El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai


CUARTA PARTE » III

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III

Shears y Joyce siguieron conversando hasta el anochecer, en tanto que los dos tailandeses departían en voz baja, comentando la expedición. A Shears le invadió en varias ocasiones la duda. Se preguntaba si había acertado en su elección, si había escogido al más adecuado para el papel protagonista, a aquel de los tres que tenía más posibilidades de llevar a buen puerto la misión, si no se había dejado llevar por el ardor de sus súplicas.

—¿Está usted seguro de que será capaz de actuar con la misma resolución que Warden o que yo en cualquier tipo de circunstancia? —le preguntó gravemente una última vez.

—Ahora sí estoy seguro de ello, sir. Déjeme demostrárselo.

Shears no insistió más y mantuvo firme su decisión.

Comenzaron el embarque del material antes del crepúsculo. La orilla estaba desierta. La balsa de bambú, que ellos mismos habían fabricado de acuerdo a sus necesidades, se componía de dos secciones paralelas independientes, con objeto de facilitar su transporte a través de la selva. La montaron en el agua, ajustando sus dos mitades mediante dos cañas transversales amarradas con cuerdas. El conjunto resultaba en una plataforma rígida. Seguidamente, fijaron las cargas con las máxima solidez posible. Otros paquetes contenían las bobinas de cordón, la batería, el cable eléctrico y el manipulador. El material delicado, naturalmente, fue envuelto en un paño impermeable. Por lo que se refiere a los detonadores, Shears había llevado un juego doble. Uno se lo había entregado a Joyce y del otro se hizo cargo él. Los transportaban atados a su cintura, sobre el vientre. Era el único equipamiento realmente frágil, puesto que el plástico, en principio, era resistente a los golpes.

—Se habrán sentido un poco pesados, en cualquier caso, con esos paquetes sobre el estómago —observó Warden.

—Usted sabe que uno no piensa nunca en ese tipo de cosas… Era uno de los riesgos menores de la expedición por el río… Pero créame cuando le digo que hemos tenido que soportar bastantes sacudidas. ¡Malditos tailandeses! Nos habían prometido una vía fácilmente navegable.

De acuerdo a la información suministrada por los indígenas, habían calculado que el trayecto les llevaría menos de media hora. Ahora bien, no se pusieron en marcha hasta que la noche se hizo oscura. De hecho, les llevó más de una hora y el descenso fue muy agitado. El curso del río Kwai era el de un torrente, salvo en las inmediaciones del puente, donde las aguas eran mucho más tranquilas. Nada más salir, un rápido de la corriente los lanzó en plena oscuridad, rodeados de rocas invisibles que eran incapaces de evitar. Tuvieron que agarrarse desesperadamente a su peligrosa y preciada embarcación.

—Si hubiera sabido cómo era el río, habría escogido otro medio de aproximación, realizando el embarque más cerca del puente, aunque supusiera un mayor riesgo. Este tipo de informaciones simples, Warden, es siempre falsa, ya provenga de indígenas o de europeos. He tenido muchas ocasiones de comprobarlo, y ahora me han pillado otra vez. No puede ni imaginarse nuestras dificultades para maniobrar el «submarino» en medio de ese torrente.

El «submarino» era el nombre que habían dado a la balsa. Aumentaron a propósito el peso de ésta con trozos de chatarra, que navegaban la mayor parte del tiempo entre dos aguas. El lastre había sido cuidadosamente calculado para llevar a la balsa, por sí sola, al límite de su flotabilidad. La simple presión de un dedo era suficiente para hacerla desaparecer completamente.

—En el primer rápido, que formaba un estruendo similar a las cataratas del Niágara, el agua nos ha sacudido, revolcado y lanzado por encima y por debajo del submarino, hacia ambos lados del río, raspándonos a veces contra el fondo y otras arrojándonos contra los ramajes. Cuando he tomado conciencia de la situación (no podía respirar y me ha llevado un momento), ordené á todo el mundo que se aferrara al submarino y que no lo soltaran bajo ningún pretexto; que no pensaran en otra cosa. Era todo lo que podíamos hacer. Ha sido un milagro que nadie se haya descalabrado… Un excelente aperitivo, se lo aseguro. Justo lo que necesitábamos para armarnos de toda nuestra sangre fría antes de pasar al trabajo serio. Las olas eran como las de una tempestad en el mar. Yo sentía náuseas… y no había forma de evitar los obstáculos. ¿Sabe, Warden? A veces no sabíamos siquiera en qué dirección nos desplazábamos. ¿Le parece extraño? Cuando el río se cierra y uno queda envuelto únicamente por la selva, apuesto a que usted tampoco acierta a adivinar hacia dónde se dirige. Como sabe, descendíamos con la corriente. Sin embargo, el agua, aparte de las olas, parecía tan inmóvil con respecto a nosotros como el agua de un lago. Los obstáculos eran los únicos elementos que nos daban idea de nuestra dirección y velocidad… cuando chocábamos con ellos. ¡Una cuestión de relatividad! No sé si comprende lo que quiero decir…

