El rey malvado

El rey malvado


Libro Primero » Capítulo 15

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Capítulo 15

Los vestidos llegan al día siguiente —hay varias cajas repletas de ellos—, junto con abrigos y chaquetas estilosas, pantalones de terciopelo y botas altas. Da la sensación de que pertenecieran a una persona implacable, alguien mejor y peor que yo al mismo tiempo.

Me visto y, antes de que acabe, entra Tatterfell. Insiste en peinarme y en recogerme el pelo con un peine nuevo, tallado en forma de sapo con una gema de cimofana a modo de ojo.

Me observo ataviada con una chaqueta de terciopelo negro con detalles en plata y pienso en el mimo con que Taryn eligió esa pieza. No quiero pensar en nada más.

En una ocasión, dijo que me odiaba un poco por haber sido testigo de su humillación ante la nobleza. Me pregunto si por eso me cuesta tanto olvidar lo que pasó con Locke: porque ella lo presenció y, cada vez que la veo, evoco una vez más lo que sentí al quedar como una tonta.

Sin embargo, cuando me fijo en mi nueva ropa, pienso en todas las cosas buenas que pueden provenir de alguien que te conoce lo suficiente como para entender tus miedos y tus esperanzas. Puede que no le haya contado a Taryn todas las atrocidades que he cometido y las habilidades cruentas que he desarrollado, pero me ha vestido como si así fuera.

Con mi nuevo atuendo, me dirijo a una reunión del consejo, convocada a toda prisa, y escucho mientras discuten sobre si Nicasia le transmitió a su madre el vehemente mensaje de Cardan y sobre si los peces pueden volar (esto lo dice Fala).

—Lo de menos es que Nicasia se lo haya contado o no —dice Madoc—. El rey supremo ha dejado clara su posición. Si no se casa, debemos dar por hecho que Orlagh cumplirá sus amenazas. Lo que significa que irá a por su linaje.

—Te estás adelantando demasiado —dice Randalin—. ¿No deberíamos considerar que el tratado podría seguir en pie?

—¿De qué sirve suponer eso? —inquiere Mikkel, mirando de reojo a Nihuar—. Las Cortes Oscuras no viven de ilusiones.

La representante luminosa frunce su pequeña boca, similar a la de un insecto.

—Los astros dicen que se avecinan tiempos convulsos —dice Baphen—. Veo la llegada de un nuevo monarca, pero no sabría decir si eso es una señal de que Cardan será destituido, si Orlagh será derrocada, o si Nicasia será nombrada reina.

—Tengo un plan —dice Madoc—. Oak llegará a Elfhame dentro de poco. Cuando Orlagh envíe a su gente a por él, la atraparemos.

—No —replico, haciendo que todos me miren con cara de sorpresa—. No vas a utilizar a Oak como cebo.

Madoc no parece muy ofendido por mi arrebato.

—Puede parecer que mi intención sea esa…

—Porque lo es.

Le fulmino con la mirada mientras recuerdo todos los motivos por los que no quería que Oak fuera rey supremo en un primer momento, con Madoc como regente.

—Si Orlagh planea capturar a Oak, es mejor saber cuándo atacará y no esperar a que actúe. Y la mejor manera de descubrirlo es propiciar una oportunidad.

—¿Y si mejor eliminamos esa oportunidad? —replico.

Madoc niega con la cabeza.

—Eso sería una ilusión, como aquellas frente a las que nos ha advertido Mikkel. Ya le he escrito un mensaje a Vivienne. Tienen previsto llegar a lo largo de la semana.

—Oak no puede venir aquí —insisto—. Ya era mala idea antes, pero ahora…

—¿Crees que el mundo mortal es seguro? —replica Madoc con tono mordaz—. ¿Crees que el Inframar no puede llegar hasta él allí? Oak es mi hijo, soy el general supremo de Elfhame, y sé lo que me hago. Haz todos los preparativos que quieras para protegerlo, pero déjame el resto a mí. Este no es momento para sufrir una crisis nerviosa.

Aprieto los dientes.

—¿Una crisis nerviosa?

Madoc me mira fijamente.

