El tiempo entre costuras

El tiempo entre costuras


Segunda parte » 25

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A primera hora del día siguiente volví a comisaría para informar a don Claudio del fracaso de mis negociaciones. De los cuatro policías, sólo dos ocupaban sus mesas: el viejo y el flaco.

—El jefe aún no ha llegado —anunciaron al unísono.

—¿A qué hora suele venir? —pregunté.

—A las nueve y media —dijo uno.

—O a las diez y media —dijo el otro.

—O mañana.

—O nunca.

Rieron los dos con sus bocas babosas y yo noté que me faltaban las fuerzas para soportar a aquel par de cabestros un minuto más.

—Díganle, por favor, que he venido a verle. Que he estado en Tánger y no he podido arreglar nada.

—Lo que tú mandes, reina mora —dijo el que no era Cañete.

Me dirigí a la puerta sin despedirme. A punto estaba de salir cuando oí la voz de quien sí lo era.

—Cuando quieras te hago otro pase, corazón.

No me detuve. Tan sólo apreté los puños con fuerza y, casi sin ser consciente de ello, rescaté un ramalazo castizo del ayer y giré la cabeza unos centímetros, los justos para que mi respuesta le llegara bien clara.

—Mejor se lo vas haciendo a tu puta madre.

La suerte quiso que me encontrara con el comisario en plena calle, lo suficientemente lejos de su comisaría como para que no me pidiera que le acompañara de nuevo a ella. No era difícil cruzarse con cualquiera en Tetuán, la cuadrícula de calles del ensanche español era limitada y por ella transitábamos todos a cualquier hora. Llevaba, como de costumbre, un traje de lino claro y olía a recién afeitado, listo para empezar su jornada.

—No tiene buena cara —dijo nada más verme—. Imagino que las cosas en el Continental no han ido del todo bien. —Consultó el reloj—. Ande, vamos a tomar un café.

Me condujo al Casino Español, un edificio en esquina, hermoso, con balcones de piedra blanca y grandes ventanales abiertos a la calle principal. Un camarero árabe bajaba los toldos accionando una barra de hierro chirriante, otros dos o tres colocaban sillas y mesas en la acera bajo su sombra. Comenzaba un nuevo día. En el fresco interior no había nadie, tan sólo una amplia escalera de mármol al frente y dos salas a ambos lados. Me invitó a entrar en la de la izquierda.

—Buenos días, don Claudio.

—Buenos días, Abdul. Dos cafés con leche, por favor —ordenó mientras con la mirada buscaba mi asentimiento—. Cuénteme —pidió entonces.

—No lo conseguí. El gerente es nuevo, no es el mismo del año pasado, pero estaba perfectamente al tanto del asunto. Se cerró a cualquier negociación. Dijo sólo que lo acordado había sido más que generoso y que si no efectuaba el pago en la fecha establecida, me denunciaría.

—Entiendo. Y lo siento, créame. Pero me temo que ya no puedo ayudarla.

—No se preocupe, bastante hizo ya en su momento consiguiéndome el plazo de un año.

—¿Qué va a hacer ahora entonces?

—Pagar inmediatamente.

—¿Y lo de su madre?

Me encogí de hombros.

—Nada. Seguiré trabajando y ahorrando, aunque puede que para cuando consiga reunir lo que necesito, ya sea demasiado tarde y hayan terminado las evacuaciones. De momento, como le digo, voy a zanjar mi deuda. Tengo el dinero, no hay problema. Precisamente para eso iba a verle. Necesito otro pase para cruzar el puesto fronterizo y su permiso para mantener mi pasaporte un par de días.

—Quédeselo, no hace falta que me lo devuelva más. —Se llevó entonces la mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacó una cartera de piel y una estilográfica—. Y respecto al salvoconducto, esto le servirá —dijo mientras extraía una tarjeta y destapaba la pluma. Garabateó unas palabras en el anverso y firmó—. Tenga.

La guardé en el bolso sin leerla.

—¿Piensa ir en La Valenciana?

—Sí, ésa es mi intención.

—¿Igual que hizo ayer?

Le sostuve unos segundos la mirada inquisitiva antes de responder.

