El reino del Dragón de Oro

El reino del Dragón de Oro


8. Secuestradas

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El coleccionista despertó sobresaltado por el timbre del teléfono privado que tenía sobre su mesa de noche. Eran las dos de la madrugada. Sólo tres personas conocían ese número: su médico, el jefe de sus guardaespaldas y su madre. Hacía meses que ese teléfono no sonaba. El Coleccionista no había necesitado a su médico ni a su jefe de seguridad. En cuanto a su madre, en ese momento andaba en la Antártica fotografiando pingüinos. La señora pasaba sus últimos años embarcada en diversos cruceros de lujo, que la llevaban de un lado a otro en un viaje inacabable. Al arribar a un puerto, la recibía un empleado con el pasaje en la mano para emprender otro crucero. Su hijo había descubierto que de esa manera ella vivía entretenida y él no tenía que verla.

—¿Cómo averiguó este número? —preguntó indignado el segundo hombre más rico del mundo, una vez que reconoció a su interlocutor, a pesar del dispositivo que deformaba la voz.

—Averiguar secretos es parte de mi trabajo —replicó el Especialista.

—¿Qué noticias me tiene?

—Pronto tendrá en su poder lo que hemos convenido.

—¿Para qué me molesta entonces?

—Para decirle que de nada le servirá el Dragón de Oro si no sabe usarlo —explicó el Especialista.

—Para eso tengo el pergamino traducido, el que le compré al general chino —aclaró el Coleccionista.

—¿Usted cree que algo tan importante y tan secreto estaría expuesto en un solo pedazo de pergamino? La traducción está en clave.

—¡Consiga la clave! Para eso lo he contratado.

—No. Usted me contrató para conseguir ese objeto, nada más. Esto no está contemplado en el trato —aclaró fríamente la voz deformada en el teléfono.

—El dragón no me interesa sin las instrucciones, ¿me ha entendido? ¡Consígalas o no verá sus millones de dólares! —gritó el cliente.

—Jamás reconsidero los términos de una negociación. Usted y yo hemos convenido algo. Le presentaré la estatua dentro de dos semanas y cobraré lo convenido o usted sufrirá daños irreparables.

El cliente percibió la amenaza y se dio cuenta de que se jugaba la vida. Por una vez el segundo hombre más rico del planeta se asustó.

—Tiene razón, un trato es un trato. Le pagaré aparte por la clave para descifrar ese pergamino. ¿Cree que puede conseguirla en un plazo prudente? Como sabe, esto es un asunto muy urgente. Estoy dispuesto a pagar lo necesario, el dinero no es problema —dijo el Coleccionista en tono conciliador.

—En este caso no es una cuestión de precio.

—Todo el mundo tiene un precio.

—Se equivoca —replicó el Especialista.

—¿No me dijo usted que era capaz de conseguir cualquier cosa? —preguntó, angustiado, el cliente.

—Uno de mis agentes se comunicará con usted próximamente —replicó la voz y la comunicación se cortó.

El multimillonario no pudo volver a dormir. Pasó el resto de la noche estudiando su inconmensurable fortuna en la oficina, que ocupaba la mayor parte de su casa, donde tenía medio centenar de computadoras. Día y noche, sus empleados se mantenían conectados a los más importantes mercados de valores del mundo. Sin embargo, por mucho que el Coleccionista repasara las cifras y gritara a sus subalternos, no lograba cambiar el hecho de que había otro hombre más rico que él. Eso le destrozaba los nervios.

Después de recorrer la encantadora ciudad de Tunkhala, con sus casas de techos de pagoda, sus stupas o cúpulas religiosas, sus templos, y sus docenas de monasterios encaramados a los faldeos de los cerros, en medio de una naturaleza exuberante de árboles y flores, Wandgi ofreció mostrarles la universidad. El campus era un parque natural, con cascadas de agua y millares de pájaros, donde se alzaban varios edificios. Los techos de pagoda, las imágenes de Buda pintadas en los muros y las banderas de oración daban a la universidad el aspecto de un conjunto de monasterios. Por los senderos del parque vieron estudiantes conversando en grupos y les llamó la atención su formalidad, tan diferente al aire relajado de los jóvenes en Occidente.

Fueron recibidos por el rector, quien solicitó a Kate Cold que se dirigiera a los alumnos para hablarles de la revista International Geographic, que muchos leían regularmente en la biblioteca.

—Tenemos muy pocas ocasiones de recibir ilustres visitantes en nuestra humilde universidad —dijo, inclinándose ceremoniosamente ante ella.

Y así fue como la escritora, los fotógrafos, Alexander y Nadia se vieron instalados en una sala frente a los ciento noventa estudiantes de la universidad y sus profesores. Casi todos hablaban algo de inglés, porque era la asignatura preferida de los jóvenes, pero Wandgi debió traducir en muchas ocasiones. La primera media hora transcurrió con mucha compostura.