—Es fácil poner tu propia vida en juego, ¿verdad? Correr un riesgo para alcanzar la paz. Pero hay veces en que un estratega debe poner en peligro a los demás, incluso a sus seres queridos. —Me lanza una mirada penetrante, quizá para recordarme que le envenené en una ocasión—. Por el bien de Elfhame.

Me muerdo la lengua otra vez. No voy a llegar a ninguna parte con esta conversación delante del consejo al completo. Y más cuando no estoy segura de tener razón.

Tengo que averiguar más cosas sobre los planes del Inframar, y cuanto antes, mejor. Si hay alguna alternativa que no pase por arriesgar la vida de Oak, pienso encontrarla.

Randalin tiene más preguntas sobre la guardia personal del rey supremo. Madoc quiere que las cortes inferiores envíen más tropas de las que tienen asignadas normalmente. Pero Nihuar y Mikkel ponen objeciones. Dejo de prestar atención a sus palabras y trato de ordenar mis pensamientos.

Cuando finaliza la sesión, se me acerca un paje con dos mensajes. Uno es de Vivi, enviado al palacio, donde me pide que vaya a buscarlos a ella, a Heather y a Oak para traerlos a Elfhame para la boda de Taryn, en el plazo de un día. Antes incluso de lo que sugirió Madoc. El segundo mensaje es de Cardan, para convocarme a la sala del trono.

Maldiciendo entre dientes, me pongo en marcha. Randalin me agarra de la manga.

—Jude —dice—. Permíteme que te dé un consejo.

Me pregunto si irá a soltarme una reprimenda.

—El senescal no es solo la voz del rey —dice—. También eres sus manos. Si no te gusta trabajar con el general Madoc, busca un nuevo general supremo, uno que no haya cometido ningún acto previo de traición.

Yo ya sabía que Randalin solía estar en desacuerdo con Madoc en las reuniones del consejo, pero no tenía ni idea de que quisiera eliminarlo. Aun así, no me fío de él más de lo que confío en Madoc.

—Es una idea interesante —digo, con un tono que espero que resulte neutral, antes de marcharme.

Cuando entro, Cardan está repantigado en el trono, con una pierna colgando por encima de uno de los reposabrazos.

Varios juerguistas soñolientos siguen de fiesta en el gran salón, alrededor de varias mesas atiborradas todavía de manjares. Flota en el ambiente un olor a tierra removida y a vino recién derramado. Mientras me abro camino hacia el estrado, veo a Taryn dormida sobre una alfombra. Un duende al que no conozco está durmiendo a su lado, con unas alas de libélula que se agitan de vez en cuando, como si estuviera volando en sueños.

Locke está completamente despierto, sentado en el borde de la tarima, gritando a los músicos.

Frustrado, Cardan se mueve y baja las piernas al suelo.

—¿Se puede saber cuál es el problema?

Un chico, que tiene la parte inferior del cuerpo como la de un ciervo, se adelanta. Lo reconozco de la fiesta del plenilunio, donde estuvo tocando. Le tiembla notablemente la voz al hablar:

—Os pido perdón, majestad. Lo que ocurre es que me han robado la lira.

—Entonces, ¿qué estamos discutiendo? —inquiere Cardan—. La lira o está o no está, ¿no es cierto? Y si no está, que toque un violinista.

—Me la robó él. —El chico señala a uno de los demás músicos, el que tiene un pelo que parece hierba.

Cardan se da la vuelta hacia el ladrón con el ceño fruncido.

—Las cuerdas de mi lira se tejieron con el cabello de mortales apuestos que sufrieron una muerte trágica en su juventud —balbucea el hada del pelo que parece hierba—. Tardé décadas en construirla y costaba mucho mantenerla. Las voces mortales entonaban cánticos melancólicos cuando yo tocaba. Habrían sido capaces de haceros llorar incluso a vos, si se me permite la osadía.

Cardan hace un gesto de impaciencia.

—Si has terminado ya de fanfarronear, ve al grano. No te he preguntado por tu instrumento, sino por el suyo.

El hada del pelo que parece hierba se ruboriza, su piel se torna de un tono verde más oscuro. Supongo que en realidad ese no es el color de su carne, sino el de su sangre.

