El que abre el camino: 24 historias macabras

El que abre el camino: 24 historias macabras


LA CASA DEL HACHA

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LA CASA DEL HACHA

(House of the Hatchet)[30]

Daisy y yo disfrutábamos de una de nuestras broncas habituales. Esta vez había empezado por la póliza de seguros, pero cuando acabamos el caso, nos enredamos en los argumentos de rutina. Ambos sabíamos aplicarnos bien a ellos.

—¿Por qué no sales por ahí a buscar trabajo, como todos los hombres normales, en vez de pasarte la vida en casa, tecleando en la máquina de escribir? —me dijo ella.

—Ya sabías que era escritor cuando nos casamos —dije—. Si querías casarte con un profesional cualquiera, pues nada, haber formalizado tus relaciones con aquel médico pobretón con quien salías cuando nos conocimos. No hubieras tenido problemas para saber dónde estaba en cada momento: entregado a la cirugía mediante la disección de las hamburguesas que no paraba de comer en aquel sucio bar.

—No tienes por qué mostrarte sarcástico. Al menos George habría sabido qué hacer para traer provisiones a casa.

—¡Claro que era un gran aprovisionador, por supuesto! Siempre estaba proveyéndome de motivos para reírme de él.

—Eso es lo peor de ti, el complejo de superioridad que tienes. Crees que eres mejor que los demás, y aquí estamos, medio muertos de hambre. Pero tú continuarás pagando los plazos de ese coche para que tus amigos del cine no te hagan de menos. Y encima, ahora acabas de suscribir esa póliza del seguro, para poder presumir ante todo el mundo de que te preocupas por tu familia… Por supuesto que debería haberme casado con George. Por lo menos traería a casa algunas de esas hamburguesas cuando volviera de su trabajo. ¿Con qué pretendes que me alimente? ¿Con papel carbón usado y con cintas para la máquina?

—¿Y qué culpa tengo yo de que no me compren mis obras? Creí que aquel contrato sería bueno, pero ya has visto que no. Siempre pidiéndome dinero… ¿Quién te crees que soy? ¿La gallina de los huevos de oro?

—Pues sí que pusiste huevos de oro con esos últimos cuentos…

—¡Graciosa, eres muy graciosa! Pero estoy un poco harto de todo esto, Daisy, de tu continuo teatro… Sobre todo, del segundo acto…

—Ya lo he notado. A ti te gusta cambiar de compañía y seguir bailando, ¿no es eso? No creas que no me di cuenta de cómo bailabas con Jeanne Corey en la fiesta de Ed. Tan juntitos los dos… ¡Si parecíais metidos en el mismo corsé!

—Mira, deja en paz a Jeanne, que no tiene ninguna relación con todo esto.

—Conque no quieres que hable de Jeanne… Claro, ¿cómo va a ser digna tu esposa de hablar de tu querida? Muy bien, cariño. Siempre supe que eras un trabajador muy activo, pero jamás hubiera sospechado que llegases tan lejos. ¿Le has dicho ya que es tu nueva musa?

—¡Maldita sea, Daisy! ¿Por qué interpretas de forma tan retorcida todo lo que digo?

—¿Por qué no le suscribes un seguro también a ella? Podría llamarse seguro de bigamia… No dudo de que en la compañía Brigham Young te lo hacen sin más.

—¿Es que no vas a parar? Hazme el favor… ¡Qué bonito, y en nuestro aniversario!

—¿Qué aniversario?

—El de nuestra boda. ¿O es que no es hoy el 18 de mayo?

—El 18 de mayo, sí.

—Mira lo que te he comprado.

—¡Pero cariño! Si es un collar.

—Efectivamente, un pequeño dividendo de nuestra unión matrimonial.

—Cariño… ¿Y cómo me has comprado esto con todas las facturas que nos quedan por pagar?

—Olvídate… Y deja de susurrarme al oído, que no sé si…

—Oh, querido, qué bonito es… Y pensar que no me acordaba de que hoy es nuestro aniversario de boda…

—Pues yo no lo olvidé, ya ves. Escucha; se me ha ocurrido que quizá podamos salir por ahí… Una pequeña excursión por la carretera de Prentiss, ¿qué te parece?

—¿Como el día de nuestra boda?

—Sí.

—Claro, cariño… ¡Me encantaría! Pero, dime, ¿de dónde has sacado este collar?

Así era siempre. Una más. Daisy y yo celebrando uno de nuestros habituales asaltos. Era como si eso nos mantuviese en forma. Pero había momentos en que tenía la sensación de que estábamos pasados de entrenamiento. Llevábamos así meses y meses, una y otra vez, encendiéndonos y apagándonos. No sé por qué. No hubiera podido hablar de nuestra incompatibilidad de caracteres en caso de haber solicitado el divorcio. Yo estaba en la ruina y Daisy era muy chillona. Así estaban las cosas.

Pero creo que hice muy bien en desenfundar el violín y tocar Hearts and Flowers[31]. La única manera de obligar a Daisy a no rechistar, sin necesidad de taparle la boca con la fregona, era la que yo había ideado aquel día: regalo de aniversario de boda y recorrido de la ruta seguida en nuestra luna de miel.

