El que abre el camino: 24 historias macabras

El que abre el camino: 24 historias macabras


MADRE DE LAS SERPIENTES

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MADRE DE LAS SERPIENTES

(Mother of Serpents)[53]

I

Ocurrió hace muchos años, poco después de la rebelión de los esclavos. Toussaint l’Ouverture, Dessalines y el Rey Christophe los liberaron de sus amos franceses; lo hicieron mediando para ello sublevaciones y masacres, y fundaron su reino sobre una crueldad más fanática que el despotismo que imperaba hasta ese momento.

Por aquel entonces los negros de Haití no eran felices. Sabían mucho de la tortura y la muerte; la vida despreocupada de sus vecinos de las Indias Occidentales era por completo ajena a estos esclavos y descendientes de esclavos. Allí se dio además una extraña mezcla de razas: hombres salvajes y tribales de Ashanti, Djambala y la costa de Guinea; caribeños hoscos; vástagos morenos de franceses renegados; mezclas bastardas de sangre española, negra e india. Mestizos y mulatos taimados y traicioneros gobernaban la costa, pero había moradores aún peores en las montañas de la isla.

Las selvas de Haití eran impenetrables; una sucesión de junglas y de bosques rodeados de montañas e infestados de ciénagas en las que sólo había insectos ponzoñosos, y de las que sólo se obtenían fiebres pestilentes. Los hombres blancos no se atrevían a entrar allí, pues se trataba de lugares peores que la muerte. Las plantas chupadoras de sangre, los reptiles venenosos y las orquídeas enfermas eran cuanto había en aquellos bosques que albergaban horrores jamás conocidos en África.

Fue en aquellas colinas donde floreció el vudú verdadero. Se dice que allí vivían hombres, descendientes de los esclavos fugados, y facciones enteras proscritas, que habían sido expulsados de la isla. Según los rumores que se propalaban en voz baja, había incluso pueblos aislados en los que se practicaba el canibalismo, y en los que se verificaban oscuros rituales religiosos más brutales y perversos que cualquier cosa que hubiera salido del mismo Congo. Eran comunes allí, según aquellos rumores, la necrofilia, la adoración fálica, la antropomancia, y distintas versiones de la Misa Negra. La sombra de Obeah todo lo abarcaba. Eran habituales los sacrificios humanos, tanto como las ofrendas de gallos y de cabras. Alrededor de los altares del vudú se hacían orgías tenebrosas, y se bebía sangre en honor de Barón Samedi y de otros dioses negros traídos desde las antiguas tierras de los esclavos.

Todo el mundo lo sabía. Cada noche los tambores rada resonaban desde las colinas, y las hogueras centelleaban por encima de los bosques. Muchos papalois[54] y hechiceros conocidos residían en el linde mismo de la costa, pero jamás se les molestó. Casi todos los negros «civilizados» aún creían en los hechizos y los filtros; incluso los que iban a la iglesia se entregaban a los talismanes y encantamientos en tiempos de necesidad. Los así llamados negros «educados» de la sociedad de Puerto Príncipe eran abiertamente emisarios de las tribus bárbaras del interior y, a pesar de su apariencia civilizada, los sangrientos sacerdotes todavía gobernaban detrás del trono.

Había numerosos escándalos, por supuesto; eran frecuentes las desapariciones misteriosas, que daban lugar a las protestas de los ciudadanos emancipados. Pero todos sabían que no era conveniente acosar a quienes se inclinaban ante la Madre Negra, ni provocar la ira de los temibles ancianos que moraban a la sombra de la Serpiente.

Así imperaba la hechicería en Haití cuando el país se convirtió en una república. La gente se pregunta en nuestros días el porqué de la vigencia de la magia; una magia que acaso se desarrolle más en secreto que antes, pero que sigue, en efecto, vigente. Muchos se preguntan por qué no se destruye a los siniestros zombis, y cuál es la razón de que el Gobierno del país no haya intervenido para erradicar esos cultos demoníacos y sangrientos que aún se celebran en la penumbra de la jungla.

