El universo en una taza de café

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10. La velocidad de la luz y la composición de las estrellas

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LA VELOCIDAD DE LA LUZ Y LA COMPOSICIÓN DE LAS ESTRELLAS

La naturaleza de la luz intrigaba especialmente a los astrónomos durante el Renacimiento. En general, las opiniones estaban divididas en dos bandos: los que defendían que la luz viaja a una velocidad finita y los que afirmaba que un rayo de luz se propaga de un punto a otro de manera instantánea, por lo que su velocidad era infinita. Esta cuestión se resolvió a finales del siglo XVII.

En general, hasta el siglo XVII nadie se planteaba seriamente que la luz pudiera tener una velocidad finita. Por ejemplo, si pegamos un grito en un valle notaremos que el eco tarda un poco en volver hasta nuestros oídos. O, durante una tormenta, la mayoría de las veces vemos el destello de un rayo lejano y, segundos después, llega el sonido del trueno que ha provocado. Pero no percibimos lo mismo con la luz. Al fin y al cabo, no hay ninguna situación cotidiana en la que puedas decir: «Espera un momento, creo que ese rayo de luz ha llegado a mis ojos con retraso», así que, ¿por qué alguien iba a dudar de ello?

Galileo no estaba de acuerdo con esta idea. Él tenía la teoría de que la luz tiene una velocidad finita y, por tanto, se podría medir el tiempo que tarda en propagarse. Con esta motivación inventó un inocente experimento casero para medirla.

Armados con una lámpara cubierta por un trapo, su asistente y él se situaron en la cima de dos colinas separadas por una milla (1,6 km). Galileo levantaría el trapo de la lámpara y, tan pronto como su ayudante viera el brillo desde su colina, levantaría el trapo de la suya. De esta manera, Galileo podría «cronometrar» cuánto había tardado la luz en llegar hasta su asistente y volver.

Galileo concluyó que «si no es instantánea, [la velocidad de la luz] es extraordinariamente rápida» y que al menos se desplazaba a 10 veces la velocidad del sonido.[66] Por supuesto, su idea no podía estar más equivocada.

Ahora sabemos que la luz se desplaza a casi 300.000 km/s, lo que significa que cubrió la distancia que separaba a Galileo de su ayudante en 0,000005 segundos. En comparación, los impulsos nerviosos se mueven a través de nuestros nervios a unos 100 metros por segundo.[67]

Cuando su ayudante vio el brillo de la lámpara de Galileo, sus ojos transmitieron la información a su cerebro, que, a su vez, envió una señal hacia su mano a través del sistema nervioso para que levantara el trapo. El tiempo que duró este proceso fue 50.000 veces mayor al tiempo que la propia luz había invertido en recorrer esa distancia. El sistema nervioso de Galileo sufrió también este mismo retraso, así que se puede comprender por qué este resultado no tenía ninguna validez. Pero, bueno, al menos sirvió para sembrar la duda respecto a un tema que todo el mundo daba por sentado.

UN DESCUBRIMIENTO CASUAL

En realidad, los primeros indicios de que la luz viaja a una velocidad finita fueron descubiertos accidentalmente.

Durante la década de 1670, el uso de telescopios permitía hacer observaciones de los planetas cuando éstos se encuentran en oposición a la Tierra o, lo que es lo mismo, cuando están en lugares opuestos de sus órbitas y el Sol se interpone entre ellos. Por supuesto, durante el día el brillo del Sol se sobrepone a la luz reflejada por cualquier planeta, así que estas observaciones debían realizarse al amanecer y al anochecer. Y esto posibilitaba la observación de los planetas durante una mayor parte de año (como se muestra en la ilustración siguiente).

La cuestión es que los astrónomos Giovanni Borelli y Giovanni Cassini habían estado observando las cuatro lunas de Júpiter cuando la Tierra se encontraba entre Júpiter y el Sol. Habían utilizado relojes pendulares, mucho más precisos que cualquier otro sistema usado con anterioridad, para medir cuánto tardaba cada satélite en dar una vuelta alrededor del planeta. Los tiempos resultantes fueron: 1,77 días, 3,55 días, 7,15 días y 16,69 días.

Cuando Júpiter se encontraba en oposición a la Tierra, medio año después, volvieron a medir los períodos orbitales de las lunas de Júpiter… Y quedaron sorprendidos al ver que tardaban 17 minutos más en completar una vuelta alrededor del planeta.[68] Extrañados, esperaron otros seis meses para repetir sus observaciones cuando la Tierra y Júpiter volvieran a estar en la posición inicial y comprobaron que sus satélites volvían a tardar lo mismo en completar sus órbitas que en sus primeras observaciones. «¿Qué clase de brujería era ésta?», pensó con sorpresa la dupla de Giovannis.

