El reino del Dragón de Oro

El reino del Dragón de Oro


18. La batalla

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En el monasterio de Chenthan Dzong se llevaba a cabo la última parte del plan del Especialista. Cuando el helicóptero se posó en el pequeño plano cubierto de nieve, formado en otros tiempos por una avalancha, fue recibido con entusiasmo, porque se trataba de una verdadera proeza. Tex Armadillo había marcado el lugar de aterrizaje con una cruz roja, trazada con un polvo de fresa para hacer refrescos, tal como le había indicado su jefe. Desde el aire la cruz se veía como una moneda de veinticinco centavos, pero al acercarse era una señal perfectamente clara. Además del tamaño reducido de la cancha, lo que obligaba a maniobrar con destreza para que la hélice no se estrellara contra la montaña, el piloto debía navegar entre las corrientes de aire. En ese lugar las cumbres formaban un embudo donde el viento circulaba como un remolino.

El piloto era un héroe de la Fuerza Aérea de Nepal, un hombre de probado valor e integridad, a quien habían ofrecido una pequeña fortuna por recoger «un paquete» y dos personas en ese lugar. No sabía en qué consistía la carga y no sentía particular curiosidad por averiguarlo, le bastaba saber que no se trataba de drogas ni armas. El agente que lo había contactado se había presentado como miembro de un equipo internacional de científicos, que estudiaban muestras de rocas en la región. Las dos personas y el «paquete» debían ser trasladados de Chenthan Dzong a un destino desconocido en el norte de India, donde el piloto recibiría la otra mitad de su pago.

El aspecto de los hombres que lo ayudaron a descender del helicóptero no le gustó. No eran los científicos extranjeros que esperaba, sino unos nómades con la piel azul y expresión patibularia, con media docena de puñales de diferentes formas y tamaños en el cinturón. Detrás llegó un americano con ojos celestes, fríos como un glaciar, quien le dio la bienvenida y lo invitó a tomar una taza de café en el monasterio, mientras los otros echaban el «paquete» al helicóptero. Era un pesado bulto de extraña forma envuelto en lona y amarrado firmemente con cuerdas, que debieron izar entre varios hombres. El piloto supuso que se trataba de las muestras de rocas.

El americano lo condujo a través de varias salas en completa ruina. Los techos apenas se sostenían, la mayor parte de las paredes se había derrumbado, el piso estaba levantado por efecto del terremoto y por raíces que habían surgido en los años de abandono. Un pasto seco y duro surgía entre las grietas. Por todas partes había excrementos de animales, posiblemente tigres y cabras de alta montaña. El americano le explicó al piloto que, en la prisa por escapar del desastre, los monjes guerreros que habitaban el monasterio habían dejado atrás armas, utensilios y algunos objetos de arte. El viento y otros temblores de tierra habían tumbado las estatuas religiosas, que yacían en pedazos por el suelo. Costaba avanzar entre los escombros y cuando el piloto intentó desviarse, el americano lo cogió de un brazo y amable, pero firme, lo llevó al sitio donde habían improvisado una cocinilla, con café instantáneo, leche condensada y galletas.

El héroe de Nepal vio grupos de hombres con la piel teñida de un negro azuloso, pero no vio a una muchacha delgada, toda color de miel, que pasó muy cerca, deslizándose como un espíritu entre las ruinas del antiguo monasterio. Se preguntó quiénes eran esos tipos de mala catadura, con turbantes y túnicas, y qué relación tenían con los supuestos científicos que lo habían contratado. No le gustaba el cariz que había tomado ese trabajo; sospechaba que el asunto tal vez no era tan legal y limpio como se lo habían planteado.

—Debemos partir pronto, porque después de las cuatro de la tarde aumenta el viento —advirtió el piloto.

—No tardaremos mucho. Por favor no se mueva de aquí. El edificio está a punto de caerse, esto es peligroso —replicó Tex Armadillo y lo dejó con una taza en la mano, vigilado de cerca por los hombres de los puñales.

Al otro extremo del monasterio, pasando por innumerables salas cubiertas de escombros, estaban el rey y Judit Kinski solos, sin ataduras ni mordazas, porque, tal como dijo Tex Armadillo, escapar era imposible; el aislamiento del monasterio no lo permitía y la Secta del Escorpión vigilaba. Nadia fue contando a los bandidos a medida que avanzaba. Vio que los muros externos de piedra estaban tan destrozados como las paredes internas; la nieve se apilaba por los rincones y había huellas recientes de animales salvajes, que tenían allí sus guaridas, y seguramente habían huido ante la presencia humana. «Hablando con el corazón» transmitió a Tensing sus observaciones. Cuando se asomó al lugar donde estaban el rey y Judit Kinski, avisó al lama que estaban vivos; entonces éste consideró que había llegado el momento de actuar.

Tex Armadillo le había dado al rey otra droga para bajar sus defensas y anular su voluntad, pero, gracias al control sobre su cuerpo y su mente, el monarca logró mantenerse en taimado silencio durante el interrogatorio. Armadillo estaba furioso. No podía dar por concluida su misión sin averiguar el código del Dragón de Oro, ése era el acuerdo con el cliente. Sabía que la estatua «cantaba», pero de nada le servirían al Coleccionista esos sonidos sin la fórmula para interpretarlos. En vista de los escasos resultados con la droga, las amenazas y los golpes, el americano informó a su prisionero que torturaría a Judit Kinski hasta que él revelara el secreto o hasta matarla si fuera necesario, en cuyo caso su muerte pesaría en la conciencia y el karma del rey. Sin embargo, cuando se aprestaba a hacerlo, llegó el helicóptero.

—Lamento profundamente que por mi culpa usted se encuentre en esta situación, Judit —murmuró el rey, debilitado por las drogas.

—No es su culpa —lo tranquilizó ella, pero a él le pareció que estaba realmente asustada.

—No puedo permitir que le hagan daño, pero tampoco confío en estos desalmados. Creo que aunque les entregue el código, igual nos matarán a ambos.