—Ayer no fui en La Valenciana.

—¿Cómo se las arregló para llegar a Tánger entonces?

Yo sabía que él lo sabía. Y también sabía que quería que yo misma se lo contara. Bebimos ambos antes un sorbo de café.

—Me llevó en su coche una amiga.

—¿Qué amiga?

—Rosalinda Fox. Una clienta inglesa.

Nuevo trago de café.

—Está al tanto de quién es, ¿verdad? —dijo entonces.

—Sí, lo estoy.

—Pues tenga cuidado.

—¿Por qué?

—Porque sí. Tenga cuidado.

—Dígame por qué —insistí.

—Porque hay gente a la que no le gusta que ella esté aquí con quien está.

—Ya lo sé.

—¿Qué sabe?

—Que su situación sentimental no resulta grata para algunas personas.

—¿Qué personas?

Nadie como el comisario para apretar, estrujar y sacar hasta la última gota de información; cómo nos íbamos ya conociendo.

—Algunas. No me pida que le cuente lo que usted ya sabe, don Claudio. No me haga que sea desleal a una clienta tan sólo por oír de mi boca los nombres que usted ya conoce.

—De acuerdo. Sólo confírmeme algo.

—¿Qué?

—Los apellidos de esas personas ¿son españoles?

—No.

—Perfecto —dijo simplemente. Terminó su café y consultó de nuevo el reloj—. Debo irme, tengo trabajo.

—Yo también.

—Es verdad, olvidaba que es usted una mujer trabajadora. ¿Sabe que se ha ganado una reputación excelente?

—Usted se informa de todo, así que tendré que creérmelo.

Sonrió por primera vez y la sonrisa le quitó cuatro años de encima.

—Sólo sé lo que tengo que saber. Además, seguro que usted también se entera de cosas: entre mujeres siempre se habla mucho y en su taller atiende a señoras que tal vez tengan historias interesantes que contar.

Era cierto que mis clientas hablaban. Comentaban acerca de sus maridos, de sus negocios, de sus amistades; de las personas a cuyas casas iban, de lo que unos y otros hacían, pensaban o decían. Pero no le dije que sí al comisario, tampoco que no. Simplemente me levanté sin hacer caso a su apunte. Él llamó al camarero y trazó una rúbrica al aire. Asintió Abdul: no había problema, los cafés quedaban cargados a la cuenta de don Claudio.

Saldar la deuda de Tánger fue una liberación, como dejar de andar con una cuerda al cuello de la que alguien podría tirar en cualquier momento. Cierto era que aún tenía pendientes los turbios asuntos de Madrid pero, desde la distancia africana, aquello me parecía tremendamente lejano. El pago de lo debido en el Continental me sirvió para soltar el lastre de mi pasado con Ramiro en Marruecos y me permitió respirar de otra manera. Más tranquila, más libre. Más dueña ya de mi propio destino.

El verano avanzaba, pero mis clientas aún parecían tener pereza para pensar en la ropa de otoño. Jamila seguía conmigo encargándose de la casa y de pequeñas tareas del taller, Félix me visitaba casi todas las noches, de cuando en cuando me acercaba a ver a Candelaria a La Luneta. Todo tranquilo, todo normal hasta que un catarro inoportuno me dejó sin fuerzas para salir de casa ni energía para coser. El primer día lo pasé postrada en el sofá. El segundo en la cama. El tercero habría hecho lo mismo si alguien no hubiera aparecido inesperadamente. Tan inesperadamente como siempre.

—Siñora Rosalinda decir que siñorita Sira levantar de la cama inmediatamente.

Salí a recibirla en bata; no me molesté en ponerme mi sempiterno traje de chaqueta, ni en colgarme al cuello las tijeras de plata, ni siquiera en adecentarme el pelo revuelto. Pero si le extrañó mi desaliño, no lo dejó entrever: venía a resolver otros asuntos más serios.

—Nos vamos a Tánger.

—¿Quién? —pregunté moqueando tras el pañuelo.

—Tú y yo.

—¿A qué?

—A intentar solucionar lo de tu madre.

