sus vidas a intentar fabricar una piedra que les permitiera convertir cualquier material en oro.

Una de las cosas que se había aprendido gracias a la química es que el cloruro de plata, un compuesto de color blanco, se descompone en presencia de la luz y adopta una coloración grisácea o violeta. Así que, en 1801, Johann Wilhelm Ritter estaba probando cómo los distintos colores proyectados por un prisma afectarían a la descomposición del cloruro de plata. Su experimento era muy parecido al de Herschel, sólo que, en lugar de termómetros repartidos por el espectro de la luz, tenía un papel empapado en esta sustancia que abarcaba todos los colores proyectados por el prisma.

Ritter notó que el extremo violeta ennegrecía el papel más rápidamente que la parte rojiza del espectro pero, más interesante aún, vio que en la zona del papel que estaba más allá del color violeta y donde, aparentemente, no llegaba ninguna luz, la reacción se producía de manera aún más acelerada.

Esto indicaba la presencia de algún tipo nuevo de rayos de luz invisible, a los que Ritter llamó rayos oxidantes, por el efecto que producían en la reacción química, pero a los que ahora llamamos simplemente rayos ultravioleta porque están más allá del color violeta en el espectro electromagnético.

Y de momento nadie encontró nada más. Ya existía un tramo de luz invisible más allá del color rojo y otro después del color violeta, así que parecía que el arcoíris había quedado equilibrado.

MICROONDAS Y OTRAS ONDAS

Pero entonces llegó Maxwell, que, si recordáis, es el tipo que descubrió matemáticamente que deberían existir ondas con cualquier longitud de onda, y predijo la existencia de las microondas y las ondas de radio en 1865 y 1867, respectivamente.

Los descubrimientos de Herschel y Ritter habían dejado una huella en el mundo de la investigación: sin quererlo, habían demostrado que existen aspectos de la realidad que escapan a los sentidos humanos y que, si queríamos detectarlos, teníamos que encontrar otros medios que no fueran nuestros propios y limitados sentidos.

O sea que, para encontrar las ondas cuya existencia había sido predicha por Maxwell, el físico alemán Heinrich Hertz tuvo que realizar experimentos en los que no sólo tenía que asegurarse de que sus aparatos emitirían la longitud de onda necesaria, sino que además contaban con un método para detectar las ondas que le permitiera identificarlas. El caso es que consiguió producir y detectar ondas de radio en 1887 y microondas en 1888.

RAYOS X. RAYOS GAMMA

En 1895, otro físico alemán, William Röntgen, estaba trasteando con un tubo de Crookes, que es básicamente una bombilla a través de la cual se puede hacer pasar una corriente eléctrica muy potente para que emita radiación electromagnética en distintas longitudes de onda. Estos aparatos existían desde hacía veinte años, y la gente había notado que, mientras estaban en funcionamiento, aparecían borrones y sombras extrañas en las placas fotográficas cercanas.

Para investigar esta curiosa propiedad, Röntgen preparó un experimento que consistía en enrollar el tubo en cartón negro para bloquear cualquier rastro de luz visible, infrarroja o ultravioleta y colocar una pantalla de un compuesto químico fluorescente (platinocianuro de bario, para los interesados en la química) a un metro de distancia del tubo. Cuando encendió el tubo de Crookes vio que la pantalla empezaba a emitir un brillo sutil, señal de que algún tipo de onda estaba atravesando el cartón e interaccionando con el material fluorescente.

DATO CURIOSO

El nombre de rayos X derivó del hecho de que, en aquella época, Descartes había puesto de moda llamar X, Y o Z a las incógnitas matemáticas, una notación que aún tendemos a utilizar hoy en día. Como existían señales de que existía un nuevo tipo de radiación en el oscurecimiento de las placas fotográficas pero aún nadie había sido capaz de detectarla, Röntgen utilizaba el término rayos X durante sus investigaciones para referirse a ella porque, al fin y al cabo, resultaba toda una incógnita.

Röntgen se dio cuenta de que había descubierto un nuevo tipo de radiación electromagnética que era capaz de pasar a través de la materia, así que experimentó con varios compuestos y descubrió que dicha radiación conseguía atravesar algunos materiales en mayor medida que otros, excepto el plomo y el platino, que la bloqueaban por completo.

Al ver que esta radiación penetraba en distintos grados en materiales diferentes, a Röntgen se le ocurrió que tal vez podría atravesar el hueso y la carne de manera distinta y le sugirió a su esposa Anna que colocara su mano frente a una placa fotográfica contra la que emitiría un haz de rayos X. Al revelar la placa, pudieron ver los huesos de la mano, obteniendo así la primera radiografía de la historia y cambiando el curso de la medicina.[87] Anna se convirtió en la primera persona viva de la historia en ver sus propios huesos, así que no es de extrañar que al ver la radiografía exclamara: «¡He visto mi muerte!».

