El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai


CUARTA PARTE » V

Página 28 de 33

V

Tras el silencioso apretón de manos de Shears, Joyce, solo en su puesto, estuvo un buen rato en un evidente estado de atolondramiento. La certeza de no depender más que de sus propias fuerzas, a partir de ese momento, se le subía a la cabeza como los vapores del alcohol. Su cuerpo permanecía insensible al cansancio de la noche pasada y al frío gélido de su ropa empapada de agua. Nunca antes había tenido esa sensación de poder y dominio que proporciona el aislamiento absoluto, sobre una cima o entre tinieblas.

Cuando hubo recuperado conciencia de su situación, se vio obligado a razonar lógicamente para resolver la realización de varias operaciones necesarias antes del inminente amanecer, y de esa forma no estar a merced de un posible desfallecimiento. Si no se le hubiera ocurrido esta idea se hubiera quedado así, inmóvil, apoyado contra un árbol, con la mano sobre el manipulador y la mirada en dirección al puente, aquel puente cuyo tablero negro se destacaba en un rincón del cielo estrellado, por encima de la masa opaca de matorrales bajos, a través del follaje menos tupido de los grandes árboles. Ésa era la posición que instintivamente había adoptado tras la marcha de Shears.

Se incorporó, se quitó las prendas que llevaba, las retorció y se frotó su cuerpo aterido. Luego, se puso de nuevo los pantalones cortos y la camisa que, aunque húmedos, le protegían del aire frío del alba. Comió todo lo que pudo del arroz que Shears le había dejado y echó un buen trago de whisky. Había estimado que era demasiado tarde para salir de su escondrijo en busca de agua. Utilizó una parte del alcohol para limpiar las heridas que cubrían su cuerpo. Seguidamente, volvió a sentarse al pie del árbol y se puso a esperar. No ocurrió nada durante ese día, algo que él ya había previsto. El tren no llegaría hasta el día siguiente pero, en el lugar en que se encontraba, tenía la sensación de poder dirigir el curso de los acontecimientos.

Vio japoneses sobre el puente en varias ocasiones. No parecían albergar sospecha alguna y ninguno miró hacia donde estaba. Como hiciera en su sueño, se fijó un punto sencillo sobre el tablero que le sirviera de referencia, un travesaño de la barandilla, alineado con él y con una rama muerta. Ese punto indicaba la mitad de la longitud total del puente, es decir, el inicio mismo del recorrido fatal. Cuando la locomotora lo alcanzara, incluso unos pies antes, apretaría con todas sus fuerzas el mango del manipulador. Había desconectado el cable y, siguiendo en su mente la locomotora imaginada, ensayó más de veinte veces ese simple movimiento, con el fin de hacerlo instintivo. El aparato funcionaba bien. Lo había limpiado y secado meticulosamente, procurando quitar hasta la última mancha. Sus reflejos se encontraban también en perfecto estado.

El día transcurrió con rapidez. Llegada la noche, descendió del talud, se dio varios tragos generosos de agua fangosa, llenó su cantimplora y regresó a su escondrijo. Sin cambiar de posición, sentado contra el árbol, se permitió dormitar un poco. Si, en contra de lo previsto, el horario del tren era modificado, lo oiría venir. De eso estaba seguro. Durante la estancia en una selva, uno se habitúa muy rápidamente a permanecer inconscientemente vigilante ante la posible presencia de animales.

Dio unas breves cabezadas, interrumpidas por largos períodos de vigilia. En su sueño y su vigilia se alternaban extrañamente jirones de la aventura presente con recuerdos de ese pasado evocado ante Shears, antes de embarcarse en el río.

Se encontraba en la polvorienta oficina de proyectos, donde había pasado algunos de los años más importantes de su existencia en interminables horas de melancolía, delante de una hoja de diseño, iluminada por un proyector, sobre la que había trabajado durante sempiternas jornadas. La vigueta, esa pieza de metal que nunca había contemplado en la realidad, desplegaba sobre el papel las representaciones simbólicas en dos dimensiones que habían acaparado su juventud. La planta, el perfil, la elevación y las múltiples secciones aparecían ante sus ojos, con todos los detalles de las nervaduras, cuya experta distribución había hecho posible el ahorro de una libra y media de acero, después de dos años de tanteos a oscuras.