La miré a medio camino entre la incredulidad y el alborozo, y quise saber más.

—A través de tu…

Un estornudo me impidió terminar la frase, algo que agradecí porque aún no tenía claro cómo denominar al alto comisario a quien ella nombraba siempre con sus dos nombres de pila.

—No; prefiero mantener a Juan Luis al margen: él tiene otros mil asuntos de los que preocuparse. Esto es cosa mía, así que sus contactos quedan out, fuera. Pero tenemos otras opciones.

—¿Cuáles?

—A través de nuestro cónsul en Tetuán, intenté averiguar si están haciendo gestiones de este tipo en nuestra embajada, pero no hubo suerte: me dijo que nuestra legación en Madrid siempre se negó a dar asilo a refugiados y, además, desde la marcha del gobierno republicano a Valencia, allí se han instalado también las oficinas diplomáticas y en la capital tan sólo queda el edificio vacío y algún miembro subalterno para mantenerlo.

—¿Entonces?

—Probé con la iglesia anglicana de Saint Andrews en Tánger, pero tampoco pudieron servirme de ayuda. Después se me ocurrió que tal vez alguien en alguna entidad privada pudiera al menos saber algo, así que me he informado por un sitio y por otro, y he conseguido a tiny bit of information. No es gran cosa, pero vamos a ver si hay suerte y pueden ofrecernos algo más. El director del Bank of London and South America en Tánger, Leo Martin, me ha dicho que en su último viaje a Londres oyó hablar en las oficinas centrales del banco de que alguien que trabajaba en la sucursal de Madrid tiene algún tipo de contacto con alguien que está ayudando a gente a salir de la ciudad. No sé nada más, toda la información que pudo darme es muy vaga, muy imprecisa, tan sólo un comentario que alguien realizó y él oyó. Pero ha prometido hacer averiguaciones.

—¿Cuándo?

—Right now. Inmediatamente. Así que ahora mismo te vas a vestir y nos vamos a ir a Tánger a verle. Estuve allí hace un par de días, me dijo que volviera hoy. Imagino que habrá tenido tiempo para averiguar algo más.

Intenté darle las gracias por sus esfuerzos entre toses y estornudos, pero ella restó importancia al asunto y me urgió para que me arreglara. El viaje fue un suspiro. Carretera, secarrales, pinadas, cabras. Mujeres de faldón rayado con sus babuchas camineras, cargadas bajo los grandes sombreros de paja. Ovejas, chumberas, más secarrales, niños descalzos que sonreían a nuestro paso y levantaban la mano diciendo adiós, amiga, adiós. Polvo, más polvo, campo amarillo a un lado, campo amarillo al otro, control de pasaportes, más carretera, más chumberas, más palmitos y cañaverales y en apenas una hora habíamos llegado. Volvimos a aparcar en la plaza de Francia, volvieron a recibirnos las amplias avenidas y los edificios magníficos de la zona moderna de la ciudad. En uno de ellos nos esperaba el Bank of London and South America, curiosa aleación de intereses financieros, casi tanto como la extraña pareja que formábamos Rosalinda Fox y yo.

—Sira, te presento a Leo Martin. Leo, ésta es mi amiga Miss Quiroga.

Leo Martin bien podría haberse llamado Leoncio Martínez de haber nacido un par de kilómetros más allá de donde lo hizo. De estampa bajita y morena, sin afeitado ni corbata habría podido pasar por un afanoso labriego español. Pero su rostro resplandecía limpio de cualquier sombra de barba y sobre la barriga reposaba una sobria corbata rayada. Y no era español ni campesino, sino un auténtico súbdito de la Gran Bretaña: un gibraltareño capaz de expresarse en inglés y andaluz con idéntica desenvoltura. Nos saludó con su mano velluda, nos ofreció asiento. Dio orden de no ser interrumpido a la vieja urraca que tenía por secretaria y, como si fuéramos las clientas más rumbosas de la entidad, se dispuso a exponernos con todo su empeño lo que había logrado averiguar. Yo no había abierto una cuenta bancaria en mi vida y probablemente Rosalinda tampoco tuviera ni una libra ahorrada de la pensión que su marido le enviaba cuando el viento soplaba de su lado, pero los rumores sobre los devaneos amorosos de mi amiga debían de haber llegado ya a los oídos de aquel hombre pequeño de curiosas habilidades lingüísticas. Y, en aquellos tiempos revueltos, el director de un banco internacional no podía dejar pasar por delante la oportunidad de hacer un favor a la amante de quien más mandaba entre los vecinos.