—En verdad no temo la muerte, Majestad, sino a la tortura.

—Mi nombre es Dorji. Nadie me ha llamado por mi nombre desde que murió mi esposa, hace muchos años —susurró él.

—Dorji… ¿qué quiere decir?

—Significa rayo o luz verdadera. El rayo simboliza la mente iluminada, pero yo estoy muy lejos de haber alcanzado ese estado.

—Creo que usted merece ese nombre, Dorji. No he conocido a nadie como usted. Carece por completo de vanidad, a pesar de que es el hombre más poderoso de este país —dijo ella.

—Tal vez ésta sea mi única oportunidad de decirle, Judit, que antes de estos desgraciados acontecimientos contemplaba la posibilidad de que usted me acompañara en la misión de cuidar a mi pueblo…

—¿Qué significa eso exactamente?

—Pensaba pedirle que fuera la reina de este modesto país.

—En otras palabras, que me casara con usted…

—Comprendo que resulta absurdo hablar de eso ahora, cuando estamos a punto de morir, pero ésa era mi intención. He meditado mucho sobre esto. Siento que usted y yo estamos destinados a hacer algo juntos. No sé qué, pero siento que es nuestro karma. No podremos hacerlo en esta vida, pero posiblemente será en otra reencarnación —dijo el rey, sin atreverse a tocarla.

—¿Otra vida? ¿Cuándo?

—Cien años, mil años, no importa, de todos modos la vida del espíritu es una sola. La vida del cuerpo, en cambio, transcurre como un sueño efímero, es pura ilusión —respondió el rey.

Judit le dio la espalda y fijó la vista en la pared, de modo que el rey ya no podía ver su rostro. El monarca supuso que estaba turbada, como también lo estaba él.

—Usted no me conoce, no sabe cómo soy —murmuró al fin la mujer.

—No puedo leer su aura ni su mente, como desearía, Judit, pero puedo apreciar su clara inteligencia, su gran cultura, su respeto por la naturaleza…

—¡Pero no puede ver dentro de mí!

—Dentro de usted sólo puede haber belleza y lealtad —le aseguró el monarca.

—La inscripción de su medallón sugiere que el cambio es posible. ¿Usted realmente cree eso, Dorji? ¿Podemos transformarnos por completo? —preguntó Judit, volviéndose para mirarlo a los ojos.

—Lo único cierto es que en este mundo todo cambia constantemente, Judit. El cambio es inevitable, ya que todo es temporal. Sin embargo, a los seres humanos nos cuesta mucho modificar nuestra esencia y evolucionar a un estado superior de consciencia. Los budistas creemos que podemos cambiar por nuestra propia voluntad, si estamos convencidos de una verdad, pero nadie puede obligarnos a hacerlo. Eso es lo que ocurrió con Sidarta Gautama: era un príncipe mimado, pero al ver la miseria del mundo se transformó en Buda —replicó el rey.

—Yo creo que es muy difícil cambiar… ¿Por qué confía en mí?

—Tanto confío en usted, Judit, que estoy dispuesto a decirle cuál es el código del Dragón de Oro. No puedo soportar la idea de que usted sufra y mucho menos por mi culpa. No debo ser yo quien decida cuánto sufrimiento puede soportar usted, ésa es su decisión. Por eso el secreto de los reyes de mi país debe estar en sus manos. Entréguelo a estos malhechores a cambio de su vida, pero por favor, hágalo después de mi muerte —pidió el soberano.

—¡No se atreverán a matarlo! —exclamó ella.

—Eso no ocurrirá, Judit. Yo mismo pondré fin a mi vida, porque no deseo que mi muerte pese sobre la conciencia de otros. Mi tiempo aquí ha terminado. No se preocupe, será sin violencia, sólo dejaré de respirar —le explicó el rey.

—Escuche atentamente, Judit, le daré el código y usted debe memorizarlo —dijo el rey—. Cuando la interroguen, explique que el Dragón de Oro emite siete sonidos. Cada combinación de cuatro sonidos representa uno de los ochocientos cuarenta ideogramas de un lenguaje perdido, el lenguaje de los yetis.

—¿Se refiere a los abominables hombres de las nieves? ¿Realmente existen esos seres? —preguntó ella, incrédula.

—Quedan muy pocos y han degenerado, ahora son como animales y se comunican con muy pocas palabras; sin embargo, hace tres mil años tuvieron un lenguaje y una cierta forma de civilización.

—¿Ese lenguaje está escrito en alguna parte?

—Se preserva en la memoria de cuatro lamas en cuatro diferentes monasterios. Nadie, salvo mi hijo Dil Bahadur y yo, conoce el código completo. Estaba escrito en un pergamino, pero lo robaron los chinos cuando invadieron Tíbet.

—De modo que la persona que tenga el pergamino puede descifrar las profecías… —dijo ella.

—El pergamino está escrito en sánscrito, pero si se moja con leche de yak aparece en otro color un diccionario donde cada ideograma está traducido en la combinación de los cuatro sonidos que lo representan. ¿Comprende, Judit?

—¡Perfectamente! —irrumpió Tex Armadillo, con una expresión de triunfo y una pistola en la mano—. Todo el mundo tiene su talón de Aquiles, Majestad. Ya ve cómo obtuvimos el código después de todo. Admito que me tenía un poco preocupado, pensé que se llevaría el secreto a la tumba, pero mi jefa resultó mucho más astuta que usted —agregó.

—¿Qué significa esto? —murmuró el monarca, confundido.

—¿Nunca sospechó de ella, hombre, por Dios? ¿Nunca se preguntó cómo y por qué Judit Kinski entró en su vida justamente ahora? No me explico cómo no averiguó el pasado de la paisajista experta en tulipanes antes de traerla a su palacio. ¡Qué ingenuo es usted! Mírela. La mujer por la cual pensaba morir es mi jefa, el Especialista. Ella es el cerebro detrás de toda esta operación —anunció el americano.