—Se la presté una noche —añade, señalando hacia el chico ciervo—. Desde entonces, se obsesionó con la lira y no paró hasta destruirla. Si me llevé la suya fue como compensación, pues, aunque sea de peor calidad, con algo tendré que tocar.

—Deberías castigarlos a los dos —dice Locke—. Por importunar al rey supremo con un asunto tan trivial.

—¿Y bien? —Cardan vuelve a girarse hacia el chico que aseguró que le habían robado la lira—. ¿Doy ya mi veredicto?

—Aún no, os lo ruego —responde el chico ciervo, con un tic en las orejas a causa de los nervios—. Cuando toqué su lira, me hablaron las voces de aquellos que murieron y cuyos cabellos se utilizaron para tejer las cuerdas. Eran los verdaderos dueños de esa lira. Y cuando la destruí, los salvé. Estaban atrapados.

Cardan se deja caer sobre su asiento e inclina la cabeza hacia atrás con frustración, golpeando la corona, que queda ladeada.

—Basta —dice—. Los dos sois unos ladrones, y ninguno especialmente habilidoso.

—Pero es que no entendéis el tormento, los chillidos… —Entonces el chico ciervo se tapa la boca al recordar que está en presencia del rey supremo.

—¿Nunca has oído decir que la virtud es una recompensa en sí misma? —replica Cardan con sorna—. Eso significa que no conlleva ningún otro premio.

El joven feérico araña el suelo con una de sus pezuñas.

—Tú robaste una lira y a cambio te despojaron de la tuya —dice Cardan en voz baja—. Hay cierta justicia poética en ello. —Luego se da la vuelta hacia el músico del pelo que parece hierba—. Y tú te tomaste la justicia por tu mano, así que supongo que el resultado habrá sido de tu agrado. Pero los dos me habéis irritado. Dame ese instrumento.

A nadie parece gustarle la idea, pero el músico del pelo que parece hierba se acerca y le entrega la lira a un guardia.

—Los dos tendréis una oportunidad de tocarla, y el que toque mejor, se quedará con ella. Porque el arte está por encima del vicio y de la virtud.

Subo cuidadosamente por las escaleras mientras el chico ciervo empieza a tocar. No me esperaba que Cardan se tomara la molestia de escuchar a los músicos, pero no sé si su razonamiento ha sido brillante o si sencillamente es un cretino. Me preocupa estar percibiendo en sus actos algo que no existe, solo porque quiero que sea cierto.

La música es cautivadora, los rasgueos de la lira me recorren la piel y se adentran hasta mis huesos.

—Majestad —digo—. ¿Me habéis mandado llamar?

—Ah, sí. —Su cabello, negro como el plumaje de un cuervo, se derrama sobre uno de sus ojos—. Dime, ¿estamos en guerra?

Por un instante, creo que se refiere a nosotros dos.

—No —respondo—. Al menos, no hasta la próxima luna llena.

—No es posible enfrentarse al mar —filosofa Locke.

Cardan suelta una risita.

—Es posible enfrentarse a cualquier cosa. Ganar… eso ya es otro asunto. ¿No es así, Jude?

—Jude es una ganadora nata —dice Locke con una sonrisa. Después mira a los músicos y da una palmada—. Ya basta. Cambiad.

Al ver que Cardan no contradice al maestro de festejos, el chico ciervo le devuelve la lira al otro a regañadientes. Una nueva oleada de música se extiende por la colina, una melodía indómita que me acelera el corazón.

—¿No te ibas? —le pregunto a Locke, que sonríe.

—Lo cierto es que estoy muy a gusto aquí —replica—. Seguro que lo que tengas que decirle al rey no es tan íntimo o personal.

—Qué pena que no vayas a descubrirlo. Lárgate. Ya.

Pienso en el consejo de Randalin, en el recordatorio de que tengo poder. Quizá sea así, pero si no consigo librarme del maestro de festejos durante media hora, no hablemos ya de un gran general que además es, en cierto modo, mi padre.

—Vete —le dice Cardan a Locke—. No la he mandado llamar para que te diviertas.

—Qué desconsiderado eres. Si me apreciaras de verdad, lo habrías hecho —bromea Locke mientras se baja del estrado de un salto.

