El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai


CUARTA PARTE » II

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II

Uno de los partisanos hizo un gesto repentino. Había oído un crujido anormal en el bosque de helechos gigantes que cubría la cima de la montaña. Los cuatro tailandeses permanecieron totalmente inmóviles unos instantes. Warden echó mano a su metralleta, preparado para cualquier eventualidad. Entonces se oyeron tres débiles silbidos un poco más arriba de donde ellos estaban. Uno de los tailandeses respondió y agitó el brazo volviendo su mirada hacia Warden.

—Number One —exclamó.

Un momento más tarde, Shears, acompañado de dos indígenas, se unió al grupo en el punto de observación.

—¿Dispone de las últimas informaciones? —preguntó impaciente a Warden tan pronto lo vio.

—Todo va bien. No hay cambio alguno. Estoy aquí desde hace tres jornadas. Mañana es el día. El tren partirá de Bangkok por la noche y llegará entorno a las diez de la mañana. ¿Y por su parte?

—Todo está listo —dijo Shears, dejándose caer en el suelo con un suspiro de alivio.

Shears se había sentido aterrorizado ante la posibilidad de que los japoneses hubieran modificado sus planes en el último minuto. Warden, por su parte, vivía en un estado de angustia desde la noche anterior. Sabía que debían dejar listo el golpe por la noche. Había pasado varias horas espiando a ciegas los débiles sonidos que subían del río Kwai, pensando en sus camaradas que habrían de trabajar en el agua, justo debajo de él, analizando una y otra vez las posibilidades de éxito, recreando las diferentes etapas de la operación y tratando de prever los posibles riesgos que podrían dificultar el logro de su empresa. No escuchó nada sospechoso. De acuerdo al programa establecido, Shears se uniría a él al amanecer.

—Me alegra verle por fin. Le esperaba con impaciencia.

—El trabajo nos ha llevado toda la noche.

Warden lo observó con atención y se dio cuenta de que estaba exhausto. Su ropa todavía húmeda echaba humo al contacto con el calor del sol. Su gesto cansado, las profundas ojeras de agotamiento y la barba de varios días le dotaban de un aspecto casi inhumano. Warden le tendió un vasito de alcohol y notó que lo cogía torpemente. Sus manos estaban cubiertas de heridas y arañazos. La piel la tenía arrugada y muy pálida. Le faltaban algunas pequeñas tiras, que habían sido arrancadas. A duras penas podía mover los dedos. Warden le pasó unos pantalones cortos y una camisa seca que había reservado para él y esperó un momento.

—¿Está seguro de que no hay nada previsto para hoy? —insistió Shears.

—Totalmente. Esta mañana mismo he recibido un mensaje.

Shears bebió un trago y empezó a secarse con cuidado.

—Ha sido una labor muy dura —dijo haciendo un gesto de dolor—. Creo que nunca podré olvidar el frío que hace en el río. Pero todo ha ido bien.

—¿Y el niño? —preguntó Warden.

—El niño es formidable. No ha flaqueado en ningún momento. Ha sufrido más que yo y no se ha cansado. Ahora se encuentra en su puesto de la orilla derecha del río. Ha insistido en instalarse esta misma noche y de ahí no se moverá hasta que pase el tren.

—¿Y si lo descubren?

—Está bien escondido. Hay un pequeño riesgo, pero ha optado por aceptarlo. Ahora debe evitar moverse cerca del puente. Por otra parte, el tren puede venir adelantado. Estoy seguro de que esta noche no duerme. Es una persona joven y fuerte. Se encuentra en medio de una espesura a la que sólo se tiene acceso por el río, y la orilla es elevada en esa zona. Desde aquí se debe divisar el lugar. Él sólo puede ver una cosa a través de una abertura en la vegetación: el puente. Además, oirá venir el tren sin problemas.

—¿Ha estado usted allí?

—Le he acompañado. Tenía razón, es un emplazamiento ideal.

