El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai


CUARTA PARTE » VI

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VI

Shears advirtió la presencia de los soldados japoneses y cayó en un nuevo estado de zozobra.

El tiempo transcurría también para él a un ritmo implacablemente lento. Había conseguido recomponerse tras la inquietud que le había causado la evocación de las cargas. Dejó a los partisanos en su puesto y subió un poco por la pendiente. Se detuvo en un punto que ofrecía una vista de conjunto del puente y el río Kwai. Detectó y examinó con ayuda de los prismáticos las pequeñas olas que se formaban en torno a los pilares. Le pareció ver emerger y desaparecer un trozo de materia oscura, siguiendo el juego del remolino. Llevado por los reflejos, por la necesidad, por el deber, empezó a reflexionar sobre una eventual intervención personal con el fin de remediar ese revés del destino. «Siempre se puede hacer algo, siempre hay una acción que se puede intentar», afirmaban los mandos de la Unidad 316. Por primera vez desde que iniciara la práctica de esa profesión, a Shears no se le ocurrió nada y maldijo su impotencia.

La suerte estaba echada en lo que a él concernía. Algo similar le ocurría a Warden, que desde las alturas sin duda pudo constatar también esa perfidia del río Kwai, sin poder hacer nada al respecto. ¿Y Joyce? ¿Se había dado cuenta del cambio? ¿Quién le podía asegurar que contaría con la voluntad y los reflejos que requieren las situaciones extremas? Shears, que en el pasado había tenido ocasión de evaluar la magnitud de los obstáculos a superar en casos similares, se reprochó amargamente no poder ocupar el lugar de Joyce.

Pasaron dos horas eternas. Desde el punto en que se encontraba, se distinguían los alojamientos del campamento. Shears observó el ir y venir de los soldados japoneses en uniforme de gala. Había toda una compañía situada a unos cien metros del río, a la espera del tren, para rendir honores a las autoridades encargadas de inaugurar la línea. Quizá los preparativos de dicha ceremonia sirvieran para desviar la atención de los japoneses. Él se agarraba a esa esperanza, pero una patrulla japonesa proveniente del puesto de guardia fue en dirección al puente.

Los hombres, precedidos por un sargento, tomaron posiciones sobre el tablero del puente, en dos filas a ambos lados de la vía. Caminaban a paso lento, con aspecto indiferente y el fusil apoyado descuidadamente sobre el hombro. Su misión era echar una última ojeada antes de que pasara el tren. De vez en cuando, uno de ellos se detenía y se asomaba por la barandilla. Era evidente que sus movimientos venían determinados por la conciencia profesional y las instrucciones recibidas. Shears creyó ver en su exploración una carencia absoluta de convencimiento, lo que probablemente era cierto. No cabía la posibilidad de ningún accidente en el puente sobre el río Kwai, un puente que habían visto construir ante sus propios ojos en ese valle perdido del mundo.

—Miran sin ver —se repetía a sí mismo mientras seguía su avance.

Cada uno de los pasos de los soldados retumbaba en su cabeza. Se esforzó por no quitarles ojo ni un momento, espiando los menores movimientos de su recorrido, al tiempo que en su corazón se esbozaba inconscientemente una vaga plegaria dirigida a un dios, un demonio o cualquier otra potencia misteriosa, en caso de que existiera. A cada segundo calculaba mecánicamente su velocidad y la fracción de puente barrida. Sobrepasaron la mitad del puente. El sargento, apoyado contra la barandilla, se dirigió al soldado más a mano, señalando hacia el río con el dedo. Shears se tuvo que morder la mano para no gritar. El sargento comenzó a reír. Probablemente comentaba la bajada de nivel. A continuación, se marcharon.