Aquello la puso muy sentimental e hizo sentirse feliz, y yo me congratulé de ello mientras nos metíamos en el coche y partíamos hacia Wilshire para dirigirnos desde allí a Prentiss Road[32]. Aún teníamos muchas cosas que decirnos, pero de tanto repetirlas podrían llevarnos a la náusea. Cuando Daisy estaba a gusto, se expresaba de manera un tanto aniñada, lo que me molestaba especialmente.

Pero durante un rato podríamos sentirnos felices. Comencé a decirme que aquello era como en los viejos tiempos, que en realidad éramos como los críos que fuimos en otro tiempo, los que se escapaban para estar solos. Poco después Daisy dejó la peluquería en la que trabajaba y yo vendía mi primer guión a una agencia. Ahora estábamos en primavera, como entonces, e íbamos por la misma carretera que aquella vez, y Daisy me susurraba cosas al oído, como en aquel tiempo.

Pero no era lo mismo. Daisy ya no podía ser una jovencita; es cierto que no tenía arrugas en la cara, pero sí que su voz era rasposa. Es verdad que no había engordado, pero sí que siempre se estaba quejando y reconviniéndome. Yo también había cambiado, por supuesto. Las primeras ventas de guiones para la radio me ayudaron en mi vida de casado. Luego entré en relación con grandes personajes, y eso me costaba bastante dinero. Lo malo era que últimamente no había conseguido vender ni una sola línea. Y no paraban de llegar facturas a casa. Facturas y más facturas… y, cada vez que me decidía a escribir algo nuevo, tenía que renunciar a mi propósito, pues no había forma de hilar argumentos, por culpa de Daisy, que no cesaba de protestar y darme la lata con eso de: ¿por qué has tenido que comprar otro coche, por qué tenemos que pagar un alquiler tan caro, por qué has suscrito una póliza de seguro, por qué te has comprado tres trajes?

Por eso le compré el collar, para que se callase de una vez. Las mujeres tienen su propia lógica.

Bien, supuse que aquel día podría olvidarme de las facturas, de la pesadez habitual de Daisy… y de Jeanne. Por más que supiera que esto último habría de resultarme difícil, porque Jeanne tenía un carácter apacible, y una magnífica renta, y nunca protestaba por todo ni ponía una ridícula voz de niña cuando estaba contenta.

Bien. Pasado Prentiss Road tomamos la vieja carretera. Traté de apartar a Jeanne de mi mente y ponerme del mejor humor posible. Daisy estaba muy contenta, no había duda. Llevábamos una maleta con los artículos necesarios para pasar una noche fuera de casa y, de modo tácito, habíamos convenido en alojarnos en el mismo hotel de Valos donde lo hicimos, tres años atrás, después de nuestra boda.

Tres años de infinita monotonía.

Pero no quería pensar en eso. Mejor pensar en los bonitos rizos del cabello de Daisy, que brillaban con el sol de poniente; mejor pensar en aquellas bonitas colinas verdes. Estábamos en primavera, como en la primavera de tres años atrás, y ante nosotros se abría la vida, incluso si miraba el pavimento por el que conducía, no ya los paisajes.

Así que seguíamos adelante, tan contentos. Daisy leía en voz alta cuanto letrero o indicación había en la carretera. Yo asentía, o me reía, o decía vaya, vaya… mientras pensaba que llevaba cuatro horas al volante, y que estaba deseando apearme del coche y estirar las piernas, y luego…

Allí estaba aquello. Esta vez no pude por menos que fijarme en el aviso. Y aunque no lo hubiera hecho, allí estaba Daisy para leérmelo.

—¡Mira eso, cariño!

¿PODRÁ SOPORTARLO?

LA CASA DEL TERROR

¡Visite una auténtica casa encantada!

Y debajo, en letra más pequeña, se leía lo siguiente:

Visite la mansión de Kluva. Entre en la habitación encantada.

Vea el hacha empleada por el asesino loco.

¿SE APARECEN LOS MUERTOS? Visite LA CASA DEL TERROR,

la atracción más genuina en su género.

ENTRADA: 25 centavos.

Claro está, no pude leer todo eso, porque conducía a sesenta millas por hora. Pero allí tenía a Daisy para hacerlo y, mientras me lo leía todo, yo miré hacia el viejo caserón, tan grande, que estaba a pocos metros del letrero, y que tanto se parecía a otros por el estilo situados a lo largo de la carretera y ocupados por médiums, magos indios y psicólogos yoguis. No en vano estábamos en una tierra de lunáticos que se lucraban con la credulidad de los turistas. Así y todo, el dueño de la supuesta Casa del Terror resultó ser un tipo bastante original. Y lo mismo debió opinar Daisy, puesto que dijo:

—Oh, querido, entremos.

—¿Qué?

—Estoy cansada del viaje y seguro que tienen hot dogs o cualquier otra cosa. Tengo hambre.