Shears agarró los prismáticos y trató de orientarse en un escenario que no reconocía.

—Es difícil precisar —dijo—. Parece tan diferente. No obstante, creo que se encuentra allí, a unos treinta pies de ese gran árbol rojizo cuyas ramas tocan el agua.

—Ahora todo depende de él.

—Todo depende de él, pero me siento confiado.

—¿Lleva su puñal?

—Sí, lo lleva. Estoy convencido de que será capaz de utilizarlo, en caso necesario.

—Uno nunca sabe —dijo Warden.

—Eso es cierto, pero así lo creo.

—¿Y después del golpe?

—Yo he tardado cinco minutos en atravesar el río, pero él nada casi el doble de rápido que yo. Nosotros le protegeremos la vuelta.

Warden puso a Shears al corriente de los diversos preparativos que había realizado. La víspera volvió a abandonar el punto de observación, en esta ocasión antes de que la noche cayera, pero sin adentrarse en la llanura al descubierto. Fue en busca, arrastrándose, del mejor lugar posible para instalar el fusil ametrallador con que contaba el grupo, y con el fin de localizar varios emplazamientos donde los partisanos se apostarían para disparar con sus fusiles a los eventuales perseguidores. Todas las posiciones habían sido meticulosamente marcadas. Esa cortina de fuego, unida a los obuses del mortero, serviría de adecuada protección durante algunos minutos.

Number One dio su visto bueno al conjunto del dispositivo. Seguidamente, puesto que se encontraba demasiado cansado para dormir, se puso a relatar a su amigo el desarrollo de la operación de la noche precedente. Warden le escuchaba con avidez. Esa narración sirvió para consolarle un poco de no haber participado en los preparativos directos. Ya no quedaba nada más que hacer, sólo esperar al día siguiente. Como bien habían señalado, el éxito de la misión dependía ahora de Joyce. De Joyce y del imprevisible azar. Se esforzaron entonces por distraer su impaciencia y olvidar su inquietud con respecto al actor principal que, agazapado entre la maleza, aguardaba sobre la orilla enemiga.

Tras tomar la decisión de la ejecución del golpe, Number One había elaborado un programa detallado. Luego distribuyó las tareas, para que cada miembro del equipo tuviera tiempo de reflexionar y ensayar las maniobras necesarias. De esa forma, llegado el momento, todos serían capaces de mantenerse alerta para enfrentarse a cualquier acontecimiento imprevisto.

Sería infantil creer que se puede volar un puente sin una preparación seria. Warden, como antes hiciera el capitán Reeves, había realizado un plano siguiendo los bocetos e indicaciones de Joyce. Un plano de destrucción, un dibujo a gran escala del puente, con todos los pilares numerados y cada carga de plástico indicada en el lugar exacto que la técnica requería. El ingenioso montaje de los cables eléctricos y de los cordones detonadores encargados de transmitir la explosión había sido señalizado en rojo. Los tres grabaron rápidamente en su mente ese plano.

Number One, sin embargo, no consideraba suficiente dicha preparación teórica, y había hecho realizar varios ensayos nocturnos con un viejo puente abandonado sobre un arroyo, no lejos del acantonamiento. Las cargas de plástico fueron sustituidas, naturalmente, por sacos de tierra. Los hombres encargados de plantar el dispositivo —él, Joyce y los dos voluntarios tailandeses— habían ensayado la aproximación al puente en medio de la oscuridad, nadando en silencio y empujando una ligera balsa de bambú fabricada para la ocasión, sobre la que fijarían el material. Warden hizo las veces de arbitro. Se mostró severo e hizo repetir la maniobra hasta que el abordaje fue perfecto. Los cuatro hombres se acostumbraron de esa manera a trabajar en el agua sin chapoteo alguno, a adherir sólidamente sobre los pilares las cargas ficticias y a unirlas en el complicado sistema de cordones que establecía el plano de destrucción. Number One, finalmente, se dio por satisfecho. Ahora sólo quedaba por preparar el material auténtico y poner a punto un buen número de detalles importantes, como los embalajes herméticos de los objetos susceptibles de entrar en contacto con el agua.