Por último, los rayos gamma fueron descubiertos en el año 1900 por el químico y físico francés Paul Villard, que estaba estudiando la radiación emitida por el radio, un metal radiactivo. Y…, bueno…, eso. Lo sé, lo sé: en comparación con los demás, el descubrimiento de este tipo de radiación es bastante aburrido.

Y ya está. En cien años habíamos descubierto todos los tipos de ondas que contiene el espectro electromagnético y ya podíamos utilizarlas para observar el firmamento y ver qué nos estábamos perdiendo con nuestros propios ojos.

AHORA SÍ VEMOS LO INVISIBLE

Si tuviera que explicar cómo se desarrollaron las diferentes técnicas para observar el cielo en cada una de estas longitudes de onda, este libro no terminaría nunca. Tampoco creo que resultara excesivamente entretenido, así que vamos a hablar directamente de qué hemos podido descubrir desde que observamos el cielo a través de aparatos que sí son capaces de detectar estas formas de luz invisible.

Si aún tenéis en mente el capítulo sobre el movimiento de las estrellas y el efecto Doppler recordaréis que el color de una estrella está determinado, básicamente, por la temperatura de su superficie. Las estrellas más calientes brillan con tonalidades azuladas, mientras que las más frías presentan colores rojizos.

Esta idea puede parecer poco intuitiva porque estamos acostumbrados a relacionar el color azul con el frío y el rojo con el calor, pero enfocadlo de la siguiente manera: qué está más caliente, ¿la llama anaranjada de un mechero o la llama azul de un soplete? Bueno, vale, a lo mejor no todos estáis familiarizados con los sopletes, pero os doy la respuesta: es la llama del soplete.

De hecho, tiene todo el sentido del mundo. Las longitudes de onda más cortas transportan una mayor cantidad de energía que las largas, así que para producir el color azul (ondas cortas) un objeto tiene que estar mucho más caliente que para emitir un brillo rojo (ondas largas).

¡Eh, eh! ¡Para el carro, bandido! Aquí hay una cosa que no me cuadra. Si los colores azulados son más energéticos que los rojos, ¿cómo puede ser que Herschel encontrara una mayor temperatura en el infrarrojo en sus experimentos con el prisma?

Buena memoria, voz cursiva.

El prisma de Herschel no era perfecto. Es muy difícil fabricar materiales que se comporten de manera ideal y el prisma que utilizó Herschel actuaba como una lupa para longitudes de onda largas,[88] aumentando su potencia. En realidad, si el experimento hubiera sido llevado a cabo con un cristal adecuado, la luz azul tendría que haber calentado más el termómetro que la roja.

De acuerdo, prosigue.

Vale, pues mira.

Resulta que no sólo las cosas que están suficientemente calientes como para ponerse al rojo vivo emiten radiación electromagnética. Vale, sí, necesitas una temperatura mínima para que un objeto empiece a brillar con luz visible, pero las cosas emiten radiación incluso cuando no están incandescentes. Lo que pasa es que se trata de radiación infrarroja y nuestros ojos no la pueden detectar.

Por muy frío que esté un objeto, todo lo que desprende algo de calor emite radiación infrarroja y puede detectarse con los instrumentos adecuados.

¿Y qué pasa con el hielo? O algo más frío aún como…, yo qué sé…, ¿el nitrógeno líquido?

Tanto el hielo como el nitrógeno líquido a nosotros nos parecen fríos porque nuestro cuerpo se encuentra a una temperatura superior a la suya. Pero, en realidad, tanto uno como el otro están calientes.

Pero ¿qué dices? Date un baño en la playa en invierno y luego vuelves y repites que el hielo está caliente.

Maldita sea, voz cursiva.

Lo que nosotros interpretamos como calor proviene en realidad del movimiento de los átomos y las moléculas. Cuanto más rápido se mueven, más fricción se produce entre ellos y más calor desprenden. Ésta es una versión simplificada del fenómeno real, pero sirve para ilustrar lo que quiero decir.

Como la temperatura es el resultado directo del movimiento que se produce en el interior del material, un objeto alcanzará la temperatura mínima posible cuando todos sus átomos y moléculas estén completamente quietos. Y ese estado ocurre cuando el objeto se encuentra a 0 grados Kelvin o, lo que es lo mismo, a –273,15 ºC.

