El tiempo entre costuras

El tiempo entre costuras


Segunda parte » 30

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30

La noche fue cayendo, se encendieron luces como de verbena. El ambiente seguía animado sin estridencias, la música suave y Rosalinda ausente. El grupo de alemanes se mantenía férreo en torno al invitado de honor, pero en algún momento las señoras se desgajaron de su lado y quedaron sólo cinco hombres extranjeros y el dignatario español. Parecían concentrados en la conversación y se pasaban algo de mano en mano juntando las cabezas, señalando con el dedo, comentando. Advertí que mi acompañante no dejaba de mirar hacia ellos disimuladamente.

—Parece que le interesan los alemanes.

—Me fascinan —dijo irónico—. Pero estoy atado de pies y manos.

Le repliqué alzando las cejas con gesto interrogatorio, sin entender qué quería decir. No me lo aclaró, sino que desvió el rumbo de la conversación hacia terrenos que, aparentemente, nada tenían que ver.

—¿Sería mucho descaro por mi parte pedirle un favor?

Lanzó la pregunta de forma casual, como cuando unos minutos antes me había preguntado si me apetecía un cigarrillo o una copa de cup de frutas.

—Depende —repliqué simulando también una despreocupación que no sentía. A pesar de que la noche estaba resultando moderadamente relajada, yo seguía sin encontrarme a gusto, incapaz de disfrutar de aquella fiesta ajena. Me preocupaba, además, la ausencia de Rosalinda; era muy extraño que no se hubiera dejado ver en ningún momento. Lo único que me faltaba era que el periodista me pidiera un nuevo favor incómodo: bastante había hecho ya accediendo a asistir a aquel acto.

—Se trata de algo muy simple —aclaró—. Tengo curiosidad por saber qué están mostrando los alemanes a Serrano, qué miran todos con tanta atención.

—¿Curiosidad personal o profesional?

—Ambas. Pero no puedo acercarme: ya sabe que los ingleses no les somos gratos.

—¿Me está proponiendo que me aproxime yo a echar un vistazo? —pregunté incrédula.

—Sin que se note mucho, a ser posible.

Estuve a punto de soltar una carcajada.

—No está hablando en serio, ¿verdad?

—Absolutamente. En eso consiste mi trabajo: busco información y medios para obtenerla.

—Y, ahora, como usted no puede conseguir esa información por sí mismo, desea que el medio sea yo.

—Pero no quiero abusar de usted, se lo prometo. Se trata de una simple propuesta, no tiene obligación alguna de aceptarla. Considérela tan sólo.

Le miré sin palabras. Parecía sincero y fiable pero, tal como había previsto Félix, probablemente no lo fuera. Todo era, al fin y al cabo, pura cuestión de intereses.

—De acuerdo, lo haré.

Intentó decir algo, un agradecimiento anticipado tal vez. No le dejé. —Pero quiero algo a cambio— añadí.

—¿Qué? —preguntó extrañado. No esperaba que mi acción tuviera un precio.

—Averigüe dónde está la señora Fox.

—¿Cómo?

—Usted sabrá; para eso es periodista.

No esperé su réplica: acto seguido le di la espalda y me alejé preguntándome cómo demonios podría acercarme al grupo germano sin resultar demasiado descarada.

La solución se me presentó con la polvera que Candelaria me había regalado unos minutos antes de salir de casa. La saqué del bolso y la abrí. Mientras caminaba, fingí contemplar en ella una fracción de mi rostro adelantando una visita a la toilette. Sólo que, concentrada en el espejo, erré ligeramente el rumbo y, en vez de abrirme paso entre los huecos despejados, fui a chocar, qué mala suerte, contra la espalda del cónsul alemán.

Mi colisión ocasionó el cese brusco de la charla que el grupo mantenía y la caída de la polvera al suelo.

—Lo lamento muchísimo, no sabe cuánto lo siento, iba tan distraída… —dije con la voz cargada de falso azoramiento.

Cuatro de los presentes hicieron amago inmediato de agacharse a recogerla, pero uno fue más rápido que los demás. El más delgado de todos, el del pelo casi blanco peinado hacia atrás. El único español. El que tenía ojos de gato.

—Creo que se ha roto el espejo —anunció al alzarse—. Mire.

Miré. Pero antes de fijar la vista en el espejo resquebrajado, intenté identificar rápidamente lo que él, además de la polvera, sostenía entre sus dedos delgadísimos.