Bueno, así era Daisy. Daisy la sádica. Daisy, la aficionada a las películas de miedo. La verdad es que aquello no me cogía de nuevas. Conocía bien los gustos de mi esposa, tan tontos… Era una adicta al género del terror. Poco después de nuestra boda comenzó a sorprenderme cada mañana con la lectura en voz alta de las noticias que daban cuenta de los sucesos más escabrosos. Luego comenzó a llenar la casa con revistuchas de crímenes e historietas de fantasmas. Después me arrastraba a ver cuanta película de misterio ponían por ahí… Y más de una vez hube de cerrar los ojos e intentar evadirme cuando me refería con pelos y señales los horribles asesinatos y descuartizamientos de Cleveland, de los que tanto había leído… Aquel criminal que descuartizaba a sus víctimas con un hacha… Quizá hubiéramos sido más felices en nuestro matrimonio si me hubiese paseado por las habitaciones de mi casa con el rostro oculto tras un negro antifaz, y si la hubiese acariciado con el filo de un hacha mientras le susurraba palabras como si fuera Bela Lugosi con bronquitis.

Traté de apartar de mí el pathos que invadía mis pensamientos.

—¿Y a qué viene ese arrebato? —le dije.

Pero era una batalla perdida. Daisy abría ya la portezuela del coche. Sonreía. Una sonrisa que podía haberle puesto cualquier cosa rara en los labios. La misma sonrisa que tantas veces veía en ella mientras leía absorta aquellas historietas de su gusto o los sucesos de los periódicos, sobre todo si eran bien sangrientos. Me recordaba desagradablemente la cara de los gatos cuando acechan a un petirrojo. Además de protestona y malencarada, era una sádica.

Pero ¿qué importaba todo eso ahora? Estábamos en una especie de segunda luna de miel. No venía al caso recordar todo eso. Total, echaríamos allí media hora para seguir después hasta el hotel, en Valos.

—Vamos, venga…

Salí de mis abstracciones y vi a Daisy en el porche. Cerré el coche, metí en mi bolsillo las llaves y me uní a ella. Comenzaba a levantarse un poco de neblina y las nubes iban hacia el sur. Daisy llamó a la puerta con impaciencia. No mucho después la puerta se abría despacio, tras hacer un par de pausas chirriantes en su apertura, en la mejor tradición de las casas encantadas, claro. Era lo idóneo para que después asomara una cara siniestra que emitiese unas palabras guturales, o simplemente grasientas… Supe que Daisy esperaba algo así.

Pero a quien se encontró fue a W. C. Fields[33].

Bueno, no era él… Aquel tipo que abrió la puerta no tenía una nariz tan probóscide como la de Fields, ni la cara tan congestionada. Por el contrario, tenía las mejillas algo más secas. Pero el traje de etiqueta que vestía, su bizquera, y aquella voz tan de actor viejo le daban el parecido.

—Adelante, adelante. Bienvenidos a la Mansión de Kluva, amigos míos, bienvenidos —y añadió apuntándonos con su cigarro puro—: Son cincuenta centavos, por favor. Gracias.

Pasamos al interior. Era un vestíbulo muy espacioso que olía a humedad y a cosa vieja, pero por lo demás no impresionaba demasiado, aunque estaba oscuro. Al menos, y al contrario que a Daisy, a mí no me impresionó, más bien me indujo a pensar que si toda la casa estaba encantada, los únicos fantasmas que la habitarían serían las cucarachas. En cuanto al tipo tan cómico que acababa de recibirnos, tendría que hacer algo fuera de lo común si pretendía convencerme. Pero, al fin y al cabo, aquello era un show para Daisy.

—Es un poco tarde —dijo aquel sujeto—, pero creo que tendré tiempo para mostrarles todo. Hace un rato recibí a un grupo que venía de San Diego. Desde San Diego hasta aquí, ¡sólo por ver la Mansión de Kluva! Les aseguro que no han gastado ustedes en balde su dinero.

Muy bien, tío, pero deja de darnos la tabarra y enséñanos lo que tienes por ahí… Venga, preséntanos a tus zombis. Pega un buen susto a Daisy; es más, dale una buena descarga eléctrica, algo así… Después nos iremos tranquilamente, ya lo verás.

—¿Cómo y por qué está encantada la casa? ¿Cómo llegó usted a ella? —preguntó entonces Daisy, sacándome de mis pensamientos.

—Es fácil de explicar. Esta casa fue construida por Ivan Kluva, un director ruso de cine, que vino aquí en el año 23, más o menos, cuando el cine mudo, poco después de que DeMille empezara a darse a conocer con sus películas. Kluva gozaba ya de renombre en Europa y no le costó mucho conseguir un contrato. Construyó esta casa y vivió aquí con su esposa. Dejando a un lado sus actividades profesionales, en las que no obtuvo muchos éxitos, todo hay que decirlo, les contaré que lo primero que hizo fue enredarse en ritos y cultos extraños… Ahora que recuerdo, había entonces en Hollywood bastantes tipos raros. Era la época de la ley seca, y había muchos adictos a las drogas, y un montón de escándalos todos los días… Y no eran pocos los que se daban a la brujería… Pero no, no eran como esos embaucadores que hasta tienen consultorios a los lados de la carretera. Los que yo digo eran brujos auténticos. Y Kluva se relacionó con ellos.

