El reino del Dragón de Oro

El reino del Dragón de Oro


3. El coleccionista

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A treinta cuadras del minúsculo apartamento de Kate Cold, en el piso superior de un rascacielos en pleno corazón de Manhattan, el segundo hombre más rico del mundo, quien había hecho su fortuna robando las ideas de sus subalternos y socios en la industria de la computación, hablaba por teléfono con alguien en Hong Kong. Las dos personas nunca se habían visto ni se verían jamás.

El multimillonario se hacía llamar el Coleccionista y la persona en Hong Kong era, simplemente, el Especialista. El primero no conocía la identidad del segundo. Entre otras medidas de seguridad, ambos tenían un dispositivo en el teléfono para deformar la voz y otro que impedía rastrear el número. Esa conversación no quedaría registrada en parte alguna y nadie, ni siquiera el FBI con los más sofisticados sistemas de espionaje del mundo, podría averiguar en qué consistía la transacción secreta de aquellas dos personas.

El Especialista conseguía cualquier cosa por un precio. Podía asesinar al presidente de Colombia, poner una bomba en un avión de Lufthansa, obtener la corona real de Inglaterra, raptar al Papa, o sustituir el cuadro de la Mona Lisa en el Museo del Louvre. No necesitaba promocionar sus servicios, porque jamás le faltaba trabajo; por el contrario, a menudo sus clientes debían esperar meses en una lista antes de que les llegara su turno. La forma de operar del Especialista era siempre la misma: el cliente depositaba en una cuenta cierta cifra de seis dígitos —no reembolsable— y aguardaba con paciencia mientras sus datos eran rigurosamente verificados por la organización criminal.

Al poco tiempo el cliente recibía la visita de un agente, por lo general alguien de aspecto anodino, tal vez una joven estudiante en busca de información para una tesis, o un sacerdote representando a una institución de beneficencia. El agente lo entrevistaba para averiguar en qué consistía la misión y luego desaparecía. En la primera cita no se mencionaba el precio, porque se entendía que si el cliente necesitaba preguntar cuánto costaba el servicio seguramente no podía pagarlo. Más tarde se cerraba el trato con una llamada telefónica del Especialista en persona. Esa llamada podía provenir de cualquier lugar del mundo.

El Coleccionista tenía cuarenta y dos años. Era un hombre de mediana estatura y aspecto común, con gruesos lentes, los hombros caídos y una calvicie precoz, lo cual le daba el aspecto de ser mucho mayor. Vestía con desaliño, su escaso cabello aparecía siempre grasiento y tenía el mal hábito de escarbarse la nariz con el dedo cuando estaba concentrado en sus pensamientos, lo cual ocurría casi todo el tiempo. Había sido un niño solitario y acomplejado, de mala salud, sin amigos y tan brillante, que se aburría en la escuela. Sus compañeros lo detestaban, porque sacaba las mejores notas sin esfuerzo, y sus maestros tampoco lo tragaban, porque era pedante y siempre sabía más que ellos. Había comenzado su carrera a los quince años, fabricando computadoras en el garaje de la casa de su padre. A los veintitrés era millonario y, gracias a su inteligencia y a su absoluta falta de escrúpulos, a los treinta tenía más dinero en sus cuentas personales que el presupuesto completo de las Naciones Unidas.

De niño había coleccionado, como casi todo el mundo, estampillas y monedas; en su juventud coleccionó automóviles de carreras, castillos medievales, canchas de golf, bancos y reinas de belleza; ahora, en el comienzo de la madurez, había iniciado una colección de «objetos raros». Los mantenía ocultos en bóvedas blindadas, repartidas en cinco continentes, para que, en caso de cataclismo, su preciosa colección no pereciera completa. Ese método tenía el inconveniente de que él no podía pasear entre sus tesoros, gozando de todos simultáneamente; debía desplazarse en su jet de un punto a otro para verlos, pero en realidad no necesitaba hacerlo a menudo. Le bastaba saber que existían, estaban a salvo y eran suyos. No lo motivaba un sentimiento de amor artístico por aquel botín, sino simple y clara codicia.

Entre otras cosas de inestimable valor, el Coleccionista poseía el más antiguo manuscrito de la humanidad, la verdadera máscara funeraria de Tutankamón (la del museo es una copia), el cerebro de Einstein cortado en pedacitos y flotando en un caldo de formol, los textos originales de Averroes escritos de su puño y letra, una piel humana completamente cubierta de tatuajes desde el cuello hasta los pies, piedras de la luna, una bomba nuclear, la espada de Carlomagno, el diario secreto de Napoleón Bonaparte, varios huesos de santa Cecilia y la fórmula de la Coca-Cola.