El público hacía preguntas ingenuas, con mucho respeto, saludando con una reverencia antes de dirigirse a los extranjeros. Fastidiado, Alexander levantó la mano.

—¿Podemos preguntar nosotros también? Hemos venido de muy lejos para aprender sobre este país… —sugirió.

Hubo unos momentos de silencio, en los cuales los estudiantes se miraban unos a otros confundidos, porque era la primera vez que un conferenciante proponía algo así. Después de algunas dudas y cuchicheos entre los profesores, el rector dio su consentimiento. En la siguiente hora y media los visitantes averiguaron algunos datos interesantes sobre el Reino Prohibido y los estudiantes, libres de la estirada formalidad a la cual estaban habituados, se atrevieron a preguntar sobre el cine, la música, la ropa, los carros y mil otros temas de América.

Hacia el final, Timothy Bruce sacó una cinta de rock’n’roll y Kate Cold la puso en su grabadora. Su nieto, habitualmente tímido, tuvo un impulso irresistible, salió adelante e hizo una demostración de baile moderno, que dejó a todos con la boca abierta. Borobá, contagiado por esa danza frenética, procedió a imitarlo a la perfección, en medio de las risotadas del público. Al terminar la «conferencia», los estudiantes en masa los acompañaron hasta los límites del campus, cantando y bailando igual que Alexander, mientras los profesores se rascaban la cabeza, estupefactos.

—¿Cómo pudieron aprender la música americana después de oírla una sola vez? —preguntó Kate Cold, admirada.

—Circula entre los estudiantes desde hace muchos años, abuelita. Dentro de sus casas esos chicos usan vaqueros, como ustedes. Los traen de contrabando de India —replicó Wandgi, riéndose.

Para entonces Kate Cold había aceptado, resignada, que el guía la llamara «abuelita». Era un signo de respeto, la forma educada de dirigirse a una persona mayor. Por su parte Nadia y Alex debían llamar «tío» a Wandgi y «prima» a Pema.

—Tal vez los honorables visitantes, si no están muy cansados, desearían probar la comida típica de Tunkhala… —sugirió Wandgi tímidamente.

Los honorables visitantes estaban extenuados, pero no podían perder esa oportunidad. Terminaron ese día de intensa actividad en casa del guía, que, como muchas en la capital, era de dos pisos, de ladrillo blanco y maderas pintadas con intrincados dibujos de flores y pájaros, del mismo estilo que los de palacio. Fue imposible averiguar quiénes pertenecían a la familia directa de Wandgi, porque entraban y salían docenas de personas y todas eran presentadas como tíos, hermanos o primos. No existían los apellidos. Al nacer un niño sus padres le ponían dos o tres nombres para distinguirlo de los demás, pero cada persona podía cambiar sus nombres a voluntad varias veces en la vida. Los únicos que usaban un apellido eran los miembros de la familia real.

Pema, su madre y varias tías y primas sirvieron la comida. Todos se sentaron en el suelo en torno a una mesa redonda, donde colocaron una verdadera montaña de arroz rojo, cereal y varias combinaciones de vegetales, sazonados con especias y pimiento picante. Enseguida fueron trayendo las delicias preparadas especialmente para honrar a los extranjeros: hígado de yak, pulmón de oveja, patas de cerdo, ojos de cabra y salchichas de sangre sazonadas con tanta pimienta y páprika, que el solo olor de los platos les hizo lagrimear y produjo un ataque de tos a Kate. Se comía con la mano, formando bolitas con los alimentos, y lo cortés era ofrecer primero las bolitas a los visitantes.

Al llevarse el primer bocado a la boca, Alexander y Nadia estuvieron a punto de lanzar un grito: ninguno de los dos había probado nunca algo tan picante. Les ardía la boca como si se la hubieran quemado con carbones encendidos. Kate Cold les advirtió entre accesos de tos que no debían ofender a sus anfitriones, pero los nativos del Reino Prohibido sabían que los extranjeros no eran capaces de tragar su comida. Mientras a los dos muchachos les corría el llanto por las mejillas, los demás se reían a gritos, golpeando el suelo con pies y manos.

Pema, también muy divertida, les trajo té para enjuagarse la boca y un plato con los mismos vegetales, pero preparados sin picante. Alexander y Nadia intercambiaron una mirada de complicidad. En el Amazonas habían comido desde serpiente asada hasta una sopa hecha con las cenizas de un indio muerto. Sin decir palabra, decidieron simultáneamente que ése no era el momento de retroceder. Agradecieron, inclinándose con las palmas juntas frente a la cara, y luego cada uno preparó su bolita de fuego y se la puso valientemente en la boca.

Al día siguiente se celebraba un festival religioso, que coincidía con la luna llena y el cumpleaños del rey. El país entero se había preparado durante semanas para el evento. Todo Tunkhala se volcó a la calle y de las montañas bajaron campesinos de aldeas remotas, que debieron viajar a pie o a caballo durante días. Después de las bendiciones de los lamas, salieron los músicos con sus instrumentos y las cocineras, que colocaron grandes mesas con comida, dulces y jarras con licor de arroz. En esa ocasión todo era gratis.

