El tiempo entre costuras
Primera parte » 12
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Hallé la puerta de la pensión abierta y a los huéspedes despiertos, apelotonados en el comedor. Sentadas a la mesa donde a diario se lanzaban insultos y juramentos, las hermanas lloraban y se sonaban los mocos en bata y bigudíes mientras el maestro don Anselmo intentaba consolarlas con palabras bajas que no pude escuchar. Paquito y el viajante estaban recogiendo del suelo el cuadro de la Santa Cena con intención de devolverlo a su sitio de la pared. El telegrafista, en pantalón de pijama y camiseta, fumaba nervioso en una esquina. La madre gorda, entretanto, intentaba enfriar una tila con leves soplidos. Todo estaba revuelto y fuera de sitio, por el suelo había cristales y tiestos rotos, y hasta habían arrancado de sus barras las cortinas.
A nadie pareció extrañar la llegada de una mora a aquellas horas, debieron de pensar que era Jamila. Permanecí unos segundos contemplando la escena aún embozada en el jaique, hasta que un potente chisteo reclamó mi atención desde el pasillo. Al girar la cabeza encontré a Candelaria moviendo los brazos como una posesa mientras en una mano sostenía una escoba y en la otra el badil.
—Entra para adentro, chiquilla —ordenó alborotada—. Entra y cuenta, que estoy ya mala perdida sin saber qué es lo que ha pasado.
Había decidido guardarme los detalles más escabrosos y compartir con ella tan sólo el resultado final. Que las pistolas ya no estaban y el dinero sí: eso era lo que Candelaria querría oír y eso era lo que yo iba a decirle. El resto de la historia quedaría para mí.
Hablé mientras me retiraba la cubierta de la cabeza.
—Todo ha salido bien —susurré.
—¡Ay, mi alma, ven para acá que te abrace! ¡Si vale mi Sira más que el oro del Perú, si es mi niña más grande que el día del Señor! —chilló la matutera. Lanzó entonces al suelo los trastos de limpiar, me aprisionó entre sus pechos y me llenó la cara de besos sonoros como ventosas.
—Calle, por Dios, Candelaria; calle, que van a oírla —reclamé con el miedo aún pegado a la piel. Lejos de hacerme caso, ella ensartó su júbilo en una cadena de maldiciones dirigidas al policía que aquella misma noche le había puesto la casa del revés.
—¡Y a mí qué me importa que me oigan a toro pasado! ¡Mal rayo te parta, Palomares, a ti y a todos los de tu sangre! ¡Mal rayo te parta, que no me has pillado!
Previendo que aquel estallido de emoción tras la larga noche de nervios no iba a acabar allí, agarré a Candelaria del brazo y la arrastré a mi cuarto mientras ella continuaba voceando barbaridades.
—¡Mala puñalada te den, hijo de la gran puta! ¡Jódete, Palomares, que no has encontrado nada en mi casa aunque me hayas tumbado los muebles y me hayas reventado los colchones!
—Calle ya, Candelaria, cállese de una vez —insistí—. Olvídese de Palomares, tranquilícese y deje que le explique cómo ha ido.
—Sí, hija, sí, cuéntamelo todito —dijo intentando por fin serenarse. Respiraba con fuerza, llevaba la bata mal abrochada y de la redecilla que le cubría la cabeza le salían mechones de pelo alborotados. Tenía un aspecto lamentable y, aun así, irradiaba entusiasmo—. Si es que ha venido el muy cabestro a las cinco de la mañana y nos ha sacado a todos a la calle el muy desgraciado… si es que… si es que… Bueno, vamos a olvidarlo ya, que lo pasado pasado está. Habla tú, prenda mía, cuéntamelo todo despacito.
Le narré escuetamente la aventura mientras me sacaba el fajo de dinero que el hombre de Larache me había colgado del cuello. No mencioné la escapada por la ventana, ni los gritos amenazantes del soldado, ni las pistolas abandonadas bajo el letrero solitario del apeadero de Malalien. Tan sólo le entregué el contenido de la faltriquera y comencé después a quitarme el jaique y el camisón que llevaba debajo.
—¡Púdrete, Palomares! —gritó entre carcajadas mientras lanzaba al aire los billetes—. ¡Púdrete en el infierno, que no me has trincado!
Paró entonces en seco el vocerío, y no lo hizo porque hubiera recobrado de pronto la cordura, sino porque lo que tenía ante sus ojos le impidió seguir explayando su alborozo.
—¡Pero si te has quedado masacrada, criatura! ¡Si pareces talmente el Cristo de las Cinco Llagas! —exclamó ante mi cuerpo desnudo—. ¿Te duele mucho, hija mía?
—Un poco —murmuré mientras me dejaba caer como un peso muerto sobre la cama. Mentía. La verdad era que me dolía hasta el alma.
—Y estás sucia como si vinieras de revolearte por un vertedero —dijo con la cordura del todo recuperada—. Voy a poner a la lumbre unas ollas de agua para prepararte un baño calentito. Y después, unas compresas con linimento en las heridas, y luego…
No oí más. Antes de que la matutera terminara la frase, me había quedado dormida.