—Sí, parece que se ha roto —musité pasando con delicadeza el índice sobre la superficie astillada que él aún mantenía entre sus manos. Mi uña recién pintada se reflejó en ella cien veces.

Teníamos los hombros juntos y las cabezas cercanas, volcadas ambas sobre el pequeño objeto. Percibí la piel clara de su rostro apenas a unos centímetros, sus rasgos delicados y las sienes encanecidas, las cejas más oscuras, el fino bigote.

—Cuidado, no vaya a cortarse —dijo en voz baja.

Me demoré unos segundos aún, comprobé que la pastilla de polvos estaba intacta, que la borla quedaba en su sitio. Y, de paso, volví a mirar lo que él seguía manteniendo entre los dedos, lo que apenas unos minutos antes se habían pasado de mano en mano entre ellos. Fotografías. Se trataba de unas cuantas fotografías. Sólo pude ver la primera de ellas: personas que no reconocí, individuos formando un grupo compacto de rostros y cuerpos anónimos.

—Sí, creo que será mejor cerrarla —dije por fin.

—Tenga entonces.

Acoplé las dos partes con un sonoro clic.

—Es una lástima; es una polvera muy hermosa. Casi tanto como su dueña —añadió.

Acepté el piropo con un mohín coqueto y la más espléndida de mis sonrisas.

—No es nada, no se preocupe, de verdad.

—Ha sido un placer, señorita —dijo tendiéndome la mano. Noté que apenas pesaba.

—Lo mismo digo, señor Serrano —repliqué con un pestañeo—. Les reitero mis disculpas por la interrupción. Buenas noches, señores —añadí barriendo al resto del grupo con la mirada. Todos llevaban una cruz gamada en el ojal de la solapa.

—Buenas noches —repitieron los alemanes a coro.

Redirigí el rumbo imponiendo a mis andares toda la gracia que pude. Cuando intuí que ya no podían verme, agarré una copa de vino de la bandeja de un camarero, me la bebí de un trago y la lancé vacía entre los rosales.

Maldije a Marcus Logan por embarcarme en aquella estúpida aventura y me maldije a mí misma por haber aceptado. Había estado mucho más cerca de Serrano Suñer que cualquiera de los demás invitados: tuve su rostro prácticamente pegado al mío, nuestros dedos se habían rozado, su voz sonó en mi oído con una cercanía que casi había rayado en la intimidad. Me había expuesto ante él como una frívola atolondrada, feliz de ser por unos momentos objeto de la atención de su insigne persona cuando, en realidad, no tenía el menor interés en conocerle. Y todo para nada; para comprobar tan sólo que lo que el grupo había contemplado con aparente interés era un puñado de fotografías en las que no logré distinguir a una sola persona conocida.

Arrastré mi irritación por el jardín hasta que llegué a la puerta del edificio principal de la Alta Comisaría. Necesitaba localizar un lavabo: usar el retrete, lavarme las manos, distanciarme de todo siquiera unos minutos y sosegarme antes de volver a encontrarme con el periodista. Seguí las indicaciones que alguien me dio: recorrí la entrada adornada con metopas y cuadros de oficiales de uniforme, giré a la derecha y avancé por un ancho corredor. Tercera puerta a la izquierda, me habían dicho. Antes de dar con ella, unas voces me alertaron sobre la situación de mi destino; apenas unos segundos después comprobé con mis propios ojos lo que pasaba. El suelo estaba encharcado, el agua parecía salir a borbotones de algún sitio del interior, de una cisterna reventada probablemente. Dos señoras protestaban airadas por el estropicio de sus zapatos y tres soldados se arrastraban por el suelo arrodillados, afanándose con trapos y toallas, intentando achicar unas aguas que no paraban de manar y que ya empezaban a invadir las baldosas del pasillo. Me quedé quieta ante la escena, llegaron refuerzos con brazadas de trapos, hasta sábanas me pareció que traían. Las invitadas se alejaron entre quejas y refunfuños, alguien se ofreció entonces a acompañarme a otro lavabo.

Seguí a un soldado a lo largo del corredor, en sentido inverso al camino de ida. Volvimos a atravesar el hall principal y nos adentramos en un nuevo pasillo, esta vez silencioso y con luz tenue. Giramos varias veces, a la izquierda primero, a la derecha después, de nuevo a la izquierda. Más o menos.