Se trataba de una experiencia poco común, e hizo lo que pudo por describirla con la mayor fidelidad posible. Warden le escuchaba con apasionamiento.

—Entiendo, Shears. ¿Y la balsa ha aguantado?

—¡Ése fue otro milagro! No paraba de escuchar crujidos cuando el azar quería que tuviera la cabeza fuera del agua. Sin embargo, ha resistido… Salvo un momento. Ha sido el muchacho el que ha salvado la situación. Es un fuera de serie, Warden. Déjeme explicarle… Casi al final del primer rápido, cuando ya empezábamos a acostumbrarnos un poco a la oscuridad, fuimos despedidos contra un enorme peñasco justo en la mitad del río. Un latigazo de agua nos había lanzado por los aires, se lo digo en serio, Warden, pero una vena líquida seguidamente nos volvió a atrapar, arrastrándonos hacia un lado. No creía que algo así fuera posible. He podido ver la masa rocosa a sólo unos pies de distancia de mí. No me ha dado tiempo a otra cosa. Únicamente pensaba en poner los pies por delante y en agarrarme a un trozo de bambú. Los dos tailandeses se habían descolgado. Afortunadamente, los encontramos un poco más lejos. ¡Por suerte! ¿Sabe lo que ha hecho él? Sólo ha tenido un cuarto de segundo para reflexionar. Se lanzó de bruces, con los brazos en cruz, sobre la balsa. ¿Y sabe por qué, Warden? Para mantener ambas secciones unidas. Sí, porque una de las cuerdas se había roto. Las barras transversales se deslizaban y las dos mitades comenzaban a separarse. El golpe las habría despegado. Una verdadera catástrofe… Él se ha dado cuenta de inmediato. Ha pensado rápidamente y ha tenido el reflejo de actuar y la fuerza para resistir. Estaba justo delante de mí. He visto cómo el submarino era arrojado fuera del agua y saltaba por los aires, igual que uno de esos salmones que remontan la corriente. Así fue, con él encima y agarrándose con todas sus fuerzas a las cañas de bambú. Y no ha soltado la balsa. Luego, hemos vuelto a amarrar las barras lo mejor que hemos podido. No olvide que, en esa posición, sus detonadores estaban en contacto directo con el plástico, y que ha tenido que darse un golpe tremendo… Como le digo, lo he visto saltar por encima de mi cabeza. ¡Como un relámpago! Ha sido el único momento en que me he acordado de que transportábamos explosivos. Era algo secundario, un riesgo menor, de eso no me cabe duda. Y él se ha apercibido de ello en un cuarto de segundo. Se lo aseguro, Warden, es un chaval poco común. Saldrá airoso de la misión.

—Una sorprendente combinación de sangre fría y rapidez de reflejos —comentó Warden.

Shears repuso en voz baja:

—Saldrá airoso, Warden. Para él, se trata de un asunto personal. Nadie le impedirá que llegue hasta el final. Es «su» golpe, y él lo sabe muy bien.

Usted y yo no somos más que sus ayudantes. Nosotros ya hemos hecho lo nuestro… Debemos concentrarnos única y exclusivamente en facilitarle la tarea. La suerte del puente está en buenas manos.

Tras el primer rápido, llegaron a una zona de aguas calmas, donde aprovecharon para consolidar la balsa. Luego se vieron sacudidos de nuevo en un estrecho canal. Perdieron bastante tiempo frente a un grupo de rocas que bloqueaba una parte de la corriente de agua, formando río arriba un torbellino vasto pero lento, en el que estuvieron dando vueltas durante varios minutos, sin poder retomar el curso del río.