Shears había acertado: miraban pero sin ver. Tuvo la sensación de que acompañándoles con la mirada había ejercido una especie de influencia sobre la capacidad de percepción de los japoneses, un fenómeno de sugestión a distancia. El último hombre abandonó el puente. Nadie había sospechado nada…

Pero volvieron. En esta ocasión recorrieron el puente en sentido inverso, con la misma apariencia de desenvoltura. Uno de ellos se asomó, con toda la parte superior de su cuerpo, por encima de la sección de riesgo y retomó seguidamente su puesto en la patrulla.

Atravesaron todo el puente. Shears se secó el sudor de la cara. Entonces, se alejaron.

—No han visto nada —repitió mecánicamente en voz baja, para convencerse mejor del milagro.

Los acompañó celosamente y no los perdió de vista hasta que volvieron a unirse a su compañía. Antes de dejarse arrastrar por una nueva esperanza, un extraño sentimiento de orgullo le atravesó la mente.

—En su lugar —murmuró—, yo no hubiera sido tan negligente. Cualquier soldado inglés habría descubierto el sabotaje… En fin, el tren no puede estar lejos.

Como si de una respuesta a este último pensamiento se tratara, oyó entonces unas voces roncas dando órdenes en la orilla enemiga y, acto seguido, se produjo un tumulto entre los soldados. Shears dirigió su mirada a lo lejos. En el horizonte, del lado de la llanura, una pequeña nube de humo negro delataba al primer convoy japonés que atravesaba Tailandia, el primer tren cargado de tropas, munición y eminentes generales japoneses, a punto de pasar por el puente sobre el río Kwai.

El corazón de Shears se ablandó. Sus ojos comenzaron a verter lágrimas de agradecimiento a las potencias misteriosas.

—Ya nadie nos puede parar los pies —dijo, siempre en voz baja—. Lo imprevisto ha agotado sus últimas opciones. El tren estará aquí en veinte minutos.

Dominando su exaltación, volvió a bajar al pie de la montaña para hacerse con el mando del grupo de cobertura. Mientras avanzaba agachado entre la vegetación, cuidadoso de no revelar su presencia, no pudo adivinar sobre la orilla de enfrente la presencia de un oficial de elegante figura, en uniforme de coronel inglés, aproximándose al puente.

En el mismo momento en que Number One regresaba a su puesto, con el ánimo aún convulsionado por esa cascada de emociones y con todos sus sentidos ya absorbidos por la percepción prematura de un estruendo deslumbrante, acompañado de llamas y ruinas como pruebas materiales del éxito, el coronel Nicholson puso su pie sobre el puente del río Kwai.

En paz con su conciencia, con el Universo y con Dios, los ojos más claros que el cielo del trópico después de una tormenta, disfrutando por todos los poros de su piel roja del descanso bien merecido que se concede al buen artesano tras un arduo trabajo, satisfecho de haber superado los obstáculos a fuerza de coraje y perseverancia, orgulloso de la obra realizada por él y sus soldados en ese rincón perdido de Tailandia, que ahora le parecía casi territorio anexionado, el espíritu contento ante la idea de haber procedido de forma digna con sus ancestros y de haber añadido un episodio poco común a la leyenda occidental de los constructores de imperios, firmemente convencido de que nadie podía haberlo hecho mejor que él, parapetado en la certeza de la superioridad de los hombres de su raza en todos los ámbitos, feliz de haber logrado demostrar esto último de forma manifiesta en seis meses, henchido de ese alborozo que sirve para compensar todos los sufrimientos del jefe cuando el resultado triunfal está al alcance de la mano, saboreando en pequeñas dosis el vino de la victoria, convencido de la alta calidad de la construcción y deseoso de evaluar por última vez, él solo, todas las perfecciones acumuladas por el esfuerzo y la inteligencia, antes de la apoteosis e, igualmente, efectuar una última inspección, el coronel Nicholson avanzó con pasos majestuosos por el puente sobre el río Kwai.