—¿Quiere la señora que la espere? —preguntó cuando llegamos.

—No hace falta. Encontraré el camino sola, gracias.

No estaba muy segura de ello, pero la idea de tener un centinela aguardando se me antojó enormemente incómoda, así que, con la escolta despachada, completé mis necesidades, repasé mi atuendo, me retoqué el pelo y me dispuse a salir. Pero me faltó el ánimo, me fallaron las fuerzas para enfrentarme de nuevo a la realidad. Decidí entonces regalarme unos minutos, unos instantes de soledad. Abrí la ventana y por ella entró la noche de África con olor a jazmín. Me senté en el alféizar y contemplé la sombra de las palmeras, a mis oídos llegó el sonido lejano de las conversaciones en el jardín delantero. Me entretuve sin hacer nada, saboreando la quietud y dejando que las preocupaciones se disiparan. En alguna esquina remota de mi cerebro, sin embargo, noté al cabo de un rato una llamada. Toc, toc, hora de regresar. Suspiré, me levanté y cerré la ventana. Había que volver al mundo. A mezclarme con aquellas almas con las que tan poco tenía que ver, a la cercanía del extranjero que me había arrastrado a aquella absurda fiesta y me había pedido el más extravagante de los favores. Contemplé por última vez mi imagen en el espejo, apagué la luz y salí.

Avancé por el pasillo oscuro, recorrí un recodo, otro luego, creí andar orientada. Me di entonces de bruces con una puerta doble que no creía haber visto antes. La abrí y tras ella hallé una sala oscura y vacía. Me había equivocado, ciertamente, así que opté por corregir el rumbo. Nuevo pasillo, ahora a la izquierda creí recordar. Pero erré de nuevo y me adentré en una zona menos noble, sin frisos de madera abrillantada ni generales al óleo en las paredes; es probable que avanzara camino de alguna zona de servicio. Tranquila, me dije sin gran convencimiento. La escena de la noche de las pistolas envuelta en un jaique y perdida por las callejuelas de la medina aleteó de pronto sobre mí. Me deshice de ella, retorné la atención a lo inmediato y cambié el rumbo una vez más. Y de pronto me encontré de nuevo en el punto de partida, junto al aseo. Falsa alarma, pues: ya no estaba perdida. Rememoré el momento de la llegada acompañada por el soldado y me ubiqué. Todo claro, problema resuelto, pensé encaminándome a la salida. Efectivamente, todo volvió a resultarme familiar. Una vitrina con armas antiguas, fotografías enmarcadas, banderas colgantes. Todo lo había percibido minutos atrás, todo era ya reconocible. Incluso las voces que sonaron tras el recodo que me disponía a doblar: las mismas que había oído en el jardín en la ridícula escena de la polvera.

—Aquí estaremos más cómodos, amigo Serrano; aquí podremos hablar con más tranquilidad. Es la sala donde normalmente nos recibe el coronel Beigbeder —dijo alguien con potente acento alemán.

—Perfecto —replicó tan sólo su interlocutor.

Me quedé inmóvil, sin aliento. Serrano Suñer y al menos un alemán se encontraban apenas a unos metros, aproximándose por un tramo de pasillo que formaba ángulo recto con el corredor por el que yo avanzaba. En cuanto ellos o yo dobláramos el recodo, quedaríamos frente a frente. Me temblaban las piernas con sólo pensar en ello. En realidad, no tenía nada que ocultar; no había razón por la que debiera temer el encuentro. Excepto que carecía de fuerzas para simular una pose fingida otra vez, para hacerme pasar de nuevo por una necia atolondrada y dar patéticas explicaciones sobre cisternas rotas y charcos de agua a fin de justificar mi solitario deambular por los pasillos de la Alta Comisaría en medio de la noche. Sopesé las opciones en menos de un segundo. No había tiempo para deshacer lo andado y debía a toda costa evitar encontrármelos cara a cara, por lo que no podía ir hacia atrás ni tampoco avanzar hacia delante. Así las cosas, la única solución estaba en línea trasversal: a un lado, en forma de una puerta cerrada. Sin pensarlo más, la abrí y me metí dentro.