—¿Es cierto lo que dice este hombre, Judit? —preguntó el rey, incrédulo.

—¿Cómo cree que robamos su Dragón de Oro? Ella descubrió cómo entrar al Recinto Sagrado: colocó una cámara en su medallón. Y para hacerlo tuvo que ganar su confianza —dijo Tex Armadillo.

—Usted se valió de mis sentimientos… —murmuró el monarca, pálido como la ceniza, con los ojos fijos en Judit Kinski, quien no fue capaz de sostener su mirada.

—¡No me diga que hasta se enamoró de ella! ¡Qué cosa más ridícula! —exclamó el americano, soltando una risotada seca.

—¡Basta, Armadillo! —le ordenó Judit.

—Ella estaba segura de que no podríamos arrancarle el secreto por la fuerza, por eso se le ocurrió la amenaza de que la torturáramos a ella. Es tan profesional, que pensaba cumplirla, nada más que para asustarlo a usted y obligarlo a confesar —explicó Tex Armadillo.

—Está bien, Armadillo, esto ha concluido. No es necesario hacerle daño al rey, ya podemos partir —le ordenó Judit Kinski.

—No tan rápido, jefa. Ahora me toca a mí. No pensará que voy a entregarle la estatua, ¿verdad? ¿Por qué haría eso? Vale mucho más que su peso en oro y pienso negociar directamente con el cliente.

—¿Se ha vuelto loco, Armadillo? —ladró la mujer, pero no pudo seguir, porque él la interrumpió, poniéndole la pistola frente a la cara.

—Deme la grabadora o le vuelo los sesos, señora —la amenazó Armadillo.

Por un segundo las pupilas siempre alertas de Judit Kinski se dirigieron a su bolso, que estaba en el suelo. Fue apenas un parpadeo, pero eso dio la clave a Armadillo. El hombre se inclinó para recoger el bolso, sin dejar de apuntarla, y vació el contenido en el suelo. Apareció una combinación de artículos femeninos, una pistola, unas fotografías y algunos aparatos electrónicos, que el rey nunca había visto. Varias cintas de grabación, en un formato minúsculo, cayeron también. El americano las pateó lejos, porque no eran ésas las que buscaba. Sólo le interesaba aquella que aún estaba en el aparato.

—¿Dónde está la grabadora? —gritó furioso.

Mientras con una mano apretaba la pistola contra el pecho de Judit Kinski, con la otra la cacheaba de arriba abajo. Por último le ordenó desprenderse del cinturón y las botas, pero no encontró nada. De súbito se fijó en el ancho brazalete de hueso tallado que adornaba su brazo.

—¡Quíteselo! —le ordenó en un tono que no admitía demoras.

A regañadientes la mujer se desprendió del adorno y se lo pasó. El americano retrocedió varios pasos para examinarlo a la luz; enseguida dio un grito de triunfo: allí se ocultaba una diminuta grabadora que habría hecho las delicias del más sofisticado espía. En materia de tecnología, el Especialista iba a la vanguardia.

—Se arrepentirá de esto, Armadillo, se lo juro. Nadie juega conmigo —masculló Judit, desfigurada de ira.

—¡Ni usted ni este viejo patético vivirán para vengarse! Me cansé de obedecer órdenes. Usted ya pasó a la historia, jefa. Tengo la estatua, el código y el helicóptero, no necesito nada más. El Coleccionista estará muy satisfecho —replicó él.

Un instante antes que Tex Armadillo apretara el gatillo, el rey empujó violentamente a Judit Kinski, protegiéndola con su cuerpo. La bala destinada a ella le dio a él en medio del pecho. La segunda bala sacó chispas en el muro de piedra, porque Nadia Santos había corrido como un bólido y se había estrellado con todas sus fuerzas contra el americano, lanzándolo al suelo.

Armadillo se puso de pie de un salto, con la agilidad que le daban muchos años de entrenamiento en artes marciales. Apartó a Nadia de un puñetazo y dio un salto de felino, para caer junto a la pistola, que había rodado a cierta distancia. Judit Kinski también corría hacia ella, pero el hombre fue más rápido y se le adelantó.

Tensing irrumpió con los yetis en el otro extremo del monasterio, donde aguardaba la mayoría de los hombres azules, mientras Alexander seguía a Dil Bahadur en busca del rey, orientándose por las imágenes que Nadia había enviado mentalmente. Aunque Dil Bahadur había estado allí antes, no recordaba bien el plano del edificio y además le costaba ubicarse entre los montones de escombros y otros obstáculos diseminados por todas partes. Iba adelante con su arco preparado, mientras Alexander lo seguía, armado precariamente con el bastón de madera que él le había prestado.

Los jóvenes trataron de evitar a los bandidos, pero de pronto se encontraron frente a una pareja de ellos, que al verlos se paralizó de sorpresa por un breve instante. Esa vacilación fue suficiente para dar tiempo al príncipe de lanzar una flecha dirigida a la pierna de uno de sus contrincantes. De acuerdo a sus principios, no podía tirar a matar, pero debía inmovilizarlo. El hombre cayó al suelo con un grito visceral, pero el otro ya tenía en las manos dos cuchillos, que salieron disparados contra Dil Bahadur.

La acción fue tan rápida, que Alexander no se dio cuenta de cómo habían sucedido las cosas. Él jamás habría podido esquivar las dagas, pero el príncipe se movió levemente, como si ejecutara un discreto paso de danza, y las afiladas hojas de acero pasaron rozándolo, sin herirlo. Su enemigo no alcanzó a empuñar otro cuchillo, porque una flecha se le clavó con prodigiosa precisión en el pecho, a pocos centímetros del corazón, bajo la clavícula, sin tocar ningún órgano vital.