Ahora el multimillonario pretendía adquirir uno de los más raros tesoros del mundo, cuya existencia muy pocos conocían y al cual una sola persona viviente tenía acceso. Se trataba de un dragón de oro incrustado de piedras preciosas que desde hacía mil ochocientos años sólo habían visto los monarcas coronados de un pequeño reino independiente en las montañas y valles del Himalaya. El dragón estaba envuelto en misterio y protegido por un maleficio y por antiguas y complejas medidas de seguridad. Ningún libro ni guía turística lo mencionaban, pero mucha gente había oído hablar de él y había una descripción en el Museo Británico. También existía un dibujo en un antiguo pergamino, descubierto por un general en un monasterio, cuando China invadió Tíbet. Esa brutal ocupación militar forzó a más de un millón de tibetanos a huir hacia Nepal e India, entre ellos el Dalai Lama, la más alta figura espiritual del budismo.

Antes de 1950, el príncipe heredero del Reino del Dragón de Oro recibía instrucción especial, desde los seis hasta los veinte años, en ese monasterio de Tíbet. Allí se habían guardado durante siglos los pergaminos, donde estaban descritas las propiedades de aquel objeto y su forma de uso, que el príncipe debía estudiar. Según la leyenda, no se trataba sólo de una estatua, sino de un prodigioso artefacto de adivinación, que sólo podía usar el rey coronado para resolver los problemas de su reino. El dragón podía predecir desde las variaciones en el clima, que determinaban la calidad de las cosechas, hasta las intenciones bélicas de los países vecinos. Gracias a esa misteriosa información, y a la sabiduría de sus gobernantes, ese diminuto reino había logrado mantener una tranquila prosperidad y su feroz independencia.

Para el Coleccionista, el hecho de que la estatua fuera de oro resultaba irrelevante, puesto que disponía de todo el oro que deseaba. Sólo le interesaban las propiedades mágicas del dragón. Había pagado una fortuna al general chino por el pergamino robado y luego lo había hecho traducir, porque sabía que de nada le servía la estatua sin el manual de instrucciones. Los ojillos de rata del multimillonario brillaban tras sus gruesos lentes al pensar cómo podría controlar la economía mundial cuando tuviera ese objeto en sus manos. Conocería las variaciones del mercado de valores antes que éstas se produjeran, así podría adelantarse a sus competidores y multiplicar sus miles de millones. Le molestaba muchísimo ser el segundo hombre más rico del mundo.

El Coleccionista se enteró de que durante la invasión china, cuando el monasterio fue destruido y algunos de sus monjes asesinados, el príncipe heredero del Reino del Dragón de Oro logró escapar por los pasos de las montañas, disfrazado de campesino, hasta llegar a Nepal, y de allí viajó, siempre de incógnito, a su país.

Los lamas tibetanos no habían alcanzado a terminar la preparación del joven, pero su padre, el rey, continuó personalmente con su educación. No pudo darle, sin embargo, la óptima preparación en prácticas mentales y espirituales que él mismo había recibido. Cuando los chinos atacaron el monasterio, los monjes no le habían abierto todavía el ojo en la frente al príncipe, que lo capacitaría para ver el aura de las personas y así determinar su carácter y sus intenciones. Tampoco había sido bien entrenado en el arte de la telepatía, que permitía leer el pensamiento. Nada de eso podía darle su padre, pero, a la muerte de éste, el príncipe pudo ocupar el trono con dignidad. Poseía un profundo conocimiento de las enseñanzas de Buda y con el tiempo probó tener la mezcla adecuada de autoridad para gobernar, sentido práctico para hacer justicia y espiritualidad para no dejarse corromper por el poder.

El padre de Dil Bahadur acababa de cumplir veinte años cuando ascendió al trono, y muchos pensaron que no sería capaz de gobernar como otros monarcas de esa nación; sin embargo, desde el principio el nuevo rey dio muestras de madurez y sabiduría. El Coleccionista se enteró de que el monarca llevaba más de cuarenta años en el trono y su gobierno se había caracterizado por lograr la paz y el bienestar.

