El que abre el camino: 24 historias macabras

El que abre el camino: 24 historias macabras


ESCARABAJOS

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ESCARABAJOS

(Beetles, 1938)[3]

I

Cuando Hartley regresó de Egipto, sus amigos dijeron que había cambiado. Les resultó difícil, sin embargo, precisar la naturaleza específica del cambio, porque ninguno de ellos pudo verle más que un rato. Sólo una vez se dejó caer por su club antes de recluirse en su casa. Como si no quisiera tratos con sus antiguas amistades. Sus maneras eran tan hostiles, tan antisociales, que muy pocos de sus amigos se tomaron la molestia de visitarle, y quienes optaron ocasionalmente por hacerlo no fueron recibidos.

Aquello fue causa de muchas habladurías. Todos los que habían conocido a Arthur Hartley en los tiempos anteriores a su expedición a Egipto, se sentían intrigados por la drástica metamorfosis que se había obrado en él. Hartley, además de ser reconocido como un gran estudioso, como un hombre de probada erudición en el trabajo de campo arqueológico, había sido siempre una persona especialmente encantadora. Tenía, pues, ese reconocimiento de todos, asociado generalmente a los héroes ficticios de E. Phillips Oppenheim, y su mismo sentido del humor condescendiente. Era un tipo de esos que sabían elegir el vino adecuado en cada momento, dando la impresión a la vez de que él mismo se sorprendía más de su excelente elección que sus propios invitados. A todos les fascinaba su aire de cultura sin ostentación. Además había trasladado su sentido del ridículo a su trabajo, a tal punto que, aun siendo bien conocida su solvencia en las cuestiones arqueológicas, y una figura más que notable en dicho campo, siempre se refería a sus estudios como simples análisis de «potería y fósiles que a menudo no son más que restos de potería».

En consecuencia, la sorpresa de todos sus amigos, al verle tan cambiado tras su regreso de aquel viaje al antiguo Egipto sudanés, fue completa.

Lo único que se sabía realmente era que había pasado cerca de ocho meses de estudio e investigaciones, y que a su regreso había interrumpido todo contacto con el instituto científico al que pertenecía. En cuanto a lo que podía haberle sucedido durante aquel viaje, nadie podía decir algo que no fuera producto de una mera conjetura, si bien parecía indudable que algo extraño tuvo que haberle ocurrido.

Prueba de ello fue la breve visita que efectuó a nuestro club aquella noche. Llegó de manera silenciosa y discreta. Hartley era una de esas personas que hacían una entrada en todo el sentido de la palabra… Alto y bien parecido, impecablemente vestido siempre con traje de etiqueta, parecía un galán de melodramas, con sus sienes plateadas a la manera de un Stokowski. Lo mismo podía pasar por todo un hombre de mundo que por un ilusionista que esperase el momento de salir al escenario.

Aquella noche, sin embargo, Hartley había entrado en el salón del club de modo muy discreto, en silencio, despacio. Vestía de etiqueta, pero la chaqueta le colgaba blandamente de los hombros, sus cabellos mostraban bastantes más canas, y su tez, pese al bronceado adquirido bajo los soles de Egipto, no lograba disimular su aspecto enfermizo. Tenía la mirada perdida y había desaparecido de su expresión aquel aire amistoso y cálido de siempre.

No saludó a nadie y tomó asiento solo, en una mesa aparte. Como era lógico, todos los que le conocían se acercaron a él para darle la bienvenida, pero no les invitó a que tomaran asiento a su mesa. Ninguno insistió en acompañarle, de tan extraña como les resultó su actitud. Tras unas palabras de saludo, volvieron a ocupar sus asientos y comentaron todo eso que tanto los había sorprendido.

Alguno de los presentes aventuró la posibilidad de que Hartley hubiese contraído alguna variante de la fiebre en Egipto, pero no me parece que lo creyeran de corazón. Lo único cierto era que Arthur Hartley parecía un extraño, un hombre al que acababan de conocer, y que había hablado con trémula vocecilla al contestar a las preguntas que le hicieron, y que daba la impresión de no reconocer a los que le saludaban. ¿Qué otra cosa puede decirse de un antiguo amigo que nos mira sin expresión alguna cuando le hablamos, y cuyos ojos revelan la impresión del miedo?