Alexander aprovechó ese momento para descargar un bastonazo sobre el primer bandido, quien desde el suelo y sangrando de la pierna, ya se preparaba para usar otros de sus numerosos puñales. Lo hizo sin pensar, movido por la desesperación y la urgencia, pero en el instante en que el grueso palo hizo contacto con el cráneo del otro, Alexander oyó el sonido de una nuez al ser partida. Eso le hizo recuperar la razón y se dio cuenta de la brutalidad de su acto. Una oleada de náusea lo invadió. Se cubrió de sudor frío, se le llenó la boca de saliva y creyó que iba a vomitar, pero ya Dil Bahadur iba corriendo adelante y tuvo que vencer su debilidad y seguirlo.

El príncipe no temía las armas de los bandidos, porque se creía protegido por el mágico amuleto que le había dado Tensing y que llevaba colgado al cuello: el excremento petrificado de dragón. Mucho más tarde, cuando Alexander se lo contó a su abuela Kate, ésta comentó que eso no había salvado a Dil Bahadur de los puñales, sino su entrenamiento en tao-shu, que le permitió esquivarlos.

—No importa lo que fuera, lo cierto es que funciona —replicó su nieto.

Dil Bahadur y Alexander irrumpieron en la sala donde estaba el rey en el mismo instante en que la mano de Tex Armadillo se cerraba sobre la pistola, ganándole por una milésima de segundo a Judit Kinski. En lo que el americano se demoró en colocar el dedo en el gatillo, el príncipe lanzó su tercera flecha, atravesándole el antebrazo. Un terrible alarido escapó del pecho de Armadillo, pero no soltó el arma. La pistola quedó entre sus dedos, aunque era de suponer que le faltarían fuerzas para apuntar o disparar.

—¡No se mueva! —gritó Alexander, casi histérico, sin calcular cómo podía evitarlo, puesto que su palo nada podía contra las balas del americano.

Lejos de obedecerle, Tex Armadillo tomó a Nadia con su brazo sano y la levantó como una muñeca, protegiéndose con el cuerpo de ella. Borobá, que había seguido a Dil Bahadur y Alexander, corrió a colgarse de la pierna de su ama, chillando desesperado, pero una patada del americano lo lanzó lejos. Aunque todavía estaba medio aturdida por el golpe, la chica intentó débilmente defenderse, pero el brazo de hierro de Armadillo no le permitió hacer ni el menor movimiento.

El príncipe calculó sus posibilidades. Confiaba ciegamente en su puntería, pero el riesgo de que el hombre disparara a Nadia era muy alto. Impotente, vio a Tex Armadillo retroceder hacia la salida, arrastrando a la muchacha inerte, en dirección a la pequeña cancha donde aguardaba el helicóptero sobre una delgada capa de nieve.

Judit Kinski aprovechó la confusión para escapar corriendo en la dirección contraria, perdiéndose entre los vericuetos del monasterio.

Mientras todo esto sucedía en un extremo del edificio, en el otro también se desarrollaba una escena violenta. La mayoría de los hombres azules se había concentrado en los alrededores de la improvisada cocina, donde tomaban licor de sus cantimploras, masticaban betel y discutían en voz baja la posibilidad de traicionar a Tex Armadillo. Ignoraban, por supuesto, que Judit Kinski era realmente quien daba las órdenes; creían que era un rehén, como el rey. El americano les había pagado lo acordado en dinero contante y sonante, y sabían que en India les esperaban las armas y caballos que completaban el trato, pero después de ver la estatua de oro cubierta de piedras preciosas, consideraban que se les debía mucho más. No les gustaba la idea de que el tesoro estuviera fuera de su alcance, instalado en el helicóptero, aunque comprendían que era la única forma de sacarlo del país.

—Hay que raptar al piloto —propuso el jefe entre dientes, echando miradas de reojo al héroe nepalés, quien bebía su taza de café con leche condensada en un rincón.

—¿Quién irá con él? —preguntó uno de los bandidos.

—Yo iré —decidió el jefe.

—¿Y quién nos asegura que tú no te vas a quedar con el botín? —lo emplazó otro de sus hombres.

El jefe, indignado, llevó la mano a uno de sus puñales, pero no pudo completar el gesto, porque Tensing, seguido por los yetis, entró como un tornado por el ala sur de Chenthan Dzong. El pequeño destacamento era verdaderamente aterrador. Adelante iba el monje, armado con dos palos unidos por una cadena, que halló entre las ruinas de lo que en su tiempo fuera la sala de armas de los célebres monjes guerreros que habitaban el monasterio fortificado. Por la forma en que enarbolaba los palos y movía su cuerpo, cualquiera podía adivinar que era un experto en artes marciales. Detrás iban los diez yetis, que normalmente eran de aspecto bastante temible y que en esas circunstancias eran como monstruos escapados de la peor pesadilla. Parecían haberse multiplicado al doble, provocando el alboroto de una horda. Armados de garrotes y peñascos, con sus corazas de cuero y sus horrendos sombreros de cuernos ensangrentados, nada tenían de humanos. Gritaban y saltaban como orangutanes enloquecidos, felices de la oportunidad que se les brindaba de repartir garrotazos y, por qué no, de recibirlos también, ya que era parte de la diversión. Tensing les ordenó atacar, resignado al hecho de que no podría controlarlos. Antes de irrumpir en el monasterio elevó una breve oración pidiendo al cielo que no hubiera muertos en el enfrentamiento, porque caerían sobre su conciencia. Los yetis no eran responsables de sus actos; una vez que despertaba su agresividad, perdían el poco uso de razón que tenían.

Los supersticiosos hombres azules creyeron que eran víctimas del maleficio del Dragón de Oro y que un ejército de demonios acudía a vengarse por el sacrilegio cometido. Podían enfrentar a los peores enemigos, pero la idea de encontrarse ante fuerzas del infierno los aterrorizó. Echaron a correr como gamos, seguidos de cerca por los yetis, ante el espanto del piloto, quien se había aplastado contra el muro para dejarlos pasar, todavía con la taza en la mano, sin saber qué sucedía a su alrededor. Supuestamente había ido a buscar a unos científicos, y en vez de ello se halló al centro de una horda de bárbaros pintados de azul, de simios extraterrestres y un gigantesco monje armado como en las películas chinas de kung-fu.