Las trompetas, tambores y gongs de los monasterios sonaron desde muy temprano. Los fieles y los peregrinos llegados de lejos se aglomeraban en los templos para hacer sus ofrendas, girar las ruedas de oración, y encender velas de manteca de yak. El olor rancio de la grasa y el humo del incienso flotaba por la ciudad.

Antes del viaje Alexander había recurrido a la biblioteca de su escuela para informarse sobre el Reino Prohibido, sus costumbres y su religión. Le dio una breve lección sobre budismo a Nadia, quien no había oído hablar jamás de Buda.

—En lo que hoy es el sur de Nepal, nació quinientos sesenta y seis años antes de Cristo un príncipe llamado Sidarta Gautama. Cuando nació, un adivino pronosticó que el niño reinaría sobre toda la tierra, pero siempre que fuera preservado del deterioro y la muerte. De otro modo, sería un gran maestro espiritual. Su padre, que prefería lo primero, rodeó el palacio de altos muros para que Sidarta tuviera una vida espléndida, dedicada al placer y la belleza, sin confrontar jamás el sufrimiento. Hasta las hojas que caían de los árboles eran rápidamente barridas, para que no las viera marchitarse. El joven se casó y tuvo un hijo sin haber salido nunca de aquel paraíso. Tenía veintinueve años cuando se asomó fuera del jardín y vio por primera vez enfermedad, pobreza, dolor, crueldad. Se cortó el cabello, se despojó de sus joyas y sus ropajes de rica seda y se fue en busca de la Verdad. Durante seis años estudió con yoguis en India y sometió su cuerpo al ascetismo más riguroso…

—¿Qué es eso? —preguntó Nadia.

—Llevaba una vida de privaciones. Dormía sobre espinas y comía solamente unos pocos granos de arroz.

—Mala idea… —comentó Nadia.

—Eso mismo concluyó Sidarta. Después de pasar del placer absoluto en su palacio al sacrificio más severo, comprendió que el Camino del Medio es el más adecuado —dijo Alexander.

—¿Por qué le dicen el Iluminado? —quiso saber su amiga.

—Porque a los treinta y cinco años se sentó sin moverse bajo un árbol durante seis días y seis noches a meditar. Una noche de luna, como la que se celebra en este festival, su mente y su espíritu se abrieron y logró comprender todos los principios y procesos de la vida. Es decir, se convirtió en Buda.

—En sánscrito «Buda» quiere decir «despierto» o «iluminado» —aclaró Kate Cold, quien escuchaba atentamente las explicaciones de su nieto—. Buda no es un nombre, sino un título, y cualquiera puede convertirse en buda a través de una vida noble y de práctica espiritual —agregó.

—La base del budismo es la compasión hacia todo lo que vive o existe. Dijo que cada uno debe buscar la verdad o la iluminación dentro de sí mismo, no en otros o en cosas externas. Por eso los monjes budistas no andan predicando, como nuestros misioneros, sino que pasan la mayor parte de sus vidas en serena meditación, buscando su propia verdad. Sólo poseen sus túnicas, sus sandalias y sus escudillas para mendigar comida. No les interesan los bienes materiales —dijo Alexander.

A Nadia, quien no poseía más que un pequeño bolso con la ropa indispensable y tres plumas de loro para el peinado, esa parte del budismo le pareció perfecta.

Por la mañana se llevaron a cabo los torneos de tiro al blanco, la actividad más concurrida del festival de Tunkhala. Los mejores arqueros se presentaron engalanados con sus vistosos ropajes, luciendo collares de flores que las muchachas les ponían al cuello. Los arcos tenían casi dos metros de largo y eran muy pesados.

A Alexander le ofrecieron uno, pero se vio en duro aprieto para levantarlo y mucho menos pudo dar en el blanco. Estiró la cuerda con todas sus fuerzas, pero en un descuido se le escapó la flecha entre los dedos y salió disparada en dirección a un elegante dignatario que se encontraba a varios metros del blanco. Horrorizado, Alexander lo vio caer de espaldas y supuso que lo había asesinado, pero su víctima se puso de pie rápidamente, de lo más divertido. La flecha se había clavado en medio de su sombrero. Nadie se ofendió. Un coro de carcajadas celebró la torpeza del extranjero y el dignatario se paseó el resto del día con la flecha en el sombrero, como un trofeo.

La población del Reino Prohibido se presentó con sus mejores galas y la mayoría llevaba máscaras o las caras pintadas de amarillo, blanco y rojo. Sombreros, cuellos, orejas y brazos lucían adornos de plata, oro, corales antiguos y turquesas.