Puede que esta narración ofrezca una respuesta, pues se trata de una historia que alude a los secretos más acendrados y antiguos de la nueva república. Los funcionarios, ante el relato que aquí se ofrece, recuerdan que no es conveniente ir más allá, ni intervenir siquiera sea levemente, por lo que carecen de la fuerza necesaria para hacer de obligado cumplimiento las nuevas leyes.

Saben bien que el culto de la Serpiente de Obeah jamás será extinguido en Haití, esa isla fantástica cuya sinuosa costa se parece a las fauces abiertas de una monstruosa serpiente.

II

Uno de los primeros presidentes de Haití fue un hombre culto. Aunque nacido en la isla, completó su educación en Francia y cursó largos y profundos estudios durante su estancia en el extranjero. En su acceso al cargo más alto del país, se le vio como un cosmopolita ilustrado y sofisticado, todo un hombre moderno. Por supuesto que le gustaba quitarse los zapatos en la soledad de su despacho, pero nunca exhibió sus pies desnudos en ningún acto oficial. No se malinterprete lo que digo; el hombre no era un Emperador Jones[55]; sencillamente, era un caballero de ébano, muy instruido, cuya natural barbarie a veces afloraba a través de su barniz de civilización.

Era un hombre muy astuto, además de cultivado. Tenía que serlo con el fin de llegar a presidente en aquellos tempranos días; sólo los hombres extremadamente astutos alcanzaron alguna vez ese rango. El término astuto era para un haitiano educado sinónimo de deshonesto. Por lo tanto, resulta fácil percatarse de cuál era el carácter que adornaba al presidente, cuando se sabe que aún se le tiene por uno de los políticos de más éxito que jamás haya dado su país.

Pocos se le opusieron en el tiempo que duró su corto reinado; quienes conspiraban contra él solían desaparecer sin dejar rastro. Era un hombre alto y negro como el carbón; la conformación morfológica de su cabeza era la propia de un gorila, pero tras aquella frente prominente albergaba un cerebro muy capaz.

Su habilidad era fenomenal. Tenía una perspicacia para las finanzas que le benefició mucho, lo que quiere decir que le benefició tanto en su vida oficial como privada. Siempre que consideraba necesario subir los impuestos, incrementaba la dotación de su ejército y lo enviaba a escoltar a los recaudadores. Sus tratados con los países extranjeros eran obras maestras de ilegalidad aparentemente legal. Este Maquiavelo negro sabía que no le quedaba otra que no fuese trabajar rápido, ya que los presidentes de Haití tenían una manera un tanto peculiar de morir. Parecían particularmente sensibles a las enfermedades, o lo que viene a ser igual, a ese envenenamiento por plomo al que aluden nuestros amigos los gángsters… Y, en ese afán por proceder raudo, actuó de manera realmente maestra.

Todo aquello no podía por menos que sorprender, a la vista de su pasado humilde, aunque fuera la suya una saga de éxito al estilo del buen Horatio Alger[56]. No llegó a conocer a su padre. Su madre era una bruja de las colinas y, aunque bastante famosa, nunca salió de la pobreza. El presidente había nacido en una cabaña de madera; todo un entorno clásico para una futura y distinguida carrera. Sus primeros años habían sido plácidos, hasta que a los trece lo adoptó un benevolente ministro protestante. Durante un año vivió como criado de aquel hombre bondadoso. El ministro, sin embargo, murió de repente, dijeron que a causa de un extraño mal… Fue lamentable para todos pues, hombre de buen corazón, había hecho valer su fortuna para aliviar las necesidades de la gente más humilde. Pero lo cierto es que tras la muerte del buen ministro, el hijo de la bruja pobre pudo partir hacia Francia, donde cursó estudios universitarios.

En cuanto a su madre, se compró una mula nueva y guardó silencio. Su destreza y conocimiento de las hierbas le había proporcionado a su hijo un lugar en el mundo, cosa de la que se sentía harto satisfecha.

