El sándwich de melocotón

El sándwich de melocotón

Hiromi Kawakami

#TiempoDeLectura7min


  La casa de Chika siempre estaba desordenada. Sobre todo la cocina.

  Al lado del fregadero podías encontrar media cebolla, un trozo de zanahoria, gambas deshidratadas en un tarro vacío de verduras encurtidas o una gran lata roja de polvo de curry abierta, y en la cesta de bambú del suelo había verduras de raíz, cítricos y cebolletas, todo mezclado y revuelto.

  El olor que te asaltaba al abrir la puerta siempre era diferente. En invierno olía a col hervida y pimienta. En verano se notaba un olor fresco, como a vinagre. En otoño olía a salsa de soja y sake dulce.

  —Qué bien cocinas, Chika —le decía, y ella sonreía.

  —No es que cocine bien, es que me gusta comer bien —respondía modestamente.

  Chika y yo nos conocimos en el supermercado donde trabajamos. La metieron en el mismo turno que yo y le di cuatro consejos sobre los repartos a domicilio, el revelado de carretes fotográficos o los boletos para participar en los sorteos de las campañas. Ella me lo agradeció mucho.

  —Tengo bastante fuerza y no me importa levantar pesos o limpiar, pero las tareas más detallistas no se me dan muy bien —dijo mientras se deshacía en reverencias y sonrisas.

  Recuerdo que ese día pensé que era un poco cortita.

  Hace medio año que fui a casa de Chika por primera vez.

  Me sorprendió saber que estudiaba en la universidad.

  —Como estás en el turno de día, pensaba que sólo te dedicabas a trabajar por horas, igual que yo —dije, y ella sonrió como siempre.

  —Estudio por las tardes en la facultad de Derecho.

  —¡Qué inteligente! —exclamé, y en aquella ocasión respondió con una carcajada en lugar de una sonrisa.

  —Que estudie en la universidad no significa que sea inteligente. Qué rara eres, Hoshie.

  «Tú sí que eres rara», pensé mientras inspeccionaba su piso sin disimular mi curiosidad. Consistía en una única habitación de unos ocho tatamis. La cocina ocupaba un lateral, y junto a la ventana había una sencilla cama y un escritorio metálico. Encajados en una pequeña estantería también metálica había un compendio de leyes y otros libros de derecho, y enfrente de un espejito que parecía de niña sólo había un bote de leche facial, otro de loción y una brocha.

  —La nevera es el único lugar donde tienes de todo y en abundancia —observé, y Chika asintió.

  En realidad, el objeto que más destacaba por su llamativo color era aquella nevera naranja, alta hasta el techo y más ancha de lo normal.

  Encima de los fogones había una cacerola grande. La destapé y vi que contenía una sopa clara donde flotaban trozos de patata, zanahoria, apio, rábano y una loncha de panceta.

  —Qué buena pinta —dije mientras olía.

  Chika enseguida sacó del congelador una baguette y la metió en el horno. Puso la cacerola a calentar, cortó la panceta por la mitad y sirvió la sopa en dos tazones que parecían más adecuados para comer fideos.

  «Cocinar seguro que se le da bien, pero la vajilla no es lo suyo», pensé mientras tomaba la sopa. Estaba tan rica, que chasqué la lengua sin querer.

  —Uy, perdón —me disculpé, y Chika me dedicó una de sus amplias sonrisas.

  A continuación, ella también chascó la lengua y, en un abrir y cerrar de ojos, engulló la sopa de su tazón.

  Sin saber cuándo ni cómo, empecé a frecuentar el piso de Chika y a pasar largos ratos allí.

  Iba por la tarde, cuando terminaba mi turno, y permanecía hasta las nueve de la noche, cuando ella volvía de la universidad. Una de cada tres veces aproximadamente me quedaba a dormir.

  —¿Te molesto? —le pregunté un día, pero ella meneó la cabeza.

  —No, no me molestas. Me encanta cocinar, y prefiero hacerlo para dos que para mí sola. Además, tanto tú como yo comemos por dos, así que es como cocinar para cuatro. Cuanta más comida preparo, más rica me sale.

  Le di algo de dinero para ayudarla a pagar la comida, y ella lo aceptó sin inmutarse.

  —Me vendrá bien —dijo, alargando la mano ceremoniosamente.

  Chika empezó a gustarme.

  No sólo como amiga. Era un sentimiento más profundo. Un día, me di cuenta de que era amor. Jamás había imaginado que me enamoraría de otra mujer. Hasta entonces sólo había salido con hombres.

  —¿Será amor de verdad? —me preguntaba a veces en voz alta cuando estaba en su piso, tumbada en su cama, con la cabeza apoyada en la almohada impregnada de su olor.

  Quizá no fuera amor, sino sólo una profunda amistad que se manifestaba de forma completamente insólita. Pero a menudo ardía en deseos de besarla, acariciarle los pechos o escuchar sus gemidos.

  También tenía ganas de confesarle que me gustaba, pero no podía. Me faltaba valor.

  Así que no me quedó más remedio que limitarme a merodear por su piso sin hacer nada.

  Pasó el invierno, pasó otra primavera y el verano estaba a punto de terminar. Hacía un año y medio que conocía a Chika.

  Aún no le había dicho que me gustaba. Probablemente no se lo diría nunca. No soportaba la idea de confesarle mis sentimientos y arriesgarme a no volver a probar el curry indio, las empanadas de carne, los fideos caseros y el cerdo asado que cocinaba.