Esta vez el rey llegó con un tocado espectacular en la cabeza: la corona del Reino Prohibido. Era de seda bordada con incrustaciones de oro y sembrada de piedras preciosas. Al centro, sobre la frente, tenía un gran rubí. Sobre el pecho llevaba el medallón real. Con su eterna expresión de calma y optimismo, el rey se paseaba sin escolta entre sus súbditos, que evidentemente lo adoraban. Su séquito se componía sólo de su inseparable Tschewang, el leopardo, y su invitada de honor, Judit Kinski, ataviada con el traje típico del país, pero siempre con su bolso al hombro.

Por la tarde hubo representaciones teatrales de actores con máscaras, acróbatas, juglares y malabaristas. Grupos de muchachas ofrecieron una demostración de las danzas tradicionales, mientras los mejores atletas compitieron en simulacros de lucha con espada y en un tipo de artes marciales que los extranjeros jamás habían visto.

Daban saltos mortales y se movían con tan asombrosa rapidez, que parecían volar por encima de las cabezas de su contrincante. Ninguno pudo vencer a un joven delgado y guapo, que tenía la agilidad y fiereza de una pantera. Wandgi informó a los extranjeros de que era uno de los hijos del rey, pero no el elegido para ocupar algún día el trono. Tenía condiciones de guerrero, siempre quería ganar, le gustaba el aplauso, era impaciente y voluntarioso. Definitivamente, agregó el guía, no tenía pasta para convertirse en un gobernante sabio.

Al ponerse el sol comenzaron a cantar los grillos, sumándose al ruido de la fiesta. Se encendieron millares de antorchas y lámparas con pantallas de papel.

En la entusiasta multitud había muchos enmascarados. Las máscaras eran verdaderas obras de arte, todas diferentes, pintadas de oro y colores brillantes. A Nadia le llamó la atención que bajo algunas máscaras asomaran barbas negras, porque los hombres del Reino Prohibido se afeitaban cuidadosamente. Jamás se veía uno con pelos en el rostro, se consideraba una falta de higiene. Por un rato estudió a la multitud, hasta que se dio cuenta de que los individuos barbudos no participaban en las festividades como los demás. Iba a comunicarle sus observaciones a Alexander, cuando éste se le acercó con una expresión preocupada.

—Fíjate en ese hombre que está allí, Águila —le dijo.

—¿Dónde?

—Detrás del malabarista que lanza antorchas encendidas al aire. El que tiene un gorro tibetano de piel.

—¿Qué pasa con él? —preguntó Nadia.

—Acerquémonos con disimulo para verlo de cerca —dijo Alexander.

Cuando lograron hacerlo, vieron a través de la máscara dos pupilas claras e inexpresivas: los ojos inolvidables de Tex Armadillo.

—¿Cómo llegó aquí? No vino en el avión con nosotros y el próximo vuelo es dentro de cinco días —comentó Alexander poco después, cuando se alejaron un poco.

—Creo que no está solo, Jaguar. Esos enmascarados barbudos pueden ser de la Secta del Escorpión. He estado observándolos y me parece que están tramando algo.

—Si vemos algo sospechoso avisaremos a Kate. Por el momento no los perdamos de vista —dijo Alexander.

De China había llegado para el festival una familia de expertos en fuegos artificiales. Apenas el sol se ocultó tras los cerros, cayó bruscamente la noche y descendió la temperatura, pero la fiesta continuó. Pronto el cielo se iluminó y la muchedumbre en las calles celebró con gritos de asombro cada estallido de las maravillosas luces de los chinos.

Había tanta gente que costaba moverse en el tumulto. Nadia, acostumbrada al clima tropical de su aldea, Santa María de la Lluvia, tiritaba de frío. Pema se ofreció para acompañarla al hotel a buscar ropa abrigada y ambas partieron con Borobá, que se había puesto frenético con el ruido de los fuegos, mientras Alexander vigilaba de lejos a Tex Armadillo.

Nadia agradeció que Kate Cold hubiera tenido la buena idea de comprarle ropa de alta montaña. Le castañeteaban los dientes tanto como a Borobá. Primero le colocó la parka de bebé al mono y luego se puso pantalones, calcetines gruesos, botas y un chaquetón, mientras Pema la observaba divertida. Ella estaba muy cómoda con su liviano sarong de seda.

—¡Vamos! ¡Estamos perdiendo lo mejor de la fiesta! —exclamó la joven.

Salieron corriendo a la calle. La luna y las cascadas de estrellas multicolores de los chinos alumbraban la noche.

—¿Dónde están Pema y Nadia? —preguntó Alexander, calculando que hacía más de una hora que no las veía.

—No las he visto —replicó Kate.

—Fueron al hotel porque Nadia necesitaba una chaqueta, pero ya deberían haber regresado. Mejor voy a buscarlas —decidió Alex.

—Ya vendrán, aquí no hay donde perderse —dijo su abuela.

Alexander no encontró a las chicas en el hotel. Dos horas más tarde todos estaban preocupados, porque nadie las había visto en el tumulto del festival desde hacía mucho rato. El guía, Wandgi, consiguió una bicicleta prestada y fue hasta su casa, pensando que Pema podría haber llevado a Nadia allí, pero poco después regresó descompuesto.