Sobre esas imágenes, contra esas nervaduras, se superponían ahora unos pequeños rectángulos oscuros, similares a los que Warden había trazado junto a los veinticuatro pilares en el diseño a gran escala del puente. El título, cuya composición le había ocasionado dolorosos calambres en cada una de las innumerables pruebas, se dilataba con su letra redonda, para seguidamente nublarse a la vista. Él trataba en vano de seguir las letras, pero éstas se dispersaban por toda la hoja para, finalmente reagruparse y formar una palabra nueva, como ocurre a veces en las películas sobre la pantalla de cine. Esta palabra nueva era «destrucción», en letras grandes y negras, con la tinta brillante reflejando la luz del proyector. Esa palabra borraba todos los demás símbolos y se imprimía en la pantalla de su alucinación.

Dicha visión no le obsesionaba verdaderamente. La podía conjurar a voluntad. Bastaba con que abriera los ojos. El rincón de la noche donde se imprimía en la oscuridad el puente sobre el río Kwai conjuraba los espectros polvorientos del pasado y lo reconducía a la realidad, a su realidad. Su vida ya no sería la misma después de ese acontecimiento. Ya empezaba a saborear los filtros del éxito al reconocer su propia metamorfosis.

Muy de mañana, prácticamente al mismo tiempo que Shears, empezó a sentir también él un malestar, originado por un cambio en las emanaciones perceptibles del río Kwai. La alteración había sido tan gradual que no reparó en ella en su período de adormecimiento. Desde su madriguera sólo divisaba el tablero del puente. El río no lo veía, pero estaba seguro de no equivocarse. Esa convicción le angustió a tal punto que determinó necesario salir de su inactividad. Arrastrándose entre la maleza en dirección al agua, consiguió llegar hasta la última cortina de vegetación, desde donde se puso a observar. Al descubrir el cable eléctrico sobre la playa de cantos rodados entendió la causa de su agitación.

Siguiendo las mismas etapas que Shears, su ser fue elevándose progresivamente hasta la contemplación del desastre irreparable y sintió un similar desmoronamiento en su estado físico al pensar en las cargas de plástico. Desde su nueva posición podía divisar los pilares, bastaba con alzar la vista. Tuvo que obligarse a sí mismo a realizar ese movimiento.

Necesitó un largo momento de contemplación para evaluar el nivel de riesgo que suponía la barroca transformación del río Kwai. Ni siquiera tras el minucioso examen, fue capaz de calibrarlo exactamente, entre accesos alternativos de esperanza y angustia mientras seguía el juego de los millares de ondas que la corriente creaba en torno al puente. Tras un primer vistazo, una efusión de optimismo voluptuoso aplacó sus nervios, convulsionados por el horror del primer pensamiento. El nivel del río no había bajado tanto. Las cargas se encontraban todavía bajo el agua.

… Al menos ésa era la impresión desde su puesto, que no era nada elevado. Pero ¿y desde lo alto? ¿Y desde el puente?… E incluso desde ese punto… Esforzándose un poco más, ahora podía ver una ola bastante gruesa, similar a la que originan a ras del agua los restos naufragados de un navío, una ola alrededor de los pilares que tan bien conocía, de esos pilares en los que había dejado incrustados jirones de su propia carne. No tenía derecho a hacerse ilusiones. Las olas en torno a dichos pilares concretos eran más grandes que las del resto… Y en uno de ellos le parecía poder distinguir por momentos una esquina de materia oscura que resaltaba sobre la madera de color claro y emergía a veces como el lomo de un pez para, al instante siguiente, no dejar tras de sí más que un remolino. Las cargas se encontraban seguramente a ras de la superficie líquida. Un centinela atento sería capaz de descubrir, con toda seguridad, las cargas de las hileras exteriores, con sólo asomarse un poco por encima de la barandilla.