Esto era lo más intrigante de la actitud de Hartley. Estaba aterrorizado. Se le notaba el pánico en sus miradas huidizas. Se le notaba en el abatimiento de sus hombros. Se le notaba en la palidez cenicienta de su cara. Se le notaba el pánico en el temblor de su voz.

Cuando me contaron todo eso decidí ir a verle a su apartamento. Ya me habían hablado otros de sus intentos por hacer lo mismo, en la semana que siguió a la aparición de Hartley en el club, sin que percibieran la menor señal de vida en su casa. Decían también que no se ponía al teléfono, por lo que supusieron que lo había desconectado. Aquello me intrigó mucho más, e incluso me espoleó: verle parecía una tarea difícil.

No permitiría que Hartley se hundiese. Era un buen amigo. Debo confesar que además me intrigaba todo aquel misterio. La combinación de circunstancias lo hacía irresistible. Así que una tarde me dirigí a su apartamento y llamé a la puerta.

Nadie contestó. Allí, en el oscuro descansillo de la escalera, pegué la oreja a la puerta e intenté oír algo, unos pasos, cualquier cosa. Nada. Silencio absoluto. Pensé por un momento que quizá se hubiera suicidado, pero aquella idea me pareció al cabo tan absurda que me hizo reír. Era una estupidez, a pesar de lo que podía suponerse tras los informes que me habían dado acerca del estado mental de Hartley. Es cierto que me habían alarmado aquellos informes recibidos de los estólidos miembros del club, pero de ahí a aceptar la posibilidad de un suicidio…

Llamé otra vez, más por inercia, por hacer algo, que esperando un resultado tangible. Luego comencé a bajar por la escalera. Sentí, debo decirlo así, un gran alivio a medida que me iba alejando de la puerta de su casa. La idea de que se hubiera suicidado, aun no queriendo aceptarla, no era precisamente agradable.

Iba a salir ya del portal cuando me crucé con una figura que entraba y me resultó familiar. Me volví. Era Hartley.

Al fin lo veía tras su regreso. La verdad es que en la penumbra del portal parecía un fantasma. El tiempo transcurrido, apenas una semana desde que hiciera su aparición en el club, había acentuado su aspecto lamentable. Caminaba con la cabeza gacha. La levantó con dificultad cuando le saludé. Su mirada me causó un shock terrible. Estaba vacía… Parecía la de un extraño, la de un hombre que sufriese un encantamiento. Sólo reaccionó cuando volví a decir su nombre.

Se cubría con un abrigo andrajoso, que realmente parecía sobrarle por todas partes. Vi que llevaba algo envuelto en papel de estraza.

Le dije algo, no recuerdo qué… En cualquier caso, algo, supongo, que me sirviera también para salir de la confusión que me causaba verlo así… Creo que fui tan cordial como siempre, sin embargo, porque se detuvo en el primer peldaño, lo que me llevó a dar un paso y ponerme a su altura. Subimos las escaleras sin decir una palabra. Me sentía descorazonado, atónito. Pero, a pesar de su aparente oposición, me invitó a entrar en su casa.

Nada más entrar, Hartley cerró con llave la puerta. Eso indicaba a las claras que se había obrado en él una metamorfosis. En otro tiempo Hartley tenía siempre abierta la puerta, en el más amplio y literal sentido de la palabra. Incluso cuando estaba en el instituto tenía abierta la puerta de su casa, por si alguien decidía acudir a esperarlo. Ahora la cerraba con llave.

Eché un vistazo al apartamento. Mi mente se había preparado ya para lo peor, para cualquier atisbo de cambio radical, pero no observé nada extraño. En realidad no había cambiado nada. Allí seguían los muebles. Allí seguían los cuadros. Allí seguían las estanterías llenas de libros.

Hartley se excusó, entró en su dormitorio y salió después de quitarse aquel abrigo andrajoso. Antes de sentarse se dirigió a la repisa de la chimenea y encendió una varilla de incienso ante una figura que representaba a Horus. Al segundo, aquello comenzó a soltar espirales de humo gris en el mejor estilo de una ficción exótica y comencé a sentir el penetrante olor del incienso.