O sea que la distinción entre frío y calor es una concepción humana basada en la sensación que notamos según nuestra propia temperatura corporal. En realidad, las cosas están más o menos calientes dependiendo del mayor o menor movimiento que presenten los átomos y las moléculas que las componen. Es decir, que cualquier cosa que se encuentre por encima de –273,15 ºC de temperatura tendrá algo de energía térmica y, por tanto, emitirá algún tipo de radiación de onda larga. Esto incluye toda la materia del universo, desde los asteroides hasta las paredes de tu casa, pasando por las piedras, las nubes, las personas y los árboles.

La tecnología infrarroja nos permite estudiar el cielo usando el mismo principio que aprovechan las cámaras infrarrojas para detectar a la gente en total oscuridad: sacan una foto en la parte infrarroja del espectro electromagnético en vez de en la visible y, como la temperatura del cuerpo humano suele ser mayor a la del entorno y por tanto la radiación emitida por él es ligeramente más energética, pueden distinguir a las personas del resto del paisaje.

Apuntando cámaras infrarrojas al cielo, podemos detectar objetos demasiado fríos como para que emitan luz visible. Como, por ejemplo, la mayoría de las estrellas.

Sé que te habrá sorprendido, porque las estrellas son tan brillantes que parece algo fácil poder encontrarlas en el cielo. Y aunque algunas estén bastante lejos de nosotros y se necesiten telescopios más potentes para observarlas, parece imposible pasarlas por alto…, ¿no?

Pues no.

ENANAS DE MUCHOS COLORES

En nuestra propia galaxia, el 85% de las estrellas son enanas rojas, un tipo de estrellas que tiene una masa entre 0,1 y 0,6 veces la masa de nuestro Sol y que emiten sólo entre un 0,01 y un 3% de la luz. La superficie de estas estrellas se halla a una temperatura de entre 2.200 y 3.400 ºC, así que la tonalidad con la que brillan es más bien rojiza y muy muy débil. Aunque están suficientemente calientes para emitir luz visible, la mayoría de la radiación que emiten se encuentra en la parte infrarroja del espectro.

Un caso aún más extremo es el de las enanas marrones, descubiertas en 1988. Se trata de objetos gaseosos demasiado pequeños y fríos como para que en su interior se produzcan las reacciones de fusión nuclear que hacen brillar una estrella pero, aunque su superficie no esté lo bastante caliente como para emitir luz visible, a sus 700 ºC desprenden calor suficiente como para ser fuentes de radiación infrarroja.

Siguiendo en la línea de las enanas (aunque no tenga nada que ver con el espectro infrarrojo), las enanas blancas fueron descubiertas en 1910 por Henry Norris Russell, Williamina Fleming y Edward Charles Pickering cuando encontraron una estrella que brillaba en un color blanco pese a que su brillo era muy débil.

Bueno, a lo mejor sólo estaba lejos.

No, no, conocían la distancia hasta la estrella y después de calcular lo brillante que debería ser la luz de la estrella basándose en el brillo medido desde la Tierra (el brillo se reduce con el cuadrado de la distancia y se puede calcular), vieron que el resultado no tenía ningún sentido, porque las estrellas blancas tienen una temperatura tremenda debido a que sus masas son enormes y las reacciones de fusión nuclear de su núcleo, muy energéticas. Esta estrella, en cambio, pese a toda esa virulencia, brillaba con un fulgor débil.

O sea, que no podía ser una estrella gigantesca blanca normal.

En 1939, Russell recordaba el comentario que un sonriente Pickering le hizo en un momento en que él se encontraba perplejo y alicaído por la inconsistencia de sus observaciones: «Ésta es sólo una de estas excepciones que nos llevan al avance de nuestro conocimiento».[89] Y Pickering tenía razón, porque más tarde se descubriría que estas estrellas encajan con lo que predice la física que les ocurre a las estrellas de tamaños similares al del Sol cuando su combustible se acaba: sus capas exteriores se hinchan y en el núcleo queda una bola compacta de material caliente, la enana blanca.

Luego están las enanas negras, que son enanas blancas que se han enfriado tanto que ya no emiten luz visible. Como las enanas blancas pierden el calor muy lentamente son capaces de mantener su brillo durante muchísimo tiempo: se calcula que las estrellas enanas blancas más viejas que se han encontrado llevan existiendo entre 11.000 y 12.000 millones de años.[90] Con sus 13.700 millones de años, el universo es aún demasiado joven como para que se espere que existan enanas negras.