Pasada la estampida de bandidos y yetis, el lama y el piloto se encontraron súbitamente solos.

Namasté —saludó el piloto, cuando recuperó la voz, porque no se le ocurrió nada más.

Tachu kachi —saludó en su lengua Tensing, inclinándose brevemente, como si fuera una reunión social.

—¿Qué diablos pasa aquí? —preguntó el primero.

—Tal vez sea un poco difícil de explicar. Los que llevan cascos con cuernos son mis amigos, los yetis. Los otros robaron el Dragón de Oro y secuestraron al rey —le informó Tensing.

—¿Se refiere al legendario Dragón de Oro? ¡Entonces eso es lo que pusieron en mi helicóptero! —gritó el héroe de Nepal y salió disparado rumbo a la cancha de aterrizaje.

Tensing lo siguió. La situación le parecía ligeramente cómica, porque aún no sabía que el rey estaba herido. Por un hueco del muro vio correr montaña abajo a los aterrorizados miembros de la Secta del Escorpión, perseguidos por los yetis. En vano procuró llamar a los segundos con fuerza mental: los guerreros de Grr-ympr estaban divirtiéndose demasiado como para hacerle el menor caso. Sus espeluznantes alaridos de batalla se habían transformado en chillidos de anticipado placer, como si fueran niños jugando. Tensing oró una vez más para que no dieran alcance a ninguno de los bandidos: no deseaba seguir echándole manchas indelebles a su karma con más actos de violencia.

El buen humor de Tensing cambió apenas salió del monasterio y vio la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Un extranjero, a quien identificó como el americano al mando de los hombres azules, de acuerdo con lo que le había dicho Nadia, estaba junto al helicóptero. Tenía un brazo atravesado de lado a lado por una flecha, pero eso no le impedía blandir una pistola. Con el otro brazo sostenía prácticamente en el aire a Nadia, apretada contra su cuerpo, de modo que la muchacha le servía de escudo.

A unos treinta metros se encontraba Dil Bahadur con el arco tenso y la flecha lista, acompañado por Alexander, quien a nada atinaba, paralizado en su sitio.

—¡Suelte el arco! ¡Retírense o mato a la chica! —amenazó Tex Armadillo y a ninguno le cupo duda de que lo haría.

El príncipe soltó su arma y los dos jóvenes retrocedieron hacia las ruinas del edificio, mientras Tex Armadillo se las arreglaba para subir al helicóptero arrastrando a Nadia, a quien lanzó adentro con su fuerza brutal.

—¡Espere! ¡No podrá salir de aquí sin mí! —gritó en ese momento el piloto, adelantándose, pero ya el otro había puesto el motor en marcha y la hélice comenzaba a girar.

Para Tensing era la oportunidad de ejercitar sus supernaturales poderes psíquicos. La prueba máxima de un tulku consistía en alterar la conducta de la naturaleza. Debía concentrarse e invocar al viento para que impidiera al americano huir con el tesoro sagrado de su nación. Sin embargo, si un remolino de aire cogía al helicóptero en pleno vuelo, Nadia perecería también. La mente del lama calculó rápidamente sus posibilidades y decidió que no podía arriesgarse: una vida humana es más importante que todo el oro del mundo.

Dil Bahadur volvió a tomar su arco, pero era inútil atacar esa máquina metálica con flechas. Alexander comprendió que aquel desalmado se llevaba a Nadia y comenzó a gritar el nombre de su amiga. La joven no podía oírle, pero el rugido del motor y la ventolera de la hélice lograron despercudirla de su aturdimiento. Había caído como un saco de arroz sobre el asiento, empujada por su captor. En el momento en que el aparato comenzaba a elevarse, Nadia aprovechó que Tex Armadillo estaba ocupado con los controles, que debía manejar con una sola mano, mientras el brazo herido colgaba inerte, y se deslizó hacia la puertezuela, la abrió y, sin mirar hacia abajo y sin pensarlo dos veces, saltó al vacío.

Alexander corrió hacia ella, sin cuidarse del helicóptero, que se balanceaba sobre su cabeza. Nadia había caído de más de dos metros de altura, pero la nieve amortiguó el golpe, de otro modo se podría haber matado.

—¡Águila! ¿Estás bien? —gritó Alexander, aterrado.

Ella lo vio acercarse y le hizo un gesto, más sorprendida de su proeza que asustada. El rugido del helicóptero en el aire ahogó las voces.

Tensing se aproximó también, pero a Dil Bahadur le bastó saber que ella estaba viva y se volvió corriendo a la sala donde había dejado a su padre atravesado por la bala de Tex Armadillo. Cuando Tensing se inclinó sobre ella, Nadia le gritó que el rey estaba herido de gravedad y le hizo señas de que fuera donde él. El monje se precipitó al monasterio, siguiendo al príncipe, mientras Alexander procuraba acomodar un poco a su amiga, colocándole su chaqueta bajo la cabeza, en medio de la ventolera y el polvillo de nieve suelta que había levantado el helicóptero. Nadia estaba bastante magullada por la caída, pero el hombro que antes se le había dislocado se encontraba en su lugar.

—Parece que no me voy a morir tan joven —comentó Nadia, haciendo acopio de valor para incorporarse. Tenía la boca y la nariz llenas de sangre del puñetazo que le había propinado Armadillo.

—No te muevas hasta que vuelva Tensing —le ordenó Alexander, quien no estaba para bromas.

Desde su posición, de espaldas en el suelo, Nadia vio al helicóptero ascender como un gran insecto de plata contra el azul profundo del cielo. Pasó rozando la pared de la montaña y subió bamboleándose por el embudo que formaban en ese sitio las cimas del Himalaya. Durante largos minutos pareció que se achicaba en el firmamento, alejándose más y más. Nadia empujó a Alexander, quien insistía en retenerla acostada sobre la nieve, y se puso de pie con gran esfuerzo. Se echó un puñado de nieve a la boca y enseguida lo escupió, rosado de sangre. La cara comenzaba a hinchársele.