»Para mí que aquel hombre estaba un poco loco, o quizá se volvió loco de repente, porque el caso es que una noche, después de una fiesta celebrada aquí mismo, mató a su mujer en una especie de altar que había construido en uno de los cuartos de arriba. Le cortó la cabeza con un hacha y luego se esfumó. La policía vino aquí dos días más tarde y encontró el cadáver, pero no halló ni el más leve indicio de Kluva. Es posible que se tirase por el acantilado que está detrás de la casa o que… En fin, el caso es que mató a su mujer, como en una especie de ritual que le permitiría evadirse. Algunos de los miembros de aquel culto fueron detenidos y declararon cosas espeluznantes relacionadas con los rituales, o sobre entidades que otorgaban dones a quienes les ofrecían sacrificios humanos, como por ejemplo, el de poder evadirse de la Tierra. Bueno, ya sé que todo eso no es más que una fantasía, pero lo cierto es que los policías encontraron una imagen detrás del altar, cosa que no les gustó nada. La prueba es que no se la enseñaron a nadie y que luego quemaron todos los libros que había por la casa. ¡Ah! También persiguieron a los adictos a tal culto hasta capturarlos, y luego los expulsaron de California.

Toda aquella estúpida cursilada de peluquería me provocó una mueca de desagrado. No soy más que un autor de cuentos cortos, pero aquella historia me pareció inmensamente pueril. Creo que sería capaz de hilar un relato más interesante que el que nos hizo aquel papagayo; un relato, por supuesto, más interesante y más convincente que aquella sarta de convencionalidades tan tontas, tan inverosímiles. Uno más de los que formaban parte del complot del thriller.

O quizá…

Eso me conmocionó. Quizá la historia fuese cierta. Después de todo, la verdad era que aquel sujeto no había contado nada que pudiese considerarse sobrenatural. Se había limitado a hablar de un ruso chalado, adorador del diablo, que había asesinado a su esposa con un hacha… Eso pasa de vez en cuando. La psicopatología procura muchos casos semejantes. ¿Y qué había de malo, al fin y al cabo? Nuestro amigo del traje de etiqueta no había hecho más que alquilar aquella casa después del crimen para capitalizar la historia del encantamiento.

Evidentemente, el tipo había hecho bien. Esas historietas siempre venden.

—Y así, amigos míos, la Mansión de Kluva quedó deshabitada y… Bueno, no deshabitada del todo, porque aquí mora el fantasma de la señora Kluva, la Dama de Blanco.

¡Qué tontería más grande! ¡La Dama de Blanco! ¿Y por qué no de rosa, o de verde? La Dama de Blanco… Sonaba a título de novelucha barata o de película no menos costrosa.

—Todas las noches anda por el corredor de la planta superior, en dirección a la cámara del sacrificio. Su cuello cortado se ve a la luz de la luna, cuando pone otra vez la cabeza sobre el tajo… para recibir el hachazo fatal. Luego lanza un alarido y se esfuma en el aire.

Se esfuma en el aire de tu imaginación calenturienta, capullo…

—¡Oh, pobrecilla! —dijo Daisy—. Y se aparece…

—Ya he dicho que la casa estuvo largos años sin habitar, por lo que pasaron por aquí vagabundos y delincuentes en busca de refugio durante la noche. Pero el caso es que, después de pernoctar aquí, no se largaban… Al día siguiente aparecían con el pescuezo rebanado por un hacha.

Estuve a punto de preguntarle: ¿el hacha voladora? Pero de inmediato me fijé en Daisy, que disfrutaba un montón de toda aquella basura. Con la boca abierta y la lengua casi fuera, babeando.

—Después de aquello, nadie quería venir por aquí —siguió aquel sujeto— y, como la empresa propietaria no podía vender la casa, me la alquilaron. Yo conozco bien su historia. Sabía que con ella atraería a los visitantes, pues a fin de cuentas soy un hombre de negocios.

Gracias por la aclaración, muchacho… Supuse que eras un charlatán de feria.

—¿Quieren que subamos ya a la planta superior para ver la habitación del crimen? —dijo el tipo—. Síganme, por favor… Conservo todo como estaba en aquel tiempo. Seguro que les interesará…

Daisy tiraba de mí para subir por la oscura escalera.

—¿No tiemblas de miedo, churri?[34] —me dijo.

No me gustaba que me llamase churri. Y la verdad es que pensar que Daisy realmente temblaba de miedo por algo tan ridículo me resultaba aún más nauseabundo. Se me pasó por la cabeza matarla allí mismo. Quizá a Kluva le hubiese ocurrido algo semejante.

Los escalones de madera crujían; en las ventanas polvorientas apenas se percibía una luz sepulcral, que caía tenuemente sobre el suelo también polvoriento, mientras seguíamos al infame showman. El viento se estrellaba contra la casa, haciéndola tremolar en una suerte de chillido atormentado.