Esta discrepancia tan sólo podía significar una cosa: como la distancia que separa Júpiter de la Tierra es distinta entre las dos posiciones separadas por seis meses, la luz no se había desplazado por el espacio de manera instantánea. Esos 17 minutos de retraso con los que los astrónomos estaban percibiendo el movimiento de las lunas de Júpiter son los que invertía la luz en recorrer la distancia extra que separaba la Tierra de Júpiter cuando están en oposición.

Si hubieran conocido la distancia que les separaba de Júpiter, Borelli y Cassini podrían haber calculado fácilmente la velocidad de la luz haciendo una simple división, pero por desgracia aún faltaban cien años para que se produjera el famoso tránsito de Venus que permitiría dimensionar el sistema solar.

LA BÚSQUEDA DE UN VALOR PARA LA VELOCIDAD DE LA LUZ

Eso no impidió que, en 1676, el astrónomo danés Ole Roemer se la jugara aproximando la distancia entre la Tierra y Júpiter como pudo y llegara a la conclusión de que la luz se desplaza a 214.000 km/s.

El valor era un 28,66% menor al real, pero al menos la experiencia sirvió para comprobar que la luz viaja tan endiabladamente deprisa que no es de extrañar que nos parezca un fenómeno instantáneo.

Luego, Huygens calculó una velocidad de 209.000 km/s, una cifra que fue mejorada por Newton, que la elevó hasta los 249.000 km/s. El valor real, basado en estimaciones modernas, es de casi 300.000 km/s, o, para ser más concreto, de 299.792 km/s.

Esto tiene una implicación trascendental: si la luz no es instantánea, eso quiere decir que tarda cierta cantidad de tiempo en llegar hasta nuestros ojos, lo que significa que percibimos el mundo con un cierto retraso y, por tanto, vemos las cosas tal como se encontraban en el pasado. Por supuesto, esa cantidad es ridícula en el día a día: la luz viaja a casi 300.000 km/s, así que no tarda nada en llegar desde las páginas de este libro hasta tus ojos. Pero, claro, en distancias mayores el efecto sí se nota. La luz de la Luna tarda un segundo en llegar hasta nosotros y la luz del Sol, ocho minutos. Por tanto, cuando vemos la Luna estamos echando la vista atrás un segundo en el pasado y, en el caso del Sol, lo vemos tal y como era hace ocho minutos.

Pero, igual que había ocurrido con el resto de los aspectos poco intuitivos de la realidad descubiertos hasta el momento, la idea de que la velocidad de la luz es finita e inimaginablemente alta no fue aceptada de inmediato.

LA ABERRACIÓN DE LA LUZ

Medio siglo después del danés Ole Roemer, en 1729, el astrónomo James Bradley pudo hacer la primera estimación seria de la velocidad de la luz basándose en la aberración de la luz de las estrellas, un fenómeno que provoca que desde un objeto en movimiento, como la Tierra, veamos las estrellas distantes ligeramente desviadas de su posición real en la dirección de nuestro movimiento (como se muestra en la ilustración siguiente).

Para entender esta analogía, se puede comparar la situación con la sensación que notamos cuando nos pilla la lluvia por la calle. Si estamos quietos, las gotas nos caerán verticalmente sobre la cabeza, pero en el momento en que empecemos a correr notaremos que las gotas impactan contra nosotros de frente con cierto ángulo. Cuanto más rápido corramos, más cerrado será el ángulo con el que nos comeremos las gotas.

Estimando la velocidad a la que la Tierra da vueltas alrededor del Sol (porque es algo imposible de hacer de manera exacta si no se conoce la distancia a la que la Tierra se encuentra de él) y midiendo el ángulo en el que la luz nos llega desviada, Bradley logró calcular que la luz viaja por el espacio a 308.000 km/s, un valor bastante aproximado a la cifra real de casi 300.000 km/s.

La primera estimación de la velocidad de la luz en condiciones controladas no llegaría hasta 1862 de la mano del físico francés Léon Foucault, que obtuvo un valor de 299.796 km/s. ¡Con sólo 4 km/s de error!

¡Basta! ¡Quiero oírte hablar de astronomía! ¡Ya estoy harto de oír hablar de luz!

Bueno, bueno, pero es que comprender qué es la luz será importante para saber cómo diantres conseguimos descubrir de qué está compuesto el universo y cuál es su estructura.

DATO CURIOSO

Para explicar cómo logran nuestros ojos detectar la luz se elaboraron teorías tan curiosas como la de Empédocles, que sostenía que en el interior de nuestros globos oculares había un fuego que posibilitaba la visión al iluminar el entorno a través de nuestras pupilas.