Pero la radiación infrarroja no sólo nos permite detectar estrellas que no brillan lo suficiente como para ser detectadas por su luz visible. Muchas estrellas brillan con fuerza, pero resultan invisibles para nosotros porque están ocultas tras nebulosas, gigantescas nubes de gas que pueden llegar a medir cientos de años luz de diámetro. Las nebulosas no suelen ser demasiado densas. En realidad, una nebulosa del tamaño del planeta Tierra contendría sólo unos cuantos kilogramos de masa, pero su tamaño desproporcionado bloquea la luz de cualquier estrella que esté oculta tras ella.

Las nebulosas resultan opacas a la luz visible, que tiende a ser absorbida por los átomos de gas, pero la luz infrarroja pasa a través de ellas sin problemas y es capaz de llegar hasta nosotros. Por tanto, observando zonas oscuras del cielo en la longitud de onda infrarroja podemos llegar a encontrar una gran cantidad de actividad invisible para el ojo humano.

IR es la abreviatura de Infrarrojo

Las nubes moleculares son nebulosas suficientemente densas como para que los átomos de los distintos elementos que las componen estén tan cerca entre sí que pueden combinarse y formar moléculas más complejas. En el interior de estas nubes, los núcleos más densos de gas atraen material de su alrededor debido a su mayor atracción gravitacional. Cuanto más gas acumulan, más aumenta la masa del núcleo y más fuerte se vuelve su campo gravitatorio, por lo que atrae una cantidad aún mayor de masa nueva y la comprime en el centro, empezando así un círculo que se retroalimenta hasta que en el núcleo las condiciones de presión y calor son tan grandes que empiezan a tener lugar reacciones de fusión nuclear que liberan una cantidad tremenda de energía. Esta energía calienta toda la masa de gas hasta su incandescencia y, voilà, empieza a brillar una estrella.

¿Y cómo puede ser que la luz visible no pueda atravesar un material y la infrarroja sí?

Sin entrar en detalles excesivamente quisquillosos, la respuesta se puede resumir en que algunos materiales son transparentes para ciertas longitudes de onda y opacos para otras según su composición química y estructura interna.

Por ejemplo, el vidrio es transparente a la luz visible y por eso podemos ver a través de él. Pero si nuestros ojos detectaran la luz ultravioleta en vez de la visible, una ventana de cristal nos parecería prácticamente opaca, porque ésta no puede pasar a través del cristal.

Ya que estamos hablando de luz ultravioleta, las imágenes del cielo en esta longitud de onda nos permiten detectar objetos muy calientes, como las estrellas jóvenes o las moribundas. Pero, aunque el cielo observado a través de la luz ultravioleta aparece muchísimo más brillante porque las estrellas muy calientes emiten una mayor cantidad de luz ultravioleta que infrarroja, presenta problemas.

Por un lado, las nubes de gas que hay repartidas por el espacio detienen la radiación ultravioleta muy fácilmente. Así que muchas estrellas quedan totalmente oscurecidas en el espectro ultravioleta y, si miramos el cielo a través de esta longitud de onda, aparecen grandes parches oscuros por toda la galaxia. Además, gran parte de la radiación ultravioleta es absorbida por la atmósfera terrestre, así que para poder estudiar el cielo en el espectro UV necesitamos telescopios que operen fuera de la atmósfera. Y eso es bastante caro, por supuesto.

Las imágenes en ultravioleta nos permiten distinguir zonas de otras galaxias en las que se están formando nuevas estrellas o donde están los objetos que emiten más radiación, lo que nos puede decir mucho de la estructura galáctica, como, por ejemplo, que las estrellas nuevas tienden a aparecer en los brazos de las galaxias espirales donde las grandes nubes de gas interaccionan.

Pero no todo son estrellas en el firmamento. Existen fenómenos mucho más violentos y energéticos que emiten radiación electromagnética con una longitud de onda mucho más corta que la ultravioleta. En este tipo de procesos intervienen gases calentados a temperaturas de alrededor de un millón de grados, que emiten una gran cantidad de radiación en forma de rayos X. De nuevo, nuestra atmósfera es un obstáculo porque absorbe los rayos X e impide que podamos observarlos desde el suelo. También impide que seamos constantemente irradiados por ellos, así que tampoco nos enfademos con la pobre atmósfera terrestre.

Por este motivo, las primeras observaciones del cielo en rayos X[91] fueron realizadas desde el espacio en 1949 por el Naval Research Laboratory (Estados Unidos) usando detectores acoplados a cohetes V-2 que no llegarían a ponerse en órbita, pero sí volarían durante un rato por encima del límite de la atmósfera para tomar sus mediciones. En realidad, esta misión tenía como objetivo explicar por qué la ionosfera, una de las capas superiores de la atmósfera, reflejaba las ondas de radio, que en aquella época estaban en pleno apogeo para las comunicaciones. El proyecto descubrió que el Sol emite rayos X y que éstos estaban interaccionando con la ionosfera a esa altura al ser absorbidos por ella.