—¡Han desaparecido! —anunció a gritos.

—No puede haberles sucedido nada malo. ¡Usted dijo que éste era el país más seguro del mundo! —exclamó Kate.

A esa hora quedaba muy poca gente en la calle, sólo unos cuantos estudiantes rezagados y unas mujeres que limpiaban la basura y los restos de comida de las mesas. El aire olía a una mezcla de flores y pólvora.

—Pueden haberse ido con algunos estudiantes de la universidad… —sugirió Timothy Bruce.

Wandgi les aseguró que eso era imposible, Pema jamás haría eso. Ninguna muchacha respetable salía de noche sola y sin permiso de sus padres, dijo. Decidieron acudir a la estación de policía, donde fueron atendidos con cortesía por dos oficiales extenuados, que habían trabajado desde el amanecer y no parecían dispuestos a salir a la caza de dos chicas, que seguramente estaban con amigos o parientes. Kate Cold se les plantó al frente blandiendo su pasaporte y su carnet de periodista, mientras reclamaba con su peor vozarrón de mando, pero no logró sacudirlos.

—Estas personas recibieron una invitación especial de nuestro amado rey —dijo Wandgi, y eso puso a los policías en acción de inmediato.

El resto de la noche se fue buscando a Pema y Nadia por todas partes. Al amanecer estaba la fuerza policial completa —diecinueve funcionarios— en estado de alerta, porque se había reportado la desaparición de otras cuatro adolescentes en Tunkhala.

Alexander comunicó a su abuela sus sospechas de que había guerreros azules mezclados en la muchedumbre y agregó que había visto a Tex Armadillo disfrazado de pastor tibetano. Había intentado seguirlo, pero seguramente éste se dio cuenta de que había sido reconocido y se perdió en el gentío. Kate informó a la policía, quienes le advirtieron que no convenía sembrar pánico sin pruebas.

Durante las primeras horas de la mañana se propagó la atroz noticia de que varias niñas habían sido secuestradas. Casi todas las tiendas permanecieron cerradas y las puertas de las casas abiertas, mientras los habitantes de la apacible capital se volcaban a las calles a comentar el suceso. Cuadrillas de voluntarios salieron a recorrer los alrededores, pero el trabajo era desesperante, porque el terreno irregular y cubierto de impenetrable vegetación dificultaba la búsqueda. Pronto comenzó a circular un rumor que fue creciendo hasta convertirse en un río incontenible de pánico que arrolló a la ciudad: ¡los escorpiones!, ¡los escorpiones!

Dos campesinos, que no habían asistido al festival, aseguraron haber visto a varios jinetes pasar al galope rumbo a las montañas. Los cascos de los corceles sacaban chispas de las piedras, las capas negras ondeaban al viento y en la luz fantástica de los fuegos artificiales parecían demonios, dijeron los aterrados campesinos. Poco después una familia que iba de vuelta a su aldea, encontró en el sendero una gastada cantimplora de cuero, llena de licor, y la llevó a la policía. Tenía grabado un escorpión.

Wandgi estaba fuera de sí. En cuclillas, gemía con la cara entre las manos, mientras su esposa se mantenía en silencio y sin lágrimas, completamente anonadada.

—¿Se refieren a la Secta del Escorpión, la misma de India? —preguntó Alexander Cold.

—¡Los guerreros azules! ¡Nunca más veré a mi Pema! —lloraba el guía.

Los expedicionarios del International Geographic fueron obteniendo los detalles de a poco. Aquellos nómades sanguinarios circulaban por el norte de India, donde solían atacar aldeas indefensas para raptar muchachas, que convertían en sus esclavas. Para ellos las mujeres tenían menos valor que un cuchillo, las trataban peor que a animales y las mantenían aterrorizadas, escondidas en cuevas.

A las niñas que nacían las mataban de inmediato, pero dejaban a los varones, a quienes separaban de sus madres y entrenaban para pelear desde los tres años.

Para inmunizarlos contra el veneno los hacían picar por escorpiones, de modo que al llegar a la adolescencia podían soportar mordeduras de reptiles e insectos que de otro modo les serían fatales.

En muy poco tiempo las esclavas morían de enfermedad, maltratos o asesinadas, pero las pocas que llegaban a los veinte años eran consideradas inservibles y las abandonaban, para ser reemplazadas por nuevas niñas robadas. Así el ciclo se repetía. Por los caminos rurales de India solían verse las figuras lamentables de esas mujeres locas, en harapos, pidiendo limosna. Nadie se les acercaba por temor a la Secta del Escorpión.

—¿Y la policía no hace nada? —preguntó Alexander, horrorizado.