Esto, que parece un argumento fácil de desestimar, no fue rebatido hasta el año 1000, cuando el pensador árabe al-Haytham demostró con argumentos sólidos que dicha explicación no tenía ningún sentido. Para ello comparó el funcionamiento de un ojo con el de una cámara oscura, una caja cerrada con una lente que invierte la imagen y la proyecta en la pared opuesta de la cámara. Creía que nuestra visión era posible gracias a que la luz está compuesta de pequeñas partículas emitidas por las cosas que brillan y que rebotan contra los objetos para llegar a nuestros ojos.

Pero vamos a entrar en el tema y a relacionar la luz con la astronomía, que no quiero impacientar a la voz cursiva.

¿DE QUÉ ESTÁN HECHAS LAS ESTRELLAS?

Ya hemos visto que Isaac Newton había estado jugando con la luz y se había dado cuenta de que, al pasar la luz solar a través de un prisma, ésta se descomponía en todos los colores del arcoíris. Era un efecto realmente estético y curioso, desde luego, pero con el tiempo resultó tener aplicaciones mucho más prácticas en el mundo de la astronomía: con él se podía ver de qué estaban hechas las estrellas.

En 1814, Joseph von Fraunhofer inventó el espectroscopio, un aparato que permitía observar los arcoíris obtenidos al descomponer la luz de distintas fuentes con un prisma con muchísima resolución.

Fraunhofer pasó a través del espectroscopio la luz de las llamas de un fuego normal y corriente para probar qué tal funcionaba. La luz de la llama se descompuso en un arcoíris que presentaba una particularidad: en medio de la tonalidad anaranjada del arcoíris aparecía una línea muy brillante de ese mismo color.

A Fraunhofer se le encendió la bombilla y pensó que, tal vez, había algún motivo por el cual la luz de la llama presentaba esta propiedad. Así que decidió apuntar su espectrómetro hacia el Sol para ver si el arcoíris producido por la luz solar en su nueva máquina presentaba esa misma línea naranja brillante. Para su sorpresa, lo que encontró Fraunhofer al mirar el Sol no fue muy distinto. En lugar de ver, como en el caso de la luz de la llama, una sola línea brillante en la franja anaranjada, pudo observar 574 líneas oscuras repartidas por todo el espectro de colores.

Por desgracia, Fraunhofer no vivió lo suficiente como para estudiar con profundidad estas líneas. Se dedicaba a fabricar lentes y, como muchos otros cristaleros de la época, estaba expuesto constantemente a vapores de metales pesados que con el tiempo le intoxicaron hasta causarle la muerte en 1826, a los treinta y nueve años.

Dieciocho años después, en 1844, Robert Bunsen estaba intentando estudiar el espectro (es la palabra técnica para decir el arcoíris y sus líneas) producido por las llamas de diferentes sales metálicas. Sabía que al calentar un compuesto químico, éste brilla con un color característico y pretendía identificar las distintas sales a partir del color que emitían al quemarlas.

Pero se encontró con un problema: para observar el color verdadero de las llamas de estas sales e identificarlas correctamente había que asegurarse de que el brillo estaba siendo producido por el propio material y no por el combustible que estaba siendo quemado para producir el fuego.

Bunsen se dio cuenta de que, para poder conseguir un color que fuera producido únicamente por el material que estaba calentando, necesitaba una llama completamente invisible. A partir de diseños de otros inventores, en 1859 Bunsen desarrolló un quemador de gas que emite una llama muy limpia, muy caliente y totalmente transparente. Si aún sobrevive en vuestra memoria el recuerdo de alguna clase de laboratorio del instituto, este tipo es el inventor del mechero Bunsen.

La llama de un mechero Bunsen puede llegar a los 800 ºC de temperatura y es una fuente de calor estupenda para tener por casa: no es más que un simple tubo por el que sale una llama transparente regulable. No hacen falta hornos, ni combustibles sólidos que te llenen el laboratorio de humo. Esto permitía por primera vez en la historia conseguir una llama muy controlada con la que poder realizar distintos experimentos en las condiciones deseadas.

Un amigo de Bunsen, el físico Gustav Kirchhoff, se dio cuenta de que los principios de este aparato podían utilizarse para desarrollar un nuevo tipo de espectroscopio que permitiera filtrar la luz ambiental al estudiar el espectro de la luz de un material para que ésta no influyera en el resultado. De esta manera, podrían utilizar el aparato para estudiar esas líneas oscuras descubiertas por Fraunhofer en el espectro de los materiales con gran precisión.