La caravana se puso en marcha. Los guías los llevaron a un punto lejano río arriba respecto al puente, por caminos que sólo ellos conocían, un lugar donde podrían efectuar el embarque con la máxima seguridad. Varios voluntarios indígenas hicieron de portadores.

El plástico fue dividido en cargas de cinco kilogramos. Cada una de ellas sería aplicada a un pilar. El plano de destrucción establecía la colocación de cargas en seis pilares consecutivos de cada hilera, es decir, un total de veinticuatro cargas. Todos los soportes en una longitud de veinte metros serían destruidos, lo cual era más que suficiente para provocar la desarticulación y desmoronamiento del puente bajo el peso del tren. Shears llevaba consigo, prudentemente, una decena de cargas suplementarias, en previsión de un posible accidente. En caso necesario, las colocarían de la mejor forma posible para causar algunos daños incidentales al enemigo. Él tampoco había olvidado las máximas de la Unidad 316.

Todas esas cantidades no habían sido escogidas al azar; sino determinadas tras diversos cálculos y tras largas discusiones, tomando como punto de partida las medidas recogidas por Joyce durante su reconocimiento. Una tabla, que los tres conocían de memoria, indicaba la carga necesaria para cortar de cuajo una viga de un material determinado, en función de su forma y dimensiones. En este caso, tres kilogramos de plástico, en teoría, serían suficientes. Con cuatro, el margen de seguridad hubiera excedido el habitual en una operación ordinaria. Number One decidió en última instancia aumentar un poco la dosis.

Tenía buenas razones para hacerlo. Un segundo principio de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.» establecía que siempre se debían incrementar las cifras de los técnicos. Tras los cursos teóricos, el coronel Green, que regía desde las alturas la escuela de Calcuta, tenía por costumbre, en este aspecto, pronunciar unas palabras dictadas por el sentido común y su propia experiencia de las obras de fábrica.

—Cuando hayan calculado el peso con ayuda de las tablas —señalaba—, dejando siempre un buen margen, añadan luego un poco. En una operación delicada, lo que deben buscar ante todo es una certeza absoluta. Si tienen la menor duda, más vale colocar cien libras de más que una libra de menos. No sería muy inteligente que, después de haberse empleado a fondo, quizá durante varias noches, para instalar su dispositivo, después de haber arriesgado su vida y la de sus hombres, después de haber salido al paso de mil dificultades, no sería muy inteligente, como digo, que la destrucción resultara imperfecta por querer ahorrar un poco de material, o que las vigas sólo quedaran resquebrajadas, pero conservando su posición, lo cual permitiría una rápida reparación. Se lo digo por experiencia. A mí me ocurrió una vez, y no conozco nada que sea más desmoralizador.

Shears se había jurado a sí mismo que esa catástrofe nunca le ocurriría a él, por lo que aplicaba el principio de manera generosa. Por otra parte, tampoco era cuestión de caer en el extremo opuesto y sobrecargar con material inútil a un equipo reducido de hombres.

El transporte por el río no presentaba ninguna dificultad sobre el papel. Una de las numerosas ventajas del plástico es que su densidad es muy similar a la del agua. Un nadador puede remolcar sin esfuerzo alguno una cantidad bastante considerable.

Llegaron al río Kwai con las primeras luces del día, tras lo que mandaron de vuelta a los portadores. Los cuatro hombres esperaron a que se hiciera de noche ocultos en la vegetación.

—Las horas se les deben de haber hecho muy largas —dijo Warden—. ¿Han podido dormir?