El río quizá descendiera aún más. Tal vez, en un momento, las cargas serían totalmente visibles para todo el mundo, aún chorreantes de agua y refulgientes bajo la luz brutal del cielo de Tailandia… El absurdo grotesco de ese panorama le heló la sangre. ¿Qué hora era? ¿Cuánto tiempo faltaba?… El sol comenzaba en esos momentos a resplandecer sobre el valle y el tren tardaría al menos diez horas más. Su paciencia, su trabajo, sus denuedos, sus sufrimientos, todo se volvía súbitamente caricaturesco y casi ridículo con la fantasía inhumana de la arroyada sobre la alta montaña. El éxito del gran golpe, por el que había sacrificado a una sola carta todas sus desdeñadas reservas de vitalidad y energía, ahorradas durante años de resignación, estaba en juego, y ahora se resolvía en una balanza insensible a las aspiraciones de su ser. Su destino debía decidirse en los minutos que le separaban de la llegada del tren. Se decidiría fuera de su alcance, en un plano superior, tal vez conscientemente, pero en una mente extraña, implacable y desatenta al impulso que había dirigido sus acciones, una mente que dominaba los asuntos humanos desde tan alto que no se dejaba aplacar por ninguna voluntad, ningún ruego, ninguna desesperanza.

La certeza de que el eventual descubrimiento de los explosivos no dependía ya de sus esfuerzos le dio paradójicamente un poco de calma. Se prohibió a sí mismo pensar en ello o aferrarse a algún deseo. No tenía derecho a malgastar ni una porción de su energía en acontecimientos que se desarrollaban en un universo trascendente. Debía olvidarse de ello y concentrar todos sus recursos en los elementos que todavía se encontraban dentro de los límites de su capacidad de intervención. En dichos elementos, y no en otros, tenía que emplearse realmente a fondo. La acción aún era posible y era necesario que previera su eventual desarrollo. Siempre reflexionaba sobre el procedimiento a adoptar a continuación, una cualidad que no le pasó desapercibida a Shears.

Si las masas de plástico eran descubiertas, el tren sería detenido antes del puente. En ese caso, accionaría el mango del manipulador antes de que lo descubrieran a él. Los daños serían reparables y la misión se saldaría con un fracaso a medias, pero era lo máximo a lo que podía aspirar.

La situación era diferente con respecto al cable eléctrico, que sólo era visible por un ser humano que descendiera a la playa y se acercara a varios pasos de él. Entonces sólo quedaría una posibilidad, la de una acción personal. Tal vez en ese instante no hubiera ningún testigo sobre el puente, ni en la orilla opuesta. Además, el talud ocultaba la playa a los japoneses del campamento. El hombre probablemente titubearía antes de dar la voz de alarma, momento que Joyce debía aprovechar para actuar, con toda rapidez. Por ello, era fundamental no perder de vista ni la playa ni el puente.

Tras deliberar un momento más, regresó a su anterior escondrijo para llevarse sus aparatos a este nuevo puesto, situado detrás de una delgada pantalla de vegetación, desde donde podría observar tanto el puente como el espacio desnudo por el que pasaba el cable. Se le ocurrió una idea. Se quitó los pantalones cortos y la camisa, quedándose en calzoncillos. Así era prácticamente el uniforme de trabajo de los prisioneros. Si lo vieran desde lejos, podría pasar por uno de ellos. Colocó entonces con cuidado el manipulador y se arrodilló. Sacó su puñal del estuche. Depositó sobre la hierba, a su lado, ese importante accesorio de su equipamiento, ese elemento que siempre formaba parte de las expediciones de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.» y, sin más, se dispuso a esperar.