—Lleva a Taryn a casa —le espeto. Si no fuera por ella, le arrearía un puñetazo.

—Creo que le gusta verte así —dice Cardan—. Furiosa y acalorada.

—Me da igual lo que le guste —replico.

—Parece que te dan igual muchas cosas. —Su tono es seco, y cuando le miro, no logro descifrar su expresión.

—¿Qué hago aquí? —inquiero.

Cardan vuelve a apoyar las piernas en el suelo y se levanta.

—Tú. —Señala al chico ciervo—. Estás de suerte. Quédate la lira. Y que no os vuelva a ver a ninguno de los dos.

Mientras el chico ciervo hace una reverencia y el feérico del pelo que parece hierba se enfurruña, Cardan se da la vuelta hacia mí.

—Acompáñame.

Ignorando a duras penas su arbitraria resolución, le sigo por detrás del trono y bajamos del estrado, hasta llegar a una pequeña puerta incrustada en la pared de piedra, medio oculta por la hiedra. Es la primera vez que vengo aquí.

Cardan echa la hiedra a un lado y entramos.

Es una habitación pequeña, pensada claramente para reuniones y encargos privados. Los muros están cubiertos de musgo, al que se aferran unos pequeños hongos luminosos, que emiten una luz pálida y blanquecina sobre nosotros. Hay un sofá bajo, sobre el que es posible sentarse o reclinarse, según la situación lo requiera.

Estamos solos en un sentido que no se repetía desde hace mucho tiempo, y cuando avanza un paso hacia mí, me da un vuelco el corazón. Cardan enarca una ceja antes de decir:

—Mi hermano me ha enviado un mensaje.

Despliega un papel que extrae de su bolsillo:

Si quieres salvar el pellejo, ven a verme.

Y mete a tu senescal en vereda.

—Dime —añade, ofreciéndome el papel—, ¿en qué has estado metida?

Suspiro, aliviada. Lady Asha no ha tardado en transmitir la información que le di para su hermano, y Balekin no ha tardado en reaccionar. Un punto para mí.

—Impedí que recibieras ciertos mensajes —admito.

—Y decidiste no mencionarlos. —Cardan me mira sin rencor, pero tampoco parece muy contento que digamos—. Igual que preferiste no hablarme de los encuentros de Balekin con Orlagh, ni de los planes que Nicasia tenía para mí.

—Oye, es lógico que Balekin quiera verte —replico, tratando de desviar la atención de esa lista, desgraciadamente incompleta, de cosas que no le he contado—. Eres su hermano, te acogió en su propia casa. Eres la única persona con el poder necesario para liberarle que podría llegar a hacerlo. Supuse que, si estabas de humor para perdonarle, podrías hablar con él cuando quisieras. No necesitabas que te insistiera.

—¿Y qué ha cambiado? —inquiere, ondeando el trozo de papel. Ahora sí parece enfadado—. ¿Por qué se me ha permitido recibir esto?

—Le he ofrecido a Balekin una fuente de información —respondo—. Una que puedo adulterar.

—¿Y ahora se supone que debo responder a esta nota? —pregunta.

—Haz que lo traigan ante ti encadenado. —Le quito el papel y me lo guardo en el bolsillo—. Me interesaría saber qué cree que puede extraer de ti con una pequeña conversación, sobre todo teniendo en cuenta que no sabe que estás al tanto de sus tejemanejes con el Inframar.

Cardan frunce el ceño. Lo peor es que le estoy engañando de nuevo, esta vez por omisión. Le estoy ocultando que mi fuente de información, la que puedo adulterar, es su propia madre.

«Pensaba que querías que hiciera esto por mi cuenta —me gustaría decirle—. Se suponía que yo iba a gobernar y que tú ibas a divertirte y punto».

—Sospecho que intentará gritarme hasta que le dé lo que quiere —dice Cardan—. Quizá sería posible provocarle para que se vaya de la lengua. Posible, pero no probable.

Asiento, y la parte maquinadora de mi cerebro, pulida a base de juegos de mesa, me proporciona el siguiente movimiento.