La mayoría de los prisioneros y la totalidad de los oficiales se habían marchado dos días antes, a pie, en dirección a un punto de reunión, desde donde serían enviados a Malasia, a las islas o a Japón, con objeto de realizar allí otros trabajos. El ferrocarril había sido finalizado. La fiesta que Su Graciosa Majestad Imperial de Tokio había autorizado e impuesto a todos los grupos de trabajo de Birmania y Tailandia sirvió para marcar el término de las obras.

La celebración adquirió una mayor cota de fastos en el campamento del río Kwai. El coronel había insistido en que fuera así. En todo el recorrido de la línea férrea, las festividades se habían visto precedidas por los habituales discursos de los oficiales superiores japoneses, generales o coroneles encaramados sobre un tablado, botas negras y guantes grises, agitando los brazos y la cabeza, deformando estrambóticamente las palabras del mundo occidental ante legiones de hombres blancos lisiados, enfermos, cubiertos de llagas y anestesiados por una estancia de varios meses en el infierno.

Saíto pronunció unas palabras en las que exaltaba obviamente la esfera sudasiática, aunque, condescendiente, expresó también su agradecimiento a los prisioneros por la lealtad de la que habían dado muestra. Clipton, cuya serenidad fue expuesta a duras pruebas en ese último período, obligado a ver a personas medio moribundas arrastrarse por la obra para terminar el puente, hubo de contenerse para no explotar en un llanto de rabia. Luego, tuvo que sufrir un breve discurso del coronel Nicholson, en el que éste rendía homenaje a sus soldados y elogiaba su abnegación y coraje. El coronel concluyó afirmando que sus sufrimientos no habían sido en vano y que se sentía orgulloso de estar al mando de hombres así.

Su pundonor y dignidad en la desgracia serían un ejemplo para toda la nación.

A continuación, comenzó la fiesta. El coronel se había interesado por ella y participó de forma activa. Era consciente de que no había nada peor para sus hombres que la ociosidad, por lo que les impuso un lujo de diversiones cuya preparación les tuvo sin aliento durante varios días. No sólo se celebraron varios conciertos; también hubo una comedia representada por soldados disfrazados e incluso un ballet de bailarines travestidos que le arrancó unas buenas carcajadas.

—¿Ha visto, Clipton? —dijo el coronel Nicholson—. Usted me ha criticado en diversas ocasiones, pero yo me he mantenido firme. He mantenido la moral, he mantenido lo esencial. Nuestros hombres han aguantado.

Y era cierto. El espíritu de los británicos se había conservado intacto en el campamento del río Kwai. Clipton no tuvo más remedio que reconocerlo, echando un simple vistazo a los hombres que le rodeaban. Era evidente que se entregaban con un entusiasmo infantil e inocente a esa celebración. Sus gritos de júbilo no dejaban lugar a duda sobre lo alta que se encontraba la moral de la tropa.

Al día siguiente, los prisioneros se pusieron en marcha. Sólo permanecieron los enfermos más graves y los lisiados, que serían evacuados a Bangkok con el próximo tren procedente de Birmania. Los oficiales acompañaron a sus hombres. Reeves y Hughes se vieron obligados a partir con el convoy, muy a su pesar, ya que no iban a tener ocasión de presenciar el paso del primer tren sobre esa obra que les había exigido tantos esfuerzos. Por el contrario, el coronel Nicholson sí que obtuvo autorización para quedarse y hacer compañía a los enfermos. Teniendo en cuenta los servicios prestados, Saíto no fue capaz de negarle ese favor que el coronel Nicholson le había solicitado con su habitual dignidad.