—¡Miren! —gritó de súbito el piloto, quien no había despegado los ojos del aparato.

La máquina oscilaba en el aire, como una mosca detenida en pleno vuelo. El héroe de Nepal sabía exactamente lo que estaba sucediendo: un remolino de viento lo había envuelto y las aspas de la hélice vibraban peligrosamente. Comenzó a gesticular desesperado, gritando instrucciones que, por supuesto, Armadillo no podía oír. La única posibilidad de salir del remolino era volar con él en espiral ascendente. Alexander pensó que debía ser como el deporte de surfing: había que tomar la ola en el momento exacto y aprovechar el impulso, de otro modo la fuerza del mar lo revolcaba a uno.

Tex Armadillo tenía muchas horas de vuelo, era un requisito indispensable en su línea de trabajo, y había manejado toda clase de aviones, avionetas, planeadores, helicópteros y hasta un globo dirigible; así cruzaba fronteras sin ser visto con tráfico de armas, drogas y objetos robados. Se consideraba un experto, pero nada lo había preparado para lo que ocurrió.

Justo cuando la máquina emergía del embudo y él lanzaba gritos de entusiasmo, como cuando domaba potros en su lejano rancho del oeste americano, sintió la tremenda vibración que sacudía la máquina. Comprendió que no podía controlarla y ésta empezaba a dar vueltas más y más de prisa, como si estuviera batiéndose en una licuadora. Al ruido atronador del motor y la hélice se sumó el rugido del viento. Trató de razonar, poniendo a su servicio sus nervios de acero y la experiencia acumulada, pero nada de lo que intentó dio resultados. El helicóptero siguió girando enloquecido, atrapado por el remolino. De pronto un sonido estrepitoso y un golpe violento advirtieron a Armadillo que la hélice se había roto. Siguió en el aire varios minutos más, sostenido por la fuerza del viento, hasta que de repente éste cambió de curso. Por un instante hubo silencio y Tex Armadillo tuvo la fugaz esperanza de que aún podía maniobrar, pero enseguida comenzó la caída vertical.

Más tarde Alexander se preguntó si el hombre se había dado cuenta de lo que sucedía o si la muerte le alcanzó como un rayo, sin darle tiempo de sentirla llegar. Desde donde se encontraba, el muchacho no vio dónde caía el helicóptero, pero todos oyeron la violenta explosión, seguida por una negra y espesa columna de humo que ascendió al cielo.

Tensing encontró al rey inerte en el suelo, con la cabeza sobre las rodillas de su hijo Dil Bahadur, quien le acariciaba el cabello. El príncipe no había visto a su padre desde que era un niño de seis años, cuando lo arrancaron de su cama una noche para depositarlo en brazos de Tensing, pero pudo reconocerlo, porque durante esos años había guardado su imagen en la memoria.

—Padre, padre… —murmuraba, impotente ante ese hombre que se desangraba ante sus ojos.

—Majestad, soy yo, Tensing —dijo el lama, inclinándose a su vez sobre el soberano.

El rey levantó los ojos, velados por la agonía. Al enfocar la vista vio a un joven apuesto que se parecía notablemente a su fallecida esposa. Le indicó con un gesto que se acercara más.

—Escúchame, hijo, debo decirte algo… —murmuró. Tensing se hizo a un lado, para darles un instante de privacidad.

—Anda de inmediato a la sala del Dragón de Oro en el palacio —ordenó con dificultad el monarca.

—Padre, han robado la estatua —respondió el príncipe.

—Anda de todos modos.

—¿Cómo puedo hacerlo si no va usted conmigo?

Desde tiempos muy antiguos eran siempre los reyes quienes acompañaban al heredero la primera vez, para enseñarle a evitar las trampas mortales que protegían el Recinto Sagrado. Esa primera visita del padre y el hijo al Dragón de Oro era un rito de iniciación y marcaba el fin de un reinado y el comienzo de otro.

—Deberás hacerlo solo —le ordenó el rey y cerró los ojos.

Tensing se acercó a su discípulo y le puso una mano en el hombro.

—Tal vez debas obedecer a tu padre, Dil Bahadur —dijo el lama.

En ese momento entraron a la sala Alexander, sosteniendo a Nadia por un brazo, porque le flaqueaban las rodillas, y el piloto de Nepal, quien todavía no se reponía de la pérdida de su helicóptero y del cúmulo de sorpresas experimentadas en esa misión. Nadia y el piloto se quedaron a prudente distancia, sin atreverse a interferir en el drama que sucedía ante sus ojos entre el rey y su hijo, mientras Alexander se agachaba para examinar el contenido del bolso de Judit Kinski, que aún estaba en el suelo.

—Debes ir al Recinto del Dragón de Oro, hijo —repitió el rey.

—¿Puede mi honorable maestro Tensing venir conmigo? Mi entrenamiento es sólo teórico. No conozco el palacio ni las trampas. Detrás de la última Puerta me espera la muerte —alegó el príncipe.

—Es inútil que vaya contigo, porque yo tampoco conozco el camino, Dil Bahadur. Ahora mi lugar está junto al rey —replicó tristemente el lama.

—¿Podrá salvar a mi padre, honorable maestro? —suplicó Dil Bahadur.

—Haré todo lo posible.

Alexander se acercó al príncipe y le entregó un pequeño artefacto, cuyo uso éste no podía imaginar.

—Esto puede ayudarte a encontrar el camino dentro del Recinto Sagrado. Es un GPS —dijo.

—¿Un qué? —preguntó el príncipe, desconcertado.

—Digamos que es un mapa electrónico para ubicarse dentro del palacio. Así puedes llegar hasta la sala del Dragón de Oro, como hicieron Tex Armadillo y sus hombres para robar la estatua —le explicó su amigo.