—Nicasia sabe más de lo que quiere admitir. Haz que te cuente el resto y luego utilízalo contra Balekin.

—Bueno, desde el punto de vista de la diplomacia, no creo que fuera oportuno usar un aplastapulgares con una princesa del mar.

Vuelvo a mirarle, contemplo sus suaves labios y sus pómulos prominentes, la belleza cruel de su rostro.

—Nada de aplastapulgares. Lo harás tú. Irás a hablar con Nicasia y la encandilarás.

Cardan enarca las cejas.

—No me mires así —replico. El plan va cobrando forma en mi mente a medida que hablo; un plan que me parece tan detestable como efectivo—. Cada vez que te veo estás rodeado de cortesanos por todas partes.

—Es que soy el rey —replica.

—Te rondan desde mucho antes de que lo fueras.

Me frustra tener que explicárselo. Sin duda es consciente del efecto que causa en los demás feéricos.

Cardan hace un gesto de impaciencia y añade:

—¿Te refieres a cuando era un simple príncipe?

—Usa tus tretas —insisto, exasperada—. Seguro que tienes unas cuantas. Nicasia te desea. No te costará demasiado.

Cardan enarca las cejas aún más, si es que acaso es posible.

—¿De verdad me estás proponiendo esto?

Tomo aliento, consciente de que voy a tener que convencerle de que funcionará. Y sé algo que podría servir.

—Nicasia fue la que atravesó el pasadizo y disparó a esa chica con la que te estabas besando —digo.

—¿Quieres decir que intentó matarme? —inquiere—. En serio, Jude, ¿cuántos secretos me estás ocultando?

Vuelvo a pensar en su madre y me muerdo la lengua. Demasiados.

—Iba a disparar a la chica, no a ti. Te pilló en la cama con otra, se puso celosa y disparó dos veces. Por desgracia para ti, pero por suerte para todos los demás, tiene una puntería horrible. ¿Me crees ahora si te digo que te desea?

—Ya no sé qué creer —dice, visiblemente enfadado, quizá con ella, quizá conmigo, seguramente con las dos.

—Pensaba sorprenderte en tu cama. Dale lo que quiere y consigue la información necesaria para evitar una guerra.

Cardan se acerca lentamente hacia mí, tanto como para notar que me alborota el pelo con su aliento.

—¿Me estás dando una orden?

—No —respondo, sobresaltada e incapaz de sostenerle la mirada—. Claro que no.

Me sujeta la barbilla con los dedos y me ladea la cabeza de tal modo que me quedo mirando directamente a sus ojos negros, a la rabia que arde en ellos como un tizón.

—Pero crees que debería hacerlo. Que puedo hacerlo. Que se me daría bien. Está bien, Jude. Dime cómo hay que hacerlo. ¿Crees que le gustaría si me acercara a ella de este modo, si la mirase fijamente a los ojos?

Mi cuerpo se encuentra en estado de alerta, accionado por un deseo insano, cuya intensidad me avergüenza.

Lo sabe. Sé que lo sabe.

—Probablemente —respondo, con un ligero temblor en la voz—. Haz lo que suelas hacer.

—No me vengas con esas —replica, con la voz cargada por una furia apenas contenida—. Si quieres que haga el papel de alcahueta, al menos concédeme el beneficio de tus consejos.

Cardan desliza sus dedos enjoyados sobre mi mejilla, trazando el contorno de mis labios para luego descender por mi garganta. Me siento mareada y abrumada.

—¿Debería tocarla así? —pregunta, entornando los ojos.

Las sombras perfilan su rostro, acentuando el relieve de sus pómulos.

—No lo sé —respondo, pero mi voz me traiciona. Suena endeble, aguda y entrecortada.

Presiona la boca sobre mi oreja y la besa. Sus manos me rozan los hombros, haciéndome estremecer.

—¿Y luego así? ¿Es así como debo seducirla? —Noto como su boca articula esas palabras sobre mi piel—. ¿Crees que funcionaría?

Me clavo las uñas en las palmas de las manos para no hacer nada contra él. La tensión provoca que me tiemble el cuerpo entero.

—Sí.