Los dos científicos desarrollaron un nuevo tipo de espectroscopio que proyectaba la luz en el interior de una caja oscura, de manera que el resto de la luz del ambiente tampoco podía colarse en ella e influir en el espectro del material que estaba siendo analizado.

Cuando tuvieron el aparato preparado, se pusieron manos a la obra y empezaron a analizar diferentes elementos y compuestos químicos. Bunsen empezó calentando muestras de sal común con la llama del nuevo mechero y vio cómo en el espectro luminoso resultante aparecía una línea negra en la zona amarilla del espectro. Al día siguiente, hizo el mismo experimento con litio y esta vez encontró varias líneas negras repartidas por el espectro, en los colores verde, amarillo, rojo y azul. Después de probar distintas sustancias, Bunsen observó que para cada compuesto o elemento químico aparecían distintas líneas oscuras colocadas en posiciones diferentes del espectro de luz.

Cuando su amigo Kirchhoff conoció los resultados, se dio cuenta de que todas esas líneas oscuras que Fraunhofer había visto repartidas por todo el espectro de colores al descomponer la luz del Sol estaban siendo producidas por los elementos químicos que componen nuestra estrella. Si, por ejemplo, en la franja amarilla del espectro solar se observa una línea negra en el mismo punto de la franja amarilla donde aparece al quemar el litio, significa que existe litio en la atmósfera solar.

Bunsen y Kirchhoff comprobaron esta hipótesis dejando pasar la luz solar a través de la llama invisible del mechero de Bunsen y proyectando el espectro sobre la superficie oscura de su espectrómetro. Al introducir sal en la llama, las líneas brillantes del espectro de la sal se alinearon perfectamente con algunas de las líneas del Sol.[69] Ya no quedaba ninguna duda: el Sol y las estrellas estaban hechos de los mismos materiales que los que podemos encontrar en la Tierra.

En las cartas a su amigo Henry Roscoe, Bunsen explica que Kirchhoff y él pasaron noches sin dormir introduciendo cualquier sustancia que tenían a mano en las llamas con la finalidad de confeccionar un catálogo con el que comparar los espectros de distintos materiales para reconocer a qué elementos correspondían las 574 líneas presentes en el espectro de la luz solar. Finalmente, en el trabajo que los dos científicos publicaron en 1859, llegaron a la conclusión de que «las líneas oscuras del espectro solar que no están causadas por la atmósfera terrestre aparecen por la presencia en la atmósfera solar incandescente de esas sustancias cuya llama produce líneas brillantes en la misma posición».[70]

Y con este descubrimiento le dieron una buena lección al filósofo Auguste Comte, que en 1842 afirmó que:[71]

De todos los objetos, los planetas son los que se nos aparecen en el aspecto menos variado. Vemos cómo podemos determinar sus formas, sus distancias, su masa y sus movimientos, pero nunca podremos saber nada sobre su estructura química o mineralógica y, mucho menos, la de seres organizados viviendo en su superficie.

En aquella época fueron capaces de reconocer 574 líneas en el espectro solar e identificar unas cuantas. Hoy en día, tras casi dos siglos de mejoras tecnológicas, conocemos millones de ellas.

DATO CURIOSO

Este método es tan efectivo para reconocer elementos nuevos que incluso el helio fue descubierto antes en el Sol que en la Tierra. Al encontrar una línea desconocida en la franja amarilla del espectro solar, entre dos líneas provocadas por el sodio, el astrónomo Norman Lockyer y el químico Edward Frankland llegaron a la conclusión de que se trataba de un elemento desconocido. Lo bautizaron con el nombre de helio, en referencia al nombre helios con el que los griegos se referían al Sol, y no fue detectado en nuestro planeta hasta 1882, después de que el físico Luigi Palmieri analizara el espectro de una muestra de lava del volcán Vesubio.[72]

A partir de ese momento se pudo saber que la composición de las estrellas corresponde, más o menos, a un 90% de hidrógeno y un 10% de helio, con algunas trazas de elementos más pesados.

La espectroscopia revolucionó el estudio del cielo porque a partir de ese momento podíamos ver de qué estaban hechos esos puntos brillantes en el cielo que durante milenios nos habían intrigado y alrededor de los que habíamos construido leyendas con tal de explicar su existencia. Además, este nuevo descubrimiento hizo patente que, poco a poco, el papel del astrónomo estaba cambiando. Para descubrir los secretos del firmamento ya no bastaba con estudiar el movimiento de los cuerpos celestes. Newton había incluido la física en la astronomía y ahora la química también había entrado en juego.

¿No te alegras ahora de haber leído tanto sobre la luz, voz cursiva?

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