Ocho años más tarde regresó el muchacho. Había cambiado mucho desde su partida; prefería la sociedad de los blancos y la de los mulatos de piel clara de Puerto Príncipe. Se dice que tampoco prestaba mayor atención a su anciana madre. Era un petimetre advenedizo, y eso le hacía cobrar dolorosa consciencia de cuán ignorante y simple era su madre. Además, como hombre ambicioso al que se le abrían numerosas expectativas y posibilidades, no le interesaba ni por asomo que se le relacionase con una famosa bruja de las colinas.

La madre era en verdad famosa. Nadie sabía, sin embargo, de dónde había llegado ni cuál era su origen. Pero durante muchos años su cabaña en las montañas fue el punto de encuentro de extraños Fieles y de no menos extraños emisarios. Los oscuros poderes de Obeah se evocaban en su altar tétrico y sombrío de las colinas, donde moraba, junto a ella, un grupo de fíeles y adoradores. En las noches sin luna podían verse desde muy lejos las hogueras rituales que encendían, y bajo el resplandor de las llamas hacían ofrendas de bueyes en bautismos sangrientos que dedicaban al Reptil de la Medianoche, pues en realidad era la bruja una sacerdotisa de la Serpiente.

El Dios Serpiente es la deidad de los cultos a Obeah. Los negros adoraban a la Serpiente en Dahomey y Senegal desde tiempos inmemoriales, y aún veneran a los reptiles de forma peculiar. Para ellos hay un oscuro vínculo entre la serpiente y la luna en cuarto creciente.

Curiosa superstición de la serpiente, ¿no es cierto? El Jardín del Edén tuvo a su tentadora serpiente, y la Biblia habla de Moisés y su báculo de serpientes… Los egipcios reverenciaban a Set, y los antiguos hindúes tenían un dios cobra… Da la impresión de estar generalizados por todo el mundo ese odio y adoración por las serpientes. Siempre parecen ser reverenciadas como criaturas del mal. Los indios americanos creían en la serpiente Yig, y los mitos aztecas siguen idéntico patrón. Y, por supuesto, las danzas ceremoniales de los hopi[57] son del mismo orden.

Pero las leyendas de la Serpiente africana son especialmente mortíferas, y las adaptaciones haitianas de los rituales del sacrificio resultan aún más temibles.

Durante el periodo presidencial al que me refiero, se creía que algunos de los grupos vudú criaban en realidad serpientes; al parecer traían los reptiles desde Costa de Marfil para usarlos en sus prácticas secretas. Corrían rumores sobre la existencia de pitones de unos seis metros, que se tragaban a los recién nacidos que les eran ofrecidos en los altares de los negros, y de envíos de serpientes venenosas que mataban a los enemigos de los maestros del vudú. Es un hecho conocido, precisamente, que un peculiar culto que adoraba a los gorilas había introducido furtivamente en el país a unos simios antropoides, por lo que las leyendas acerca de la serpiente importada a buen seguro respondían de igual manera a la realidad.

En cualquier caso, lo cierto es que la madre del presidente fue una sacerdotisa del vudú, y tan famosa, a su manera, como lo fuera su distinguido hijo, que poco después de regresar a la isla fue ascendiendo rápidamente hasta alcanzar el poder. Comenzó su escalada como recaudador de impuestos, fue luego tesorero de la república, y por último presidente de la nación. Varios de sus rivales murieron, y aquellos que continuaron oponiéndosele no tardarían en descubrir que más les valdría olvidarse del odio que le profesaban, pues aún era un salvaje de corazón, y a los salvajes les gusta torturar a sus enemigos. Se rumoreaba que había construido una cámara secreta de torturas en los sótanos del palacio presidencial, una cámara de torturas con los instrumentos oxidados, pero no precisamente por falta de uso.

Sin embargo, la brecha ya existente entre el joven y su madre se hizo aún más grande cuando él estaba a punto de acceder a la presidencia. La causa inmediata fue su matrimonio con la hija de un rico hacendado mulato de la costa. La anciana no sólo se sintió humillada porque el hijo introducía la contaminación racial en la estirpe, dado que ella era negra sin mácula y descendiente de un rey que fuera llevado como esclavo desde Nigeria, sino que se sintió muy indignada por el hecho de no recibir invitación para asistir al enlace.