  Vivíamos prácticamente juntas. Antes sólo me quedaba a dormir en su casa una de cada tres noches, y ahora sólo iba a mi casa cada tres semanas. El resto del tiempo lo pasaba en el piso de Chika. Los cinco mil yenes para comida que le daba al principio se convirtieron en veinte mil. Además, le daba diez mil yenes adicionales para pagar la luz y el gas.

  —Vas a tener que alimentarme toda la vida —le decía, y ella me sonreía.

  Pero últimamente Chika estaba muy ocupada. Decía que tenía que buscar trabajo y preparar el proyecto de final de carrera. Para mí era un mundo completamente desconocido. Chika ya no dedicaba tanto tiempo a cocinar. Volvía a casa más tarde, y por las mañanas solía salir mucho antes de que empezara nuestro turno en el supermercado.

  Cuando le preguntaba adónde iba, ella me respondía: «A la universidad», o: «A la biblioteca». Y ahí terminaba mi interrogatorio. Tanto la universidad como la biblioteca son lugares que me inspiran cierto temor. Me habría gustado acompañarla algún día, pero no me atrevía.

  Me tumbaba en su cama mientras ella no estaba y dejaba pasar las horas. «¿Por qué hago esto?», me preguntaba mientras hundía la cara en la almohada y aspiraba el aroma de su champú.

  Pero todo terminó de forma abrupta.

  —Parece ser que tengo novio —me dijo una mañana.

  —¿Parece ser? —pregunté. Aquella forma de hablar era propia de ella. No sabría decir si correspondía a una persona reservada o un poco cortita—. Entonces supongo que tendré que irme de tu piso —añadí en el tono más despreocupado que fui capaz de encontrar.

  —No, no tienes por qué irte —negó ella, y me sonrió. Sin embargo, percibí una ligera vacilación en su sonrisa.

  Lo noté precisamente porque estaba enamorada de ella.

  El último día (no creo que Chika hubiera utilizado una expresión tan solemne como «el último día», pero así era como yo lo llamaba), decidí cocinar para ella.

  —Siempre cocinas tú —le dije.

  —A mí no me importa —protestó ella, pero la obligué a sentarse en una silla y me puse a cocinar—. ¿Qué vas a hacer, Hoshie? Estoy impaciente —decía Chika, canturreando.

  Yo estaba al borde de las lágrimas. En parte porque era el último día, sí, pero también porque al final no había sido capaz de decirle que me gustaba.

  No me había resultado nada fácil decidir el menú. Soy muy negada para la cocina, y no me siento orgullosa de ello. Había pensado en practicar a escondidas, pero no es propio de mí, así que lo había descartado.

  Entonces decidí hacerle un sándwich de melocotón.

  Abrí el cajón de las verduras de la nevera naranja. Saqué un melocotón bien maduro y lo pelé cuidadosamente con los dedos. Como estaba maduro, la piel se despegaba con facilidad a grandes tiras.

  Coloqué el melocotón pelado en la tabla de cortar y lo corté con un cuchillo pequeño a rodajas planas y finas, perfectamente redondas, esquivando el hueso. Cuando tuve unas cuantas rodajas de pulpa jugosa, saqué pan de molde del congelador. En lugar de tostarlo como de costumbre, lo descongelé en el microondas.

  En vez de untar las tiernas rebanadas de pan de molde con mantequilla y mermelada, coloqué las rodajas de melocotón encima, bien juntas, y corté el pan por la mitad.

  —Tu sándwich de melocotón ya está listo —anuncié mientras lo ponía en un plato, y se lo serví.

  —¡Qué curioso! —exclamó ella, y le dio un bocado.

  El jugo del melocotón goteó encima del plato blanco.

  —Procura sujetar el pan por los bordes, así no se te derramará el jugo —le aconsejé, y ella desplazó las manos hacia los bordes.

  A continuación, siguió comiendo el sándwich de melocotón con expresión abstraída, dando enérgicos bocados.

  Sin derramar ni una sola gota más de jugo, Chika engulló el sándwich de melocotón hasta la última migaja.

  —Estaba muy rico —dijo entonces, y sonrió.

  —Me alegro —respondí yo, devolviéndole la sonrisa.

  No he vuelto a ver a Chika desde entonces. Encontré trabajo en otro supermercado. Ella me escribe de vez en cuando y yo le respondo rápidamente. Mis respuestas son normales, formales y distantes.

  Antes de que terminara el verano, me preparé un sándwich de melocotón. Yo misma había inventado la receta cuando estudiaba primaria.

  Entonces pensaba que no existía nada mejor. Cuando volví a probarlo después de tanto tiempo, no me pareció tan exquisito. La comida de Chika era mil veces mejor. Faltaría más.

  A pesar de que a Chika le había aconsejado que no derramara el jugo, mi sándwich goteaba sin parar. No sólo encima del plato, también me manchó la ropa. «Las manchas de melocotón no son fáciles de quitar», pensé, pero el sándwich siguió goteando mientras comía. Tenía el mentón, el cuello y la parte interna de las muñecas absolutamente pringosos.

  «Qué olor más dulce», pensé mientras engullía despacio el sándwich de melocotón. Me arrepentía de no haberle dicho a Chika que me gustaba. Pero aunque me hubiera atrevido a declararme, lo único que habría conseguido es estar en paz conmigo misma.

  —Pronto terminará el verano. Estoy enamorada de Chika —susurré mientras me acababa el sándwich.

  El dulce aroma del melocotón se quedó flotando un buen rato en mi piso de soltera.


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