Finalmente consiguieron escapar de esa trampa. El río ganó en anchura y, súbitamente, sosegó sus aguas, lo que les produjo la impresión de desembocar en un lago inmenso y tranquilo. Sus ojos podían ahora divisar las orillas del río y fijar el centro del curso del agua. Poco después vislumbraron el puente.

Shears interrumpió su relato y observó el valle en silencio.

—Me resulta extraño contemplarlo de esta manera, desde arriba… y en su totalidad. Su fisonomía es completamente diferente desde abajo y por la noche. Sólo he podido ver trozos, uno detrás del otro. Los trozos era lo que nos importaba, antes… después también, claro… Salvo al llegar. Entonces, su silueta se destacaba sobre el cielo con una nitidez increíble. Me aterraba pensar que nos pudieran ver. Tenía la sensación de que podían vernos como si estuviéramos en pleno día. Se trataba, claro está, de una ilusión. El agua nos cubría hasta la nariz y el submarino estaba sumergido. Incluso tendía a hundirse del todo. Algunas cañas de bambú estaban rajadas. Pero todo ha ido bien. No había luz alguna. Nos deslizamos sin hacer ruido por las tinieblas del puente. Sin el menor golpe. Atamos la balsa a un pilar de las hileras interiores y empezamos a trabajar. El frío entumecía ya nuestros cuerpos.

—¿Se encontraron con alguna dificultad en particular? —preguntó Warden.

—No, ninguna dificultad «en particular». Es decir, si es que le parece normal una labor de este tipo, Warden…

Hizo una nueva pausa, como hipnotizado por el puente, que todavía el sol iluminaba, con su madera clara despuntando sobre el agua amarillenta.

—Todo esto me parece como un sueño, Warden. Ya he vivido antes esa sensación. Al día siguiente, uno se pregunta si es cierto, si es real, si ha instalado las cargas, si basta de verdad con un pequeño movimiento sobre la palanca del manipulador. Parece completamente imposible… Joyce está allí, a menos de cien yardas de la posición japonesa, detrás del árbol rojizo, mirando el puente. Le apuesto lo que quiera a que no se ha movido de su sitio desde que nos separamos. ¡Piense en todo lo que puede suceder mañana, Warden! Basta con que un soldado japonés se entretenga persiguiendo una serpiente en la selva… No tendría que haberlo dejado solo. Hubiera sido mejor a que hubiera esperado a esta noche para ocupar su puesto.

—Tiene su puñal —dijo Warden—. Todo depende de él. Cuénteme lo que pasó al final de la noche.

Tras una prolongada jornada en el agua, la piel se vuelve tan delicada que el mero contacto con un objeto rugoso es suficiente para lastimarla. Las manos son especialmente frágiles. El mínimo frotamiento basta para arrancar trozos de piel de las manos. La primera dificultad consistió en desanudar las amarras que afianzaban el material sobre la balsa, unas gruesas cuerdas fabricadas por los indígenas y erizadas con punzantes rebabas.

—Le parecerá infantil, Warden, pero en el estado en que nos encontrábamos… Además, había que efectuarlo en el agua y sin el menor ruido… Míreme las manos. Las de Joyce están igual.

Volvió de nuevo su vista hacia el valle. No podía separar su mente de aquel que aguardaba sobre la orilla enemiga. Levantó sus manos al aire y contempló las profundas desolladuras que el sol ya había endurecido. A continuación, retomó su relato con un gesto de impotencia.

Todos llevaban consigo puñales bien afilados, pero los dedos entumecidos dificultaban enormemente su manejo. Por otra parte, aunque el plástico es estable, no es recomendable hurgar en la masa con un objeto metálico. Shears se dio cuenta rápidamente de que los dos tailandeses no les resultaban ya de ninguna utilidad.

—Me lo había temido, y así se lo había hecho saber al muchacho poco antes de embarcar. Sólo podemos contar con nosotros mismos para rematar la misión. Los otros estaban extenuados. No paraban de temblar aferrados a un pilar, así que los mandé de vuelta. Me fueron a esperar al pie de la montaña. Es decir, que me quedé solo con él… En una labor de estas características, Warden, no basta con la resistencia física. El muchacho ha aguantado las penalidades de una manera extraordinaria. Yo, por mi parte, pienso que estaba al límite de mis fuerzas. Me estoy volviendo viejo.