—¿Cómo puede ser eso? —preguntó Dil Bahadur.

—Me imagino que alguien filmó el recorrido —sugirió Alexander.

—Eso es imposible, nadie excepto mi padre tiene acceso a esa parte del palacio. Nadie más puede abrir la Última Puerta ni eludir las trampas.

—Armadillo lo hizo, tiene que haber usado este aparato. Judit Kinski y él eran cómplices. Tal vez tu padre le mostró a ella el camino… —insistió Alexander.

—¡El medallón! ¡Armadillo dijo algo sobre una cámara oculta en el medallón del rey! —exclamó Nadia, quien había presenciado la escena entre el Especialista y Tex Armadillo, antes que sus amigos irrumpieran en la sala.

Nadia se disculpó por lo que iba a hacer y, con el mayor cuidado, procedió a cachear la figura postrada del monarca, hasta que dio con el medallón real, que se había deslizado entre el cuello y la chaqueta del rey. Le pidió al príncipe que lo ayudara a quitárselo y éste vaciló, porque ese gesto tenía un profundo significado: el medallón representaba el poder real y en ningún caso se atrevería a arrebatárselo a su padre. Pero la urgencia en la voz de su amiga Nadia lo obligó a actuar.

Alexander llevó la joya hacia la luz y la examinó brevemente. Descubrió de inmediato la cámara en miniatura disimulada entre los adornos de coral. Se la mostró a Dil Bahadur y a los demás.

—Seguramente Judit Kinski la puso aquí. Este aparato del tamaño de una arveja filmó la trayectoria del rey dentro del Recinto Sagrado. Así es como Tex Armadillo y los guerreros azules pudieron seguirlo, todos sus pasos están grabados en el GPS.

—¿Por qué esa mujer hizo eso? —preguntó el príncipe, horrorizado, ya que en su mente no cabía el concepto de la traición o de la codicia.

—Supongo que por la estatua, que es muy valiosa —aventuró Alexander.

—¿Oyeron la explosión? El helicóptero se estrelló y la estatua fue destruida —dijo el piloto.

—Tal vez sea mejor así… —suspiró el rey, sin abrir los ojos.

—Con la mayor humildad, me permito insinuar que los dos jóvenes extranjeros acompañen al príncipe al palacio. Alexander-Jaguar y Nadia-Águila son de corazón puro, como el príncipe Dil Bahadur, y posiblemente puedan ayudarlo en su misión, Majestad. El joven Alexander sabe usar ese aparato moderno y la niña Nadia sabe ver y escuchar con el corazón —sugirió Tensing.

—Sólo el rey y su heredero pueden entrar allí, —murmuró el monarca.

—Con todo respeto, Majestad, me atrevo a contradecirlo. Tal vez haya momentos en que se deba romper la tradición… —insistió el lama.

Un largo silencio siguió a las palabras de Tensing. Parecía que las fuerzas del herido habían llegado a su límite, pero de pronto se oyó de nuevo su voz.

—Bien, que vayan los tres —aceptó por fin el soberano.

—Tal vez no sería del todo inútil, Majestad, que yo diera una mirada a su herida —sugirió Tensing.

—¿Para qué, Tensing? Ya tenemos otro rey, mi tiempo ha concluido.

—Posiblemente no tendremos otro rey hasta que el príncipe pruebe que puede serlo —replicó el lama, levantando al herido en sus poderosos brazos.

El héroe de Nepal encontró un saco de dormir que Tex Armadillo había dejado en un rincón para improvisar una cama, donde Tensing colocó al rey. El lama abrió la ensangrentada chaqueta del herido y procedió a lavar el pecho para examinarlo. La bala lo había atravesado, dejando una perforación brutal con salida por la espalda. Por el aspecto y ubicación de la herida y por el color de la sangre, Tensing comprendió que los pulmones estaban comprometidos; no había nada que él pudiera hacer; toda su capacidad de sanar y sus poderes mentales de poco servían en un caso como ése. El moribundo también lo sabía, pero necesitaba un poco más de tiempo para tomar sus últimas medidas. El lama atajó la hemorragia, vendó firmemente el torso y dio orden al piloto de traer agua hirviendo de la improvisada cocina para hacer un té medicinal. Una hora más tarde el monarca había recuperado el conocimiento y la lucidez, aunque estaba muy débil.

—Hijo, deberás ser mejor rey que yo —dijo a Dil Bahadur, indicándole que se colgara el medallón real al cuello.

—Padre, eso es imposible.

—Escúchame, porque no hay mucho tiempo. Éstas son mis instrucciones. Primero: cásate pronto con una mujer tan fuerte como tú. Ella debe ser la madre de nuestro pueblo y tú el padre. Segundo: preserva la naturaleza y las tradiciones de nuestro reino; desconfía de lo que viene de afuera. Tercero: no castigues a Judit Kinski, la mujer europea. No deseo que pase el resto de su vida en prisión. Ella ha cometido faltas muy graves, pero no nos corresponde a nosotros limpiar su karma. Tendrá que volver en otra reencarnación para aprender lo que no ha aprendido en ésta.

Recién entonces se acordaron de la mujer responsable de la tragedia ocurrida. Supusieron que no podría llegar muy lejos, porque no conocía la región, iba desarmada, sin provisiones, sin ropa abrigada y aparentemente descalza, ya que Armadillo la había obligado a quitarse las botas. Pero Alexander pensó que si había sido capaz de robar el dragón en esa forma tan espectacular, también era capaz de escapar del mismo infierno.

—No me siento preparado para gobernar, padre —gimió el príncipe, con la cabeza gacha.

—No tienes elección, hijo. Has sido bien entrenado, eres valiente y de corazón puro. Pide consejo al Dragón de Oro.

—¡Ha sido destruido!

—Acércate, debo decirte un secreto.