—Esto ocurre en regiones muy aisladas, en villorrios indefensos y miserables. Nadie se atreve a enfrentar a los bandidos, les tienen terror, creen que poseen poderes diabólicos, que pueden enviar una plaga de escorpiones y acabar con toda una aldea. No hay peor destino para una niña que caer en manos de los hombres azules. Llevará la vida de un animal por unos cuantos años, verá exterminar a sus hijas, le quitarán a los hijos y, si no muere, terminará convertida en mendiga —les explicó el guía, y agregó que la Secta del Escorpión era una banda de ladrones y asesinos que conocían todos los pasos del Himalaya, cruzaban las fronteras a su antojo y atacaban siempre de noche. Eran sigilosos como sombras.

—¿Han entrado antes al Reino Prohibido? —preguntó Alexander, en cuya mente empezaba a formarse una terrible sospecha.

—Hasta ahora nunca lo habían hecho. Sólo actuaban en India y Nepal —replicó el guía.

—¿Por qué vinieron tan lejos? Es muy raro que se atrevieran a llegar a una ciudad como Tunkhala. Y es más raro todavía que decidieran hacerlo justamente durante un festival, cuando estaba el pueblo en la calle y la policía vigilando —anotó Alexander.

—Iremos de inmediato a hablar con el rey. Hay que movilizar todos los recursos posibles —determinó Kate.

Su nieto estaba pensando en Tex Armadillo y los patibularios personajes que había visto en los sótanos del Fuerte Rojo. ¿Qué papel desempeñaba ese hombre en el asunto? ¿Qué significaba el mapa que estudiaban?

No sabía por dónde comenzar a buscar a Águila, pero estaba dispuesto a recorrer el Himalaya de punta a cabo tras ella. Imaginaba la suerte que en esos momentos corría su amiga. Cada minuto era precioso: debía encontrarla antes que fuera demasiado tarde. Necesitaba más que nunca el instinto de cazador del jaguar, pero estaba tan nervioso que no podía concentrarse lo suficiente para invocarlo. El sudor le corría por la frente y la espalda, empapándole la camisa.

Nadia y Pema no alcanzaron a ver a sus atacantes. Dos mantos oscuros les cayeron encima, envolviéndolas; luego las ataron con cuerdas, como paquetes, y las levantaron en vilo. Nadia gritó y trató de defenderse, pataleando en el aire, pero un golpe seco en la cabeza la aturdió. Pema, en cambio, se entregó a su suerte, adivinando que era inútil pelear en ese momento, debía reservar su energía para más adelante. Los secuestradores colocaron a las muchachas atravesadas sobre los caballos y montaron detrás, sujetándolas con manos de hierro. Por montura sólo llevaban una manta doblada y manejaban las cabalgaduras con la presión de las rodillas. Eran jinetes formidables.

A los pocos minutos Nadia recuperó el conocimiento y en cuanto se le despejó un poco la mente hizo un inventario de la situación. Se dio cuenta de inmediato de que iba al galope a caballo, a pesar de que nunca había montado uno. Sentía retumbar cada pisada del animal en el estómago y el pecho, le costaba respirar bajo la manta y sentía en la espalda la presión de una mano grande y fuerte, como una garra, que la sujetaba.

El olor del caballo sudoroso y de las ropas del hombre era penetrante, pero fue justamente eso lo que le devolvió la claridad y le permitió pensar. Acostumbrada a vivir en contacto con la naturaleza y los animales, tenía una gran memoria olfativa. Su secuestrador no olía como la gente que había conocido en el Reino Prohibido, que era limpia en extremo. El aroma natural de las telas de seda, algodón y lana se mezclaba con el de las especias que usaban para cocinar y el aceite de almendras, que todo el mundo usaba para darle brillo al cabello. Nadia podría reconocer a un habitante del Reino Prohibido con los ojos cerrados. El hombre que la sujetaba era sucio, como si su ropa no se lavara jamás, y la piel exudaba un olor amargo de ajo, carbón y pólvora. Sin duda era un extranjero en esa tierra.

Nadia escuchó con atención y pudo calcular que, además de los dos caballos en que iban Pema y ella, había por lo menos cuatro más, tal vez cinco. Se dio cuenta de que iban siempre en ascenso. Cuando cambió el paso del caballo, comprendió que ya no iban por un sendero, sino a campo travieso. Podía oír los cascos contra las piedras y sentía el esfuerzo del animal por trepar. A veces resbalaba, relinchando, y la voz del jinete lo alentaba a seguir en un idioma desconocido.

La muchacha sentía los huesos molidos por el bamboleo, pero no podía acomodarse, porque las cuerdas la inmovilizaban. La presión en el pecho era tan fuerte, que temía que se le partieran las costillas. ¿Cómo podía dejar alguna pista para que pudieran encontrarla? Estaba segura de que jaguar lo intentaría, pero esas montañas eran un laberinto de alturas y precipicios. Si al menos pudiera soltarse un zapato, pensaba, pero eso era imposible, porque llevaba las botas amarradas.