Daisy estaba muy excitada. En las películas de miedo se volvía hacia mí y me agarraba de las solapas cuando el monstruo entraba en la habitación donde dormía la chica. Pero ahora se mostraba mucho más histérica.

Yo, por el contrario, me sentía tan excitado como un arenque en una casa de empeños.

Aquel W. C.[35] abrió una puerta al final del corredor para hacerse con una vela y prenderla. Luego nos condujo a un cuarto, en cuya puerta se detuvo para hacernos pasar. Bueno, aquello estaba un poco mejor. Al menos demostraba cierta imaginación. El resplandor de la vela hacía que las sombras danzasen por los rincones.

—Bien, pues aquí estamos —susurró el tipo.

Sí, allí estábamos.

La verdad es que no soy muy impresionable. Tampoco tengo una gran imaginación, la verdad sea dicha. Cuando Orson Welles aterrorizaba a todo el mundo a través de la radio, yo me iba tranquilamente a comer hamburguesas y a escuchar los últimos éxitos de la música swing. Pero, al entrar en aquella habitación, supe que no asistía a una mascarada, ni mucho menos a la representación de un auténtico fraude. El aire olía a crimen. Las sombras parecían bailar la danza de la muerte. Hacía frío, además. Un frío de osario. La luz de la vela iluminaba pálidamente una gran cama, al lado de la que se veía una especie de túmulo. El lugar del crimen.

Era algo así como un altar. Y tras el altar se veía una cosa parecida a un nicho; supuse que sería una especie de hornacina en la que hubiera una imagen cualquiera. Pero ¿qué imagen? Pues había un murciélago negro, claro está, crucificado con la cabeza hacia abajo. Cosa de adoradores del Demonio, ¿no? ¿Y si fuera otro ídolo aún más repugnante? La policía, al parecer, había acabado en su día con todo aquello, pero allí estaba… eso… Y allí estaba el túmulo, el altar o lo que fuese… Y aun a la luz de la vela se observaban unas manchas, algo que parecía reseco.

Daisy se apretó contra mí y la noté muy temblorosa.

De manera que estábamos en la habitación de Kluva… Un hombre con un hacha que había descuartizado horriblemente a su mujer en aquel altar… No había que hacer un gran esfuerzo para imaginárselo con una rabia demencial en los ojos y el hacha en las manos.

—Aquí ocurrió todo, la noche del 12 de enero de 1924… Aquí asesinó Ivan Kluva a su esposa con…

El tipo hablaba desde la puerta… Observé que estaba un poco más gordo, realmente, de lo que me había parecido. Decía las mismas tonterías que ya le había escuchado, pero ahora, sorprendentemente, sus palabras dichas en el lugar del crimen me sonaron diferentes, creíbles, comunicadoras de una verdad y no la simple cháchara propia de una mascarada. Un hombre, su esposa y un asesinato.

Muerte es una palabra que puedes leer a diario en los periódicos. Pero a veces se te ofrece con tintes muy vívidos. A veces resulta una palabra que esconde una carga de realidad insospechada. A veces el gusano de la muerte te susurra al oído sin dejar de masticarte. Crimen es una palabra, también. Y alude al poder de la muerte, un poder del que a veces se apropian los hombres, como si fuesen dioses.

Hombres que disponen de las vidas ajenas como los dioses. Te rebanan el pescuezo. Si te pones a pensar en serio sobre todo esto, llegas a la conclusión de que hay, cuanto menos, una suerte de obscenidad cósmica en todo eso, en la sola idea de quitarle la vida a alguien. No hablo sólo de los casos en que se dispara un arma de fuego, en el calor y apasionamiento de una reyerta, ni al golpe asestado por una persona enloquecida, ni al atropello mortal, ni a las muertes causadas en combate. Todo eso forma parte de la vida vulgar, común; pero pensar que un hombre pueda premeditar la muerte de un semejante, con toda frialdad…

Pensar que pueda sentarse a cenar en compañía de su esposa y mascullar tranquilamente «son las doce, te quedan cinco horas de vida, cariño, y nadie lo sabe, ni tus amigos, ni tus parientes, ni tú misma siquiera… Sólo yo lo sé. La muerte y yo lo sabemos. Dispondré de tu cuerpo y de tu alma; soy tu amo y tu señor; yo mismo soy la muerte. Naciste, viviste para llegar a este instante supremo. Yo soy quien dispone de tu suerte. Existes hasta que yo quiera que mueras».

Sí, es realmente obsceno. Y aquel altar, túmulo o lo que fuese… Y el hacha.

«Sube a la habitación, querida». Pensar en eso, en que el asesino podía haberle dicho eso tranquilamente, lleva a imaginar cuáles serían sus pensamientos, el tono espantosamente hipócrita de sus palabras… Y ella, confiada, subiendo por la oscura escalera, hasta su habitación, donde el otro ya tenía dispuesto el altar y el hacha.

Me pregunté si odiaba a su mujer. No, quizá no. No parecía que tal fuese el caso, puesto que la mató para ofrecerla en sacrificio. A mi pesar, me estremecí, pero lo achaqué al frío ambiente de aquella habitación, y seguí pensando en lo mismo, en la horrenda escena que allí se había dado.