Pero no os preocupéis, que el Sol no va a irradiaros como si os estuviera haciendo una radiografía constante: además de ser absorbidos por la atmósfera, tan sólo una minúscula parte de la radiación emitida por el Sol son rayos X.

La primera fuente de rayos X descubierta fuera del sistema solar fue Scorpius X-1, que recibe este nombre porque fue la primera en ser descubierta en la zona de la constelación de Escorpio. Se observó por primera vez en 1962 y, en 1967, el físico Iosif Shklovsky determinó que se trataba de una estrella de neutrones,[92] las remanentes supercompactas de una estrella moribunda. Fue un descubrimiento conveniente, ya que demostraba la existencia de este tipo de estrellas cuya predicción ya había hecho Walter Baade en 1934.

Un momento…, ¿me estás diciendo que la existencia de las estrellas se puede predecir?

Veo que tocará dar otro rodeo.

UN APUNTE DE FÍSICA ESTELAR

A principios del siglo XX ya teníamos una idea bastante clara sobre cómo funcionaba la materia: se habían detectado partículas con carga positiva, negativa y neutra saliendo de la materia, así que se construyó el modelo atómico que todos conocemos, compuesto por partículas que representaran estas cargas, llamadas protones, electrones y neutrones.

Como no tenemos manera de observar un átomo de manera directa, este modelo no tiene por qué plasmar perfectamente la realidad, en el sentido de que lo más probable es que los átomos no sean un conjunto de bolitas perfectas. Pero, independientemente de que sea una representación fiel de los átomos de verdad, nos ha funcionado a la perfección para predecir cómo se comportarán unos compuestos químicos al reaccionar con otros, qué otras sustancias se formarán a partir de las reacciones o qué tipo de radiación emitirán, así como para predecir qué propiedades deberían tener elementos que aún no se han descubierto.

Explicaré de forma rápida este modelo para que todos podamos seguir el hilo de ahora en adelante.

Los protones tienen carga positiva y la carga de los electrones es negativa. Los protones están agrupados en el núcleo del átomo, pero como todos tienen la misma carga tienden a repelerse entre sí. Los neutrones, que no tienen carga eléctrica, están metidos también en el núcleo atómico y su función es separar un poco los protones para que no se acerquen lo suficiente como para salir repelidos fuera del átomo. Por otro lado, los electrones dan vueltas alrededor del núcleo.

Los átomos se encuentran en equilibrio eléctrico cuando tienen el mismo número de protones que de electrones o, lo que es lo mismo, cuando la carga eléctrica positiva y negativa es la misma, y como resultado el átomo en conjunto adquiere una carga neutra.

¿Os habéis preguntado qué es lo que diferencia un elemento químico de otro? ¿Qué hace que el oro sea oro y el hierro sea hierro? ¿O el oxígeno sea oxígeno? Esto es simplemente el número de protones que contiene su núcleo.

El hidrógeno es el elemento más simple, con un núcleo formado por un simple protón alrededor del cual da vueltas un electrón. El hierro, por poner un ejemplo, tiene 26 protones en su núcleo y el mercurio tiene 80. O sea, que lo único que diferencia el oro, con 79 protones en su núcleo, del mercurio es un solo protón.

Bueno, en realidad esto no es del todo así. Ese protón extra tendrá que ir acompañado de un electrón y seguramente algún neutrón para mantener el núcleo estable una vez que se le añade una carga positiva más, pero estos ejemplos sirven para hacernos una idea de cómo materiales con propiedades tan distintas son, en realidad, combinaciones diferentes de los mismos tres elementos subatómicos: protones, neutrones y electrones.

Y esto nos lleva al siguiente punto.

¿Recordáis que hasta hace relativamente poco tiempo la gente estaba loca por la alquimia porque ambicionaba convertir cualquier material en oro? Bueno, pues curiosamente hoy en día es posible… Pero en vez de piedras filosofales usamos aceleradores de partículas, que estrellan átomos ligeros contra átomos más pesados con la esperanza de que sus núcleos se unan y, al aumentar el número de protones en el núcleo nuevo, formen un elemento más pesado.

Así es, de hecho, como se pueden sintetizar nuevos elementos químicos y, curiosamente, el mismo principio de unir núcleos atómicos es el proceso que mantiene las estrellas funcionando.

Y ahora vamos a seguir con la historia.