Allí tenía la primera pista del enigma. Me comportaba inconscientemente como un detective en busca de huellas, o quizá como un psiquiatra al acecho de tendencias neuróticas. El incienso, a fin de cuentas, era una cosa totalmente ajena al Arthur Hartley que yo había conocido.

—Esto limpia el ambiente y despeja el mal olor —dijo mi amigo.

No le pregunté «qué olor». Ni le pregunté por su viaje, ni le pedí cuentas acerca de su proceder inexplicable, ni le reproché que no respondiera a mis cartas antes de que saliera de Jartum, ni que hubiese evitado mi presencia en los últimos tiempos. Esperé a que hablara.

Pero no le oí una palabra de interés al principio. Su conversación giraba sobre temas triviales. Luego me dijo que había renunciado a su profesión y que era posible que tuviese que marcharse muy pronto de la ciudad para volver con su familia, que residía en el campo. Había estado enfermo. Se sentía defraudado por las limitaciones que presentaba la egiptología. Odiaba la oscuridad. En Kansas había una gran plaga de langostas.

Aquellas divagaciones eran las de un desequilibrado.

Era evidente que Hartley se había vuelto loco. Las «limitaciones» de la egiptología. «Odio la oscuridad». «La langosta que está asolando los campos de Kansas».

No obstante, me abstuve de hacer comentarios. Encendió una serie de velas situadas en distintos puntos de la habitación, para volver a sentarse frente a mí, fija la vista en las nubes de humo de aquellas velas que arrojaban una luz amarilla sobre su rostro consumido. Y entonces se decidió a hablar.

—¿Eres amigo mío? —me dijo, aunque supe que era una afirmación y no una pregunta, por lo que me limité a asentir en silencio, gravemente—. Sí, eres un buen amigo —dijo, como si hiciese una declaración; luego respiró profundamente y prosiguió—: ¿Sabes lo que hay en ese paquete que traía de la calle?

—No.

—Te lo diré… Insecticida. Nada más que eso. Un insecticida —y me miró con una nueva luz en los ojos, más animado, antes de continuar—: Llevaba una semana sin salir de este apartamento. No quería propagar esa plaga. Porque me siguen, ¿sabes? Por todas partes. Y hoy pensé que podría utilizar insecticida, y fui a comprarlo. Un producto más mortífero que el arsénico. Ya lo ves, un procedimiento de lo más elemental, pero su misma sencillez puede contrarrestar las fuerzas del mal.

Asentí de nuevo, como un tonto que no entiende una palabra, mientras me preguntaba cómo sacarlo de allí aquella misma noche. Quizá mi amigo el doctor Sherman pudiera diagnosticar su…

—Y ahora —siguió diciendo Hartley—, ¡que vengan si quieren! Es mi última oportunidad. El incienso no les causa ningún efecto, y las velas, aunque las tenga encendidas constantemente, no sirven para nada, porque se arrastran por los rincones a los que no llega la luz. Me sorprende que el suelo de madera resista tanto. Ya debería estar completamente agujereado.

¿De qué me hablaba?

—Olvidaba —dijo Hartley— que no sabes una palabra de todo esto… De la plaga, me refiero… Y de la maldición —dijo levantando las manos, que arrojaron contra la pared una sombra semejante a un pulpo—. Antes me reía de estas cosas, ya sabes. La arqueología no se dedica precisamente al análisis de las supersticiones. Todo lo más a las ruinas… Nunca me pareció que unos cacharros y unos fósiles pudieran contener una maldición, jamás di importancia a todo eso. La egiptología es algo muy distinto… Pero allí hay cuerpos enterrados. Momificados, pero perfectamente humanos. Los egipcios fueron una gran raza. Estaban en posesión de secretos científicos que aún no hemos podido desentrañar. Y, por supuesto, no estamos en condiciones de comprender, siquiera someramente, sus conceptos sobre el misticismo.

¡Allí estaba el quid de la cuestión! Seguí escuchando atentamente lo que decía.