Caminaba con grandes y vigorosas zancadas, remachando victoriosamente el tablero. Era el vencedor. El puente había sido terminado, sin lujos pero con el suficiente «acabado» para hacer resplandecer las virtudes de los pueblos de Occidente en pleno cielo tailandés. Ése era su lugar en aquel momento, el del jefe que pasa su última revista antes del desfile triunfal. Otro no era imaginable. Su mera presencia le consolaba un poco de la marcha de sus fieles colaboradores y de sus hombres, que también merecían participar de esos honores. Afortunadamente, él sí que se encontraba allí. Sabía que el puente era sólido y que carecía de puntos débiles. Respondería a lo que se esperaba de él, pero nada podía sustituir la mirada vigilante del jefe responsable. De eso también estaba seguro. Nunca es posible preverlo todo. Una vida rica en experiencias le había enseñado, a él también, que siempre se puede producir un accidente en el último minuto. El descubrimiento de un defecto, por ejemplo. En ese caso, ni el mejor de los subalternos vale para tomar una decisión. Evidentemente, había hecho caso omiso al informe elaborado por la patrulla japonesa enviada por Saíto esa misma mañana. Quería verlo por sí mismo. Mientras recorría el puente, iba inspeccionando con su mirada la solidez de cada una de las vigas y la integridad de cada uno de los ensamblajes.

Sobrepasado la mitad del puente, se asomó por la barandilla, como hacía cada cinco o seis metros. Entonces observó fijamente un pilar y, sorprendido, se quedó inmóvil.

El ojo del experto había detectado de inmediato la pronunciada cresta sobre la superficie del agua, causada por una carga. Tras un examen más detenido, el coronel Nicholson fue capaz de distinguir vagamente una masa oscura apoyada contra la madera. Dudó un momento, retomó su marcha y, después de andar unos metros, se detuvo encima de otro pilar y se asomó de nuevo.

—¡Qué extraño! —murmuró.

Volvió a titubear, atravesó la vía y pasó a observar el otro lado. Desde allí descubrió otro objeto oscuro, apenas cubierto por una pulgada de agua. Ello le causó un inexplicable fastidio, como la percepción de una mancha que ensuciaba su obra. Determinó continuar su recorrido, se dirigió hasta el final del tablero, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos, como había hecho la patrulla. A continuación, realizó una nueva parada y permaneció un buen rato pensativo, en contemplación y agitando la cabeza. Finalmente, se encogió de hombros y volvió a la orilla derecha, hablando consigo mismo.

—Eso no estaba ahí hace dos días —masculló—. Es cierto que entonces el río estaba más crecido… Probablemente se trata de basura, que ha quedado parcialmente enganchada a los pilares. Sin embargo…

Un germen de sospecha atravesó su cerebro, pero la verdad era demasiado asombrosa como para verla con claridad. Pese a todo, ello le hizo perder su apacible serenidad. Le había arruinado la mañana. Dio media vuelta de nuevo para volver a contemplar esa anomalía, pero no fue capaz de encontrar explicación alguna y regresó a tierra, todavía inquieto.

—No es posible —murmuró al reconsiderar la vaga sospecha que se le había pasado por la cabeza—. A menos que sea obra de una de esas bandas de chinos bolcheviques…

La idea de un sabotaje estaba indisolublemente unida en su cerebro con el pirata enemigo.

—Aquí… No es posible —repitió, incapaz de recuperar su buen humor.

El tren ya se divisaba, aunque todavía lejano, abriéndose camino a duras penas por la vía. El coronel calculó que no llegaría antes de diez minutos. Saíto, que no paraba de dar vueltas entre el puente y la compañía, le vio venir, con la turbación habitual que le producía su presencia. El coronel Nicholson tomó una súbita decisión mientras se aproximaba al japonés.

—Coronel Saíto —dijo con autoridad—. Hay algo que no está claro. Es mejor ir a comprobarlo antes de que pase el tren.

Sin esperar respuesta alguna, bajó corriendo a toda velocidad por el talud. Su intención era coger la pequeña barca indígena, amarrada bajo el puente, e inspeccionar todos los pilares. Al llegar a la playa, recorrió instintivamente con su mirada experta toda la extensión de ésta y descubrió la línea formada por el cable eléctrico sobre los brillantes cantos rodados. El coronel Nicholson frunció el ceño y se encaminó en dirección al cordón.

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