En 1920, basado en las mediciones de las masas de algunos elementos ligeros de F. W. Aston y las ecuaciones de E = mc2 de Einstein, Arthur Eddington propuso que el mecanismo que hace brillar las estrellas podría ser la fusión de átomos de hidrógeno para formar helio.[93] Este proceso libera una cantidad tremenda de energía, así que podía ser lo que calentaba la masa de la estrella lo suficiente como para que ésta empezara a brillar. Y resultó que tenía razón.

En el núcleo del Sol, los átomos de hidrógeno, con un solo protón y un neutrón, se fusionan entre sí por pares para producir helio, que contiene dos protones y dos neutrones en su núcleo.

Pero si en el centro del Sol tiene lugar una explosión termonuclear constante…, ¿por qué no sale volando en pedazos? ¿Cómo puede siquiera tener forma esférica?

Por suerte, toda esta energía producida en el interior que intenta empujar nuestra estrella hacia fuera es contenida por el propio peso de las capas exteriores.

Pero Eddington aún no sabía que tenía razón y su hipótesis sobre la fusión nuclear en el centro de las estrellas planteaba otra incógnita: la cantidad de hidrógeno que contiene una estrella es finita, así que llegará un punto en el que la mayor parte de su núcleo estará compuesto por helio. ¿Qué pasará entonces con la reacción de fusión nuclear?

El físico nuclear Hans Bethe respondió a esta pregunta en 1939 en un artículo en el que explicaba con detalle el proceso de fusión del hidrógeno para formar helio en una estrella del tamaño del Sol, y demostró que ésa debía ser la fuente de calor principal de nuestra estrella. Pero en su trabajo también hablaba de una cadena de fusión secundaria en la que los núcleos atómicos del helio podían unirse para formar elementos más pesados. A esta cadena se la conoce como el ciclo carbono-nitrógeno-oxígeno, por los elementos que sintetiza la fusión durante el proceso.

En una estrella del tamaño de nuestro Sol, las condiciones de calor y presión no son suficientemente extremas para fusionar helio, algo que no ocurre hasta el final de su vida, cuando se le empiezan a agotar las reservas de hidrógeno y el núcleo pierde «fuelle», por lo que la gravedad de la estrella lo comprime y aumenta la presión sobre él. En ese momento, el aumento de presión permite que el hidrógeno restante empiece a fusionarse en una capa alrededor del núcleo y la fusión empieza de nuevo a un ritmo tremendo que calienta muchísimo la estrella, así que ésta comienza a expandirse.

Durante esta fase de su vida, una estrella puede expandirse hasta llegar a alcanzar un tamaño 150 veces mayor a su tamaño original, y la energía generada en su núcleo tiene que ser repartida por una superficie mayor, así que esto se traduce en una superficie más fría. De ahí que estas estrellas se llamen gigantes rojas, ya que su menor temperatura superficial las hace brillar en ese color.

Para estrellas medias como nuestro Sol, la historia prácticamente termina ahí: cuando el hidrógeno se acaba en lo poco que queda del núcleo, la temperatura aumenta hasta los diez millones de grados, suficiente para fusionar el helio. La fusión de helio empieza prácticamente al mismo tiempo a lo largo de todo el volumen de la estrella y se produce un gran flash por un momento. Las capas exteriores de la estrella empiezan a dispersarse por el espacio y atrás queda un montón de materia degenerada a una alta temperatura brillando con un fulgor blanco…: una enana blanca.

Pero en estrellas mucho más masivas que el Sol, el proceso no se detiene ahí. Su masa les permite seguir fusionando los átomos de helio de tres en tres para formar carbono y, si son lo suficientemente grandes, incluso pueden fusionar el carbono en elementos más pesados. Cuanto más grandes sean dos núcleos atómicos, más esfuerzo requerirá fusionarlos.

Debo señalar que la fusión no está limitada sólo a elementos con el mismo número de protones. Por el camino, algunos átomos de hidrógeno pueden fusionarse con los de helio, dando lugar al litio, que tiene tres protones en el núcleo, por ejemplo.

La cuestión es que cuando las estrellas gigantes terminan de fusionar sus reservas de hidrógeno empiezan a fusionar helio y, cuando terminan con ese recurso, continúan fusionando elementos para formar otros que tienen un número de protones cada vez mayor en su núcleo. Helio, carbono, oxígeno, azufre, silicio, cromo… Cada vez se necesita más energía para fusionar los elementos más pesados que van apareciendo en el núcleo de la estrella.

Si la estrella es suficientemente grande podrá sostener las reacciones hasta que en su núcleo aparezca el níquel, un metal cuya fusión absorbe más energía de la que puede aportar a través de su fisión y, cuando una cantidad suficiente de níquel se acumula en el núcleo, las reacciones de fusión nuclear se detienen. Pero, claro, si la reacción de fusión se detiene, ya no queda nada que contrarreste la acción de la fuerza gravitatoria.