—Apenas. Lo hemos intentado, pero usted sabe muy bien cómo se siente uno… cuando la hora se va acercando. Hemos pasado toda la tarde charlando, Joyce y yo. Quería distraer un poco su atención del puente. Teníamos toda la noche para pensar en él.

—¿De qué han hablado? —preguntó Warden, deseoso de conocer todos los detalles.

—Me ha contado un poco su vida… El muchacho es bastante melancólico en el fondo… Una historia, a fin de cuentas, bastante banal… Ingeniero diseñador en una gran empresa… En fin, nada espectacular. Él tampoco se enorgullece demasiado. Una especie de empleado de oficina. Yo sabía desde el principio que se trataba de algo parecido. Una veintena de jóvenes de su edad que trabajan delante de unas planchas, de la mañana a la noche, en una sala común. ¿Comprende lo que le quiero decir? Cuando no diseñaba, se dedicaba a realizar cálculos… a golpe de formularios y regla. Nada apasionante. No parece haber apreciado demasiado ese puesto… da la impresión de haber recibido la guerra como una oportunidad inesperada. Resulta curioso que un chupatintas haya acabado ocupando un lugar en la Unidad 316.

—También tenemos profesores —dijo Warden—. Me he encontrado con varios como él, y no son de los peores…

—Ni necesariamente los mejores. No se puede decir que haya una regla general. Sin embargo, él no habla de su pasado con amargura… melancólico, ésa es la palabra.

—Sí, yo también estoy convencido. ¿Qué tipo de diseños le hacían dibujar?

—Fíjese en las casualidades del destino: la empresa trabajaba con puentes. ¡Ah! Y no precisamente con puentes de madera. Además, tampoco se encargaba de su construcción. Eran puentes metálicos articulados, un tipo estándar. La firma fabricaba las piezas y se las suministraba a los contratistas, como una caja de mecano, vamos… Él no salía nunca de la oficina. Los dos años anteriores a la guerra, se dedicó a dibujar una y otra vez la misma pieza. Un trabajo especializado, con todo lo que eso conlleva, ¿comprende ahora? Nada para volverse loco de emoción… No se trataba siquiera de una pieza grande, sino de una «vigueta». Así la ha llamado él. Su misión era determinar el perfil que ofrecía la mejor resistencia con el menor peso de metal posible. Eso es, al menos, lo que me ha parecido entender. No soy especialista en esos asuntos. Era una cuestión de ahorro… a la empresa no le gustaba desperdiciar material. ¡Dos años dedicado a eso! Un muchacho de su edad… ¡Si lo hubiera escuchado hablar de su vigueta…! Le temblaba la voz… Estoy convencido, Warden, de que esa vigueta explica en parte su entusiasmo por el trabajo actual.

—He de decir —repuso Warden— que en mi vida he visto a nadie tan ilusionado por la idea de destruir un puente. A veces pienso, Shears, que la Unidad 316 es una creación del cielo destinada a hombres de su clase. Si no existiera, habría que inventarla… Después de todo, a usted, si no se le hubiera atragantado el ejército regular…

—Y usted, si hubiera estado completamente satisfecho con su puesto de profesor en la universidad… En fin, en cualquier caso, cuando la guerra estalló, su vigueta todavía le absorbía todo su tiempo. Me ha explicado con absoluta seriedad que había conseguido, en dos años, ahorrar una libra y media de metal, sobre el papel. No está nada mal, parece, pero sus jefes estimaban que podía rendir aún más. Tendría que haber seguido varios meses con lo mismo… así que se alistó nada más estallar la guerra. Cuando oyó hablar de la existencia de la Unidad 316, no es que se apresurara, Warden, ¡acudió volando! Y pensar que hay personas que no creen en la vocación… En cualquier caso, Warden, resulta curioso. Si no hubiera existido esa vigueta, tal vez en este momento él no estaría tendido entre la maleza, a menos de cien yardas del enemigo, con un puñal a su cintura y al lado de un aparato preparado para hacer saltar todo en mil pedazos.

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