Entonces nuestras bocas se encuentran y mis labios se separan. Cierro los ojos para no ver lo que estoy a punto de hacer. Alzo los dedos para enmarañarlos entre sus rizos negros. Cardan no me besa con rabia; es un beso suave, anhelante.

Todo se ralentiza, se vuelve líquido y caliente. No puedo pensar con claridad.

He deseado esto tanto como lo he temido, y ahora que está pasando, no creo que pueda desear nada más.

Regresamos junto al sofá dando traspiés. Cardan me recuesta sobre los cojines y se inclina sobre mí. Su expresión es un reflejo de la mía, una mezcla de sorpresa y un ligero espanto.

—Repite lo que me dijiste en la fiesta —dice, encaramándose sobre mí, presionando nuestros cuerpos entre sí.

—¿El qué? —Casi no puedo ni pensar.

—Que me odias —dice con voz ronca—. Dime que me odias.

—Te odio. —Las palabras emergen como una caricia. Lo repito, una y otra vez. Una letanía. Un hechizo. Un escudo frente a lo que siento en realidad—. Te odio. Te odio. Te odio.

Cardan me besa más fuerte.

—Te odio —susurro al contacto de sus labios—. Te odio tanto que a veces no puedo pensar en otra cosa.

Al oír eso, emite un gemido grave y áspero.

Desliza una mano sobre mi estómago, trazando la forma de mi piel. Me vuelve a besar; la sensación es como despeñarse por un acantilado. Como un desprendimiento de tierra que va tomando impulso a cada roce, hasta que por delante solo queda la destrucción más absoluta.

Jamás me había sentido así.

Cardan empieza a desabrocharme el jubón y yo intento no quedarme paralizada, no mostrar mi inexperiencia. No quiero que pare.

Parece como un geis. Combina el placer perverso de salir de casa a hurtadillas con la reprochable satisfacción de un robo. Me recuerda a los instantes previos a clavarme un puñal en la mano, asombrada por mi capacidad para traicionarme a mí misma.

Cardan se incorpora para quitarse la chaqueta y yo intento zafarme de la mía. Me mira y parpadea, como si lo hiciera a través de un banco de niebla.

—Esta es una idea nefasta —dice, con una voz que denota cierto asombro.

—Lo sé —le digo, y me quito las botas de un puntapié.

Llevo calzas, y no creo que exista un modo elegante de quitármelas. Si lo hay, no lo conozco. Enredada con la tela, sintiéndome ridícula, comprendo que podría parar esto ahora. Podría recoger mis cosas y marcharme. Pero no lo hago.

Cardan se saca la camisa blanca por la cabeza con un gesto repleto de elegancia, dejando al descubierto su piel desnuda y sus cicatrices. Me tiemblan las manos. Él me las sujeta y me besa los nudillos con una especie de veneración.

—Quiero contarte un montón de mentiras —dice.

Me estremezco y mi corazón se desboca cuando sus manos me rozan la piel; una de ellas se desliza entre mis muslos. Le imito, forcejeando con los botones de sus pantalones bombachos. Cardan me ayuda a quitárselos, su cola se enrosca sobre su pierna para luego hacer lo propio sobre la mía, suave como un susurro. Alargo una mano y la deslizo sobre la superficie tersa de su estómago. No me permito titubear, pero mi inexperiencia resulta evidente. Siento el roce cálido de su piel en las palmas de las manos, cubiertas de callos. Sus dedos son muchísimo más hábiles.

Siento como si me estuviera ahogando en esta sensación.

Sus ojos están abiertos, contemplando mi rostro ruborizado, mi respiración entrecortada. Intento no emitir ningún sonido embarazoso. Resulta más íntimo que alguien te mire así, que su forma de tocarme. Detesto que él sepa lo que está haciendo y yo no. Detesto sentirme vulnerable. Detesto echar la cabeza hacia atrás, exponiendo el cuello. Detesto mi forma de aferrarme a él, hincándole las uñas de una mano en la espalda, mientras mis pensamientos se hacen trizas. Y detesto la última idea que se me pasa por la cabeza: que Cardan me gusta más de lo que jamás me ha gustado nadie, y que, de todas las cosas que me ha hecho en la vida, conseguir que lo desee tanto es la peor con diferencia.

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