La estancia estaba a oscuras, pero por las ventanas entraban resquicios de luz nocturna. Apoyé la espalda contra la puerta, a la espera de que Serrano y su compañía pasaran por delante y desaparecieran para que yo pudiera salir y seguir mi camino. El jardín con sus luces de verbena, el arrullo de las conversaciones y la solidez imperturbable de Marcus Logan se me antojaron de pronto como un destino similar al paraíso, pero me temía que aún no era el momento de alcanzarlo. Respiré con fuerza, como si con cada bocanada intentara sacar del cuerpo un pedazo de mi angustia. Fijé la vista en el refugio y entre las sombras distinguí sillas, sillones y una librería acristalada junto a la pared. Había más muebles, pero no pude detenerme a identificarlos porque en ese momento otro asunto atrajo mi atención. Cerca de mí, tras la puerta.

—Ya hemos llegado —anunció la voz germana acompañada del ruido del picaporte al accionarse.

Me alejé con zancadas presurosas y alcancé un lateral de la sala en el momento en que la hoja empezó a entreabrirse.

—¿Dónde estará el interruptor? —oí decir mientras me escabullía detrás de un sofá. En el mismo instante en el que la luz se encendió, mi cuerpo tocó el suelo.

—Bueno, ya estamos aquí. Siéntese, amigo, por favor.

Quedé tumbada boca abajo, con el lado izquierdo del rostro apoyado sobre el frío de las baldosas, la respiración contenida y los ojos como platos, cuajados de pavor. Sin atreverme a tomar aire, a tragar saliva o a mover una pestaña. Como una estatua de mármol, como un fusilado sin rematar.

El alemán parecía actuar como anfitrión y se dirigía a un único interlocutor; lo supe porque sólo oí dos voces y porque, por debajo del sofá, desde mi inesperado escondite y entre las patas de los muebles, sólo atisbé dos pares de pies.

—¿Sabe el alto comisario que estamos aquí? —preguntó Serrano.

—Está ocupado atendiendo a los invitados; ya hablaremos con él más tarde si así lo desea —respondió vagamente el alemán.

Los oí sentarse: se acomodaron los cuerpos, crujieron los muelles. El español lo hizo en un sillón individual; vi el final de su pantalón oscuro con la raya bien planchada, sus calcetines negros rodeando los tobillos delgados que se perdían dentro de un par de zapatos abrillantados a conciencia. El alemán se instaló frente a él, en el lado derecho del mismo sofá tras el que yo estaba escondida. Sus piernas eran más gruesas y el calzado, menos fino. Si hubiera estirado mi brazo, casi habría podido hacerle cosquillas.

Hablaron durante un rato largo; no pude calcular el tiempo con exactitud, pero fue lo suficiente como para que el cuello me doliera hasta rabiar, para que me entraran unas ganas enormes de rascarme y para contener a duras penas las ganas de gritar, de llorar, de salir corriendo. Se oyó el ruido de los encendedores y la habitación se llenó de humo de cigarrillos. Desde la altura del suelo vi las piernas de Serrano cruzarse y descruzarse incontables veces; el alemán, en cambio, apenas se movió. Intenté domar el miedo, encontrar la postura menos incómoda y rogar al cielo que ninguno de los miembros del cuerpo me exigiera un movimiento inesperado.

Mi campo de visión era mínimo y la capacidad de movimiento, nula. Tan sólo tenía acceso a aquello que flotaba en el aire y me entraba por los oídos: a aquello de lo que hablaban. Me concentré entonces en el hilo de la conversación: ya que no había conseguido obtener ninguna información interesante en el encontronazo con la polvera, pensé que quizá aquello fuera de interés para el periodista. O, al menos, así me mantendría distraída y evitaría que la mente se me trastornara tanto que acabara perdiendo el sentido de la realidad.

Les oí hablar sobre instalaciones y transmisiones, sobre buques y aeronaves, cantidades de oro, marcos alemanes, pesetas, cuentas bancarias. Firmas y plazos, suministros, seguimientos; contrapesos de poder, nombres de empresas, puertos y lealtades. Supe que el alemán era Johannes Bernhardt, que Serrano se escudaba en Franco para presionar con más fuerza o evitar avenirse a algunas condiciones. Y, aunque me faltaban datos para entender del todo el trasfondo de la situación, intuí que los dos hombres tenían un interés parejo en que aquello sobre lo que discutían prosperara.