El tiempo pasaba a un ritmo desesperantemente lento, refrenado, amortiguado, como la corriente decrecida del río Kwai, un tiempo cuyos segundos eternos eran medidos por Joyce a través del murmurar apagado de las moléculas de agua, esas moléculas que mordisqueaban imperceptiblemente los arriesgados momentos venideros, acumulando en el pasado unos instantes de seguridad inestimables, pero infinitesimales y en trágica desproporción con respecto a sus deseos. La luz del trópico invadía el húmedo valle, haciendo brillar la arena negra, impregnada de agua, del terreno recientemente descubierto. Tras recortar algunos travesaños de la superestructura del puente, el sol, que hasta hacía un momento permanecía oculto por el tablero, se elevaba ahora por encima de esa barrera, proyectando justo delante de él la sombra gigantesca de una obra humana. Esa barrera trazaba sobre la playa de guijarros una línea recta, paralela al cable, que se deformaba en el agua, adquiriendo movilidad en una multitud de ondulaciones para, por último, fundirse al otro lado del río con el macizo montañoso. El calor endurecía las desolladuras de sus manos destrozadas y hacía atrozmente lacerantes las heridas de su cuerpo, sobre las que se cebaban legiones de hormigas multicolores. Sin embargo, el sufrimiento físico no le distraía en sus pensamientos, sino que se limitaba a acompañar dolorosamente a la obsesión que, desde un momento atrás, torturaba su mente.

Joyce se sintió presa de una nueva angustia al verse abocado a precisar las formas necesarias de la operación, en caso de que a la hora decisiva para su destino se tropezara con un suceso determinado… Un soldado japonés, atraído por la playa de piedras, paseándose despreocupadamente por la orilla. Al ver el cable tendría una reacción de asombro. Se detendría. Se agacharía para cogerlo y permanecería un momento inmóvil. En ese momento, él, Joyce, debía intervenir. Era indispensable que recreara de antemano sus movimientos. ¡Le daba demasiadas vueltas a las cosas!, eso era lo que le había dicho Shears…

Evocar dicha acción bastaba para agarrotar sus nervios y paralizar todos y cada uno de sus músculos. En caso necesario, no debía sustraerse a la maniobra. Tenía la sensación de que se vería obligado a realizar ese acto, que le habían preparado para ello desde hacía mucho tiempo y que era la conclusión natural de las peripecias que convergían ineludiblemente en aquel último examen de sus opciones. La prueba más temida de todas, una prueba repugnante que podía arrojar sobre uno de los platillos de la balanza, una prueba lo suficientemente pesada de sacrificio y horror que por sí misma bastaría para inclinar ese astil hacia la victoria, arrancándole ésta al pegajoso peso de la fatalidad.

Aguzó todas las células de su cerebro en pos de esa realización final, repasando febrilmente todas las enseñanzas recibidas y tratando de entregarse en cuerpo y alma a la dinámica de su ejecución, aunque sin poder conjurar la alucinación de las consecuencias inmediatas.

Recordó entonces la ansiosa pregunta que su jefe le había hecho: «Llegado el momento, ¿sería capaz de utilizar ese instrumento, a sangre fría?». Esa pregunta desazonó su instinto y su buena fe, por lo que no pudo dar una respuesta categórica. A la hora de embarcar en el río, se había mostrado convencido. Ahora no estaba seguro de nada.