—He aprendido un montón en este viaje —continuó—. Conozco bastantes mitos egipcios: la leyenda de Bubastis, la teoría de la resurrección referente a Isis… Los nombres de Ra, la alegoría de Set… Esta vez descubrimos cosas muy interesantes en aquellas tumbas excavadas río arriba. Pudimos hacernos con mucha potería, muebles, bajorrelieves… Pronto podrás leer en la prensa la información completa del hallazgo. Lo peor fue que también encontramos momias. Momias malditas. Y yo fui un insensato al hacer lo que hice. Nunca debí hacerlo, y no sólo por razones de ética, sino por otras más importantes, unas razones que pueden costarme el alma.

En aquel momento tuve que realizar un esfuerzo para mantenerme callado, para recordar que el que hablaba estaba loco y que su acento convincente no era más que un claro síntoma de su desequilibrio mental. De otro modo, en aquel ambiente, con el resplandor de las velas que ardían a nuestro alrededor, y con tantas historias sobre asuntos de la antigüedad, podría haber quedado fácilmente persuadido de que el estado de extenuación en que se encontraba mi amigo era debido al influjo de un poder maléfico.

—Pero yo no pude resistir la tentación —continuó Hartley—. ¡A pesar de haber leído la leyenda sobre la Maldición del Escarabajo Sagrado! No sospeché, siquiera, que pudiera tener un mínimo viso de realidad. Sabes bien que siempre he sido un escéptico. Todos lo somos, en cierta forma, hasta que nos sucede algo grave. Cosas que son como el fenómeno de la muerte. Sabemos que es algo que les ocurre a otras personas, pero no comprendemos que pueda sucedernos también a nosotros. La Maldición del Escarabajo Sagrado viene a ser cosa parecida —recordé entonces algunas cosas acerca de la maldición egipcia del Escarabajo Sagrado, y me acordé igualmente de las Siete Plagas, y supe entonces de qué seguiría hablando mi amigo—: El caso fue que en el viaje de regreso comprobé lo que estaba ocurriéndome. Entonces los vi por primera vez, arrastrándose por el suelo de mi camarote, todas las noches, todas las noches… Cada vez que encendía la luz, se apresuraban a refugiarse en las sombras que proyectaban la litera, las cortinas y otros objetos del camarote, pero cuando me disponía a conciliar el sueño… entonces volvían, para trepar hasta mí y… al principio quemé incienso, con la intención de ahuyentarlos. Luego me cambié de camarote, pero fue inútil, porque me siguieron. Me seguían a todas partes. No me atreví a decírselo a nadie. Todos se hubieran echado a reír. Y los otros egiptólogos de la expedición serían incapaces de prestarme ayuda. Además no podía confesarles mi delito, el auténtico crimen que había cometido. Por eso decidí soportar a solas la situación, por terrible que me resultase —sonaba su voz como si se le hubiera secado la garganta—. Aquello era un infierno. Una noche en que estaba cenando en el comedor del barco, vi a una de esas negras maldiciones en la comida de mi plato. A partir de entonces, comí a solas en mi camarote, de donde procuraba no salir más de lo necesario. No quería que los demás se dieran cuenta de lo que me pasaba. Porque aquellos seres malditos me seguían por dondequiera que fuese. ¡Es terrible! Te lo aseguro. Lo único que los mantenía alejados de mí era la luz, fuese la del sol o la de una lámpara, o la de una llama. Aún no puedo explicarme cómo subieron al barco. Por eso no te extrañe que en cuanto toqué tierra me faltara tiempo para ir al instituto y presentar mi dimisión. En cualquier caso, tendría que haberla presentado cuando se descubriese la verdad. Que se descubrirá, no te quepa duda, tarde o temprano, y será un escándalo. Y hace unas noches, al entrar en el club, con el deseo de saludar a mis amigos… No sabes cómo me sentí… Apenas me hube sentado, vi que uno de esos seres malditos se arrastraba por la alfombra, hacia mí. ¡No puedes hacerte idea del esfuerzo a que me obligué para no gritar como un poseso! Tengo que vencer a la maldición. Es lo único que me queda por hacer. No puedo esperar ninguna ayuda.

Iba a decir algo, pero me detuvo con un gesto y siguió hablando en tono de gran desesperación:

—No, no puedo huir. Me han seguido a través del océano, me siguen por la calle. ¡Aunque me encerrase, conseguirían dar conmigo! Rodean mi cama todas las noches. Suben por las patas y se arrastran hasta mi cara. Necesito dormir. Tengo que conciliar el sueño como sea, porque de lo contrario me volveré loco; pero apenas consigo conciliar el sueño, se arrastran hasta mi cara y me despiertan. Así una noche y otra. Sin descanso.