Y prosperó. Llegaron a un acuerdo finalmente; se levantaron después y zanjaron su trato con un apretón de manos que yo sólo oí y no alcancé a ver. Sí vi, en cambio, los pies moverse en dirección a la salida, el alemán cediendo el paso al invitado, otra vez haciendo de anfitrión. Antes de marchar, Bernhardt lanzó una pregunta.

—¿Hablará usted de esto con el coronel Beigbeder, o prefiere que se lo diga yo mismo?

Serrano no respondió de inmediato, antes le oí encender un cigarrillo. El enésimo.

—¿Cree usted imprescindible hacerlo? —dijo tras expulsar el primer humo.

—Las instalaciones se ubicarán en el Protectorado español, supongo que él debería tener algún conocimiento al respecto.

—Déjelo entonces a mi cargo. El Caudillo le informará directamente. Y, sobre los términos del acuerdo, mejor no difunda ningún detalle. Que quede entre nosotros —añadió a la vez que se apagaba la luz.

Dejé pasar unos minutos, hasta que calculé que ya estarían fuera del edificio. Me levanté entonces con cautela. De su presencia en la estancia tan sólo quedaba el denso olor a tabaco y la intuición de un cenicero repleto de colillas. Fui, sin embargo, incapaz de bajar la guardia. Me reajusté la falda y la chaqueta y me acerqué a la puerta andando de puntillas con sigilo. Acerqué la mano al pomo lentamente, como si temiera que su contacto me fuera a propinar un latigazo, temerosa de salir al pasillo. No llegué a tocar el picaporte, sin embargo: cuando estaba a punto de rozarlo con los dedos, percibí que alguien lo estaba manipulando desde fuera. Con un movimiento automático me eché hacia atrás y me apoyé contra la pared con todas mis fuerzas, como si quisiera fundirme con ella. La puerta se abrió de golpe casi dándome en la cara, la luz se encendió apenas un segundo después. No pude ver quién entraba, pero sí oí su voz maldiciendo entre dientes.

—A ver dónde se ha dejado el cabrón éste la puta pitillera.

Aun sin verle, intuí que no era más que un simple soldado cumpliendo una orden con desgana, recuperando un objeto olvidado por Serrano o Bernhardt, no supe a cuál de los dos dirigió el muchacho su epíteto. La oscuridad y el silencio regresaron en unos segundos, pero no logré recuperar el coraje necesario para aventurarme al pasillo. Por segunda vez en mi vida, obtuve la salvación saltando por una ventana.

Regresé al jardín y, para mi sorpresa, encontré a Marcus Logan en animada charla con Beigbeder. Intenté retroceder, pero fue demasiado tarde: él ya me había visto y reclamaba mi presencia junto a ellos. Me acerqué intentando que no percibieran mi nerviosismo: tras lo que acababa de pasar, una escena íntima con el alto comisario era lo último que me faltaba.

—Así que usted es la hermosa amiga modista de mi Rosalinda —dijo recibiéndome con una sonrisa.

Tenía un puro en una mano, pasó el otro brazo sobre mis hombros con familiaridad.

—Me alegro mucho de conocerla por fin, querida. Es una lástima que nuestra Rosalinda se encuentre indispuesta y no haya podido unirse a nosotros.

—¿Qué le ocurre?

Con la mano que sostenía el habano se dibujó un remolino en el estómago.

—Problemas de intestinos. Le afectan en épocas de nervios y estos días hemos estado tan ocupados atendiendo a nuestro huésped que la pobrecita mía apenas ha tenido un minuto de tranquilidad.

Hizo un gesto para que Marcus y yo acercáramos nuestras cabezas a la suya y bajó el tono con supuesta complicidad.

—Gracias a Dios, el cuñado se va mañana; creo que sería incapaz de soportarle un día más.

Remató su confidencia con una sonora carcajada y nosotros le imitamos simulando una gran risa también.

—Bueno, queridos, he de marcharme —dijo consultando el reloj—. Me encanta su compañía, pero el deber me reclama: ahora vienen los himnos, los discursos y toda esa parafernalia: la parte más aburrida, sin duda. Vaya a ver a Rosalinda cuando pueda, Sira: agradecerá su visita. Y usted también pásese por su casa, Logan, le vendrá bien la compañía de un compatriota. A ver si conseguimos cenar alguna noche los cuatro en cuanto todos nos relajemos un poco. God save the king! —añadió a modo de despedida alzando la mano con gesto teatral. Y, acto seguido, sin mediar una palabra más, se giró y se fue.