La boda se celebró en Puerto Príncipe. Asistieron los cónsules extranjeros, y también la crema de la sociedad haitiana, como era lógico. La novia, una joven muy hermosa, había sido educada en un convento, y toda ella era tenida en una gran estima por sus virtudes. Parecía lógico que el novio no quisiera profanar sus nupcias ni la celebración de las mismas con la presencia de su madre, una mujer ciertamente desagradable e impía.

Ella, sin embargo, acudió a presenciar los fastos desde la puerta de la cocina. Y estuvo bien que no revelara su presencia, ya que habría avergonzado no sólo a su hijo, sino a unos cuantos más, por ejemplo a los dignatarios que en muchas ocasiones acudían en secreto a consultarle sus cuitas.

Lo que vio de su hijo y de su prometida no le resultó precisamente grato. Él se mostraba ahora como un dandi afectado, y su esposa parecía en realidad, más que virtuosa, una muchacha tonta y coqueta. El ambiente de pompa y ostentación no impresionó a la vieja bruja en nada que no fuera para mal; detrás de sus máscaras festivas de educada sofisticación, sabía que la mayoría de los presentes eran negros supersticiosos que irían corriendo a verla, como tantas veces, en busca de encantamientos o de consejos oraculares, en cuanto tuvieran algún problema. No obstante, no hizo nada; se limitó a sonreír amargamente, y cuando concluyó todo regresó a su cabaña cojeando. Al fin y al cabo, aún amaba a su hijo.

Pero no pudo pasar por alto la siguiente afrenta. Fue en la toma de posesión del nuevo presidente, acto para el que tampoco recibió invitación. Pero allí estuvo. Y esta vez no permaneció oculta. Una vez hubo proclamado su hijo el juramento de rigor, se dirigió decidida hacia el nuevo y máximo dignatario de Haití, plantándose ante él bajo la atenta mirada del cónsul de Alemania, que era quien más cerca se encontraba. La mujer componía una figura realmente grotesca. Era una vieja pequeña y fea que apenas medía cinco pies, muy negra, descalza y cubierta con harapos.

El hijo ignoró su presencia con gran naturalidad, como si no la viese. La bruja, una máscara de negras arrugas, se pasó la lengua por sus encías desdentadas en terrible silencio, y luego, con gran tranquilidad, sin alterarse lo más mínimo, comenzó a maldecirlo… no en francés, sino en el dialecto nativo de las colinas. Invocó la ira de sus sangrientos dioses para que cayera sobre su cabeza desagradecida, y los amenazó, a él y a su esposa, con vengarse por su cursi ingratitud. Los asistentes quedaron conmocionados por el espectáculo que se les brindaba.

Igual de conmocionado quedó el nuevo presidente. Pero no perdió la compostura. Con absoluta calma llamó con un gesto a los guardias, que se llevaron a la, entonces sí, histérica bruja. El nuevo mandatario se dijo que ya hablaría con ella más tarde.

La noche siguiente, cuando consideró adecuado bajar a la mazmorra para intentar al menos razonar con su madre, no la encontró. Los guardias, moviendo los ojos misteriosamente, asombrados y presos del pánico, dijeron que se había ido. El presidente dio la orden de que fusilaran al carcelero y regresó a sus aposentos oficiales.

En cualquier caso, no podía evitar preocuparse por la maldición de su madre. Bien sabía de lo que era capaz la bruja. Y mucho menos le tranquilizaba el hecho de que ella hubiera proferido esas amenazas dirigidas igualmente a su esposa. Justo al día siguiente ordenó que le fueran hechas unas balas de plata, como lo hizo el Rey Henry en otro tiempo[58]. También compró un encantamiento ouanga de un hechicero que conocía. La magia lucharía así contra la magia.

Aquella noche, una serpiente le visitó en sueños; una serpiente de ojos verdes que le susurró a la manera de los hombres y le siseó con risa aguda y sarcástica cuando él la golpeó en su sueño. Por la mañana había un fuerte y acre olor a reptil en su dormitorio, y un légamo nauseabundo sobre su almohada, del que brotaba un hedor igualmente pestífero. Y el presidente supo que sólo su encantamiento le había salvado.