Era impresionante ver cómo decía aquellas palabras, con los dientes apretados, luchando desesperadamente por mantener el necesario autocontrol.

—Puede que el insecticida los mate. No sé cómo no se me ocurrió antes, pero estaba tan trastornado… Te parecerá ridículo, ¿verdad? Emplear insecticida contra una maldición secular.

Al fin pude decir algo.

—Son escarabajos, ¿no?

Hartley asintió.

—Escarabajos sagrados —dijo—. Ya conoces la maldición… Las momias puestas bajo su protección no podrán ser violentadas.

Conocía aquella maldición, en efecto. Una de las más antiguas de la historia, y una de las más conocidas. Una leyenda que tiene, como todas las leyendas, larga vida. Puede que incluso tengan algo de razón. Y acaso pudiera empezar a tener yo alguna razón para comprender a Hartley.

—¿Y por qué habría de afectarte esa maldición? —le pregunté.

Sí, podía ser que comenzase a comprender a Hartley. La fiebre egipcia lo había descompuesto, afectándole severamente, y por eso aquella leyenda tan exótica y colorista había ocupado su mente, trastornándola. Por eso trataba de expresarme con lógica aguda, para demostrarle que padecía una alucinación.

—¿Por qué habría de afectarte a ti, precisamente a ti, esa maldición? —volví a preguntarle.

Al cabo de una corta pausa, respondió como si las palabras pugnaran por salir de su boca:

—Porque robé una momia —dijo—. Robé la momia de una virgen del templo. Debí de volverme loco, de lo contrario no me explico cómo pude hacer algo así. A veces, el sol del desierto le reblandece la sesera a más de uno. En el sarcófago de la momia había además oro, joyas y ornamentos propios del culto religioso, y también… También estaba escrita allí una maldición, pero me dio igual, me lo llevé —lo miré fijamente y comprendí que decía la verdad—. ¿Comprendes ahora por qué no podía continuar en mi puesto? Robé una momia… y estoy maldito. Al principio no se me ocurrió ni pensar en la maldición. Luego, cuando comenzaron a perseguirme los escarabajos, supe que se estaba cumpliendo, supe que la leyenda era cierta. También supuse que ahí acabaría todo, que los escarabajos se limitarían a seguirme a cualquier parte para que no pudiese relacionarme más con el resto de la gente. Pero desde hace unos días pienso que ahí no acaba la cosa. Ahora creo que son heraldos vengadores y que acabarán matándome.

Aquello parecía un arrebato de locura, sin más.

—Desde entonces no me he atrevido a abrir el sarcófago de la momia —siguió diciendo—. Temo leer de nuevo esa inscripción. La tengo aquí, en casa, pero está cerrada y no te la enseñaré… Querría quemarla, destruirla definitivamente, pero, por otra parte, conviene que esté aquí… para que sirva como prueba si me sucede algo. Y si esos malditos seres llegan a matarme…

—¡Suéltalo ya de una vez! —exclamé entonces, incapaz de continuar dominándome.

No sé bien qué palabras utilicé, pero dije unas cuantas cosas más, quizá duras, pero de todo corazón, para incitarlo. Cuando acabé, Hartley sonreía. Con esa sonrisa martirizada que tienen los obsesos.

—¿Crees que tengo alucinaciones? No, los escarabajos son reales. Pero no sé de dónde salen, porque no hay ninguna grieta en el piso de tarima. Pero oigo el ruido que hacen en las paredes. Todas las noches aparecen en mi dormitorio, miles y miles de escarabajos negros, de apenas una pulgada. No muerden, desde luego; sólo se arrastran por ahí, sobre la alfombra, trepando a la cama, sin dejarme conciliar el sueño… Nunca he podido atrapar a uno solo de ellos. Se mueven muy ágilmente, como si adivinasen mis intenciones… O como si el poder que los dirige supiera lo que intento hacer. Y esto no puede durar mucho tiempo más. Alguna noche, tarde o temprano, me quedaré dormido, rendido de fatiga, y entonces…

De pronto se levantó, gritando:

—¡Ahí están, en aquel rincón!