Un buen rato más tarde, cuando las dos muchachas ya estaban completamente machucadas y medio inconscientes, las cabalgaduras se detuvieron. Nadia hizo un esfuerzo por recuperarse y prestó atención. Los jinetes desmontaron y sintió que volvían a levantarla y la tiraban como una bolsa al suelo. Cayó sobre piedras. Oyó gemir a Pema y enseguida unas manos desataron la cuerda y le quitaron la manta. Respiró a todo pulmón y abrió los ojos.

Lo primero que vio fue la bóveda oscura del cielo y la luna, luego dos rostros negros y barbudos inclinados sobre ella. El aliento fétido a ajo, licor y algo parecido al tabaco de los hombres la golpeó como un puñetazo. Sus ojos malignos brillaban en las cuencas hundidas y reían burlones. Les faltaban varios dientes y los pocos que tenían eran de un color casi negro. Nadia había visto gente en India con los dientes así, y Kate Cold le explicó que masticaban betel. A pesar de que estaba bastante oscuro, reconoció el aspecto de los hombres que había visto en el Fuerte Rojo, los temibles guerreros del Escorpión.

De un tirón sus captores la pusieron de pie, pero debieron sostenerla, porque se le doblaban las rodillas. Nadia vio a Pema a pocos pasos de distancia, encogida de dolor. Con gestos y empujones, los secuestradores les indicaron a las muchachas que avanzaran. Uno se quedó con los caballos y los otros subieron el cerro llevando a las prisioneras. Nadia había calculado bien: los jinetes eran cinco.

Llevaban unos quince minutos de ascenso cuando apareció de súbito un grupo de varios hombres, todos con la misma vestimenta, oscuros, barbudos y armados de puñales. Nadia trató de sobreponerse al miedo y «escuchar con el corazón», tratando de comprender su idioma, pero estaba demasiado adolorida y maltrecha. Mientras los hombres discutían, cerró los ojos e imaginó que era un águila, la reina de las alturas, el ave imperial, su animal totémico. Por unos segundos tuvo la sensación de elevarse como un espléndido pájaro y pudo ver a sus pies la cadena de montañas del Himalaya y, muy lejos, el valle donde estaba la ciudad de Tunkhala. Un empujón la devolvió a la tierra.

Los guerreros azules encendieron unas improvisadas antorchas, hechas con estopa amarrada a un palo y empapada en grasa. En la luz vacilante condujeron a las muchachas por un angosto desfiladero natural en la roca. Iban pegados a la montaña, pisando con infinito cuidado, porque a sus pies se abría un precipicio profundo. Una ventisca helada cortaba la piel como navaja. Había parches de nieve y hielo entre las piedras, a pesar de que era verano.

Nadia pensó que el invierno en esa región debía ser espantoso, si aun en verano hacía frío. Pema iba vestida de seda y con sandalias. Quiso pasarle su chaquetón, pero apenas hizo el ademán de quitárselo le dieron un bofetón y la obligaron a seguir caminando. Su amiga iba al final de la fila y no podía verla desde su posición, pero supuso que iría en peores condiciones que ella. Por suerte no tuvieron que escalar mucho, pronto se encontraron ante unos arbustos espinosos, que los hombres apartaron. Las antorchas iluminaron la entrada de una caverna natural, muy bien disimulada en el terreno. Nadia se sintió desfallecer: la esperanza de que Jaguar la encontrara era cada vez más tenue.

La cueva era amplia y estaba compuesta de varias bóvedas o salas. Vieron bultos, armas, arreos de caballos, mantas, sacos con arroz, lentejas, verduras secas, nueces y largas trenzas de ajos. A juzgar por el aspecto del campamento y la cantidad de alimentos, era evidente que sus asaltantes habían estado allí varios días y pensaban quedarse otros tantos.

En un lugar prominente habían improvisado un espeluznante altar. Sobre un cúmulo de piedras se levantaba una estatua de la temible diosa Kali, rodeada de varias calaveras y huesos humanos, ratas, serpientes y otros reptiles disecados, vasijas con un liquido oscuro, como sangre, y frascos con escorpiones negros. Al entrar los guerreros se arrodillaron ante el altar, metieron los dedos en las vasijas y luego se los llevaron a la boca. Nadia notó que cada uno llevaba una colección de puñales de diferentes formas y tamaños en la faja que les envolvía la cintura.

Las dos muchachas fueron empujadas al fondo de la caverna, donde las recibió una mujerona en harapos, con un manto de piel de perro, que le daba un aspecto de hiena. Tenía la piel teñida del mismo tono azulado de los guerreros, una horrenda cicatriz en la mejilla derecha, desde el ojo hasta el mentón, como si hubiera recibido una cuchillada, y un escorpión grabado a fuego en la frente. Llevaba un corto látigo en la mano.