Permanecimos unos segundos en silencio, viéndole marchar, incapaces de encontrar un adjetivo para calificar la singularidad del hombre que acababa de dejarnos.

—Llevo buscándola casi una hora, ¿dónde se ha metido? —preguntó finalmente el periodista con la mirada aún fija en la espalda del alto comisario.

—Andaba resolviéndole la vida, lo que usted me ha pedido, ¿no?

—¿Significa eso que logró ver lo que se pasaban de mano en mano en el grupo?

—Nada importante. Retratos de familia.

—Vaya, mala suerte.

Hablábamos sin mirarnos, ambos con la vista concentrada en Beigbeder.

—Pero me he enterado de otras cosas que tal vez le interesen —anuncié entonces.

—¿Por ejemplo?

—Acuerdos. Intercambios. Negocios.

—¿Acerca de qué?

—Antenas —aclaré—. Grandes antenas. Tres. De unos cien metros de altura, sistema consol y marca Electro-Sonner. Los alemanes quieren instalarlas para interceptar el tráfico aéreo y marítimo en el Estrecho y contrarrestar la presencia de los ingleses en Gibraltar. Están negociando su montaje junto a las ruinas de Tamuda, a unos kilómetros de aquí. A cambio de la autorización expresa de Franco, el ejército nacional recibirá un crédito sustancioso del gobierno alemán. Toda la gestión se hará a través de la empresa HISMA, de la que es socio principal Johannes Bernhardt, que es con quien Serrano ha cerrado el acuerdo. A Beigbeder intentan mantenerlo al margen, quieren ocultarle el asunto.

—My goodness —murmuró en su lengua—. ¿Cómo lo ha averiguado?

Seguíamos sin dirigirnos la mirada, ambos aparentemente atentos aún al alto comisario, que avanzaba entre saludos hacia una tribuna engalanada sobre la que alguien estaba colocando un micrófono.

—Porque, casualmente, yo estaba en la misma habitación donde se ha cerrado el trato.

—¿Han cerrado el trato delante de usted? —preguntó incrédulo.

—No, descuide; no me han visto. Es una historia un poco larga, ya se la contaré en otro momento.

—De acuerdo. Dígame algo más, ¿han hablado de fechas?

Rechinó el micrófono con estridencia desagradable. Probando, probando, dijo una voz.

—Las piezas ya están listas en el puerto de Hamburgo. En cuanto obtengan la firma del Caudillo, las desembarcarán en Ceuta y comenzarán el montaje.

En la distancia vimos al coronel subir dinámico a la tarima, llamando a Serrano con un gesto grandilocuente para que le acompañara. Seguía sonriendo, saludando confiado. Lancé a Logan entonces un par de preguntas.

—¿Cree que Beigbeder debería enterarse de que le están dejando de lado? ¿Cree que yo debería decírselo a Rosalinda?

Se lo pensó antes de responder, con la vista todavía centrada en los dos hombres que ahora, juntos, recibían los aplausos fervorosos de la concurrencia.

—Supongo que sí, que a él le convendría saberlo. Pero creo que es mejor que la información no le llegue a través de usted y de la señora Fox, podría comprometerla. Déjelo a mi cargo, yo veré la mejor manera de transmitírselo; usted no diga nada a su amiga, ya encontraré yo la ocasión.

Transcurrieron unos segundos más de silencio, como si él aún estuviera rumiando todo lo que acababa de oír.

—¿Sabe una cosa, Sira? —preguntó volviéndose por fin hacia mí—. Aún no sé cómo lo ha hecho, pero ha conseguido una información magnífica, mucho más interesante de lo que en principio imaginé que podría obtener en una recepción como ésta. No sé cómo agradecérselo…

—De una manera muy sencilla —interrumpí.

—¿Cuál?

En ese mismo momento, la orquesta jalifiana arrancó con brío el Cara al sol y decenas de brazos se alzaron de inmediato como movidos por un resorte. Me puse de puntillas y pegué mi boca a su oído.

—Sáqueme de aquí.

Ni una palabra más, tan sólo su mano tendida. La agarré con fuerza y nos escurrimos hacia el fondo del jardín. Tan pronto como intuimos que nadie podía vernos, echamos a correr entre las sombras.

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