Contempló el arma que yacía sobre la hierba, junto a él. Era un puñal de hoja larga y afilada, con una empuñadura bastante corta, lo suficiente para permitir un cómodo agarre. La empuñadura era metálica y formaba un solo bloque, bastante pesado, con la hoja. Los expertos técnicos de la Unidad 316 habían modificado en diversas ocasiones tanto su forma como su perfil. Las instrucciones recibidas eran claras. No bastaba con agarrar fuertemente la empuñadura y asestar puñaladas sin ton ni son. Eso era demasiado fácil y estaba al alcance de cualquier persona. Toda destrucción requiere una técnica. Sus instructores le habían enseñado dos maneras de utilizar el puñal. En defensa propia, cuando un adversario se lanzaba contra él, había que sujetarlo por delante, con la punta ligeramente empinada, el filo hacia arriba y atacando siempre de abajo arriba, como para destripar a un animal. Ese movimiento no le resultaba especialmente difícil; es probable que hubiera procedido así de forma instintiva. Pero aquí se trataba de otra cosa. Ningún enemigo se iba a abalanzar sobre él, por lo que no tendría necesidad de defenderse. En el desenlace que sentía como inminente, debería emplear el segundo método. Éste no precisaba mucha fuerza, pero sí habilidad y una espantosa sangre fría. Era el método que se les recomendaba a los alumnos para liquidar por la noche a un centinela, sin que éste tuviera el tiempo o la posibilidad de dar la voz de alarma. Había que atacar por detrás, pero no contra la espalda (¡eso hubiera resultado demasiado sencillo!). Lo que había que hacer era rajarle el cuello.

El puñal se prendía con la mano invertida, las uñas hacia abajo y el pulgar tendido sobre el nacimiento de la hoja, para una máxima precisión. La hoja debía situarse en posición horizontal y perpendicular al cuerpo de la víctima. La puñalada se asestaba de derecha a izquierda, con firmeza, pero evitando la violencia excesiva, que podría desviarla. Había que dirigirla hacia un punto concreto, a varios centímetros por debajo de la oreja. Se apuntaba y había que acertar sobre él, no servía cualquier otro. En eso consistía la operación. Ésta incluía otros movimientos, complementarios pero igualmente importantes, movimientos a efectuar en el instante inmediatamente siguiente a la penetración. No obstante, Joyce no se atrevía siquiera a rememorar en voz baja los consejos recibidos a ese respecto por parte de los instructores de Calcuta, consejos que no carecían de un punto de humor.

Joyce no era capaz de conjurar la visión de las consecuencias inmediatas de esta última acción. Así pues, se forzó a contemplar su imagen, elaborarla y precisar su relieve y su abominable color. Se obligó a sí mismo a analizar los aspectos más horrendos, con la vana esperanza de hartarse y alcanzar así el distanciamiento que inspira la costumbre. Recreó la escena diez veces, veinte veces, logrando reconstruir poco a poco, no ya un fantasma o una vaga representación interior, sino un ser humano que se encontraba ante él, en la playa, un soldado japonés en uniforme, de carne y hueso, con su peculiar gorra, de la que sobresalían las orejas y, un poco más abajo, la pequeña superficie de carne oscura, sobre la que apuntaría mientras alzaba, sin hacer ruido, su brazo semitenso. Se forzó a sentir la resistencia ofrecida por el cuello de la víctima, a medirla, a observar cómo brotaba la sangre y el espasmo resultante mientras el puñal, en el eje de su puño apretado, se empleaba a fondo en las operaciones complementarias, y su brazo izquierdo, doblado enérgicamente, le oprimía el cuello. Joyce estuvo revolcándose durante un momento eterno en el horror más profundo que era capaz de imaginar. Se esforzó de tal manera en entrenar su cuerpo para que fuera un simple mecanismo obediente e insensible, que acabó con un cansancio demoledor en todos sus músculos.

Todavía no se sentía seguro de sí mismo. Comprendió con espanto que su método de preparación era ineficaz. La idea de fallar le obsesionaba con tanta intensidad como la contemplación de su deber. Debía escoger entre dos atrocidades. Esta última opción, ignominiosa, difundiría en una eternidad de vergüenza y remordimientos la misma suma de horrores que la primera de ellas, la cual los concentraba en los pocos segundos que durara la abominable acción. La segunda posibilidad era pasiva y no exigía más que una inmóvil cobardía, algo que le fascinaba cruelmente por la perversa seducción que ejerce la sencillez. Finalmente comprendió que nunca sería capaz de realizar a sangre fría y en estado de plena conciencia la acción que se obstinaba a recrear. Así pues, tenía que conjurarla de su ser a toda costa, hallar un derivativo, un excitante o un estupefaciente que lo introdujera en otra esfera de la realidad. Necesitaba una ayuda diferente al sentimiento gélido que le producía ese horrible deber.