Era como si oyese un susurro junto a mi oído, como si alguien, un espíritu encadenado, acaso, estuviera diciéndome:

«Aquí morí. Aquí acabó mi vida. Aquí cayó el hacha sobre mi cuello. Y ahora espero que vengan otros y les ocurra lo mismo. Porque sólo me han dejado sed de venganza. Ya no soy una persona ni un espíritu, sino un poder aniquilador. Sólo me impulsa el odio que nació en mí a causa de la injusticia con que me trataron. Y la única forma de liberarme de este odio consiste en hacer lo mismo, matar a otras personas, matar, matar… Por eso merodeo por estas habitaciones en busca de víctimas. Quédense aquí el tiempo suficiente. Vendré a buscarles. Y entonces, en la oscuridad, les cortaré el cuello con el hacha, para saborear de nuevo el éxtasis de un momento real».

Aquella especie de gato castrado que era nuestro guía continuaba su charla, sin duda de lo más elaborada y probablemente cursi, aunque no pude enterarme de lo que decía, ocupado como lo estaba en mis propios pensamientos. Sí vi que mostraba algo a mi esposa.

Era un hacha.

Sentí, más que oí, que ella exhalaba un grito muy agudo:

—¡Ayyy!

La miré y vi que sus ojos eran algo así como dos espejos en los que se reflejaba un espanto indecible. Mis pensamientos me daban ahora una idea cumplida del horror que podía sentir la pobre… El pajarraco seguía con su cháchara, con toda su estolidez a cuestas, aunque blandía el hacha de filo rutilante. Por un momento no pude mirar otra cosa que no fuera el filo del hacha. No podía ni ver, ni pensar, ni decir cualquier cosa. Allí estaba el hacha, un instrumento de muerte. Un símbolo mortal. La parte fundamental de aquella historia. Un hacha de filo brillante que podía caer sobre cualquier ser viviente. No había en el mundo, en aquel instante, nada tan poderoso como el hacha. Ni la mente, ni el poder, ni el amor, podrían resistirse ante el filo del hacha.

Conseguí apartar mis ojos del hacha, al fin, y miré a Daisy para quitarme aquella negra impresión que tenía. Y su cara me pareció la de Medusa sometida a tortura.

Entonces se desvaneció.

Logré tomarla entre mis brazos antes de que cayese. Aquel capullo gordo y con traje de etiqueta nos miraba sorprendido.

—Mi esposa se ha desmayado —le dije.

Sonrió, como si le complaciera el efecto de su relato.

Aquello alteraba por fuerza nuestros planes. De momento no iríamos a Valos, nada de coche.

—¿Hay algún sitio donde pueda acostarla? —pregunté—. En esta habitación no, por supuesto.

—El cuarto de mi esposa está junto al salón —respondió aquel narizotas.

Así que el cuarto de su esposa… Pero ¿no había dicho que allí no quedaba nadie después de que anocheciera? ¡Maldito viejo farsante!

No había tiempo para disquisiciones ni reproches, sin embargo, así que llevé a Daisy a la habitación que había junto al salón de la planta superior, la tumbé en la cama y le tomé el pulso.

—¿Quiere que mi esposa se haga cargo de ella?

—No se preocupe —le dije—, yo me encargaré. A veces le ocurre, ya sabe… arrebatos histéricos… Se pondrá bien con un poco de reposo.

El tipo salió al salón y yo me quedé junto a Daisy, maldiciendo. ¡Estúpida, siempre con sus tonterías! Pero no había nada que hacer. Mejor dejarla dormir, que descansara.

Me dispuse a bajar por la escalera en penumbra, pero apenas había llegado al primer descansillo me detuve por un instante, sorprendido por el ruido de la lluvia y el rugido del viento. Una típica tormenta costera. Qué bonito… Fuera todo sería negro como el carbón…

Bien, perfecto. Al menos la tormenta echaba una mano al decorado de la escena. Un melodrama excelente, ahora sí… La verdad es que había visto aquello en un montón de películas. Siempre la misma historia…

Un matrimonio aún joven atrapado en una casa encantada por culpa de la tormenta. Perfecto. ¿Cuántas películas podrían hacerse con ese argumento? Toneladas. Una habitación encantada, o una habitación de una casa encantada. Una chica que se desmaya y reposa en la cama… Entra Boris Karloff vestido de etiqueta, como un lechuguino cualquiera… Grrrrrr, gruñe Boris. ¡Ayyy!, grita la chica. ¿Qué ocurre?, dice el inspector Toozefuddy[36], que está en la planta baja, investigando. Después, la consabida caza del monstruo. ¡Bang! ¡Bang! Y Boris Karloff cae como una piedra en un pozo. La chica ya es libre para casarse con el chico. Una fórmula que funciona.