El soberano del Reino del Dragón de Oro no aceptaba influencias del extranjero, sobre todo de Occidente, que consideraba una cultura materialista y decadente, muy peligrosa para los valores que siempre habían imperado en su país. La religión oficial del Estado era el budismo, y él estaba decidido a mantener las cosas de ese modo. Cada año se realizaba una encuesta para medir el índice de felicidad nacional; ésta no consistía en la falta de problemas, ya que la mayor parte de éstos son inevitables, sino en la actitud compasiva y espiritual de sus habitantes. El gobierno desalentaba el turismo y sólo admitía un número muy reducido de visitantes calificados al año. Por esta razón las empresas de turismo se referían a aquel país como el Reino Prohibido.

La televisión, instalada recientemente, transmitía durante pocas horas diarias y sólo aquellos programas que el rey consideraba inofensivos, como las transmisiones deportivas, los documentales científicos y dibujos animados. El traje nacional era obligatorio; la ropa occidental estaba prohibida en lugares públicos. Derogar esa prohibición había sido una de las peticiones más urgentes de los estudiantes de la universidad, que se morían por los vaqueros americanos y las zapatillas deportivas, pero el rey era inflexible en ese punto, como en muchos otros. Contaba con el apoyo incondicional del resto de la población, que estaba orgullosa de sus tradiciones y no tenía interés en las costumbres extranjeras.

El Coleccionista sabía muy poco del Reino del Dragón de Oro, cuyas riquezas históricas o geográficas le importaban un bledo. No pensaba visitarlo jamás. Tampoco era su problema apoderarse de la estatua mágica, para eso pagaría una fortuna al Especialista. Si aquel objeto podía predecir el futuro, como le habían asegurado, él podría cumplir su último sueño: convertirse en el hombre más rico del mundo, el número uno.

La voz desfigurada de su interlocutor en Hong Kong le confirmó que la operación estaba en marcha y podía esperar resultados dentro de tres o cuatro semanas. Aunque el cliente no preguntó, el Especialista le informó del costo de sus servicios, tan absurdamente alto, que el Coleccionista se puso de pie de un salto.

—¿Y si usted falla? —quiso saber el segundo individuo más rico del mundo, una vez que se calmó, observando atentamente su dedo índice, donde estaba pegada la sustancia amarilla recién extraída de su nariz.

—Yo no fallo —fue la respuesta lacónica del Especialista.

Ni el Especialista ni su cliente imaginaban que en ese mismo momento Dil Bahadur, hijo menor del monarca del Reino del Dragón de Oro y el escogido para sucederlo en el trono, estaba con su maestro en su «casa» de la montaña. Ésta era una gruta cuyo acceso estaba disimulado por un biombo natural de rocas y arbustos, que se encontraba en una especie de terraza o balcón en la ladera de la montaña. Fue escogida por el monje porque era prácticamente inaccesible por tres de sus lados y porque nadie que no conociera el lugar podría descubrirla.

Tensing había vivido como ermitaño en esa cueva por varios años, en silencio y soledad, hasta que la reina y el rey del Reino Prohibido le entregaron a su hijo para que lo preparara. El niño estaría con él hasta los veinte años. En ese tiempo debía convertirlo en un gobernante perfecto mediante un entrenamiento tan riguroso, que muy pocos seres humanos lo resistirían. Pero todo el entrenamiento del mundo no lograría los resultados adecuados si Dil Bahadur no tuviera una inteligencia superior y un corazón intachable. Tensing estaba contento, porque su discípulo había dado muestras sobradas de poseer ambos atributos.

El príncipe había permanecido con el monje durante doce años, durmiendo sobre piedras tapado con una piel de yak, alimentado con una dieta estrictamente vegetariana, dedicado por completo a la práctica religiosa, el estudio y el ejercicio físico. Era feliz. No cambiaría su vida por ninguna otra y veía con pesar aproximarse la fecha en que debería incorporarse al mundo. Sin embargo, recordaba muy bien su sentimiento de terror y soledad, cuando a los seis años se encontró en una ermita en las montañas junto a un desconocido de tamaño gigantesco, quien lo dejó llorar durante tres días sin intervenir, hasta que no le quedaron más lágrimas para derramar. No volvió a llorar más. A partir de ese día el gigante reemplazó a su madre, su padre y el resto de su familia, se convirtió en su mejor amigo, su maestro, su instructor de tao-shu, su guía espiritual. De él aprendió casi todo lo que sabía.