Los demás dieron varios pasos atrás, para dejarlos solos, mientras Dil Bahadur ponía el oído junto a los labios del rey. El príncipe escuchó atentamente el secreto mejor guardado del reino, el secreto que desde hacía dieciocho siglos sólo los monarcas coronados conocían.

—Tal vez sea hora de que te despidas, Dil Bahadur —sugirió Tensing.

—¿Puedo quedarme con mi padre hasta el final…?

—No, hijo, debes partir ahora mismo… —murmuró el soberano.

Dil Bahadur besó a su padre en la frente y retrocedió. Tensing estrechó a su discípulo en un fuerte abrazo. Se despedían por mucho tiempo, tal vez para siempre. El príncipe debía enfrentar su prueba de iniciación y podía ser que no regresara vivo; por su parte el lama debía cumplir la promesa hecha a Grr-ympr y partir a reemplazarla por seis años en el Valle de los Yetis. Por primera vez en su vida Tensing se sintió derrotado por la emoción: amaba a ese muchacho como a un hijo, más que a sí mismo; separarse de él le dolía como una quemadura. El lama procuró tomar distancia y calmar la ansiedad de su corazón. Observó el proceso de su propia mente, respiró hondo, tomando nota de sus desbocados sentimientos y del hecho de que aún le faltaba un largo camino para alcanzar el absoluto desprendimiento de los asuntos terrenales, incluso de los afectos. Sabía que en el plano espiritual no existe la separación. Recordó que él mismo le había enseñado al príncipe que cada ser forma parte de una sola unidad, todo está conectado. Dil Bahadur y él mismo estarían eternamente entrelazados, en esta y otras reencarnaciones. ¿Por qué, entonces, sentía esa angustia?

—¿Seré capaz de llegar hasta el Recinto Sagrado, honorable maestro? —preguntó el joven, interrumpiendo sus pensamientos.

—Acuérdate que debes ser como el tigre del Himalaya: escucha la voz de la intuición y del instinto. Confía en las virtudes de tu corazón —replicó el monje.

El príncipe, Nadia y Alexander iniciaron el viaje de regreso a la capital. Como ya conocían la ruta, iban preparados para los obstáculos. Usaron el atajo por el Valle de los Yetis, de modo que no se cruzaron con el destacamento de soldados del general Myar Kunglung, que en ese mismo momento ascendía por el escarpado sendero de la montaña, acompañados por Kate Cold y Pema.

Los hombres azules, en cambio, no pudieron evitar a Kunglung. Habían corrido monte abajo, a la mayor velocidad que el abrupto terreno permitía, escapando de los horripilantes demonios que los perseguían. Los yetis no lograron darles alcance, porque no se atrevieron a descender más allá de sus límites habituales. Esas criaturas tenían grabada en la memoria genética su ley fundamental: mantenerse aislados. Muy rara vez abandonaban su valle secreto y, si lo hacían, era sólo para buscar alimento en las cumbres más inaccesibles, lejos de los seres humanos. Eso salvó a la Secta del Escorpión, porque el instinto de preservación de los yetis fue más fuerte que el deseo de atrapar a sus enemigos; llegó un momento en que se detuvieron en seco. No lo hicieron de buena gana, porque renunciar a una sabrosa pelea, tal vez la única que se les presentaría en muchos años, resultó un sacrificio enorme. Se quedaron por un largo rato aullando de frustración, se dieron unos cuantos garrotazos entre ellos, para consolarse, y luego emprendieron cabizbajos el regreso a sus parajes.

Los guerreros del Escorpión no supieron por qué los diablos de cascos ensangrentados abandonaban la persecución, pero dieron gracias a la diosa Kali de que así fuera. Estaban tan asustados, que la idea de regresar para apoderarse de la estatua, como habían planeado, no se les pasó por la mente. Siguieron bajando por el único sendero posible e inevitablemente se encontraron frente a los soldados del Reino Prohibido.

—¡Son ellos, los hombres azules! —gritó Pema apenas los vislumbró de lejos.

El general Myar Kunglung no tuvo dificultad en apresarlos, porque los otros no tenían cómo escapar. Se entregaron sin oponer la menor resistencia. Un oficial se encargó de conducirlos hacia la capital, vigilados por la mayoría de los soldados, mientras Pema, Kate, el general y varios de sus mejores hombres continuaban hacia Chenthan Dzong.

—¿Qué les harán a esos bandidos? —preguntó Kate al general.

—Tal vez su caso sea estudiado por los lamas, consultado por los jueces y luego el rey decidirá su castigo. Al menos así se ha hecho en otros casos, pero en realidad no tenemos mucha práctica en castigar criminales.

—En Estados Unidos seguramente pasarían el resto de sus vidas en prisión.

—¿Y allí alcanzarían la sabiduría? —preguntó el general.

Fueron tales las carcajadas de Kate, que estuvo a punto de caerse del caballo.

—Lo dudo, general —replicó secándose las lágrimas, cuando al fin recuperó el equilibrio.

Myar Kunglung no supo qué le producía tanta hilaridad a la vieja escritora. Concluyó que los extranjeros son personas algo raras, con modales incomprensibles, y que más vale no perder energía tratando de analizarlos; es suficiente con aceptarlos.

Para entonces empezaba a caer la noche y fue necesario detenerse y armar un pequeño campamento, aprovechando una de las terrazas cortadas en la montaña. Estaban impacientes por llegar al monasterio, pero comprendían que escalar sin más luz que las linternas era una acción descabellada.

Kate estaba extenuada. Al esfuerzo del viaje se sumaban la altura, a la cual no estaba habituada, y la tos, que no la dejaba en paz. Sólo la sostenía su voluntad de hierro y la esperanza de que arriba encontraría a Alexander y a Nadia.

—Tal vez no debiera preocuparse, abuelita. Su nieto y Nadia están seguros, porque con el príncipe y Tensing nada malo puede pasarles —la tranquilizó Pema.

—Algo muy malo debe haber ocurrido allá arriba para que esos bandidos huyeran de esa manera —replicó Kate.

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