Absorto en aquellos pensamientos, que me hacían esbozar una sonrisa, al menos, seguí bajando por la escalera. Pero no podía quitarme de encima una sensación extraña, a la vez de frío y a la vez crepitante, que iba tomando cuerpo en mi cerebro poco a poco por mucho que deseara apartarla de mí. Algo que tenía que ver, en cierto modo, con Ivan Kluva y su esposa, y con la habitación encantada, y con el hacha… Siempre el hacha. Por un momento contemplé la posibilidad de que hubiese un fantasma, realmente, y me sobrecogió pensar en Daisy, allí arriba, tumbada en la cama, inconsciente y…

—¿Huevos con jamón?

—¿Qué? —respondí volviéndome de golpe.

Era el del traje de etiqueta.

—Que si le apetece cenar algo con mi esposa y conmigo. La tormenta es fuerte, y creo que, mientras se recupera su bella esposa, le vendrá bien comer algo.

Le hubiera besado entonces. Incluso en la nariz.

Me condujo a la cocina. Su esposa era tal y como acababa de imaginármela: bajita, delgada, de cuarenta y tantos años, con una mirada apacible o resignada. Inspiraba confianza, y verla me hizo sentir algo más de respeto por su marido, el showman venido a menos. Pobre tipo, tan novelero… Por lo demás, su mujer era una cocinera excelente.

La lluvia caía brutal, con mil truenos. La luz de la cocina, su ambiente cálido y común, te hacía sentir bien. Confiado. La señora Keenan (su esposo y showman venido a menos se me acababa de presentar, al fin, como Homer Keenan) me sugirió la conveniencia de llevar a Daisy un poco de brandy y me ofreció una copa para que me la tomase antes de subir a la habitación. En realidad la copita fue poco menos que una jarra de medio galón, con excelente brandy, de la que nos servimos su marido y yo varios y largos tragos. Una buena sobremesa, con excelente alcohol. El licor ayudaba a olvidar la tormenta, a no reparar en la sobrecogedora oscuridad del exterior y aquella sensación extraña que me seguía embargando a pesar de todo. Y quizá fuera el alcohol lo que me llevó a dar conversación a Homer Keenan. Mejor mantener una conversación aburrida que pensar en cosas aburridas. Pensamientos aburridos pero que eran como un escarabajo que te fuera masticando el cerebro lentamente.

—Pues sí —volvió a tomar la palabra Homer Keenan—. Yo tuve una tienda, pero los negocios no marchan bien por aquí… Así que decidí montar esto, y la verdad es que nos va mucho mejor. Es cierto que aquí vivió Ivan Kluva, y que mató a su esposa; pero lo del fantasma no es más que una sublime tontería. Lo único que hago es conservar el hacha y el altar como piezas de museo. Nada más. Y hay días en que no damos abasto para atender a los turistas. Algunos fines de semana trabajamos hasta diez horas al día. Y la verdad es que la casa no está mal para vivir… ¿Le apetece otro trago? Vamos, no le hará daño. Además no va a conducir.

Fuego. Fuego en la sangre. ¿Cómo que la historia del fantasma era un fraude? Durante el rato que estuve en aquel cuarto, olí al criminal. Y percibí sus pensamientos… y los de su víctima. Fuego en la sangre. Fuego en mi cabeza.

Aquel cuarto estaba maldito y, al recordar que había dejado arriba a Daisy, me levanté inmediatamente, murmuré una excusa y subí a toda prisa al piso superior para ir junto al lecho en que reposaba mi esposa. Allí estaba Daisy, plácidamente dormida, sin saber dónde se encontraba, sin miedo del hacha ni del fantasma. Después de contemplarla por unos minutos, recuperé el control de mí mismo y me dispuse a regresar a la cocina.

Mientras bajaba por la escalera, comencé a notar los efectos del licor. Estaba realmente borracho. Aquella sensación fría, aquellos siniestros pensamientos, me habían abandonado. Comencé a sentirme bien.

Keenan me servía alcohol sin parar. Y la verdad es que hablábamos como papagayos.

Me veía incapaz de sujetar mi lengua. No podía callarme. Hilvanaba pensamientos y palabras, y le conté mi vida, hablé de mi carrera, como si de veras la tuviese; y de cómo nos enamoramos Daisy yo, todo eso. Cosas del alcohol.

Ya puestos a largar, hablé también de nuestras broncas de entonces, de lo mucho que habían cambiado las cosas entre nosotros. Hablé de lo gruñona que era. De lo pesada que se ponía si me compraba tal coche o si suscribía una póliza de seguros. Y de cuando la tomaba con Jeanne Corey. No podía dejar de hablar de todo eso, mis palabras podían conmigo. Seguí hablando de aquel viaje, de nuestra segunda luna de miel. Y hasta de las cosas que me habían molestado al entrar en la casa.

Keenan me escuchaba con aire de hombre de mundo, pero de repente se vino abajo, de algún modo, y comenzó a burlarse de su esposa, después de que yo criticara a Daisy su gusto por las historietas macabras. Dijo que era muy miedica y seguía mostrándose recelosa con lo del cuarto encantado de arriba. Ella, molesta por aquello, lo negó vivamente y dijo sin más que no tenía por qué simular un miedo que no sentía. Al contrario, para demostrar su valor, estaba dispuesta a subir al piso superior a cualquier hora, incluso de noche, cuando se suponía que el fantasma entraba en acción.