Fueron desatando las cargas una a una, colocándolas luego en el lugar indicado por el plano de destrucción. Tuvieron que luchar constantemente contra la corriente, para que no se los llevara por delante. Agarrándose con los pies a un pilar, introducían el plástico a una profundidad que lo hiciera invisible y, seguidamente, lo modelaban sobre la madera para que el explosivo actuara con toda su potencia. A tientas bajo el agua, lo adherían con esas malditas cuerdas cortantes y pungentes, que dejaban tras de sí sangrientos surcos sobre sus manos. El mero acto de agarrar las amarras y anudarlas se había convertido en un espantoso suplicio. Al final, terminaron sumergiéndose bajo el agua para ayudarse con los dientes.

Esta operación les llevó buena parte de la noche. La siguiente tarea era menos dura, pero más delicada. Los detonadores fueron instalados paralelamente a las cargas. Ahora había que unirlos por un sistema de cordones «instantáneos», para que todas las explosiones fueran simultáneas. Es un trabajo que requiere mucho tiento, ya que un solo error puede causar bastantes problemas. Una «instalación» de destrucción se asemeja a una instalación eléctrica: todos y cada uno de los elementos deben estar en su sitio. En este caso, la instalación era bastante complicada, puesto que Number One, fiel a sus principios, había previsto un amplio margen de seguridad, multiplicando por dos el número de cordones y detonadores. Dichos cordones eran relativamente largos y los trozos de chatarra que servían de lastre a la balsa habían sido montados para hundirlos.

—Bueno, todo está listo y pienso que no nos ha salido demasiado mal. Para asegurarme, di una última vuelta y revisé todos los pilares. Inútil, ya que con Joyce podía estar tranquilo. Nada se moverá de su sitio, se lo garantizo.

Estaban exhaustos, magullados y ateridos, pero su entusiasmo iba en aumento conforme la obra tocaba a su fin. Desmontaron el submarino y fueron soltando las cañas de bambú una a una. Sólo les quedaba dejarse arrastrar ellos también por la corriente y nadar hacia la orilla derecha, uno con la batería en su funda impermeable y el otro devanando el cable, que había sido lastrado también en diversos puntos y se sostenía por una última caña hueca de bambú. Llegaron a tierra justo en el punto señalado por Joyce. La orilla formaba un talud muy escarpado y la vegetación llegaba hasta el borde del agua. Escondieron el cable entre la maleza y se internaron unos diez metros en la selva. Joyce se encargó de instalar la batería y el manipulador.

—Estoy seguro, es allí, detrás de ese árbol rojizo, cuyas ramas caen en el agua —reiteró Shears.

—La cosa se presenta bien —dijo Warden—. El día prácticamente ha llegado a su fin y Joyce no ha sido descubierto. Lo habríamos visto desde aquí. Nadie se ha paseado por esa zona. Tampoco se observa demasiada agitación en torno al campamento. Los prisioneros partieron ayer.

—¿Partieron ayer los prisioneros?

—Vi a una tropa considerable abandonando el campamento. La fiesta marcó sin duda el final de los trabajos, y estoy seguro de que los japoneses prefieren no tener aquí a hombres desocupados.

—Mejor así.

—Sólo quedan unos pocos. Creo que los lisiados incapaces de caminar… Entonces, Shears, quedamos en que se marchó…

—Sí, me fui. Allí no tenía nada que hacer y el alba estaba al caer. ¡Dios quiera que no lo descubran!

—Tiene el puñal —dijo Warden—… Todo irá bien. La noche está cayendo y el valle del río Kwai ya está a oscuras. Ya casi es imposible que se produzca un accidente.

—«Siempre» hay un accidente imprevisto, Warden. Lo sabe igual de bien que yo. Ignoro la razón oculta, pero nunca he visto un solo caso en que la acción se desarrolle siguiendo el plan establecido.

—Es cierto, yo también me he dado cuenta de ello.

—¿Qué forma tomará esta vez «ese accidente»?… Bueno, me marché. Todavía guardaba en mis bolsillos una pequeña bolsa de arroz y una cantimplora de whisky, todo lo que quedaba de nuestras provisiones. Puse tanto cuidado en su transporte como con los detonadores. Echamos un trago cada uno y luego le di todo lo que tenía. Me aseguró por última vez que se sentía completamente capaz de hacerlo. Entonces, me fui y lo dejé solo.

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