¿Una ayuda exterior…? Dio vueltas sobre sí mismo con la mirada implorante. Estaba solo, desnudo, en tierra extranjera, oculto en la maleza como un animal selvático y rodeado de enemigos de todo tipo. Su única arma era ese puñal monstruoso que le quemaba la palma de la mano.

Buscó vanamente un aliado en algún elemento de ese escenario que había encendido su imaginación, pero ahora todo le era hostil en el valle del río Kwai. La sombra del puente se iba alejando por cada minuto que pasaba. Dicha construcción no era más que una estructura inerte y carente de valor. No podía esperar auxilio alguno. Se había quedado sin alcohol e, incluso, sin arroz. Hubiera sentido un gran alivio tragando cualquier cosa.

La ayuda no podía llegarle del exterior. Había sido abandonado a su suerte. Ése había sido su deseo, y su realización le causó regocijo. Depender de sí mismo le había hecho sentirse orgulloso y eufórico, unas emociones que creía invencibles. Ahora éstas no podían desintegrarse de golpe y dejarle tirado, cual un mecanismo con el motor estropeado… Cerró los ojos al mundo circundante y dirigió su mirada hacia sí mismo. Si había alguna posibilidad de salvación, la encontraría ahí, no en la tierra o en los cielos. En el trance en que se encontraba, el único rayo de esperanza que podía vislumbrar estaba en el hipnotizante centelleo de imágenes internas provocado por el efecto embriagador de las ideas. La imaginación era su refugio, lo cual ya había inquietado a Shears. Warden, más prudente, no había resuelto si ello era una cualidad o un defecto.

Combatir los maleficios de la obsesión con el antídoto de la obsesión voluntaria; proyectar la película donde habían quedado grabados los símbolos representativos de su capital espiritual; escrutar con furia inquisitiva todos los espectros de su universo mental; revolver apasionadamente entre esos testimonios inmateriales de su existencia, hasta descubrir una figura lo suficientemente absorbente para colmar todo el dominio de su conciencia, sin dejar intersticio alguno. Pasó revista febrilmente. El odio al japonés y el sentimiento del deber eran excitantes irrisorios, que ningún escenario lo suficientemente nítido contenía. Pensó en sus superiores, en sus amigos, que habían depositado en él toda su confianza y le aguardaban en la otra orilla. Eso tampoco era lo bastante real, sino únicamente lo suficiente para arrastrarle a sacrificar su propia vida. Hasta la euforia del éxito resultaba ahora estéril. Quizá debiera representarse la victoria bajo una forma más palpable que la de la aureola semiiluminada, cuya pálida irradiación ya no encontraba ningún elemento material al que acogerse.

Una imagen atravesó súbitamente su mente, una imagen que resplandeció con luz pura lo que dura un relámpago. Incluso antes de identificarla, intuyó que era lo suficiente importante como para encarnar una esperanza. Se esforzó por reconocerla y brilló de nuevo. Se trataba de la alucinación de la noche anterior: la hoja de diseño bajo el proyector, con las innúmeras representaciones de la vigueta sobre las que se superponían rectángulos oscuros, esa hoja dominada por un título en letra redonda, que componía interminablemente una palabra en caracteres grandes y relucientes: «destrucción».

Ahora la alucinación ya no se extinguía. A partir del momento en que, reclamado por su instinto, se hizo amo victorioso de su espíritu, sintió que sólo ésta era lo bastante consistente, completa y poderosa como para ayudarle a sublimar las repugnancias y temblores de su mísera carcasa. Era embriagadora como el alcohol y tranquilizadora como el opio. Se dejó invadir por ella y puso gran cuidado en no dejarla escapar.

En medio de ese estado de hipnosis voluntaria, divisó sin asombro varios soldados japoneses sobre el puente del río Kwai.

Ir a la siguiente página

Report Page