—¿Por qué no lo demuestras ahora mismo? Es medianoche. Ahí lo tienes. Podrías subirle una taza de café a esa pobre mujer que tanto se impresionó con mi relato, ¿no te parece? —Homer Keenan se lo decía como si recomendase a Caperucita Roja que fuera a visitar a su abuelita.

—No se molesten —dije—. Parece que ya escampa. Subiré a despertarla y nos marcharemos enseguida. Queremos ir a Valos, ya sabe.

—Usted también me cree miedosa, ¿no? —me dijo la señora Keenan mientras trasteaba con la cafetera—. Todos los hombres piensan lo mismo de sus mujeres, pero yo les demostraré que están equivocados.

Vertió café en una taza, la puso sobre una bandeja y con paso decidido salió al vestíbulo.

Tuve una mala sensación.

De golpe estuve sobrio.

—Keenan —dije.

—¿Sí?

—No consienta que suba.

—¿Por qué?

—¿Suben ustedes allí de noche?

—No, claro que no… Cuando se van los visitantes cerramos aquello y no subimos hasta el día siguiente.

—¿Y cómo sabe usted entonces que lo del fantasma es una gran trola? —repliqué de inmediato.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que quizá sí haya un fantasma.

—¡Venga, hombre, no me diga eso!

—Keenan, le aseguro que sentí algo extraño ahí arriba… Quizá a usted no le pase porque está acostumbrado a esa habitación, pero le juro que sentí algo… Algo parecido al odio de una mujer, a su sed de venganza…

Tenía ganas de gritar. Lo levanté de su asiento tomándole de un brazo y salimos al vestíbulo. Tenía que evitar a toda costa que su mujer subiera a la planta superior. Tenía miedo.

—Esa habitación es una amenaza —dije, recordando mis pensamientos, mis sensaciones a propósito de la historia de aquella mujer asesinada allí años atrás, una mujer llena de odio y capaz por ello de blandir un hacha—. ¡Detenga a su esposa, Keenan! —grité.

—Pero si va a atender a su mujer… —se rió burlón el showman; la verdad es que estaba un poco borracho—. Mire, le diré algo que quizá no debiera, pues al fin y al cabo se trata de mi negocio… Todo eso es una mentira, un fraude, una mascarada.

No obstante, tiré de él para comenzar a subir por la escalera.

—Todo es una gran mentira —siguió confesándose—, y no sólo lo del fantasma, créame… La verdad es que nunca hubo un Ivan Kluva, y nunca hubo una esposa asesinada. Es todo un cuento de viejas. El hacha es mía, nadie ha cometido jamás un crimen con el hacha… De veras, no hay fantasmas, ni hubo un crimen, ni nada de nada… Es todo una gran broma que me da a ganar algún dinero, nada más. ¡Todo es una farsa, amigo mío!

—¡Vamos! —grité de nuevo.

Aquel negro pensamiento volvió a clavarse en mi mente. Trataba de sacármelo subiendo aprisa la escalera… Pero no llegué a la segunda planta… Me detuvo un grito que resonó estridente en toda la casa. A continuación oí unos pasos apresurados, y en lo alto de la escalera apareció la silueta de una mujer, que se detuvo allí unos segundos, para precipitarse luego peldaños abajo, bump, bump, bump, y quedar inmóvil en el piso del vestíbulo… Inmóvil y con la cabeza cercenada a medias por el hacha, cuya hoja seguía hundida en su cuello.

De acuerdo. Ya sé que debí haber huido sin tardanza, pero aquel pensamiento que dominaba mi voluntad me impedía reaccionar. Me quedé allí, junto al estupefacto Keenan, que contemplaba horrorizado el cadáver de su esposa.

—Yo la odiaba… No sabe usted cuánto llegan a fastidiar esas cosillas, lo del seguro, todo eso… Y, encima, saber que Jeanne está esperándome… y que podía cobrar el seguro… Si lo hubiera hecho en Valos, nadie habría sabido nunca… Aquí ha sido un accidente, mejor que…

—Pero si no hay ningún fantasma… Pero si es imposible…

—No, Keenan. Ésta es la realidad. Cuando usted empuñó el hacha, ahí arriba, y mi esposa se desmayó, me asaltó de golpe una buena idea. Podría haber seguido bebiendo con usted en la cocina hasta emborracharle por completo. Luego habría subido a buscar a mi esposa para llevármela sin que usted se enterase.

—Pero ¿y mi mujer? ¿Por qué está… muerta? ¿Quién la ha matado si no hay ningún fantasma en esta casa?

Y otra vez presentí el odio de una mujer que sobrevive a la muerte y adopta una forma corpórea para saciar su sed de venganza en los humanos. Me la imaginé empuñando un hacha y descargando un golpe mortal sobre la pobre señora Keenan, por eso quise impedir que subiera.

—Es que sí hay un fantasma en esta casa, Keenan, porque cuando subí para ver cómo se hallaba mi esposa, ¡empuñé el hacha y la maté!

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