—Bien, señoras, creo que tengo noticias. He conseguido hablar con Eric Gordon, un viejo conocido que trabajaba en nuestra sucursal en Madrid hasta poco después del alzamiento; ahora está ya reubicado en Londres. Me ha dicho que conoce personalmente a una persona que vive en Madrid y está implicada en este tipo de actividades, un ciudadano británico que trabajaba para una empresa española. La mala noticia es que no sabe cómo contactar con él, le ha perdido la pista en los últimos meses. La buena es que me ha facilitado los datos de alguien que sí está al tanto de sus andanzas porque ha residido en la capital hasta hace poco. Se trata de un periodista que ha regresado a Inglaterra porque tuvo algún problema, creo que resultó herido: no me ha dado detalles. Bien, en él tenemos una posible vía de solución: esta persona podría estar dispuesta a facilitarles el contacto con el hombre que se dedica a evacuar refugiados. Pero antes quiere algo.

—¿Qué? —preguntamos Rosalinda y yo al unísono.

—Hablar personalmente con usted, Mrs Fox —dijo dirigiéndose a la inglesa—. Cuanto antes mejor. Espero que no lo considere una indiscreción pero, en fin, dadas las circunstancias, he creído conveniente ponerle en antecedentes sobre quién es la persona interesada en obtener de él esa información.

Rosalinda no replicó; sólo le miró atentamente con las cejas arqueadas, esperando que continuara hablando. Carraspeó incómodo, con toda probabilidad había anticipado una respuesta más entusiasta ante su gestión.

—Ya saben cómo son estos periodistas, ¿no? Como aves carroñeras, siempre esperando conseguir algo.

Rosalinda se tomó unos segundos antes de responder.

—No son los únicos, Leo, querido, no son los únicos —dijo con un tono remotamente agrio—. En fin, póngame con él, vamos a ver qué quiere.

Cambié de postura en el sillón intentando disimular mi nerviosismo y volví a sonarme la nariz. Entretanto, el director británico con cuerpo de botijo y acento de banderillero dio orden a la telefonista para que le pusiera la conferencia. Esperamos un rato largo, nos trajeron café, retornó el buen humor a Rosalinda y el alivio a Martin. Hasta que por fin llegó el momento de la conversación con el periodista. Duró apenas tres minutos y de ella no entendí una palabra porque hablaron en inglés. Sí advertí, en cambio, el tono serio y cortante de mi clienta.

—Listo —dijo ella tan sólo a su término. Nos despedimos del director, le agradecimos su interés y volvimos a pasar por el intenso escrutinio de la secretaria con cara de grulla.

—¿Qué quería? —pregunté ansiosa nada más salir de la oficina.

—A bit of blackmail. No sé cómo se dice en español. Cuando alguien dice que hará algo por ti sólo si tú haces algo a cambio.

—Chantaje —aclaré.

—Chantaje —repitió con pésima pronunciación. Demasiados sonidos contundentes en una misma palabra.

—¿Qué tipo de chantaje?

—Una entrevista personal con Juan Luis y unas semanas de acceso preferente a la vida oficial de Tetuán. A cambio, se compromete a ponernos en contacto con la persona que necesitamos en Madrid.

Tragué saliva antes de formular mi pregunta. Temía que me dijera que por encima de su cadáver iba alguien a imponer una miserable extorsión al más alto dignatario del Protectorado español en Marruecos. Y, menos aún, un periodista oportunista y desconocido, a cambio de hacer un favor a una simple modista.

—¿Y qué le has dicho tú? —me atreví por fin a preguntar.

Se encogió de hombros con un gesto de resignación.

—Que me mande un cable con la fecha prevista para su desembarco en Tánger.

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