Acelerada por la fuerza gravitatoria y sin nada que la detenga, toda la materia se precipita hacia el centro de la estrella y la comprime con un impulso bestial. Esta compresión final es tan fuerte que desencadena la fusión nuclear por todo el volumen de la estrella, que, por un momento, es capaz de fusionar elementos más allá del níquel. Esta fusión libera tanta energía que toda la estrella estalla en una explosión descontrolada que libera materia al espacio a velocidades tremendas y puede brillar más que el resto de la galaxia que la alberga.

A este evento se lo conoce con el nombre de supernova.

Por supuesto, este tipo de explosiones estelares se habían observado varias veces durante la historia. La más notable ocurrió en el año 1054. Con un brillo que superó a todos los cuerpos celestes del cielo nocturno excepto la Luna, este evento fue registrado por culturas de todo el mundo. Fue visible incluso de día durante veintitrés días y fue perdiendo brillo, desapareciendo del cielo nocturno dos años después.

LAS EXPLOSIVAS SUPERNOVAS

Este hecho corroboraba que la teoría sobre cómo brillan las estrellas y la fusión nuclear era correcta, pero ¿qué sería lo que quedaría del núcleo de la estrella después de tan tremenda explosión?

Como hemos visto, las estrellas con masas similares al Sol terminan dejando tras de sí una estrella enana blanca. Pero con las estrellas más masivas que el Sol ocurre otra historia.

El núcleo de las estrellas que tienen unas 10 veces la masa del Sol queda tan comprimido después de la explosión con la que termina la vida de la estrella que los electrones del material que lo componen son empujados hasta el centro de los átomos, donde se combinan con los protones para convertirse en neutrones.

Y esto tiene una consecuencia muy curiosa, porque la mayor parte de los átomos es espacio vacío.

El núcleo es en realidad entre 23.000 y 145.000 veces más pequeño que el propio átomo en diámetro, según el elemento del que estemos hablando. En volumen, esto equivale a decir que alrededor del 99,9999999999999% de un átomo es espacio vacío, que ocupa todo lo que queda entre los electrones y el núcleo.

Por eso, durante la explosión de una supernova la onda expansiva comprime el núcleo de la estrella y fusiona los protones y los neutrones de los átomos que lo componen hasta que sólo quedan neutrones. De repente, todo ese espacio vacío que existía entre los protones y los electrones ya no existe y los neutrones quedan apilados unos junto a otros porque no tienen ninguna carga eléctrica que los repela.

El resultado: toda la masa que contenía el núcleo de la estrella, de entre 1 y 3 veces la masa del Sol, queda comprimida en una esfera de unas cuantas decenas de kilómetros. De ahí su nombre, una estrella de neutrones. En cierta manera, una estrella de neutrones podría considerarse un núcleo atómico gigantesco.

Detrás de todas estas suposiciones, por supuesto, hay una gran cantidad de física. Walter Baade y Fritz Zwicky habían postulado la existencia de estrellas de neutrones en 1934 y sugerían que la temperatura de un objeto de este estilo debería rondar el millón de grados Celsius. Por tanto, si estas estrellas existían, debían estar emitiendo una gran cantidad de rayos X y prácticamente nada de luz en una proporción muy concreta.

Y eso es precisamente lo que se observa,[94] así que, aunque nadie ha visitado nunca personalmente una estrella de neutrones ni ha tomado muestras de ella, podemos estar seguros de su existencia cuando observamos una fuente de rayos X con las características predichas teóricamente para una estrella de neutrones.

La situación de Scorpius X-1 es ligeramente distinta. En este caso, la estrella de neutrones está dando vueltas junto con otra estrella ordinaria alrededor de un centro de masas común, absorbiendo el gas que la compone.

Como resultado, el gas caliente que da vueltas alrededor de la estrella de neutrones es calentado a temperaturas muy altas y emite rayos X, pero también algo de luz visible. En este caso, esta estrella de neutrones emite 10.000 veces más rayos X que luz visible y la energía que desprende es 100.000 veces mayor que la que desprende el Sol en todas sus longitudes de onda. Ah, y estas estrellas rotan sobre sí mismas miles o millones de veces por segundo.

LOS «TEMIBLES» AGUJEROS NEGROS

De la misma manera que con las estrellas de neutrones, los rayos X ayudaron a descubrir la existencia de los verdaderos monstruos terroríficos del universo: los agujeros negros.