Acurrucadas junto al fuego, cuatro niñas cautivas temblaban de frío y terror. La carcelera dio un gruñido, y señaló a Pema y a Nadia que se reunieran con las otras. La única que llevaba ropa de invierno era Nadia, todas las demás vestían los sarongs de seda que habían usado para la celebración del cumpleaños del rey. Nadia comprendió que habían sido raptadas en las mismas circunstancias que ellas y eso le devolvió algo de esperanza, porque sin duda la policía ya debía estar buscándolas por cielo y tierra.

Un coro de gemidos recibió a Nadia y Pema, pero la mujer se aproximó con el látigo en alto y las chicas prisioneras callaron, escondiendo la cabeza entre los brazos. Las dos amigas procuraron colocarse juntas.

En un descuido de la guardiana, Nadia envolvió a Pema con su chaqueta y le susurró al oído que no se desesperara, que ya encontrarían la forma de salir de ese atolladero. Pema tiritaba, pero había logrado calmarse; sus hermosos ojos negros, antes siempre sonrientes, ahora reflejaban coraje y determinación. Nadia le apretó la mano y las dos se sintieron fortalecidas por la presencia de la otra.

Uno de los hombres del Escorpión no le quitaba los ojos de encima a Pema, impresionado por su gracia y dignidad. Se acercó al grupo de aterrorizadas muchachas y se plantó delante de Pema con una mano en la empuñadura de su puñal. Llevaba la misma sucia túnica oscura, el turbante grasiento, la barba desaliñada, la piel del extraño tono negro azulado y los dientes negros de betel de todos los demás, pero su actitud irradiaba autoridad y los otros lo respetaban. Parecía ser el jefe.

Pema se puso de pie y sostuvo la cruel mirada del guerrero. Él estiró la mano y cogió el largo cabello de la muchacha, que se deslizó como seda entre sus dedos inmundos. Un tenue perfume de jazmín se desprendió del cabello. El hombre pareció desconcertado, casi conmovido, como si jamás hubiera tocado algo tan precioso. Pema hizo un brusco movimiento de la cabeza, desprendiéndose. Si tenía miedo, no lo manifestó; por el contrario, su expresión era tan desafiante, que la mujerona de la cicatriz, los otros bandidos y hasta las niñas, permanecieron inmóviles, seguros de que el guerrero golpearía a su insolente prisionera, pero, ante la sorpresa general, éste soltó una seca risotada y dio un paso atrás. Lanzó un escupitajo al suelo, a los pies de Pema, luego regresó junto a sus compinches, que estaban en cuclillas cerca del fuego. Bebían sorbos de sus cantimploras, masticaban las rojas nueces de betel, escupían y hablaban en torno a un mapa desplegado en el suelo.

Nadia supuso que era el mismo mapa o uno similar al que había vislumbrado en el Fuerte Rojo. No comprendía lo que hablaban, porque los brutales acontecimientos de las últimas horas la habían alterado de tal modo, que no podía «escuchar con el corazón». Pema le dijo al oído que usaban un dialecto del norte de India y que ella podía entender algunas palabras: dragón, rutas, monasterio, americano, rey.

No pudieron seguir hablando, porque la mujer de la cicatriz, que las había oído, se acercó blandiendo su látigo.

—¡Cállense! —rugió.

Las chicas empezaron a gemir de miedo, menos Pema y Nadia, que se mantuvieron impasibles, pero bajaron la vista para no provocarla. Cuando la carcelera se distrajo, Pema le contó al oído a Nadia que las mujeres abandonadas por los hombres azules tenían siempre un escorpión grabado a fuego en la frente y muchas eran mudas, porque les habían cortado la lengua. Estremecidas de horror, ya no volvieron a hablar, pero se comunicaban con miradas.

Las otras cuatro muchachas, que habían sido llevadas a la cueva poco antes, estaban en tal estado de pánico, que Nadia supuso que sabían algo que ella ignoraba, pero no se atrevió a preguntar. Se dio cuenta de que Pema también sabía lo que les esperaba, pero era valiente y estaba dispuesta a luchar por su vida. Pronto las otras chicas se contagiaron del valor de Pema y, sin ponerse de acuerdo, se fueron acercando a ella, buscando protección. A Nadia la invadió una mezcla de admiración por su amiga y de angustia por no poder comunicarse con las demás chicas, que no hablaban una palabra de inglés. Lamentó ser tan diferente a ellas.

Uno de los guerreros azules dio una orden y la mujer de la cicatriz olvidó por un momento a las cautivas para obedecerle. Sirvió en unas escudillas el contenido de una olla negra que colgaba sobre el fuego y las pasó a los hombres. A otra orden del jefe, sirvió a regañadientes a las prisioneras.

Nadia recibió una cazuela de latón, donde humeaba una mazamorra gris. Una oleada de ajo le dio en la nariz y apenas pudo contener el sobresalto de su estómago. Debía alimentarse, decidió, porque necesitaría todas sus fuerzas para escapar. Le hizo una seña a Pema y ambas se llevaron el plato a la boca. Ninguna de las dos tenía intención de resignarse a su suerte.

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