Unas sombras se movían, en efecto; parecían avanzar.

Hartley sollozaba.

Encendí la luz eléctrica. No había nada, por supuesto. No dije una palabra. Me fui de allí abruptamente, dejando a Hartley hundido en su butaca, con la cabeza entre las manos.

Salí para ver a mi amigo el doctor Sherman.

II

Su diagnóstico confirmó lo que yo había pensado: fobia acompañada de alucinaciones. El sentimiento de culpa que albergaba Hartley por haber robado la momia le hacía sentirse perseguido. Como resultado, la visión de los escarabajos.

El doctor Sherman dijo algo muy simple, pero acudiendo al lenguaje técnico de los psiquiatras. Llamamos por teléfono al instituto donde Hartley había trabajado. Verificaron la historia, incluso sabían que Hartley había robado una momia.

Sherman tenía una cita tras la cena, pero prometió reunirse conmigo a las diez para ir juntos al apartamento de Hartley. Le había insistido para que lo hiciéramos, yo tenía la impresión de que ya no se podía perder más tiempo. Aquello, por supuesto, quizá fuera una imprudencia por mi parte, pero lo que había presenciado y oído por la tarde no me dejaba otra opción, aquello me había alterado mucho.

Pasé un buen rato sumido en reflexiones enervantes. Quizá todo aquello no fuese más que una manera común, una reacción propia de los egiptólogos. El complejo de culpa que sentía tras haber robado en una tumba podía haberle llevado a proyectar las sombras de un castigo imaginario contra sí mismo. Serían en ese caso, las suyas, alucinaciones de retribución. Puede que eso sirva igualmente para explicar las muertes atribuidas a Tutankamón; una justificación para los suicidas.

Por eso insistí tanto a Sherman para que visitase y reconociera a Hartley aquella misma noche. Temía que Arthur Hartley, al borde del colapso mental, acudiera al suicidio para liberarse de su imaginaria persecución.

Eran casi las once cuando llamamos a su puerta. No hubo respuesta. Estábamos casi a oscuras en el descansillo de la escalera y volví a llamar a la puerta insistentemente. El silencio no hacía más que aumentar mi ansiedad. Me sentía terriblemente asustado; de lo contrario, jamás hubiera osado utilizar mi esqueleto como si fuese una llave.

Así lo hice, pensando que el fin justifica los medios. Abrí la puerta dándole unos cuantos empellones con mi hombro y entramos.

En la sala de estar no había nadie. Observé que todo seguía igual que por la tarde, sin cambios; lo pude comprobar bien pues las luces estaban encendidas igual que algunas velas.

Pero Sherman y yo percibimos de inmediato el olor hiriente del insecticida, un olor muy fuerte, y comprobamos que el suelo estaba prácticamente cubierto por aquel polvo blanco para matar insectos.

Antes de aventurarme a entrar en el dormitorio le llamamos a voces, por supuesto. El dormitorio estaba a oscuras y supuse que tampoco se encontraría allí Hartley. Pero al encender la luz vi un bulto bajo las sábanas y las mantas de la cama. Era Arthur Hartley; no necesité mirarlo dos veces para percatarme de que su cara blanca tenía la mueca inequívoca de la muerte.

En el dormitorio olía aún más a insecticida, un olor mezclado con el del incienso…

Pero olía a algo más… Era un hedor vagamente animal, quizá mohoso.

Sherman contemplaba la escena a mi lado, sin decir una palabra.

—¿Qué hacemos? —le pregunté.

—Bajaré a la calle para telefonear a la policía —me respondió—. No toque nada.

Salí tras él para verme fuera del dormitorio, me sentía enfermo. No quería estar cerca del cadáver de mi amigo; el rictus terrible que tenía en la cara me daba mucho miedo. Suicidio, asesinato, ataque al corazón… Me daba igual, hubiera preferido no conocer la causa de su muerte. Me dolía mucho que no hubiésemos llegado a tiempo.

De repente, cuando salía del dormitorio, se me metió en la nariz un olor extraño, muy fuerte. Supe enseguida qué era. ¡Escarabajos!