En 1916, Karl Schwarzschild calculó que, si se comprime una masa cualquiera hasta un volumen suficientemente reducido, la velocidad de escape necesaria para escapar de la fuerza gravitatoria de esa masa será mayor a la de la luz. Y a eso se le llama un agujero negro.

¿Cómo que una masa cualquiera? Querrás decir un planeta o una estrella o algo así, ¿no? ¿O me quieres decir que yo también me convertiría en un agujero negro si me comprimieras lo suficiente?

Pues sí, pero serías un agujero negro miles de millones de veces más pequeño que un átomo y te evaporarías al instante. Ni siquiera toda la masa entera de la Tierra formaría un agujero negro que llegara a los 20 centímetros de diámetro.

Pero ¡yo pensaba que los agujeros negros sólo podían ser cosas monstruosamente grandes! ¿Cómo, si no, iba la luz a ser incapaz de escapar de ellos?

A eso quería yo llegar: la mejor manera para crear un campo gravitatorio muy potente no es mediante un objeto inmenso, sino mediante uno extremadamente denso y compacto. Me explico.

Parece que la imagen que vende Hollywood de los agujeros negros es que son monstruos que lo atraen todo hacia sí mismos como aspiradoras cósmicas. Da igual a la distancia que estés de ellos, que en las películas los agujeros negros te van a arrastrar hacia la perdición en cuanto detecten tu presencia.

En realidad, un agujero negro se comporta gravitacionalmente igual que cualquier otro cuerpo con masa. Si, por ejemplo, sustituyéramos el Sol por un agujero negro con su misma masa, las órbitas de los planetas no se alterarían en absoluto. De hecho, lo que traería la ruina a la vida en nuestro planeta sería la ausencia de luz solar.

Como hemos visto, la intensidad gravitatoria de un objeto aumenta con el cuadrado de la distancia. Es decir, que si te acercas a la mitad de la distancia que te separa de un objeto, notarás cuatro veces más fuerza de la que notabas en la posición anterior.

Por otro lado, se puede considerar que, como seres humanos con una masa despreciable comparada con cualquier cuerpo celeste, el campo gravitatorio de un objeto alrededor del cual estemos dando vueltas aparece de un punto en medio del cuerpo hacia el cual estamos siendo atraídos. La distancia mínima a la que nos podemos acercar a ese punto, donde la atracción gravitatoria es máxima, está limitada por la superficie del objeto. O sea, que cuanto más pequeño sea un objeto, más nos podremos acercar al foco desde el cual la gravedad es emitida y, por tanto, como la intensidad de la gravedad aumenta con el cuadrado de la distancia, la notaremos aumentar muy rápidamente.

Los agujeros negros tienen una masa tremenda, pero son muy pequeños, así que no hay una superficie que te impida acercarte tanto como quieras al punto donde la gravedad es máxima. Esto es, precisamente, porque la gravedad aumenta exponencialmente a medida que nos acercamos a un objeto. Si nos acercamos al Sol, por ejemplo, no podemos acercarnos más a él de lo que nos permite su superficie (seguramente tampoco querríamos intentarlo de todas maneras), pero, si comprimimos su masa en un punto minúsculo, entonces nos podremos acercar muchísimo más al lugar donde está concentrada toda la masa.

En esta ilustración aparece la variación de fuerza gravitatoria a medida que nos aceráramos a una estrella y un agujero negro que tienen la misma masa:

Y de ahí la mala fama de los agujeros negros, pero, recordad, posibles futuros viajeros espaciales, que si no os acercáis demasiado a ellos todo irá bien.

La presencia de agujeros negros se detecta mediante rayos X, pero la radiación no proviene de los agujeros negros porque nada puede escapar a su atracción gravitatoria, ni siquiera la propia radiación emitida por ellos mismos. Detectamos los agujeros negros cuando están orbitando alrededor de alguna estrella, devorándola poco a poco. Igual que en el caso de las estrellas de neutrones, los agujeros negros absorben el gas de su compañera poco a poco y el plasma se calienta a altas temperaturas mientras cae hacia el interior de la bestia.

De la misma manera que los rayos X nos ayudaron a encontrar fenómenos tan energéticos como las estrellas de neutrones, los rayos gamma, emitidos por procesos aún más violentos, nos han abierto la ventana a los cuerpos más monstruosos del universo.

Pero ¿no son los agujeros negros lo que más miedo da en todo el universo?

Pues no, existe algo peor: los agujeros negros supermasivos.

Ah, pero ¿no son todos los agujeros negros supermasivos?

Qué va, hay dos tipos de agujeros negros. Los más light se forman cuando una estrella grande revienta y dejan tras de sí un cuerpo supercompacto que contiene como mucho unas 30 veces la masa del Sol.

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