Aquella misma tarde su esposa echó en falta uno de sus vestidos parisinos, y el presidente interrogó a los sirvientes en su cámara de torturas. Descubrió varios hechos que no tuvo el coraje de contar a su esposa, sin embargo, y a partir de ese momento comenzó a vérsele sumido en una gran tristeza. Ya había visto antes lo que era capaz de hacer su madre con unas pequeñas figuras de cera que parecían hombres y mujeres, a las que vestía con pequeños trajes y vestidos hechos con retales de prendas robadas. A veces les clavaba agujas o achicharraba al fuego. Y siempre, después, enfermaban hasta morir ciertas personas… Recordar aquello hizo que el presidente se sintiera desdichado y muy aprensivo, una sensación que se acrecentó en él cuando varios mensajeros le comunicaron que su madre había desaparecido de su vieja cabaña en las montañas.

Tres días más tarde falleció su esposa a causa de una herida dolorosa y súbita en el costado que los médicos no pudieron explicar. Murió en medio de una terrible agonía, y se dijo que poco antes de exhalar su último suspiro el cuerpo se le había puesto completamente azul e hinchado hasta el doble de su volumen normal. Presentaba además unos rasgos que parecían devorados por la lepra, y sus extremidades, de tan dilatadas, se parecían a las de una víctima de la elefantiasis. En Haití, es cierto, pueden contraerse crueles enfermedades propias de los Trópicos, pero ninguna mata en tres días.

Después de eso, el presidente se volvió loco.

Como Cotton Mather en otro tiempo, inició una auténtica caza de brujas. Hizo que soldados y policías peinaran el campo y las montañas. Acudieron sus espías a cuanta cabaña y cobertizo había en las cumbres y en las cimas de las colinas. Hubo patrullas de hombres armados que se emboscaban entre los muertos vivientes que trabajaban en los campos como esclavos, los cuales miraban sin cesar a la luna con sus ojos vidriosos. Fueron sometidas a duros interrogatorios todas las mamalois[59], algunas de las cuales acabaron quemadas en hogueras, en las que también fueron quemados distintos libros secretos. Muchos sacerdotes morían en los altares donde solían realizar sacrificios mientras ladraban los perros. Había que respetar, sin embargo, una orden tajante: la madre del presidente tenía que ser capturada con vida y sin recibir daño alguno.

Mientras se desarrollaban las operaciones, el presidente aguardaba sentado en palacio con los ojos abrasados por la locura. Y eran sus ojos brasas que ardieron con llamarada demoníaca cuando los guardias le llevaron al fin a la vieja bruja, a quien habían capturado cerca de una terrible arboleda de ídolos que había junto a una gran ciénaga.

Condujeron de inmediato a la anciana hasta el sótano, aunque se resistió violentamente, arañando como un gato rabioso a los guardias, que luego salieron de allí dejándola a solas con su hijo… Allí, sin más compañía que la de su madre en el potro de tortura… desde donde ella le maldecía sin tregua. Pero no se le había ido aquel odio frenético de los ojos, y tenía un gran cuchillo de plata en la mano.

El presidente pasó muchas horas de los días siguientes en su cámara secreta de torturas. Rara vez se le vio por el palacio, y sus sirvientes recibieron órdenes de que no debían importunarlo con nada. Al cuarto día subió por la escalera oculta que comunicaba las cámaras de tortura con el palacio, por última vez. Ya le había desaparecido de la mirada aquel fulgor vesánico.

Nunca se pudo saber con certeza qué ocurrió en los sótanos de palacio. Mejor así, quizá… El presidente era un salvaje de corazón, y la prolongación del dolor siempre aporta al hombre de alma bruta un gran éxtasis.

Sin embargo, se sabe que la vieja bruja maldijo a su hijo con la Maldición de la Serpiente cuando ya le llegaba el último suspiro, y ésa es la maldición más terrible de todas.