Pero ¿cómo podía ser que hubiese allí escarabajos? Aquello no había sido más que una alucinación de la mente enferma del pobre Hartley. Hasta su cabeza enloquecida le hacía extrañarse de que los hubiera, porque no había un solo lugar del que pudieran salir. Por lo tanto, no podía haberlos.

Aquel hedor insoportable persistía, incluso aumentaba. Un olor a muerte, a decrepitud; a la corrupción que imperaba en el antiguo Egipto.

Me dejé llevar por aquel hedor hasta el segundo dormitorio y forcé la puerta.

En la cama estaba la momia. Hartley me había contado que la tenía allí encerrada. El sarcófago tenía puesta la tapa pero se veía que estaba abierto.

Levanté la tapa. A cada lado del sarcófago, en su interior, había unas inscripciones; quizá alguna aludía a los Escarabajos Sagrados, no lo sé. Sí sé, sin embargo, que pronto captó toda mi atención la momia, aquella visión fantasmagórica que yacía en la cama. Era una momia, evidentemente, y por ello estaría seca. Todo era pura carcasa. Tenía una gran cavidad abierta a la altura del estómago, y al acercarme pude ver ciertas formas, de no más de una pulgada, que se movían en aquel interior; unas formas negras como botones, con largas antenas. Aunque la luz hizo que buscaran refugio rápidamente en el cuerpo vacío y seco de la momia, supe que eran escarabajos.

Allí estaba el secreto de la maldición. Los escarabajos vivían en el interior de la momia. Se alimentaban de ella y vivían en ella. Y salían por la noche, cuando todo estaba a oscuras. ¡Era cierto!

No pude evitar un grito. Me hería especialmente comprobar que Hartley había dicho la verdad y volví a la habitación donde yacía sin vida. Oí pasos en el rellano de la escalera; llegaba la policía pero no podía esperarlos. El corazón me urgía.

Así que la historia que me había contado Hartley era cierta… ¿Significaba eso que los escarabajos eran los heraldos de una venganza divina?

Rápidamente pasé mis brazos bajo el cuerpo de Hartley y lo levanté, para examinarlo por todas partes, pero no descubrí ni una herida en su cuerpo.

No había heridas, no había sangre, no había un arma… Tuvo que matarlo, pues, un shock brutal, un ataque al corazón. Cuanto más lo miraba más me convencía de eso. Volví a dejar que su cabeza reposara sobre los almohadones.

Debo decir, sin embargo, que me sentía relativamente contento, porque mientras levantaba el cuerpo de Hartley para examinarlo, mis ojos recorrían la habitación en busca de los escarabajos y no los vieron.

Hartley temía a los escarabajos, aquellos escarabajos que salían de la momia. Salían todas las noches, si había que creer lo que decía. Y entraban en su dormitorio, y subían por las patas de la cama, y alcanzaban sus almohadones.

Pero ¿dónde estaban ahora? Quizá se habían ido ya de la momia, una vez muerto Hartley… ¿Dónde estarían?

De repente me dio por mirar otra vez a Hartley. Había algo extraño en su cadáver yaciente sobre la cama. Cuando lo moví me pareció muy liviano para un hombre de su corpulencia. Ahora me parecía vacío de algo más que la vida. Me acerqué más a su cara. Entonces grité horrorizado… La piel de su cuello se movía convulsa, su pecho parecía respirar, subía y bajaba… Su cabeza se movía a ambos lados de los almohadones… Vivía… O quizá había en su interior algo vivo.

Grité otra vez, más fuerte, más horrorizado, pues comprendí de golpe qué había matado a Hartley. Comprendí lo que significaba la maldición de los Escarabajos Sagrados, que los escarabajos habían abandonado el interior de la momia para tomar la cama de Hartley. Supe bien qué habían hecho aquella noche. Volví a gritar, esperando que mi grito tapara aquel sonido espantoso que llenaba la habitación, que salía del cadáver de Hartley.

Ya no me cupieron dudas acerca de que lo había matado la maldición de los Escarabajos Sagrados, y volví a gritar una y otra vez, al comprobar que se despegaban los labios del muerto y salían de su boca varios escarabajos negros que corrían sobre los almohadones.

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