Tensing lo condujo paso a paso en el camino del budismo, le enseñó historia y filosofía, le dio a conocer la naturaleza, los animales y el poder curativo de las plantas, le desarrolló la intuición y la imaginación, le adiestró para la guerra y al mismo tiempo le hizo ver el valor de la paz. Le inició en los secretos de los lamas y lo ayudó a encontrar el equilibrio mental y físico que necesitaría para gobernar. Uno de los ejercicios que el príncipe debía hacer consistía en disparar su arco de pie, con huevos colocados bajo los talones, o bien en cuclillas con huevos en la parte de atrás de las rodillas.

—No sólo se requiere buena puntería con la flecha, Dil Bahadur, también necesitas fuerza, estabilidad y control de todos los músculos —le repetía con paciencia el lama.

—Tal vez sería más productivo comernos los huevos, honorable maestro —suspiraba el príncipe cuando aplastaba los huevos.

La práctica espiritual era aún más intensa. A los diez años el muchacho entraba en trance y se elevaba a un plano superior de conciencia; a los once podía comunicarse telepáticamente y mover objetos sin tocarlos; a los trece hacía viajes astrales. Cuando cumplió catorce años el maestro le abrió un orificio en la frente para que pudiera ver el aura. La operación consistió en perforar el hueso, lo cual le dejó una cicatriz circular del tamaño de una arveja.

—Toda materia orgánica irradia energía o aura, un halo de luz invisible para el ojo humano, salvo en el caso de ciertas personas con poderes psíquicos. Se pueden averiguar muchas cosas por el color y la forma del aura —le explicó Tensing.

Durante tres veranos consecutivos, el lama viajó con el niño a ciudades de India, Nepal y Bután, para que se entrenara leyendo el aura de la gente y los animales que veía; pero nunca lo llevó a los hermosos valles y las terrazas cortadas en las montañas de su propio país, el Reino Prohibido, adonde sólo regresaría al término de su educación.

Dil Bahadur aprendió a usar el ojo en su frente con tal precisión, que a los dieciocho años, edad que ahora tenía, podía distinguir las propiedades medicinales de una planta, la ferocidad de un animal o el estado emocional de una persona, por el aspecto del aura.

Faltaban sólo dos años para que el joven cumpliera los veinte y la labor de su maestro terminara. En ese momento Dil Bahadur regresaría por primera vez al seno de su familia y luego iría a estudiar a Europa, porque había muchos conocimientos indispensables en el mundo moderno, que Tensing no podía darle y que necesitaría para gobernar su nación.

Tensing estaba dedicado por entero a preparar al príncipe para que un día fuera un buen rey y para que pudiera descifrar los mensajes del Dragón de Oro, sin sospechar que en Nueva York había un hombre codicioso que planeaba robarlo. Los estudios eran tan intensos y complicados, que a veces el alumno perdía la paciencia, pero Tensing, inflexible, lo obligaba a trabajar hasta que la fatiga los vencía a ambos.

—No quiero ser rey, maestro —dijo Dil Bahadur aquel día.

—Tal vez mi alumno prefiere renunciar al trono con tal de no estudiar sus lecciones —sonrió Tensing.

—Deseo una vida de meditación, maestro. ¿Cómo podré alcanzar la iluminación entre las tentaciones del mundo?

—No todos pueden ser ermitaños como yo. Tu karma es ser rey. Deberás alcanzar la iluminación por un camino mucho más difícil que la meditación. Tendrás que hacerlo sirviendo a tu pueblo.

—No deseo separarme de usted, maestro —dijo el príncipe con la voz quebrada.

El lama fingió no ver los ojos húmedos del joven.

—El deseo y el temor son ilusiones, Dil Bahadur, no son realidades. Debes practicar el desprendimiento.

—¿Debo desprenderme también del afecto?

—El afecto es como la luz del mediodía y no necesita la presencia del otro para manifestarse. La separación entre los seres también es ilusoria, puesto que todo está unido en el universo. Nuestros espíritus siempre estarán juntos, Dil Bahadur —explicó el lama, comprobando, con cierta sorpresa, que él mismo no era impermeable a la emoción, porque se había contagiado de la tristeza de su discípulo.

También él veía con pesar aproximarse el momento en que debería conducir al príncipe de vuelta a su familia, al mundo y al trono del Reino del Dragón de Oro, al cual estaba destinado.

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