Se puede adquirir cierta idea de lo que pasó, pues conociendo la capacidad de venganza del presidente estaba claro que tenía un sentido del humor lúgubre, y esa voluntad de devolver siempre el mal recibido, tan propia de un salvaje. Su esposa había sido asesinada por su madre, para lo cual hizo una imagen de cera a imagen y semejanza de ella. Decidió el presidente, pues, devolverle una maldad tan exquisita como apropiada.

Cuando subió por la escalera aquella última vez, sus sirvientes vieron que llevaba en la mano una vela grande, hecha de grasa de cadáver. Y como nadie vio nunca más el cuerpo de su madre, menudearon las conjeturas a propósito de cómo podía haberse hecho con la grasa de cadáver. Pero como era hombre de humor lúgubre, como ya se ha dicho, el presidente no despreciaba las bromas macabras…

El resto de la historia es muy simple. El presidente fue directamente a su despacho en el palacio, donde puso aquella siniestra vela en su escritorio. Como en los últimos días había hecho dejación de sus obligaciones, eran muchos los asuntos oficiales que tenía pendientes de resolución. Permaneció sentado en silencio un rato, mirando la vela con una sonrisa brutal de satisfacción. Luego ordenó que le llevaran los documentos por cumplimentar y anunció que se ocuparía de ellos sin más dilaciones.

Se quedó trabajando toda la noche, con dos guardias junto a la puerta. Sentado a su mesa, se dedicó a su tarea a la luz de la vela… Aquella vela hecha con grasa de cadáver.

La maldición que le soltara su madre cuando moría, no pareció haber hecho mella en él. Una vez cumplida su venganza, su ansia de sangre saciada descartó cualquier otro posible escarnio. Ni siquiera era lo suficientemente supersticioso como para creer que la bruja pudiera volver de la tumba. Así que se quedó la mar de tranquilo allí sentado, como todo un caballero civilizado. La vela proyectaba sombras ominosas sobre el cuarto en penumbra, pero él no se dio ni cuenta… hasta que fue demasiado tarde. Entonces, angustiado, levantó la vista para ver la vela de grasa de cadáver retorcerse hasta adquirir una vida monstruosa.

La maldición de su madre…

¡La vela, aquella vela hecha con grasa de cadáver… estaba viva! Era una cosa sinuosa que se retorcía moviéndose en su candelabro con un propósito siniestro.

El extremo de la llama pareció brillar con intensidad y adquirir un súbito y terrible parecido. El presidente, sorprendido, vio la cara en llamas de su madre; una cara de fuego diminuta y arrugada, con un cuerpo de grasa de cadáver que se lanzó hacia él con una agilidad flamígera y sorprendente. La vela se estiraba como si se derritiese; se estiraba y lanzaba hacia él de un modo inevitable y violento.

El presidente de Haití gritó, dolorido y espantado, pero fue demasiado tarde. La brillante llama del extremo se apagó, quebrando el hechizo hipnótico que lo mantenía en trance. Y en ese momento la vela saltó contra él, mientras la habitación se hundía en la más absoluta y tétrica oscuridad. Una oscuridad horrible, llena de gemidos y del sonido de un cuerpo debatiéndose que se debilitaba y consumía por momentos.

Estaba inmóvil cuando los guardias entraron y encendieron las luces de nuevo. Sabían lo de la vela de grasa de cadáver y la maldición de la madre bruja del presidente. Por esa razón fueron los primeros en anunciar la muerte del mandatario; por eso le pegaron un balazo en la nuca y anunciaron que se había suicidado.

Tal fue la historia que contaron al sucesor del presidente, por lo que éste dio la orden de que se abandonara la cruzada contra el vudú. Era mejor así, pues el nuevo gobernante no quería morir. Los guardias le explicaron por qué habían disparado al presidente y por qué habían dicho que cometió suicidio. Su sucesor no quiso arriesgarse a ser, también él, víctima de la Maldición de la Serpiente.

El anterior presidente de Haití había sido estrangulado por la vela de grasa del cadáver de su madre. Una vela de grasa de cadáver que se había enroscado en su cuello como una serpiente gigantesca.

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